El jinete polaco (45 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: El jinete polaco
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A las dos y media ya estaba en la calle, cuenta Nadia, muchas veces ni siquiera comía para alargar unos minutos más el tiempo de la cita, subía hacia el instituto, con la esperanza de verlo desde la otra acera o en el interior de algún bar adonde hubiera ido para beber una cerveza con sus compañeros, pero si lo veía por la calle no se acercaba a él, ni siquiera le decía adiós, era una norma de seguridad, o una precaución de adúltero inhábil, pero a ella, sobre todo al principio, no le importaba obedecerla, le gustaba verlo entre los demás, singular y secretamente suyo, más alto que los otros, con su pelo rizado y canoso y sus grandes manos moviéndose en el calor de una charla trivial: incluso alguna tarde, a la hora de salida, había caminado en dirección contraria a los grupos de alumnos que abandonaban el instituto y lo había visto venir conversando con alguien y casi enrojecer apartando los ojos de ella. Le gustaba pensar que compartían una aventura tan clandestina como el activismo político, una intimidad hermética tras la puerta cerrada del piso que él tenía alquilado en un edificio nuevo al norte de la ciudad, en una calle fea y anónima que aún no estaba asfaltada, y donde no era fácil que se fijaran en ellos. Tenía una llave, la escondía por las noches debajo del colchón o en una bolsa de maquillaje recién adquirida, la llevaba bien escondida y apretada en la palma de la mano cuando subía en el ascensor y cruzaba el pasillo oloroso a pintura reciente y a madera nueva, y si él no había llegado aún se tendía a esperarlo en el sofá y fumaba uno de sus cigarrillos negros, escuchando con impaciencia el ruido del ascensor y los pasos de los vecinos, apagando el cigarrillo y poniéndose en pie cuando oía la llave de él en la cerradura para verlo en el umbral en cuanto la puerta se abriera, su pelo rizado y canoso, su chaqueta de pana, el aire de fatiga con que dejaba en el suelo la cartera negra, la sorpresa inagotable y la avidez con que la miraban sus ojos y le oprimían la cintura las manos que luego dejaban en su cara y en su boca un olor a tiza y a nicotina, una certeza delicada y absoluta de predilección. En América, el año anterior a su viaje, había estado con jóvenes de su misma edad que la besaban y la tocaban y se tendían sobre ella en el asiento trasero de un coche como si no tuvieran tiempo ni capacidad de verla, como si les diera igual que fuera ella o cualquier otra la muchacha a quien acariciaban con nerviosa premura: y a ella le ocurría casi siempre lo mismo, la empujaba una curiosidad abstracta, como ajena a su cuerpo, rápidamente borrada por la fugacidad y la decepción. Al abrazarla él decía su nombre y la miraba a los ojos. «No deberías venir a estas horas, seguro que te ha visto alguien»: pero ya estaba derribado y vencido por el deseo, pues nunca había creído que pudiera ofrecérsele sin condiciones ni límites un cuerpo como el que iba descubriendo codiciosamente al despojarla de la ropa, aquella resplandeciente desnudez vertical que se le había acercado la primera noche y que surgía cada vez como intocada y limpia de sus pantalones vaqueros caídos en el suelo y de las bragas y la blusa y los calcetines rojos de lana. Miraba de soslayo el reloj que había dejado sobre la mesa de noche, a las tres y cuarto como máximo tenía que levantarse, se daba una ducha rápida, se vestía angustiosamente mientras ella permanecía cansada e inmóvil en la cama, abrazando un almohadón, a las tres y veinticinco salía otra vez con su chaqueta de pana oscura y su cartera, y muchas veces, cuando volvía de clase, a las seis, ella estaba dormida, desnuda bajo las mantas, o intentando leer uno de sus libros