Intentó aproximarse más, para verle las manos, la digitación, y un ruido rompió el encanto de la situación. El chico se sobresaltó, rota la concentración y la magia de su soledad. Miró al intruso con desconfianza, como suele hacer la mayoría de los estudiantes pequeños ante los mayores, y protegió por instinto su guitarra, quizá su más preciado tesoro. Sin embargo, el tono de su voz fue desafiante al preguntar:
—¿Qué quieres?
Paul se sentó a su lado, dispuesto a pasar por todo, emocionado por su hallazgo.
—Oye, ¿cómo hacías esos acordes?
—¿Tú no eres McCartney, el que está en Los Quarrymen?
—Sí —le confirmó con agrado, especialmente porque el otro comenzó a sonreír.
—Yo me llamo Harrison, George Harrison —dijo el chico—, y también soy músico.
EL rostro de John reflejaba todo el estupor que sentía.
—¿Qué? —gritó.
Paul agitó sus manos ante él.
—Deberías verle y oírle antes de echarme encima todo tu escepticismo, ¿vale?
—De acuerdo; supongamos que es tan bueno como dices —cambió la frase al ver el enfado reflejado en el rostro de su amigo—. Mejor dicho, es bueno. La pregunta es: ¿qué hacemos con él?
—¿Qué quieres decir?
—¡Tú mismo has dicho que va a cumplir quince años!
—¡Yo tenía catorce cuando nos conocimos, y me diste un puesto en Los Quarrymen! ¿Lo has olvidado?
John intentó ser convincente.
—Eso fue hace mucho tiempo. Tú tenías catorce, pero yo tenía entonces cerca de los dieciséis.
—No han pasado ni dos años —le recordó Paul.
—¡Estábamos empezando! Ahora es distinto, tenemos nombre.
—Un nombre que no sirve para nada, porque no hay grupo. Los Quarrymen no existen, ¿no lo recuerdas? Ahora somos Los Nurk Twins.
John dio media docena de pasos, agitado, intentando controlarse, al mismo tiempo que buscaba más razones de peso para convencer a su compañero. Lo único que se le ocurrió fue decir:
—Mira que eres duro de mollera cuando te lo propones.
—Ese Harrison es una joya, y le contratará cualquier otro conjunto en cuanto se dé cuenta de sus posibilidades —insistió Paul—. Es el guitarra más rápido y limpio que he visto, bastante mejor que tú y que yo con la solista.
El rostro de John se iluminó.
—¡Tú lo has dicho: otro guitarra! ¿Quieres decirme qué hacemos con otro guitarra? Lo que necesitamos es un bajo y un buen batería.
—Hemos hablado más de una vez de que yo podía pasar al bajo si era necesario, y tú seguir con la rítmica.
John se derrumbó sobre un saco, cansado de la dura batalla dialéctica. Dejó de gritar y optó por razonar, buen conocedor de la inquebrantable resistencia de Paul cuando se empeñaba en algo.
—Escucha —le dijo—. Tenemos un montón de problemas porque tú sólo tienes quince años y medio… Bueno, casi dieciséis, de acuerdo, y yo tengo un largo camino de ocho meses hasta los dieciocho. Estamos deseando que pase un poco de tiempo para ver lo que hacemos, así que, ¿dónde metemos ahora a un crío de quince años en todo esto? ¿No te das cuenta de que, por bueno que sea, puede retrasarnos aún más?
Paul se relajó.
—Yo sólo sé que deberías verle y oírle. Me contó que a los trece años se compró la primera guitarra por tres libras, y en unos meses ya había formado su propio grupo, Los Rebels, y debutaba en el Speke British Legion Club. ¿Te das cuenta? Con trece años nada más.
—Necesitamos completar el grupo otra vez, pero con gente que pueda enfrentarse al futuro libremente, sin cargas ni ataduras; lo comprendes, ¿no? —exclamó John.
Paul cerró los ojos. Una suave paz acabó por envolverlos, quemando los momentos finales de su tensión. Pensó con nostalgia en aquel chico de su misma escuela. Sus dedos, su agilidad, su buen humor, la forma de hablar y el entusiasmo por la música.
—Sea como sea, no voy a perderle de vista —acabó diciendo.
ABRIÓ la puerta de la casa y subió los peldaños de la escalera de tres en tres, hasta llegar al piso superior. Entraba en su habitación cuando escuchó la voz de su tía desde la planta baja.
—¡Johnny!
No tenía mucho tiempo, así que no contestó. Recogió la guitarra, rebuscó entre carpetas llenas de letras y partituras hasta dar con las que deseaba, y a la misma velocidad volvió a salir, dispuesto a bajar la escalera de un solo salto.
—Johnny, ¿no me has oído?
Tía Mimi estaba el pie de la escalera, impidiéndole no ya saltar, sino bajar, a no ser que pasara por encima de ella.
—Tía, tengo mucha prisa ahora —dijo bajando los peldaños de uno en uno—. Un tipo que tiene un club quiere hacernos una prueba a Paul y a mí para ver qué tal lo hacemos, y es urgente.
