Authors: César Vidal
El judío detuvo el relato y se llevó la mano izquierda a los ojos. Por un instante, se los frotó, como si los tuviera cansados, ayunos de sueño y de reposo.
—El hombre volvió a sonreírme y me dijo: «Si tiene usted a bien indicarme dónde podría...». «Deme su dirección y yo me pondré en contacto con usted», le respondí. Entonces Herr Hechler se llevó la mano al bolsillo y me tendió una tarjeta. «Venga a verme cuando lo desee, me dijo y añadió inmediatamente: Le agradezco mucho su gentileza.» Abandoné la librería y me dirigí a casa impulsado por un extraño deseo de sumergirme en la lectura de aquel volumen.
—¿Y qué le pareció?
—¿El libro de Herzl? Me pareció ramplón, vulgar, pobre...
Me quedé sorprendido al escuchar aquellas palabras. ¿Era posible que un texto fundacional del sionismo como aquél le interesara tan poco y, sobre todo, le mereciera un juicio tan negativo?
—Por supuesto, me sentí identificado con la idea de que los judíos teníamos que disfrutar de una patria propia. Eso no tenía discusión, pero la manera en que lo expresaba Herzl... ah, no, no, no... ni la menor mención a nuestros derechos históricos sobre una tierra que el propio Dios había entregado a Abraham, como si lo nuestro fuera algo parecido a lo que habían hecho italianos y alemanes con sus respectivas patrias tan sólo unos años antes. Y para colmo pretendía que los judíos tuvieran como lengua oficial el alemán, ¡la que él conocía mejor, claro!, y que ese hogar se estableciera casi en cualquier lugar del mundo ya fuera áfrica o América del Sur. Reconózcalo. ¿Ve usted algún sentido
a que los judíos de todo el mundo se establecieran en Argentina o Paraguay para hablar en alemán y poder decir sí, que tenían un territorio como los goyim? ¡Qué disparate!
Decidí no comentar sus palabras, pero me dije que no estaban exentas de un punto de razón.
—Cerré el libro, decepcionado. Aquel Herzl... bueno duda tenía buenas intenciones, pero... pero apenas quedaba alg0 de judío en su interior. Oh, sí, era de familia judía y lo habrían circuncidado al octavo día, pero... pero, en el fondo, no pasaba de ser un judío casi asimilado al que había asustado el antisemitismo francés y ahora gritaba: «¡Vámonos! ¡Vámonos de aquí antes de que vengan a por nosotros! ¡Vámonos a África a hablar alemán!» Aquel libro no valía ni el papel en el que estaba impreso. Estaba a punto de arrojarlo indignado a la basura cuando de entre sus páginas cayó la tarjeta que me había entregado Herr Hechler. La recogí del suelo y, por un instante, la estuve mirando. William Henry Hechler, capellán de la embajada británica en Viena.
—Un pastor protestante...
—Y británico por añadidura. Creo que, a fin de cuentas, fue eso lo que me hizo detenerme. De repente, como si se tratara de un fogonazo, me vino a la cabeza Menasseh ben Israel y recordé a Oliver Cromwell, el puritano, y me dije que no perdería nada, no, desde luego, tiempo, si acudía a verlo. ¡Qué personaje Hechler! A lo largo de mi vida, de mi insoportablemente larga vida, he visto docenas y docenas de buenas bibliotecas. No pocas de ellas estaban relacionadas con nuestro pueblo, pero la de Hechler. .. ¿cómo podría describírsela? Aquel hombre parecía necesitar del desorden y de la acumulación como los peces precisan del agua para seguir viviendo. Los libros rebosaban las bibliotecas como el queso fundido sobrepasa los límites del pan en un bocadillo y se extendían por los suelos, por los pasillos, por los lugares más insospechados. Por si fuera poco, la casa estaba llena de láminas relacionadas con Eretz Israel. ¡Tenía hasta maquetas del Templo de Jerusalén!
—Todo un aficionado —pensé en voz alta.