de bolsillo y de aficionarse a las canciones sudamericanas y francesas que a él le gustaban, perezosa, sonriendo, muestra siempre los dientes al sonreír, blancos y fuertes entre la curva roja de los labios, entorna los ojos brillantes bajo las pestañas y se le forman dos pliegues a los lados de la boca, sus facciones adquieren una expresión de salud y de burla, dispuesta para el amor, con una franqueza sin duda desconocida para él hasta entonces y no siempre tranquilizadora. En las tardes y los anocheceres prematuros del final del invierno él le enseñó la lentitud, aunque es posible que también la aprendiera al mismo tiempo que la inventaba para ella, la persiana bajada, porque en el piso no había cortinas que graduaran la penumbra, la lámpara en el suelo, cerca de la cama, una canción de Jacques Brel en el tocadiscos y su voz en el oído de Nadia repitiendo la letra, con un acento impecable, imaginaba ella, y traduciéndosela luego mientras le ponía su cigarrillo en los labios y le besaba los hombros, el cuello, los pómulos pecosos,
ne me quitte pas,
y reanudaba muy lentamente las caricias, como si derramara sobre ella todos los saberes de la experiencia y de la admiración, cuidadoso, literario, devoto, recitándole letras de canciones francesas y versos de Neruda, con accesos de desvarío que la arrastraban a una violenta y estremecida revelación de sí misma y paréntesis de callada tristeza, al final, ya recostado en la almohada y fumando de nuevo, voluntariamente, sinceramente enigmático, dejándole entrever en sus palabras la sombra de la imposibilidad y la separación, un pasado de infortunios y peligros heroicos, de mujeres memorables encontradas y perdidas en el curso de una sola noche. Cuando ella miraba el reloj y empezaba a vestirse él ponía en el tocadiscos una canción de Joan Manuel Serrat: «Te levantarás despacio, poco antes de que den las diez...»

«Era como una película», dice Nadia, riéndose, no de él, sino de sí misma, «como una de aquellas películas francesas que a él le gustaban y que yo no había visto». Al paso de los años se ha ido volviendo más cautelosa y más sabia, ya no confía igual que antes en su resistencia solitaria al dolor, pero ha afianzado su ironía y no ha perdido ni uno solo de los gestos de entonces, la costumbre de sentarse en la cama abrazada a un almohadón, su manera ensimismada de hablar, tocándose los labios con las yemas de los dedos cuando no encuentra la palabra o el giro exacto que busca, la indolencia gustosa, la falta absoluta de sentido del tiempo, la risa súbita que le ilumina los ojos antes de romper nítidamente en su voz. Se da cuenta de que Manuel lleva un rato callado y deja de reír y de hablarle del otro, le toma la cara entre las manos, aprieta contra él su vientre cálido y sus muslos. «Me recuerdas a mi padre», dice, «él también tenía celos y callaba, prefería no saber, igual que tú, celos y miedo a que me pasara algo malo, al fin y al cabo era un español a la antigua y quería preservar la honra de su hija, aunque él no le diera ese nombre, le llamaría juventud o inocencia y estaba seguro de que yo sola no sabría protegerme, y a ti te pasa más o menos lo mismo, te imaginas que fui deslumbrada y engañada por un seductor veinte años mayor que yo, te lo cuento y quieres salvarme, subir a una máquina del tiempo como al corcel de un caballero medieval y rescatarme cuando estaba a punto de ser ultrajada. Pero nadie me engañó, y menos José Manuel, o el Praxis, como le llamabas tú, y si hubo alguna mentira la inventé y me la conté yo misma y me la creí porque yo quise creerla, porque me apetecía y me excitaba, cómo iba a engañarme él, si era transparente, aunque él pensara lo contrario, aunque se sintiera culpable por no decirme la verdad y por estar siéndole infiel a su compañera y a sus principios, se