Authors: César Vidal
—¿Se trataba de un escrito antisemita?
—De uno de los más asquerosos e irracionales que he tenido oportunidad de leer nunca. Sostenía que el alma del judío era la codicia; que lo único que nos importaba, que lo que deseábamos por encima de cualquier otra cosa, era el dinero.
—No me parece que fuera muy original —señalé con un dejo de ironía.
—No lo era, desde luego. Esa estupidez se ha repetido durante siglos seguramente porque los goyim no tienen el menor interés en el dinero y entre ellos no se dan ni la codicia ni la avaricia.
—Ahora es usted el que ironiza.
—¿Acaso me faltan razones? Llevamos arrastrando esas acusaciones desde hace milenios y, a pesar de su innegable necedad, no han dejado de repetirse. ¿Cuántos judíos son dueños de grandes bancos en su país?
—Ninguno.
—Bien. ¿Y cuántos forman parte de la lista de los, digamos, diez o quince primeros empresarios? —Ninguno.
—Ninguno. ¿Lo ve? Pues seguro que si eso sucede en España pasará también en otras naciones menos importantes económicamente que, por cierto, son unas cuantas. Imagínese el panorama a mediados del siglo xix. En algunas naciones, brillábamos por nuestra ausencia; en otras, no pasábamos de ser pequeñas minorías que, como mucho, poseían un comercio y aquel sujeto salía ahora con que nuestra esencia era la avaricia y la acumulación de dinero. Nosotros éramos el mal del mundo y ¿sabe usted cuál era la solución?
—¿Su desaparición? —me atreví a aventurar.
—Exactamente —asintió el judío con la cabeza—. La solución al problema judío se produciría cuando ya no existiera nuestra milenaria avaricia, nuestra secular identificación con las finanzas porque nuestro «dios secular», como decía el autor de aquel panfleto, era el dinero. Llegado ese momento, ya no seriarnos judíos. Desapareceríamos como tales y con nuestra extinción también se podría anunciar que había concluido la cuestión judía. No sólo eso. Arreglada la cuestión judía, tendría lugar la «autoemancipación de nuestra época».
—Suena familiar. Lo que ya resulta más chocante es que todo se escribiera en 1845 y no un siglo más tarde.
—Es cierto, pero ¿quién podía saberlo entonces? Hasta ese momento, habíamos sufrido expulsiones, brutalidades, matanzas... pero que se buscara totalmente nuestra desaparición... fíjese, incluso los católicos más antisemitas estaban convencidos de que algunos de nosotros debíamos sobrevivir hasta el día del Juicio Final como testimonio de nuestra perfidia frente a la predicación eclesial. Aquel sujeto, sin embargo, no nos concedía ni siquiera tan mezquina posibilidad. Debíamos extinguirnos y cuando semejante eventualidad se produjera no sólo se acabaría el problema sino que el mundo habría experimentado una emancipación extraordinaria. Por un tiempo, me olvidé de aquel panfleto que, debo decírselo, me causó una ira difícil de reprimir. Supongo que pensé que era una de esas tonterías que se escriben y que se olvidan. Sin embargo, aproximadamente un año después, volví a oír hablar del autor. Uno de mis clientes, el propietario de unas fábricas se refirió a él, en el curso de una conversación. Lo hizo con aprecio. Como si se tratara de una mente verdaderamente extraordinaria, privilegiada, genial. Le confieso que lo primero que se me pasó por la cabeza fue que el número de los idiotas es mucho mayor de lo que llegamos a sospechar en nuestros peores momentos, pero aquel empresario parecía haber perdido el interés por lo que debíamos abordar y siguió insistiendo en el carácter excepcional del autor del panfleto. No sólo de eso. De la manera más inesperada, me dijo que se encontraba escribiendo ahora un manifiesto que, en su opinión, iba a cambiar la historia de una manera decisiva. No le oculto que Se me puso un peso en la boca del estómago al escuchar aquellas palabras. Si aquel sujeto que había anunciado nuestra extinción como un hecho deseable, como una muestra de progreso del género humano, estaba a punto de redactar una obra que podía cambiar la historia, lo que nos esperaba... bueno, ya me entiende.
