Authors: Antonio Muñoz Molina
Y ahora me marcho como un sonámbulo del salón Maciste oyendo a mi espalda los golpes nítidos de las bolas de billar y el belicoso estrépito de los futbolines y la luz de la tarde y el olor de las acacias y del agua en la plaza del General Orduña se agregan al recuerdo de la mirada de Marina y a la voz de Otis Redding escuchada al pasar bajo un balcón abierto o en la radio de un coche para ofrecerme la seguridad insensata de que estoy a punto de verla y de que la habría perdido si me hubiera quedado unos minutos más con mis amigos. Me miro en el escaparate de esa tienda nueva de fotos que hay en los soportales, compruebo con satisfacción que el flequillo me cae sobre los ojos y que el pelo me tapa las orejas, me veo delgado y ágil con mi pantalón vaquero, mis zapatillas deportivas y mi blusa negra, casi me parezco de lejos a Lou Reed en la luna del escaparate, aunque me haría falta una cara más chupada y unas gafas oscuras. No recuerdo por qué razón, llevaba más dinero que de costumbre aquel día: compro unos cuantos cigarrillos rubios en el puesto de ese hombre con las piernas cortadas que estuvo en la guerra con el tío Rafael, huelo uno de ellos, pasándolo despacio bajo la nariz, el papel tan suave, el olor penetrante y delicado del tabaco americano, el mareo que da, ya lo dice Pavón Pacheco, la vida buena es cara, hay otra más barata, pero eso no es vida: me lo pongo en los labios, vuelvo a mirarme en el escaparate, vigilo a mi alrededor por miedo a que me vea algún conocido de mi padre, subo a la calle Nueva, sin encender aún el Winston, porque es un placer muy caro y hay que administrarlo, y presiento con emoción y pavor que cada paso que doy me aproxima a ella, la veré dentro de unos minutos, irá sola y me dirá que había salido en mi busca, que se ha pasado el fin de semana esperando una llamada de teléfono, le propondré con el desapego de los tipos adultos que venga conmigo a tomar una cerveza y a oír algún disco, y cuando esté sonando
Take a walk on the wild side
en la máquina del Martos le iré traduciendo en voz baja la letra y me acercaré tanto a su cara que sin darse cuenta ya estará besándome. La imaginación se apresura por delante de mí, yo aún voy caminando por la acera de la calle Mesones donde acaban de abrir la heladería de Los Valencianos y una parte enajenada y ansiosa de mi alma ya ha entrado en el porvenir y está viendo la verja de la casa de Marina, viéndola a ella, perfeccionando los detalles de una de mis mentiras preferidas, las que no cuento a nadie más que a mí mismo: nos hemos citado por teléfono, he marcado sin nerviosismo ni error el número de su casa desde una cabina, he llegado a la colonia del Carmen silbando perezosamente
My girl
y en cuanto he tocado el timbre ella ha salido al jardín con una falda muy corta y una sombra verde oscuro alrededor de los ojos, con esa manera tan dispuesta de andar y esa mirada llena de promesas que tienen las mujeres cuando acuden a una cita. Tanto deseo en vano, hacia tantas mujeres, durante tantos años, tantas figuraciones y propósitos y fervores estériles, confinados a la imaginación, alimentados y envenenados por ella, derribados por el desengaño, el dolor y el ridículo, sobrevividos en canciones que devuelve intactas el azar, en páginas cuadriculadas de diarios que sólo una confusa piedad hacia lo que he sido no me deja romper, irrevocables decisiones que nunca se convirtieron en actos y perduran como fantasmas de la voluntad mucho después de que el sentimiento que las dictó se haya extinguido.