marchaba todos los fines de semana a Madrid y no me decía que allí estaba con otra mujer, como si yo no me diera cuenta nada más que mirándole la cara que traía los lunes, pero me daba igual, por lo menos al principio, quería tenerlo y lo tenía, estaba segura de que si me comparaba con otra era yo quien salía ganando, y no me importaba que fuera la vanidad y no el amor lo que le hacía seguir conmigo, iba a esperarlo a su piso y abría la puerta con mi llave, miraba sus papeles y sus libros, tenía cientos de ellos apilados en el suelo, contra la pared, pero a mí no me sonaban los títulos de casi ninguno de ellos ni los nombres de los autores, salvo dos o tres, y me abrumaban, me sentía un poco idiota, como si no hubiera leído ni un solo libro en mi vida, o al menos ninguno de los que eran imprescindibles para él, usaba también ese adjetivo para referirse a las películas y los discos que le gustaban. Yo le registraba los cajones, aunque él me lo tenía prohibido, pero ya sabes lo curiosa que soy, hasta le encontré una foto enmarcada de su mujer que había escondido en el fondo del armario, a lo mejor volvía a ponerla en la mesa de noche cuando yo me marchaba, una cara carnosa, un poco mustia, ya sabes, con melena corta y gafas redondas, no su mujer, su compañera, cuando por fin se atrevió a hablarme de ella decía esa palabra con reverencia, como para disuadirme de que yo la insultara, no estamos casados pero precisamente por eso mi compromiso con ella es más sincero y más fuerte, eso me dijo la última vez. Pero me gustaba mucho, aunque no fuera por las razones que él creía, me gustaba que me llamara por sorpresa a medianoche y me llevara a tomar una copa fuera de Mágina, en algún bar de la carretera, o a cenar con un grupo de camaradas suyos en una cortijada, algunas veces a la luz de un candil, les decía que yo era la hija de un militar republicano exiliado y yo me sentía orgullosa no sólo de mi padre, que estaría en casa esperándome sin poderse dormir, sino también de él, y pensaba que para aquella gente era una compatriota y no una extranjera, porque yo también les ayudaba, aunque él casi nunca me lo permitía, por miedo a comprometerme, se quedaba muy serio y me decía, cuanto menos sepas mejor para ti. Pero como actor era bastante malo, igual que la mayoría de los hombres, y poco a poco empezó a irritarme no que me mintiera, sino que lo hiciera tan mal, cuando le daba el ataque de responsabilidad o de culpa se inventaba reuniones para no estar conmigo, me llamaba con mucho misterio para decirme que había peligro y que no fuera al piso, y cuando volvió de las vacaciones de Semana Santa estuvo varios días muy serio, me abrazaba con desesperación y luego se apartaba de mí con esa vergüenza que os da a los hombres si no estáis a la altura de vuestra vanidad, le preguntaba qué piensas, y él decía que nada, vuelto de espaldas a mí, y a lo mejor al día siguiente ya parecía el mismo de antes y me llevaba en el coche a cenar en un merendero junto al río, pero en mitad de la conversación volvía a poner aquella cara tan seria, como de estar agobiado por problemas que yo no podía entender, a lo mejor se imaginaba que estaba actuando en una película sueca o francesa en la que pasan minutos y minutos sin que nadie diga nada y a mí me daban ganas de soltarle una bofetada y exigirle que me dijera de una vez lo que no se atrevía a decirme, pero no, yo fingía que no me daba cuenta y él se quedaba ya toda la noche con aquella cara de víctima o de canalla atormentado, y entonces comprendí que si no había cortado ya conmigo era porque prefería esperar al fin de curso para que todo acabara sin necesidad de una ruptura abierta. No quería hacerme daño, claro. Nunca quieren hacerlo. Como si bastara una mentira para suavizar ese horror de que a uno lo dejen».