—Sí. Comprendo que no se sintiera usted muy a gusto.
—El caso es que, armándome de valor, le señalé al empresario que me gustaría conocer a aquel hombre. En un primer momento, el dueño de las fabricas pareció sorprendido por mi propuesta, pero luego, en apenas unos instantes, pareció alegrarse. Incluso me atrevería a decir que su rostro adoptó un aspecto risueño. Me dijo que su conocido, su amigo, a decir verdad, era un hombre que solía sufrir problemas económicos porque no todo el mundo sabía apreciar su genio y que, por lo tanto, de manera ocasional, él solía ayudarlo. Quizá yo mismo...
—¿...podría ayudarlo también? No puedo creerlo.
—Pues créalo porque, efectivamente, eso fue lo que me dijo.
—¿Y llegó a conocerlo?
El judío asintió con la cabeza.
—Sí. Fue un par de semanas después. Una vez más, me había olvidado de aquel sujeto distraído con mi trabajo cotidiano, pero, una mañana, recogí una nota del dueño de las fábricas. Me invitaba a cenar con el autor del libro sobre la cuestión judía. Dudé entre aceptar o rechazar la invitación. Tenga en cuenta que no me parecía tentadora la idea de estropear una comida hablando con un antisemita, pero... bueno, al final, le dije que sí.
—¡Qué estómago! —pensé en voz alta.
—Cuando un par de tardes después llegué al restaurante, ya estaba esperándome el empresario. Me saludó con cordialidad y comenzamos a hablar de cosas intrascendentes. Llevaríamos charlando dos o tres minutos, cuando, de repente, el propietario de las fábricas se puso en pie de un salto y dijo: «Ahí está, ahí está»- Lo hizo con un entusiasmo. ¿Cómo le diría yo? Igual que esas jovencitas que adoran a los ídolos del rock y se desmayan o chillar o saltan a su paso. Por supuesto, mi conocido no llegó a tanto, pero el brillo de sus ojos dejaba de manifiesto que su adoración no era menor. El recién llegado resultaba, desde luego, oponente. No es que fuera muy alto, eso no, pero parecía macizo, enorme, inmenso, casi como si en lugar de tórax tuviera un barril de cerveza. Contribuía a esa impresión un cabello largo, que le llegaba hasta los hombros y que daba a su enorme testud el aspecto de una pirámide truncada, y, sobre todo, una barba muy poblada que se desplegaba en abanico cubriéndole buena parte del pecho. Por un momento, recorrió la sala con los ojos, pero nada más ver a mi acompañante, se dirigió a grandes zancadas hasta nuestra mesa. Por cierto, ¿cómo soporta usted el mal olor?
—Perdón... —dije un tanto desconcertado.
—El mal olor —insistió el judío—. Cuando una persona huele mal y se sienta a su lado, por ejemplo, en el autobús o en un restaurante, ¿cómo se lo toma?
—Pues la verdad es que me desagrada —reconocí—. Sí, me da mucho asco. No comprendo por qué algunas personas no cuidan más de su higiene personal.
—A mí me sucede lo mismo —indicó mi acompañante—. A decir verdad, los judíos siempre nos hemos tomado muy en serio la limpieza. Por razones religiosas, si usted quiere, pero nos ha parecido una cuestión muy importante. Esto tiene sus ventajas, pero también algunos inconvenientes. Por ejemplo, se es más sensible a los malos olores, te molestan más. Pues bien aquel sujeto apestaba. La ropa... bueno, llevaba una ropa arrugada como... como si hubiera dormido encima de ella... y despedía un hedor... Estoy convencido de que sus axilas no habían visto e' agua desde hacía semanas, quizá meses, y las manos... ¡Qué manos más asquerosas! Llevaba las uñas con unas rayas de suciedad que... bueno, le ahorraré detalles... El caso es que el empresario nos presentó, intercambiamos saludos, se sentó, pedim0s los platos... Si le digo que aquella comida fue una sucesión de olores repugnantes procedentes del escritor supongo que no le sorprenderá. Se inclinaba para coger el pan y hasta la nariz me llegaba una vaharada de debajo de su brazo; se abría la levita para rascarse la panza, sí, como lo oye, rascarse la panza, y emergía una fetidez procedente de no quiero pensar qué lugar de su cuerpo; se pasaba la mano por la entrepierna y emergía cargada de... bueno, dejemos las descripciones. El caso es que con todo lo asqueroso que resultó aquello no fue lo peor de la comida.