Pero hay algo en ese atardecer de domingo que antes no existía, una sensación de premura y despojo que ha ido creciendo a medida que se acercaba el final del curso. Se ha adelgazado la consistencia de las cosas y los colores son ahora más vivos bajo una luz ya de verano, y los olores más intensos, el tiempo discurre con una desconocida liviandad y parecen más breves las clases y los días y hasta las canciones, una moneda en la ranura de la máquina de discos y en menos de tres minutos se acaba la música, y con ella la exaltación de tanta ternura imaginada, la plenitud furiosa de las guitarras y la batería, tantas afirmaciones y huidas y búsquedas demasiado perentorias para que alguien o algo las satisficiera. Y en esa urgencia detenida, en la repetición de caminatas, canciones, exámenes, encuentros fugaces con Marina, días tachados en los calendarios, aprendíamos lentamente y por primera vez que nuestras vidas de siempre estaban a punto de cambiar, y había delante de nosotros fechas definitivas y pasos que ya no tendrían vuelta. Era, aquella tarde de domingo, con las heladerías ya abiertas y las muchachas vestidas de colores claros, con un azul de postal en el cielo de Mágina, sobre las casas de cal blanca y las torres doradas por el sol, el descubrimiento inaudito de que algunas cosas ocurren por última vez: en la semana siguiente habría un último examen en el instituto, y cuando pasara el verano y terminaran los días tibios de la feria de octubre ya no volveríamos nunca más a las aulas. Viviríamos otras vidas en ciudades lejanas, y el tiempo habría perdido su tediosa eternidad circular, la rotación de los cursos, de las cosechas, de los trabajos en el campo, hasta de los paisajes amarillos, ocres, verdes, azulados, que habíamos visto sucederse en el valle del Guadalquivir desde antes de tener memoria o uso de razón. Desde ahora el tiempo era una línea recta que se prolongaba en dirección al porvenir y al vacío, como en las canciones con ritmo de blues y velocidad de viaje en coche por una carretera que nos gustaban tanto, y yo sentía que acaso estaba repitiendo por última vez la caminata de siempre hacia el hospital de Santiago y la colonia del Carmen en busca de Marina: pensaba en el futuro tan próximo, en mi vida en Madrid, miraba desde el final de la calle Nueva la carretera sin misterio donde terminaba la ciudad y regresaban a mí el miedo y la excitación de mirar junto a Félix, cuando éramos niños, desde los terraplenes de la calle Fuente de las Risas, el valle ilimitado y los picos de la sierra de Mágina sabiendo que más allá de las montañas azules que una vez había atravesado a pie y muerto de fatiga y de hambre mi abuelo Manuel, y por la que se volvió tranquilamente de la guerra el tío Pepe montado en un mulo, había otras llanuras, otras ciudades mucho mayores que la nuestra, y después ríos cuyos nombres ignorábamos y cordilleras más altas y mares de un azul tan oscuro como el de los planisferios: iba buscando a Marina aquella tarde y ya me veía solo y extraviado en una calle de Madrid y era como cerrar los ojos de noche y soñar que alzaba el vuelo y que veía en el fondo de la oscuridad luces de casas que temblaban como velas, bombillas encendidas en las últimas esquinas de ciudades sin nombre, boscosos archipiélagos iluminados por la luna con reflejos metálicos.
Era domingo, tenía dinero en el bolsillo, me imaginaba solitario y audaz. En un bar al que íbamos de vez en cuando porque en su máquina de discos había dos o tres buenas canciones pedí un cubalibre y estuve oyendo a Janis Joplin cantar
Summertime.
Sentado al final de la barra, junto a las cristaleras, veía al otro lado las casas de la colonia, la calle por donde salía Marina todas las mañanas para subir al instituto. Era un bar triste y más bien sucio, uno de esos bares inexplicables que permanecen abiertos en una zona poco frecuentada de la ciudad y en los que no entra casi nadie. Pero me gustaba oír allí a Janis Joplin, que en aquella máquina era una rareza, su voz furiosa y quemada entre los discos de Manolo Escobar, de Fórmula V o de Porrina de Badajoz, incluso había uno mucho más antiguo,
Soy minero,