—Pero, John, se trata de…
—El grupo que tiene no puede actuar esta tarde, ¿sabes? —pasó por su lado y le dio un beso en la frente—. Dos de los cuatro se han puesto enfermos, y es una buena oportunidad. ¿Te imaginas una tarde de sábado sin música?
Llegaba ya a la puerta cuando su tía le detuvo con una simple frase. Tres palabras.
—Es tu madre.
John miró a la calle. Incrédulo, preguntó a su tía:
—¿Qué?
—Acaba de llamar desde la estación. Está aquí, en Liverpool, y viene para casa.
El muchacho apretó la guitarra. Fue un gesto instintivo, extraño, una defensa absurda ante un peligro imaginario, como si alguien quisiera arrebatarle el instrumento. Agarró el pomo de la puerta con mano trémula. Se le pusieron blancos los nudillos.
—Tía Mimi —musitó—, ahora no puedo quedarme. Esto es importante para mí.
Su tía le miró suplicante.
—Por favor…
—Ha llegado de improviso, sin avisar, así que yo no tenía por qué estar en casa, y tú no me has visto, ¿de acuerdo?
—Le he dicho que estarías aquí. Parecía tan…
John volvió a mirar a la calle. Paul le esperaba, y también una oportunidad más. Ni siquiera su madre podía hacer de imán capaz de apartarle de la música, de las escasas posibilidades que se le brindaban.
¿O si?
—Tía, no puedo dejar de ir —le dijo en un tono que no admitía réplica—. Dile lo que quieras, pero yo he de marcharme. La veré esta noche. ¿O es que va a marcharse mañana mismo?
—Parecía tan contenta —dijo con una voz queda tía Mimi—. Ha dicho algo de una sorpresa.
John libró la última batalla. Se dijo que una cosa no tenía nada que ver con la otra; amor y devoción, madre y música. Llegó a apartar de su mente el verdadero motivo de la huida.
—Quédate, John.
—Lo siento, tía —se decidió por fin.
Y cerró la puerta al reemprender su camino.
No se alejó mucho de la casa.
No pudo.
Llegó hasta la primera esquina y en ella se detuvo, indeciso, notando la irrupción de la furia en oleadas sucesivas, cada vez más fuertes. Aquella furia tan característica, que le dominaba por entero, le impedía razonar, actuar.
Le esperaba Paul, y el tipo del club; sin embargo…
¿Cuánto hacía desde la última vez?
—¡Maldita sea! ¿Por qué? —se lamentó en voz alta.
Pensó que la pregunta correcta debía ser ¿por qué hoy?, y luego se dijo que hoy o mañana eran términos relativos. Pertenecían a un todo sin forma ni dimensión llamado, simplemente, ausencia.
Su madre regresaba. Una vez más.
Y él se sentía tan extraño, tan fuera de lugar, tan descentrado en el papel de hijo que espera a la madre que entra y sale siempre de su vida.
¿Se sentiría ella igual?
¿Tendría el mismo miedo que tenía él?
Dos extraños que la marea unía y desunía. Como la lluvia que se convierte en nieve, luego en hielo y finalmente de nuevo en agua y se mezcla con el barro de las calles. ¿Cuál era el papel exacto de cada uno?
— Vamos, vete —se dijo.
Permaneció inmóvil, como si le hubieran clavado al suelo.
Como cualquier chico de su edad, odiaba sentirse débil, rechazaba los sentimientos y las emociones que le hacían vulnerable. Pero ¿cómo poder evitarlo en el fondo de su intimidad, de su soledad? Odiarse por ser humano era una necedad.
Seguía tratándose de su madre.
Eso era lo irresistible.
El inmenso poder de la sangre y la singular fuerza de un amor que ninguna distancia podía matar.
Su madre, o su padre, tal vez.
Vio llegar un taxi por el extremo opuesto de la calle, y continuó inmóvil, protegido por los árboles y el buzón de correos. El taxi se detuvo en la puerta de la casa y, transcurrido el tiempo suficiente para pagar y recoger las vueltas, la portezuela se abrió y por ella apareció Julia Stanley.
Todavía hermosa, todavía anhelante de un futuro mejor, todavía mujer.
El corazón le latía muy aprisa, y sus intenciones anteriores iban cayendo una a una en un pozo sin fin, aniquiladas por algo llamado necesidad, sin que lograse saber de dónde provenía. Su madre atravesó la cancela y el jardín delantero de la casa. El taxi reemprendió la marcha.
La calle se quedó en silencio.
Tía Mimi salió de la casa.
—¡Julia! —la oyó exclamar.
John se rindió. No fue una derrota gradual, sino una entrega completa, una claudicación sin límites. De nada servía fingir, ni luchar en solitario contra uno mismo. Los perfiles de la verdad son cortantes, inequívocos, evidentes. Cuando los datos de esta evidencia llegaron a su mente, echó a correr hacia la casa.
Las dos mujeres se separaron al oír su voz.
—¡Mamá! ¡Mamá!
