Un hombre que sostenía una bolsa de los almacenes Harrod's los más prestigiosos de Londres, pasó por su lado. Andaba a grandes zancadas y pretendía desenvolverse, comportarse con un aire señorial. Como si Harrod's supusiera automáticamente un sello consumado de distinción, conseguido en la tómbola de la vida. A pesar de su apariencia, John vio la huella de Liverpool impresa en sus ojos, acuñada en cada uno de sus movimientos, persiguiéndole como su misma sombra.
Liverpool.
—La última vez que mi madre estuvo en casa —dijo con aire de profunda reflexión— le dijo a mi tía que yo me refugiaba en la música.
—¿Utilizándola como un abrigo seguro?
—Es posible.
—Tú estás lleno de música —afirmó Paul—, y lo estarías igual aunque tus padres estuvieran en casa. Eso no tiene nada que ver.
—De todas formas, me pregunto si será vedad. Siempre he pensado que yo era distinto de los demás, y no por ser medio huérfano. A veces querría saber por qué soy así, qué es lo que hace que actúe como actúo y que sienta lo que siento.
Se produjo un colapso circulatorio. Las bocinas de los coches protestaron tímidamente. Una mujer recogía algunos paquetes caídos en la calzada, ayudada por la gente. Un tren se alejó de la estación de Lime con su carga humana.
El encierro diario en rediles diminutos de los seres humanos cada atardecer.
—Somos artistas ¿no? —bromeó, no sin cierto convencimiento, Paul—. Eso ya representa ser especiales.
—Mira toda esa gente —indicó John, señalando la agitación de la estación—. ¿Cuántos han visto cumplidos sus sueños? ¿Crees que más de uno no quiso ser delantero centro del Liverpool o pintor, y más de una no anheló convertirse en bailarina o ser una famosa escritora? Estamos tan convencidos de que vamos a conseguirlo, de que el triunfo está en nuestras manos, que me asusta…
—¿El fracaso?
—No, descubrir que estamos soñando.
Paul se detuvo. Su compañero solía bromear siempre, estar contento, aunque a veces se enfurruñara o pasara por momentos de mal genio y súbito enfurecimiento. Raras veces se desnudaba tanto, y muchas menos confesaba miedo o inseguridad. Había algo de crisis o depresión en aquella voluntaria confesión.
—Hoy has despertado con vena de filósofo —dijo Paul.
—Hace ya algunas semana que sé que algo está pasando —le aseguró él—. Primero creía que era por la graduación, el fin de la pesadilla, los Pinkerton y compañía. Luego me dije que era por mi madre y todo ese rollo. Más tarde pensé en el grupo, en los cambios, en las posibilidades de ganar algún dinero este verano actuando a menudo. Y finalmente, sospeché que se trataba de la responsabilidad de tener que decidir en otoño lo que iba a hacer. ¿Seguir estudiando? ¿Trabajar?
—¿No pensabas matricularte en la escuela de arte?
—Sí, todavía sigue siendo lo que más me atrae. Cualquier clase de trabajo me restaría demasiado tiempo y el grupo se resentiría. Supongo que acabaré matriculándome en la escuela de arte.
—Y en cuanto a lo de que sucedía algo, ¿a qué conclusión has llegado?
John tiró de él, y ambos entraron en la estación. Parecía como si la noche hubiese llegado antes a ella, porque era el cúmulo de todas las oscuridades.
—Lo consideré todo —dijo John—: el fin del colegio, la libertad, el grupo y su estancamiento, mi madre, este próximo verano, decidir qué hacer en otoño y Liverpool.
—¿Qué tiene que ver Liverpool en todo esto?
—¿No te has dado cuenta? Es una buena ciudad, con gente que ha sudado lo suyo, pero no es Londres.
—A mí me gusta Liverpool —insistió Paul.
—¿Y piensas seguir aquí el resto de tu vida? Las compañías de discos, la radio, la televisión, las oportunidades, todo está en Londres. Tarde o temprano tendremos que decidirnos, y yo ya he dado el primer paso.
Paul frunció el ceño.
—¿Qué has hecho?
—De momento nada, pero voy a vivir solo en cuanto me sea posible. Una vez dependa únicamente de mí mismo y mi único compromiso real sea con el grupo y la música, las cosas van a cambiar, estoy seguro.
—Parece que lo tienes claro.
—Lo tengo claro y, por supuesto, sigo contando contigo. Hay que lanzarse de cabeza para conseguir lo que uno quiere. No basta con estar seguros de nosotros mismos.
Paul McCartney soltó una carcajada.
—¿Te acuerdas cuando te dije que lo conseguiríamos, que nosotros teníamos algo?
Le dio un golpe cariñoso en la boca del estómago y se separó un par de metros de él. Era muy característico de uno y otro romper una conversación seria a la mitad, cuando se encontraban demasiado atrapados en ella. Paul abrió los brazos y en plena estación gritó:
—¡Lennon y McCartney!
Después echó a correr y John le persiguió sorteando los cuerpos de los hombres y mujeres silenciosos que llenaban la estación.