Y entonces fue cuando de verdad empezó a necesitarlo con una devoradora urgencia física y tuvo lucidez para medir el arrebato en que vivía, un fervor acrecido al transmutarse en insatisfacción y luego en sufrimiento, una agobiante incapacidad de no pensar en él o de cumplir las costumbres y las obligaciones diarias, la limpieza de la casa, el orden de su habitación, la compra, la comida, la conversación cada vez más difícil con su padre, que se convertía dolorosamente para ella en una figura inerte cuando no en un posible acusador. Era ella quien llegaba ahora después de medianoche y quien no encendía la luz al cruzar el comedor camino de su dormitorio, y él quien permanecía despierto esperándola y no hacía preguntas a la mañana siguiente. Tendida en su cuarto, con el pestillo echado, alguna tarde en que José Manuel le había avisado por teléfono para que no fuera a verlo, oía a su padre hablar en voz baja con aquel fotógrafo gordo que ahora llevaba, en vez del impermeable azul marino y la gorra de plástico, un lastimoso traje de entretiempo, y desplazaba hacia ellos una parte de la impaciencia y la rabia que le había provocado la cancelación de la cita. Se imaginaba hablándole fríamente al otro, burlándose de su cobardía, provocándole un deseo que ya no iba a satisfacer, viendo en sus ojos la incapacidad masculina de aceptar el rechazo. Se complacía amargamente en recapitular las pruebas de su vanidad, su palabrería, el gusto con que se escuchaba a sí mismo cuando creía estar maravillándola a ella, sus manías verbales, praxis, en tanto en cuanto, imprescindible, el desasosiego y hasta el miedo que se apoderaban de él si ella emprendía en el amor alguna imperiosa iniciativa. Sonó el teléfono y se puso en pie tan rápidamente como la primera vez que él la llamó. Pero tampoco ahora se dio prisa en salir: se miró en el espejo, esperando que su padre golpeara la puerta, tardó un poco en contestar, como si hubiera estado dormida, en el comedor le sonrió a Ramiro Retratista y le dijo buenas tardes antes de ponerse al teléfono, y el fotógrafo hizo ademán de levantarse y se le cayó de las rodillas un libro muy grande que parecía una Biblia y una foto antigua de mujer. «...Y de ese modo descubrí que las palabras de aquella carta estaban sacadas del Cantar de los Cantares», le oyó contarle a su padre mientras ella aceptaba una cita para esa misma noche, no en el piso, sino en una taberna sórdida y proletaria de los Miradores, detrás de la iglesia del Salvador, un sitio con carteles de Carnicerito, cubas de vino bronco y anaqueles de botellas estriadas donde sonaban en una radio mugrienta confusos programas de flamenco que parecían estar siendo emitidos diez o quince años atrás: no había letrero en la puerta, pero la taberna tenía un nombre brutal, Nadia no logra acordarse, era el apodo del dueño, un apodo feroz, se pasa la lengua por los labios. Matamoros, dice, pero sabe que no, y es Manuel quien recuerda, Ahorcamonos, y los dos se echan a reír, él también fue allí algunas veces con sus amigos, cuando entre todos sólo reunían el dinero suficiente para una botella de vino blanco y malo, y les llamaba la atención ver entre los albañiles de cara enrojecida y los borrachos lívidos y de pelo aplastado a algunos barbudos con libros bajo el brazo que se sentaban con las cabezas muy juntas en las mesas del fondo, detrás de una cortina sucia.

Cuando la levantó, con una pegajosa sensación de repugnancia en los dedos, él aun no había llegado. La primera vez que estuvo allí, una noche de invierno en la que el viento batía los árboles oscuros de los miradores, le pareció un lugar opresivo, pero también caliente y abrigado, casi novelesco, con aquellas caras sombrías que la miraban fijamente y que le hicieron acordarse de los guerrilleros de boina calada, cejas peludas y piel cobriza y aceitosa que le ayudaban a Gary Cooper en
Por quién doblan las campanas.