PENNY Lane, como siempre, abría sus puertas al bullicio dominical. Era una calle corta, pero de una vida intensa. Gente de todo tipo volcaba su ocio en ella. La vida era palpitante tras cada puerta o ventana, en las tiendas abiertas, e incluso en las cerradas. Las aceras se cargaban de pasos ilusionado por el gozo de vivir unas horas sin metas. La calzada recibía las últimas caricias de un sol primaveral. Unos pocos coches y bastantes bicicletas jugaban a buenos y malos en aquel extraño paraíso. El
pub
era el núcleo aglutinante de aquella dulce locura. La cerveza rubia o negra unía a hombres y mujeres como orillas de un mismo mar. El gozoso entrechocar de las jarras de John y Julia pasó desapercibido en medio de aquel bullicio. Pero sonó a campana de gloria en sus corazones.
—Por Los Nurk Twins —brindó Julia.
—¡Oh, no; en todo caso por Los Quarrymen! —rectificó John—. Lo de ayer no fue más que una de las muchas alternativas que tenemos Paul y yo. En cuanto completemos el conjunto, volveremos a ser Los Quarrymen.
—Sea como sea, me lo pasé bien, y no me arrepentí de que me arrastrases a aquel antro.
—No era un mal club.
—¡Dios mío! —se rió Julia Stanley— ¡Tuve que decirle a media docena que yo era la madre de uno de los que cantaban!
—¿Y eso es malo?
Ella dejó la jarra sobre la mesita que compartían.
—No, supongo que no. Fueron una tarde y una noche agradables, aunque casi no pudiésemos hablar. ¿Y Paul?
—Tenía cosas que hacer esta mañana.
—¿No te estaré haciendo perder el tiempo?
—Que no, mamá. No tengo nada que hacer hasta la tarde —John se calló—. Creía que te gustaría dar una vuelta.
La mujer extendió la mano y le tocó la mejilla derecha. El muchacho miró en torno suyo, un poco avergonzado por aquel gesto maternal. Pensó que posiblemente ello se debía a lo poco habituado que estaba a hacer de hijo.
—Tenía ganas de estar un rato a solas contigo y charlar —confesó Julia Stanley—. Está a punto de terminal el curso en la escuela de arte, ¿no es así?
—Me quedan tres semanas.
—¿Qué tal lo ves ahora?
—¿Qué quieres decir?
Temía que fuese una conversación trivial, una pregunta obligada como madre, de mero formulismo y cumplido. Ella le demostró por su vehemencia e interés que no era así.
—Supongo que ya tendrás una idea más aproximada de si te gusta o no. Al comienzo no me pareciste muy conforme, y pienso que te interesa más la música que cualquier otra cosa.
—Yo estoy a gusto.
—No te veo demasiado entusiasmado —indicó su madre.
—Imagino que estudiar arte es lo mejor que puedo hacer, pero…, bueno, no sé cómo decírtelo con palabras simples, para que lo entiendas.
—Tu anciana madre aún sabe razonar, ¿no te parece?
John pasó por alto la alusión. Quería hablar del tema.
—El principal problema, tal como lo veo yo, es que en la escuela de arte enseñan arte. Te parecerá un contrasentido, pero no lo es. Hay una serie de profesores y profesoras que te hablan de lo que fue, de técnicas, de historia, y ninguno es capaz de salir de las catacumbas del pasado. A mí me parecen muertos.
—¿No será que tú vives demasiado en el futuro, como siempre?
—Reconozco que ha de aprenderse todo lo hecho hasta hoy, y que en teoría y en la práctica, el arte no puede enseñarse. La escuela debería ser un elemento orientador para aquellos que tienen algo dentro, para los verdaderos genios. Sin sensibilidad, o con la mente cerrada, no puede intentarse nadad. Lo malo es que son los mismos que enseñan lo que parecen tener la mente cerrada.
—¿No eres muy duro?
—¡Son unos patanes, mamá! —se enfadó John—. Supongo que si enseñan a los demás a ser artistas, en lugar de serlo ellos, es porque así disimulan sus propias frustraciones; pero nosotros… ¡Nosotros dependemos de lo que nos hagan o nos digan, y pueden desorientar a más de uno!
Un cliente le miró con interés. John arqueó las cejas.
—Según parece, vamos a tener un verano movido —apuntó Julia Stanley.
—¿Has dicho vamos?
Fue una duda que aquietó la complaciente y serena sonrisa de su madre.
—¿No te habló ayer tía Mimi de una sorpresa?
—Sí, pero luego supongo que se me olvidó.
—Y a mí también.
—¿Vas a quedarte aquí todo el verano? —preguntó John, comprendiendo que la posibilidad era cierta.
Julia Stanley asintió con la cabeza, sin dejar de sonreír.
—Todo el verano, y quizá algo más también —dijo—. Es posible que regrese a Liverpool, hijo, contigo y con Mimi. Tengo mucho que recuperar, ¿sabes?
JOHN y Paul le estudiaron atentamente. Tendría un año menos que John y su aspecto no desentonaba del exigible a un Quarrymen: bastante alto, casi tan atractivo como Paul, y movía las manos constantemente al hablar, inmerso en su propia vitalidad.