de Antonio Molina, que nada más sonar me hundía en una congoja y en una felicidad inconfesables, como las canciones de Joselito, qué vergüenza y qué rabia. Me gustaba sobre todo estar solo y saber que no me conocía nadie en un barrio tan distante del mío, y labrarme, con la ayuda del cubalibre, del cigarrillo americano y de la música, una identidad misteriosa, arbitraria y futura: un tipo que bebe y fuma acodado en una barra de cinc, que mira por la ventana con la misma curiosidad neutral de un forastero y cruza el bar en dirección a la máquina iluminada de naranja y de rosa y elige de nuevo una canción en inglés sin quitarse el cigarrillo de la boca. Agradecía como un grito de aliento y de complicidad la rabia póstuma de Janis Joplin, llegada a Mágina y a aquel bar y a mi vida quién sabe por qué suma de azares, venida desde otro mundo donde hacía mucho tiempo que dejó de escucharse, pues no me daba cuenta entonces de que la mayor parte de las voces que oía en los discos eran voces de muertos, y de que las promesas de libertad fulgurante que venían a ofrecerme se habían extinguido varios años atrás. Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Otis Redding, estaban muertos cuando a nosotros nos revivían sus discos, de Eric Burdon y de Lou Reed nos dijeron que eran muertos en vida, aniquilados por la heroína y el alcohol, las canciones de los Beatles que más nos gustaban pertenecían a un pasado lejano, que había existido cuando nosotros sólo oíamos las novelas de Guillermo Sautier Casaseca y esas canciones de Antonio Molina que me seguían deparando a traición una dulzura insoportable. Íbamos a llegar tarde al mundo, pero no lo sabíamos, nos preparábamos avariciosamente para asistir a una fiesta que ya había terminado, yo entornaba los ojos y aspiraba el humo del cigarrillo rubio y notaba el efecto del cubalibre y el remoto verano anunciado por Janis Joplin y desmentido por su desastre y su muerte se dilataba ante mí como un candente paraíso de desarraigo y de viaje, cabellos largos y guitarras y sexo: en Madrid, en Nueva York, en San Francisco, en un bar donde yo estaría acodado en la barra y escuchando a Janis Joplin, aparecería Marina, y el temple de la experiencia y la temeridad del alcohol me empujarían hacia ella, no hacia un noviazgo tímido y tedioso, no hacia el matrimonio, la estabilidad y los hijos, sino hacia una celebración salvaje y libertaria del deseo. Queremos el mundo y lo queremos ahora, decía una canción de Jim Morrison que me sobrecogía como un anuncio de apocalipsis.
Apuré el cubalibre. Pregunté cuánto valía, conté el dinero que llevaba y pedí otro más. Puse
Summertime
por tercera vez y cuando volvía a mi lugar de la barra vi a Marina al otro lado de la calle. Pensaba tanto en ella, era tan incapaz de recordar su cara, que cuando la veía tardaba un poco en reconocerla: con el pelo recogido cambiaban sus facciones, parecían más anchos sus pómulos y sus ojos más grandes, era otra y ella era misma, y esa modificación, como la que sucedía cuando llevaba pantalones después de varios días de ponerse una falda, agregaba al reconocimiento del amor el aliciente de lo inesperado, la codiciosa intuición de que en una sola mujer hay varias mujeres, un prisma sucesivo de perfiles y miradas que uno desearía distinguir y atesorar para que la monotonía no gastara nunca su atención insaciable. Aun de lejos advertí que iba muy pintada, que esperaba a alguien, que parecía menos joven que en el instituto. La vi quieta en la acera, con un bolso al hombro, tan inaccesible y súbita como una figuración de mi deseo, con los pechos altos y las caderas ceñidas y los muslos desnudos en el atardecer todavía luminoso de junio, y me gustó tanto que me quedé paralizado, igual que la otra mañana, cuando estaba como un idiota frente a ella en un aula vacía recitando verbos irregulares ingleses y me llegaba el olor denso de su cuerpo sin que yo me atreviera a sostener su mirada ni a adelantar un poco más mis rodillas. El personaje tan laboriosamente edificado por mí con el auxilio del alcohol y la música se desvaneció igual que arde un guiñapo de paja: ya era de nuevo yo mismo, nadie, yo soy aquel que por la noche te persigue, cantaba Martín burlándose de mí cuando me sorprendía merodeando por la colonia del Carmen. Miraba hacia donde yo estaba pero no me veía, tal vez se estaba viendo a sí misma en las cristaleras del bar. Bebí un poco más de cubalibre, un hombre desesperado y maduro que se entrega al alcohol, mareado ya, casi borracho, invisible, espiando a Marina desde un bar sombrío donde ya era de noche, acordándome ahora de la voz de Otis Redding, de la manera dulce y terminante en que sonaban las trompetas, como si anunciaran la llegada de una mujer y la culminación de una cita,
My girl.