Ahora la taberna le pareció nauseabunda y patética y se enojó con él por haberla elegido y luego consigo misma por hacerle caso. En la radio Juanito Valderrama cantaba El emigrante. Olía a humo de picadura y de Celtas, a ropa sudada y a madera empapada en vino agrio. Cómo la mirarían, piensa Manuel, cuando la vieran sola y extranjera y tan joven en aquel lugar donde no entraban mujeres, donde las caras y las voces y hasta el sonido de la radio y la luz de las bombillas desnudas tenían una turbiedad rancia, un anacronismo de miseria antigua que tal vez ella no podía notar tan crudamente como nosotros, y que a los tipos recién venidos de la universidad, desertores transitorios del Monterrey y de los bares sólo para socios de la calle Nueva que frecuentaban sus padres, les resultaba proletario y exótico. Entró sin mirar nada más que un instante hacia la barra, atemorizada y resuelta, y las pupilas beodas que la siguieron mientras cruzaba hacia el reservado tenían la misma consistencia pegajosa que la cortina y la madera de la mesa donde se sentó, apoyando la espalda en la cal húmeda de la pared, frente a la puerta, como si vigilara la llegada de un enemigo. Él vino tarde, disculpándose, con la chaqueta bajo el brazo, con la cartera negra en la mano, abultada de libros y de hojas de examen, ya habían empezado los finales y se pasaba noches en blanco corrigiendo, aunque él no creía en el sistema, lo encontraba rígido y sobre todo injusto, pero a ver quién cambiaba la rutina de los profesores, y la de los alumnos, desde luego, acostumbrados a copiar apuntes y a repetir de memoria nombres y fechas, el próximo lunes tenía examen con los del último curso y había decidido permitirles que consultaran libros y animarlos a que expresaran sus opiniones personales. Movía las manos frente a Nadia, con ademanes rápidos de prestidigitador, echado hacia adelante, los codos apoyados en la mesa, como si estuviera en un aula. Pero no paro de hablar, dijo, advirtiendo el silencio indiferente de ella, incómodo ante su mirada, que ahora lo traspasaba como una mano que se extiende para descubrir la inconsistencia de una sombra. Encendió un cigarrillo, dio una palmada, llamó al tabernero por su nombre, le sonrió cobardemente a ella al preguntarle qué iba a beber: nada. Él pidió media de vino del país. Se puso muy serio y por fin la miró abiertamente a los ojos. Saber de antemano lo que estaba a punto de escuchar no lo hizo menos doloroso para ella, pero sí más humillante, porque asistía a una representación mediocre, en la que no había ni una sola palabra que no hubiera sido repetida y gastada muchas veces, por ese mismo hombre y por otros, en cualquier idioma y en cualquier lugar, palabras de cobardía masculina, de sinceridad embustera y tortuosa, de compasión indeseada, de arrepentimiento y consuelo y futura lealtad a pesar de todo. Eso era lo que distinguía ella al escucharlo, no frases que se enlazaban entre sí sino palabras aisladas y viles, dañinas como agujas, suaves, venenosas, comunes, y tras ellas un desasimiento de la realidad y un dolor tan pesado como un bloque de plomo, que volvía casi trivial el motivo que lo provocaba y también al hombre ahora educado y extraño que movía las manos ante ella o hendía nerviosamente con la uña del dedo índice la superficie áspera de la mesa, hablándole con una entonación condolida y un poco paternal mientras al otro lado de la cortina se oían voces lentas de borrachos y coplas flamencas y en el exterior, a unos pasos de ella, duraba un anochecer estático de principios de verano y en el aire tibio y tenuemente azul, sobre los muros con escudos y la cúpula de bronce del Salvador, se cruzaban en vuelos fulminantes los vencejos. No quería seguir viendo aquella cara de justificación y penitencia, de mentira y de culpa, no quería oír las palabras que él seguía diciéndole, con la cabeza baja y la mirada huidiza, como si confesara, nunca más, recuerdo imborrable, deber, arrebato, sinceridad, coherencia, compañera, en tanto en cuanto, vida por delante. Descubría que ni la lucidez ni el desprecio mitigaban el dolor y que seguía siendo intolerable aunque lo ocultara el instinto de la dignidad. Salieron de la taberna y se negó a que él la llevara a su casa en el coche. Parados el uno frente al otro, como aquel día de diciembre en que ella aceptó guardarle la caja de cartón, él le acarició la cara con una especie de temerosa vehemencia en los dedos y le repitió el estribillo de una canción que habían escuchado juntos muchas veces: «On n'oublie rien de rien, on n'oublie rien du tout.» «Vete a la mierda», dijo Nadia, apartándose con un gesto ofendido y huraño que le devolvió por un instante el orgullo, y cuando lo miró otra vez vio una expresión de estupor o de lástima hacia sí mismo en sus ojos y en su boca, como si le suplicara, como si fuera él quien había sido abandonado, quien no podía soportar el dolor.

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