EL teléfono hizo que saliera de su habitación y se precipitara escaleras abajo. Apenas se oyó la tercera señal, cuando lo descolgó, adelantándose a su tía, que salía de la cocina frotándose las manos en un delantal.
—¿Sí? —gritó.
La voz de Nigel Whalley le restó un mucho de entusiasmo. Faltando menos de una semana para la graduación, esperaba otra llamada. A pesar de ello reaccionó con rapidez.
—Hola, señor Whalley. ¿Qué hay?
—Buenas noticias para ti y para Los Quarrymen —dijo Whalley al otro lado del hilo telefónico—, pero antes de firmar nada, quería estar seguro.
—Seguro, ¿de qué?
Tía Mimi regresó a la cocina.
—De que todo va bien —puntualizó Whalley—. He oído decir que has vuelto a quedarte sin batería.
John se mordió el labio inferior. Habría sido mejor si su agente no se hubiera enterado del nuevo desaguisado. Intentó mostrarse sereno, y esta vez lo consiguió.
—¡Ah! ¿Es eso? ¿No pensará que le hemos echado sin tener un sustituto?
—Creía que se había ido él.
—Ido o echado, es igual. Usted sabe que necesitamos un guitarra y un batería auténticos, con posibilidades. Tenemos un buen elemento, pero cuando ganemos algo más, seguro que podremos pagar a alguno de los que ahora mismo están funcionando bien. ¿Qué hay de los contratos para el verano? Faltan menos de tres semanas para…
—Ése es el motivo de mi llamada —le interrumpió Whalley—. Las buenas noticias. Ya tengo apalabrados una docena de conciertos, y hay posibilidad de una semana en un club.
—¿La Caverna?
—¡Qué más quisiera yo! —dijo resignado Whalley—. De momento vamos a conformarnos con menos, pero es seguro y con buenas perspectivas.
—¿A cuánto la noche?
—A comisión: un tanto por ciento sobre lo que se recaude. Como ves, depende de lo bien que lo hagáis y de la gente que metáis cada noche.
—¿No habrá problemas con lo de la edad?
—Que Paul se meta en el rincón oscuro —bromeó Whalley. Y agregó—: ¡Bah, no hagas caso! El noventa por ciento de los grupos que ha aparecido en Liverpool están formado por chicos jóvenes. ¿Quién va a meterse con eso? Tú déjame a mí lo de los permisos. Cuando estéis actuando, ya veremos qué pasa, ¿de acuerdo?
John no lo tenía tan claro, y tampoco lo de actuar a comisión. Siempre se escondían consumiciones, o se decía que la mitad de la gente no había pagado la entrada. Amigos. Whalley tendría que vigilar. Era su problema.
—Está bien —aceptó John—. Supongo que hay que probarlo.
—Será un verano decisivo para vosotros, Lennon —aseguró Whalley—. ¿Cuándo acabas con esa dichos escuela?
—Si no hay problemas, y no cae algún suspenso, la graduación será la semana que viene.
—Ánimo, chico, consíguelo —exigió la voz del agente a través del auricular—. Te llamaré mañana, y será mejor que no me falles con lo del nuevo batería.
Se despidieron y colgaron a la vez. Tía Mimi reapareció por la puerta de la cocina. Tía y sobrino se miraron con hondura de tiempo y de sentimientos.
Sobraron las palabras.
—JOHN Winston Lennon.
Nunca le había sonado tan mal como hasta ese momento su segundo nombre. Creía haberlo odiado bastante, y sus intentos por ocultarlo rozaban a veces la paranoia. Pero allí, en el patio de la Quarry Bank High School, comprendió lo horrible que era, y qué carga representaba para él llevarlo colgado al cuello como una cadena. Solía decir que se lo cambiaría algún día, cuando fuese famoso, sólo que ese mañana parecía ser una lejana utopía.
Él, que odiaba la guerra y toda forma de violencia, llevaba un nombre surgido de la guerra, por voluntad y designio materno. La admiración que en 1940 despertaba sir Winston Churchill hizo que su madre, patriota ciento por ciento, le bautizase así.
A él.
Se puso en pie y avanzó por la fila en dirección a la tarima alzada en un extremo del patio, donde el cuadro de profesores presidía la entrega de diplomas. No era como en las películas americanas, pero tenía el regusto y la tradición de lo británico, un ancestral toque de ostentación y orgullo.
Restos del Imperio.
Miró a Elías Pinkerton. No había podido con él y ése era su mejor premio. Un examen sorprendentemente brillante había acabado con las esperanzas del maldito amante de Shakespeare de dejarlo colgado hasta septiembre, impidiéndole la graduación. Ahora el profesor se hacía el indiferente. Centraba su mirada en algún punto lejano frente a él.
Se detuvo, extendió la mano y recogió su diploma. Los años de esfuerzo escolar se resumían en aquel pedazo de papel. La célebre frase del hombre cuyo nombre llevaba surgió en su mente, aunque un poco cambiada: «Nunca tanto esfuerzo quedó plasmado en menos». Cinco años de su vida por aquella cartulina que su tía, con lágrimas en los ojos, había jurado enmarcar.