—Pues la verdad…
—Sí, créame. El empresario y el autor se conocían desde hacía tiempo, pero, a decir verdad, habían vuelto a reunirse durante la primavera de 1845. A esas alturas, el escritor había dado con una teoría que explicaba todo y que, según el empresario, era un «descubrimiento» que «iba a revolucionar la ciencia de la historia». Fíjese bien. No se trataba de filosofía sino de ciencia. Le confieso que aquello me sonó un tanto inverosímil, pero el propietario de las fábricas lo expresaba todo con el entusiasmo propio de un convencido predicador. Tan convencido estaba que iba a ayudar a aquel filósofo científico en la tarea de redactar la obra que alteraría la historia. Y en ese momento, hizo una seña al fétido invitado y éste echó mano de un cartapacio que llevaba consigo. Con aquellas manos sucias capaces de provocar arcadas en cualquiera, extrajo unos papeles que manchó de grasa y leyó: «Un fantasma recorre Europa. Todas las potencias de la vieja Europa se han coligado en una Santa Alianza para acorralarlo: el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los policías alemanes. De aquí se desprende una enseñanza doble: Primero. Que ese fantasma es reconocido como una fuerza por todas las potencias de Europa; y Segundo. Que ha llegado la hora de que quienes lo siguen manifiesten a la faz de todo el mundo su forma de ver, sus objetivos y sus tendencias».
—Pero eso... —intenté decir, pero el judío levantó la mano imponiendo silencio.
—Tuve la sensación de que aquel inicio lo habían repasado una y otra vez porque mientras aquel cerdo lo leía, mi cliente lo había repetido en voz baja como si se tratara de una oración. Y entonces, despidiendo una nueva tufarada, aquel hombre de la poblada barba me miró y me dijo: «La historia de toda sociedad hasta el día de hoy no ha sido sino la historia de las luchas de clases. Libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles y siervos, maestros y aprendices, en resumen: opresores y oprimidos en lucha constante, han mantenido una guerra que no se ha interrumpido, manifiesta en algunas ocasiones, disimulada en otras; una guerra que siempre concluye mediante una transformación revolucionaria de la sociedad o mediante la aniquilación de las dos clases antagónicas». Reconozco que al llegar a ese punto, temí que hiciera referencia a nosotros y, en armonía con el panfleto que yo había leído unos meses atrás, me anunciara que para lograr la emancipación de la sociedad los judíos debíamos desaparecer.
—Pero no se lo dijo...
—No. No lo hizo. Me miró con unos ojos que parecía que iban a desprender fuego y soltó, entre una nueva vaharada de sus axilas: «La sociedad burguesa moderna, erigida sobre las ruinas de la sociedad feudal, no ha derogado los antagonismos de clases. Sólo ha sustituido a las antiguas con nuevas, creando nuevas condiciones de opresión, nuevas formas de lucha. Donde ha conquistado el poder... ha deshecho sin consideración todos los lazos y ha establecido una explotación abierta, directa, brutal y descarada. Todo lo que resultaba sólido y estable es aniquilado. La burguesía ha sometido el campo a la ciudad... Ha hacinado a la población, centralizado los medios de producción y concentrado la propiedad en un reducido número de manos». Confieso que cuando llegó a ese punto de su exposición, pensé que ahora arremetería contra nosotros. De un momento a otro, pensé yo, iba a decir que las escasas manos que se aprovechaban de todo eran judías. Pero no, precisamente en ese momento, dio un quiebro a su perorata y me espetó: «Ah, pero la burguesía ha fbrjad0 las armas que deben ocasionar su muerte e incluso ha creado l0s hombres que esgrimirán esas armas: los obreros modernos los proletarios... la situación de esa gente sólo puede empeorar en el futuro en manos de la burguesía capitalista». ¿Se da usted cuenta? ¡En manos de la burguesía capitalista! ¡Y todo eso 10 decía delante de mi cuente que era propietario de varias fábricas aparte de un admirador ciego! Durante una buena media hora, aquel sujeto maloliente anduvo contándome cómo la gente cada vez viviría peor en Inglaterra, en Francia, en Alemania y de esa manera, el ejército de proletarios se incrementaría con miembros de todas las clases sociales. Pero esa situación tendría una salida. El proletariado acabaría armándose y alzándose en armas contra la burguesía. Cuanto peor lo pasaran los proletarios, más solidarios serían entre ellos. No hace falta que le diga que he visto los suficientes desastres a lo largo de mi vida como para saber que las grandes desgracias no crean, precisamente, vínculos de mayor solidaridad sino todo lo contrario, pero, en fin... seguí escuchándolo con paciencia. Hasta ese momento, los proletarios de los que hablaba parecían actuar de manera espontánea, instintiva, casi natural, pero entonces volvió a introducir un nuevo elemento. Se refirió a los socialistas.