Muy pronto ya no estuvo sola: el mismo tipo alto de otras veces, tan sólo tres o cuatro años mayor que yo pero a una distancia tranquila y humillante de mi adolescencia, de mis granos en la cara y de mi timidez sin remisión, sonriente, con los rasgos duros, como definitivos y forjados, no como yo, que tenía la cara y el cuerpo a medio hacer, según me decía mi abuela Leonor: los vi besarse, no en la boca, qué alivio, sino en las mejillas, un beso en cada una, como hacían los que regresaban en vacaciones de la universidad, seguro que el tipo estudiaba en Granada o en Madrid o había terminado ya la carrera y hasta tenía coche o una moto rugiente y llevaba a Marina abrazada a su cintura, su vientre y sus pechos adheridos a él y su pelo negro y largo al viento. Al menos no se cogieron de la mano. Los vi subir por Ramón y Cajal y sin que mediara una decisión de mi voluntad pagué los cubalibres y salí tras ellos. Ahora yo era el espía de la canción de Jim Morrison o un pistolero sentimental y despiadado que persigue por los callejones turbios y los clubs a la mujer sin escrúpulos que lo engaña con su peor enemigo. Iba por la otra acera, rozando la pared, no sólo por precaución, sino porque no tenía costumbre de fumar rubio americano y beber cubalibres, lejos de ellos, pero no tanto que no pudieran descubrirme si se volvían, aunque me daba igual, estaba algo borracho y era invisible, murmuraba imitando la voz de Jim Morrison, soy un espía en la casa del amor, conozco el sueño que estás soñando ahora mismo, conozco tu miedo más secreto y profundo, sé la palabra que anhelas escuchar, lo sé todo. Poco a poco me iba ganando la desolación de los anocheceres de domingo, más intensa en las calles anchas y despobladas de aquella zona de la ciudad, entre garajes cerrados, bloques de pisos y escaparates de tiendas de coches, una desolación sedimentada desde los domingos inacabables de la infancia y hecha de aburrimiento y de vacío, de miedo a las primeras clases de los lunes, agravada minuto a minuto por la declinación de la luz y la llegada de la noche: ya se encendían las primeras farolas sobre la avenida y parpadeaba el ámbar en los semáforos, y cuando Marina y el intruso que caminaba junto a ella se internaron en el parque Vandelvira ya resplandecían en la claridad tenue del final de la tarde los chorros de agua luminosa de la fuente y venía hacia mí una brisa húmeda: los perdí entre los setos y los árboles, temí que estuvieran besándose en un banco, o que hubieran abandonado el parque sin que yo lo advirtiese, pero no, los vi muy cerca, sentados en la glorieta que circundaba la fuente, de espaldas a mí, un brazo del tipo sobre los hombros de Marina, su mano rozándole la nuca erguida y el nacimiento del pelo, con descuido, como sin interés, mientras ella, de perfil, le contaba algo y se reía: era un hijo de puta, desde luego, un hipócrita, se aprovechaba de su ingenuidad y de sus pocos años e intentaba abusar brutalmente de ella, que lo rechazaba despeinada y gritando, y entonces intervenía yo, lo golpeaba en la cara, le daba un rodillazo en las ingles, con una maniobra sucia él me echaba arena en los ojos y un grupo de amigos suyos que andaban rondando por allí se le unían para darme una paliza con las cadenas de sus motos, me resistía como un tigre, mordía, golpeaba, arañaba, caía sin conocimiento al suelo, y cuando volvía a abrir los ojos Marina estaba pasándome un pañuelo humedecido por la cara tumefacta y se abrazaba a mí con sus ojos verdes relucientes de ternura y de lágrimas, de arrepentimiento y gratitud. Al cabo de unos minutos ella se levantó y dio unos pasos hacia la fuente, contoneándose mucho, casi bailando, será puta, murmuré con rencor y vergüenza de mí mismo, se volvió hacia él y estuvo a punto de verme. Clandestino, ridículo, sin dignidad, encogido tras el tronco de un árbol, vi su silueta perfilada contra los chorros azules, verdes y amarillos del agua, que iluminaban su cara con tonalidades fugaces, la vi acercarse de nuevo a él, oscilando sobre unos zapatos muy altos, aquellos zuecos con la suela de corcho que llevaban entonces las mujeres, y extender las dos manos ante sí, como si interpretara una canción. Para mi dolor y mi escarnio distinguía su risa entre el ruido del agua, veía el brillo de sus pómulos maquillados y adivinaba la expresión de sus ojos, pensando que ninguna mujer me había mirado nunca así, que esa mirada me pertenecía y me estaba siendo robada por los ojos de otro.