Su victoria sobre Pinkerton le supo a poco.
Nadie había sabido, en realidad, quién era John Winston Lennon.
Cerró la mano sobre el diploma, saludó y se fue, mientras detrás de él la voz reclamaba la presencia de otro estudiante y unos tímidos aplausos saludaban su fugaz intervención en la gran fiesta. De nuevo en su sitio buscó entre el público a su madre y a su tía Mimi.
La primera sonreía con cansado relajamiento. La segunda lloraba.
—Fin —susurró él.
Julia Stanley encendió un cigarrillo y le saludó con un gesto de su mano.
TÍA Mimi se llevó una mano a los labios cuando él entró.
—¡Sssshhh…! —y con la otra mano apuntó hacia arriba—. Tu madre acaba de dormirse.
John ocupó su silla. Observó con voracidad la media docena de fuentes que llenaban la mesa. ¿Por dónde empezar? Su buen apetito complació a tía Mimi.
—Parecía cansada, ¿verdad? —preguntó su sobrino.
El apetito no concordaba con la observación, ni con el tono empeñado por él. Como solía sucederle a menudo, ella se desconcertó.
—Sí, es posible —dijo con aparente tranquilidad—. Sabes que no está bien, que le cansa viajar, aunque sea para hacer distancias cortas, y, después de todo, hoy ha sido un día agotador ¿Qué tal la reunión con tus compañeros?
—Bien —contestó lacónico John.
Se sirvió abundantemente y empezó a comer, engullendo y devorando bocados enormes. Tía Mimi, fiel a sus principios y con la inquebrantable esperanza de ser algún día escuchada, se lo reprochó:
—¡Johnny, mastica, y ve más despacio!
John la observó y se detuvo en seco. Los cristales de las gafas empequeñecían sus ojos, de forma que su mirada tenía un cierto aire de misterio, un tono de escrutadora fijeza. Por más que lo había visto mil veces, nunca acababa de acostumbrase a ello. Su sobrino era un poco extraño en ocasiones, alocado otras, impetuoso y visceral las más. La humanidad que destilaba podía esfumarse con un comentario improcedente o una observación rayana en lo grosero. Lo quería como si se tratase de su propio hijo, pero siempre le había tenido un miedo curioso; en parte porque se consideraba inferior a él intelectualmente, y en parte porque sufría de un evidente complejo de inferioridad.
John era un ser especial.
Aunque posiblemente a ella se lo pareciese más. Por todo.
—Tía, ¿cuánto tiempo hace que no sabemos nada de mi padre?
Era la clase de pregunta que John podía hacer en aquel momento, sin más, en plena comida, con su madre durmiendo arriba y ella sola y desarmada, desamparada ante lo imprevisible. Corrientemente eran preguntas sencillas que requerían sencillas respuestas. Corrientemente. En ocasiones eran más bien rompecabezas, rayos y truenos que surgían de su cabeza. Tía Mimi creía oír a menudo el murmullo de sus pensamientos, el agitado tráfico de sus ideas. John aguardaba ahora una contestación.
Limpiamente. Con naturalidad.
—Muchos años. ¿Por qué?
—¿Cuántos años? ¿Desde que se fue a Nueva Zelanda en el cuarenta y cinco?
—Escribió una vez, creo, y me parece que se puso en contacto con tu madre en otra ocasión; no sé. ¿Por qué no se lo preguntas a ella?
—Porque prefiero preguntártelo a ti —sonrió.
—Pues mira tú qué bien —suspiró ella, acompañándole en su relajada sonrisa—. Ésas son cosas en las que yo no entro ni salgo. ¡Allá lo que Fred hiciese!
—No te caía bien, ¿verdad?
—Era un zalamero tunante, que se las sabía todas. Supongo que nos engañó a tu madre y a mí.
—¿Me parezco a él, ahora que ya no soy un crío?
—No estoy segura. ¿Por qué?
—Mamá dijo una vez que yo le recordaba a papá.
Tía Mimi miró hacia el techo, como si pudiera atravesarlo y ver a su hermana Julia, o como si esperase una ayuda o lo hiciese para reprender a alguien.
—Tú eres mucho mejor que él —aseguró.
—Pero ¿me parezco? —insistió John.
—También te pareces a tu madre, y a tus abuelos, especialmente a mi padre y a mi madre. De tu padre creo que has heredado los ojos, la nariz, esa inquietud que suele andarte persiguiendo siempre, la ansiedad, la socarronería.
—¿Era divertido? ¿Parecía un poco loco?
Tía Mimi se hundió en la silla. No había tocado su plato de comida.
—John —dijo—. ¿A qué viene esto?
El muchacho fingió inocencia.
—A nada. Simple curiosidad —afirmó.
—¿Sí?
—Bueno… —cerró firmemente los labios después de beber un trago de agua—, es que hoy, viendo a los padres de los demás, me han venido algunas cosas a la cabeza. Me pregunto que si en caso de que estuviese muerto lo sabríamos nosotros.
—¡Jesús! —saltó la mujer—. ¡Qué cosas se te ocurren!