—No. Un aficionado no. Era un verdadero especialista. Más todos y cada uno de los judíos de Viena que yo conocía. Aquel hombre estaba enamorado de la Biblia y de ese inmenso derivaba una pasión extraordinaria por los judíos y por su tierra.
—¿Le preguntó por el libro de Herzl? —pregunté.
El judío levantó levemente la mano derecha como pidiéndome que no lo interrumpiera.
—Sí. Quería saber mis impresiones y, naturalmente, le dije la desilusión que me había causado. Pobre hombre... Se le iba ensombreciendo la cara a medida que me escuchaba. Al final, movió la cabeza y dijo: «Pero eso no puede ser. Los judíos deben regresar a Israel. No ir a la Argentina o a África. A Israel. Eso es ¡o que enseña la Biblia». ¡La Biblia! ¿Se da usted cuenta? ¡La Biblia! ¡Aquel hombre creía lo que enseñaban las Escrituras! ¡Y era un goy\ Quizá no estuvo bien, pero aquel entusiasmo me dolía, me escocía, creo que... que me provocaba algo parecido a los celos... Lo miré fijamente y le dije: «¿Qué le importa a un no judío lo que suceda con los judíos?».
—¿Y qué le respondió?
—Fue... fue como cuando una nube cruza el cielo por encima de un campo y parece que la llegada de la noche se ha adelantado. Tenía usted que haber visto la manera en que se le ensombreció el rostro... y entonces se puso en pie y echó mano de un libro negro que tenía encima de la mesa de su despacho. Buscó entre sus páginas con una celeridad que me pareció verdaderamente prodigiosa y me dijo: «Isaías 49, versículo 22: Así dice, el Señor: he aquí, extenderé mi mano a las naciones y a los pueblos alzaré mi bandera, y traerán en brazos a tus hijos y tus bijas serán traídas en hombros». Apartó la mirada del libro y me dijo: «Esto es lo que está profetizado. Serán los gentiles, los que no son judíos, los que llevarán a los judíos de regreso a su tierra y» al hacerlo, estarán simplemente cumpliendo con los propósitos del Señor». Créame si le digo que me quedé pasmado al escuchar a aquel protestante inglés leer de un libro judío un texto referido a los judíos con un entusiasmo que me hubiera costado hallar entre mis correligionarios de Viena. Sí, aquel hombre creía. ¡Creía! ¡CREÍA!
—Más que Herzl... —pensé en voz alta.
—Exacto. Eso mismo fue lo que yo le dije. «Cree usted más que Herzl» y entonces me dijo: «No desprecie a Herzl. Seguramente, no posee más luz, pero eso no quiere decir que no vaya a tenerla. Es sólo cuestión de dársela...».
.—¡Sí, era todo un personaje aquel William Hechler! A pesar de lo torpes que son los ingleses para los idiomas, Hechler hablaba muy bien el alemán. Quizá se debiera a que su padre lo era o quizá a que llevaba décadas viviendo en países germano hablantes. Se trataba, desde luego, de una persona instruida. Buena prueba de ello es que había sido preceptor del hijo del gran duque Guillermo de Badén. Según me contó, el gran duque era también un convencido protestante, un lector incansable de la Biblia y un amigo de los judíos. ¡Quién lo hubiera pensado, pero era verdad! El gran duque, eso es cierto, había tratado a los judíos con generosidad y les había abierto la posibilidad de ocupar puestos elevados en la administración. Por esa época, Hechler había conocido a muchos personajes de la nobleza, incluido al que sería káiser.
—¿A Guillermo II?
—Al mismo. Bueno, el caso es que Hechler fue durante bastante tiempo una persona dedicada a la educación y, de pronto, un día, su vida dio un giro radical.
—¿Por qué razón?