—¿Está usted seguro de que habló de socialistas?
—Sin la menor duda —respondió el judío—.Ahora resulta atrasado, antiguo, casi me atrevería a decir que rancio, pero a mediados del siglo xix, el socialismo era una moda. Como todas las modas, todo hay que decirlo, presentaba una enorme variedad de colores y estilos, pero se había extendido enormemente. La cuestión era saber qué tipo de socialismo propugnaba aquel hombre y yo mucho me temía que, de un momento a otro, se refiriera a que su socialismo necesitaba llevarse por delante a los judíos. De manera retórica y tras echarse al coleto e enésimo vaso de vino, volvió a clavarme la mirada y me espeto.
—¿En qué se diferencian los socialistas de los demás partidos obreros?» Lo ignoraba yo, pero, de todas formas, creo que de haber intentado responderle no me lo hubiera permitido, entregado como estaba a la tarea de adoctrinarme. De manera inmediata, sin dejarme abrir la boca, dijo: «Los socialistas sólo se distinguen de los demás partidos obreros en dos puntos: En las distintas luchas nacionales de los proletarios anteponen y defienden los intereses independientes de la nacionalidad y comunes a todo el proletariado y en las distintas fases de la lucha entre proletarios y burgueses representan siempre y en todas partes los intereses de todo el movimiento».
—Como consigna política no está mal —me atreví a decir—, pero no parece especialmente concreta.
—No lo parece porque no lo es —dijo el judío a la vez que se encogía de hombros—.También fue eso lo que pensé entonces, pero a esas alturas ya había llegado a la conclusión de que mi interlocutor ni siquiera pretendía convencerme. A decir verdad, estaba entregado a la mucho más gratificante tarea de escucharse a sí mismo. Parecía que miraba a lo lejos, a un futuro que ni el empresario ni yo podíamos otear, mientras decía: «En la práctica, los socialistas son la fracción más resuelta de los partidos obreros de todos los países, la fracción que arrastra a las demás. Y ¿por qué? Porque cuentan con la ventaja sobre el resto del proletariado de tener un concepto claro de las condiciones, el desarrollo y las metas generales del movimiento proletario. El propósito inmediato de los socialistas es la constitución de los proletarios en clases, la destrucción de la supremacía burguesa y la conquista del poder público por el proletariado». Le confieso que, al escuchar aquello, estaba más que harto del sujeto. Olía mal, tenía unos modales intolerables en la mesa y no paraba de trasegar vino, aparte de, por supuesto, espolvorear sobre nosotros su discurso con la misma satisfacción con que lo habría hecho un dios con los miserables mortales. Durante una hora más, aquel personaje se dedicó a informarme de la manera en que los socialistas iban a destruir la familia, la patria, la propiedad privada y la Cultura. Para lograrlo, recurrirían a mecanismos como la subida de impuestos, la expropiación, el control del crédito o el dorrüni0 de la educación por el Estado.