—Pues verá, en 1881 comenzamos a sufrir un pogromo tras otro en Rusia. Algunos nos indignamos; otros pensaron que no 'ha con ellos lo que sucediera con otros judíos perdidos en esa dación perdida en el extremo de Europa. Sin embargo, Hechler decidió dejar todo para ayudarlos. Se dedicó a organizar reuniones en las que se recogía dinero para ayudar a los judíos de Rusia a emigrar a Palestina. Contó con algo de apoyo de los judíos ingleses, pero, sobre todo, convenció a muchos evangélicos de que estaban cumpliendo la profecía de Isaías sobre los goyim que ayudarían a Israel a regresar a su tierra.
—¿Y consiguió algo?
—Ya lo creo. En medio de toda aquella barahúnda de reuniones donde se mezclaban los relatos sobre las atrocidades que padecían los judíos de Rusia con las referencias a las profecías bíblicas, se las arregló para viajar hasta los territorios del zar y convencer a unos cuantos de los míos de que su deber histórico era regresar al solar de Israel.
—Me parece increíble.
—Y lo es, pero no por ello deja de ser verdad. Hechler consiguió incluso establecer dos colonias de mi gente. Una estaba cerca de Bet-Shemesh y la otra en Siria. Por cierto, aprovechó su paso por aquellas tierras para comenzar a reunir una colección de objetos arqueológicos que luego le servían para dar conferencias en las que contaba lo mismo al pueblo llano que a los aristócratas que debíamos regresar a Israel.
Pensé que no muchos judíos de la época a la que se refería mi interlocutor podían presentar credenciales semejantes, pero opté por guardar silencio temiendo que el comentario pudiera resultarle ofensivo.
—Sí, debía de ser todo un personaje... —dije al fin.
—No le quepa la menor duda. Lo era. Imagínese lo que yo había podido ver en más de dieciocho siglos y debo reconocerle que me impresionó. Bueno, a lo que iba. El caso es que en aquel primer encuentro no me dejó marchar hasta que le dije que, una vez que hubiera leído el libro, si aún seguía interesado, intentaría presentarle a Herzl.
—Pero usted no conocía a Herzl...
—Por supuesto que no —reconoció el judío—pero tampoco me pareció que conseguirlo fuera una tarea difícil y, por otro lado, cabía la posibilidad de que aquel hombre se desilusionara con la lectura del panfleto y todo quedara en agua de borrajas.
—¿Y en qué quedó al final?
—A diferencia de lo que me había sucedido a mí, a Hechler le entusiasmó el libro y se conocieron, por supuesto. Herzl no andaba sobrado de apoyos y no me costó convencerlo para que aceptara ponerse en contacto con una persona que, según le dije, mantenía excelentes contactos con la nobleza alemana. A Herzl, que le quede claro, la aristocracia germánica le encantaba. A decir verdad, creo que, en el fondo, le hubiera gustado ser un conde del Reich, pero ésa es otra cuestión. Se conocieron un domingo, a mediados de marzo. Me parece ver al pobre Herzl subiendo la escalera de cuatro pisos para llegar a la vivienda de Hechler. El pastor lo recibió verdaderamente entusiasmado. Comenzó a hablarle del Templo de Jerusalén, de la ciudad de Betel, de cosas. Herzl lo miraba con el escepticismo pintado en el rostro, pero salió de aquella casa convencido de que Hechler creía en las profecías de la Biblia, las mismas que a él le traían sin cuidado. Claro que no se trataba de que Hechler fuera o no un hombre de fe, que eso era indiscutible, sino de si podía o no conseguir apoyo para su causa. Eso era lo que reconcomía a Herzl.
—¿Y lo ayudó?
—Durante un mes, Herzl fue presa de las mayores dudas. Era un sujeto muy nervioso, ¿sabe?, pero, de repente, a mediados de abril, el káiser decidió visitar Viena. En ese mismo momento, Hechler ofreció a Herzl arreglarle una entrevista con él.
—¿Y lo consiguió?
—No, no lo consiguió. Pero no se ría. Ahí no acabó todo. En Viena, el káiser no recibió a Herzl, pero Hechler se enteró de que iba a pasar unos días en Karlsruhe y hacia allí se dirigió llevando una foto de Herzl.
—¿Una foto de Herzl? —dije sorprendido.
—Eso mismo. Bueno, el caso es que, al fin y a la postre, pareció que Hechler había convencido al káiser para que recibiera a Herzl y salimos disparados hacia Karlsruhe. Como ya le he dicho Theodor Herzl era un sujeto demasiado nervioso. En ocasiones incluso se emocionaba en exceso y entonces se ponía a morir Precisamente mientras íbamos en tren hacia Karlsruhe, le entró el miedo y tuvo un ataque de ansiedad. A fin de cuentas, él sólo era un periodista judío, no demasiado conocido, y se iba a encontrar con uno de los monarcas más importantes de Europa para exponerle un proyecto que resultaba un tanto... atrabiliario. Creo que nunca podré olvidar cómo, pensando en todo aquello, se puso pálido en el vagón y comenzó a trasudar y tuve que insistirle en que respirara hondo para calmarse. Lo pasé mal. —Lo supongo.
—Bueno, el caso es que con Herzl convertido en un manojo de nervios llegamos a la estación de Karlsruhe. Como era de suponer, Hechler nos estaba esperando. Mientras nos dirigíamos al hotel nos fue contando su encuentro con el káiser. Guillermo II le había saludado con jovialidad y le había dicho: «Hechler, he oído que deseas convertirte en ministro de un Estado judío» y había añadido: «Espero que los Rothschild no estén detrás de todo esto». No habíamos llegado a nuestro alojamiento cuando Hechler nos informó que, al día siguiente por la tarde, teníamos una cita con el gran duque de Badén.
—¿No con el káiser?
—No, al final, no con el káiser. Con el gran duque. Ya sabe usted que Hechler había sido preceptor de un hijo suyo. —Sí, lo recuerdo.
—Lo celebro. Por cierto, que durante ese tiempo el hijo en cuestión se había muerto. Bien, el caso es que las horas siguientes las pasó Herzl angustiado dando vueltas sobre cómo debería ir vestido. Primero, pensó en un frac, pero, al final, Hechler y yo lo convencimos para que acudiera a la audiencia correcto, pero sin exagerar. Se trataba de una entrevista y no de un baile. Optó por un traje príncipe Alberto.
-—Buena elección —me permití comentar.
—El gran duque de Badén —prosiguió el judío como si no
hubiera oído mi comentario— era un hombre verdaderamente excepcional. Había sobrepasado holgadamente los setenta años, pero mantenía una lucidez extraordinaria. Hechler, desde juego, supo abordarlo de una manera que puede parecer chocante, pero que acabó siendo efectiva. Sacó su Biblia y comenzó a mostrarle pasajes del Antiguo Testamento.
—¿Eso hizo?
—Como se lo cuento —respondió el judío con una sonrisa.—. De una manera verdaderamente prodigiosa, saltaba de un profeta a otro para leer unos versículos que indicaban que debíamos regresar a nuestro solar patrio y que además los goyim debían ayudarnos en el empeño. Resultaba verdaderamente impresionante que pudiera recordar el lugar exacto donde se hallaban aquellos pasajes. Casi parecía un número de circo... El gran duque quedó impresionado, pero, en un momento determinado, se volvió a Theodor y le dijo: «Verá, Herr Herzl, los judíos del gran ducado siempre han sido súbditos respetables. Todos saben que pueden contar conmigo como un gobernante imparcial y justo, y... ¿no cree que se alarmarían si supieran que apoyo un proyecto para que regresen a Palestina?».
—No está mal traído.
—En absoluto. En absoluto, pero Herzl estuvo a la altura de las circunstancias. Le dijo que los judíos de Badén podían seguir donde estaban, pero que ésa era una razón sobrada para establecer el Estado judío porque si se corría la voz de la benevolencia del gran duque, todos comenzarían a afluir a Badén y acabaría produciéndose un desastre.