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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (38 page)

BOOK: El jinete polaco
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Lo ayudó a ponerse el impermeable, le entregó el paraguas, que ya se le olvidaba, lo acompañó a la puerta, asintiendo sin desagrado a sus palabras, le estrechó la mano gorda y débil junto a la verja, animándolo a volver, y Ramiro Retratista se deshacía en expresiones rancias de gratitud y monótonas disculpas, cualquier cosa que necesitara no tenía más que pedírsela, el archivo estaba a su disposición, y si a su hija le apetecía encargarse un retrato él se lo haría con mucho gusto, la vio con él por la calle, era una muchacha muy guapa, un retrato de los de verdad, de los antiguos, en blanco y negro y con sus contraluces escultóricos, como los que hacía en sus mejores tiempos don Otto Zenner, como los retratos inmortales de Nadar. Volvió muchas veces a lo largo del invierno, con su impermeable y su paraguas y su boina de plástico, con la bufanda cruzada sobre el pecho y bien pegada al cogote, para evitar lo que él llamaba la resfrialdad del clima de Mágina, con su cartera vacía de cobrador: siempre anunciaba que no se quedaría más de media hora y que sólo bebería una copita de coñac y acababa yéndose de noche y consumiendo sorbo a sorbo media botella, y una tarde de abril trajo en la cartera una fotografía de una mujer muerta y emparedada hacía más de un siglo, bebió más de la cuenta y le confió al comandante Galaz el gran secreto de su vida: tal vez avergonzado, dejó de ir durante varias semanas, y cuando volvió, una tarde perfumada y calurosa de mediados de mayo, vino tras él un isocarro inverosímil de reparto de piensos compuestos de cuya cabina en forma de huevo emergió a duras penas un hombre rubicundo y casi esférico que sonreía con placidez vacuna y hacía gestos delicados y rápidos con sus manos de hércules. Matías, el Resucitado, ex ayudante ya de Ramiro Retratista, que había cerrado el estudio en cuanto pudo encontrarle esa colocación y gastado la mitad de sus ahorros en comprarle el isocarro, abrió la portezuela de atrás y sacó de ella sin esfuerzo visible un tremendo baúl y se lo cargó al costado para dejarlo luego en el vestíbulo del comandante Galaz. «Me voy de Mágina, amigo mío, me marcho para siempre de esta ciudad ingrata», dijo Ramiro Retratista, sentado otra vez en el sofá, mirándose las manos enlazadas sobre las rodilleras de un anticuado pantalón de entretiempo. «Pensaba quemar mi archivo, porque ni me van a hacer la exposición ni el libro ni nada, ya sabía yo que ese Lorencito era un bocazas, un simple, un botarate, pero me he dicho, Ramiro, el único hombre con sensibilidad que hay en Mágina es el comandante Galaz, por qué no le regalas a él la obra humilde de toda tu vida...»

Fue Pavón Pacheco quien lo contó en clase, quien primero difundió el rumor de que el Praxis tenía un lío, una extranjera medio pelirroja, poca cosa, decía con menosprecio de experto, torciendo la sonrisa, él los había sorprendido un martes por la noche en una de aquellas discotecas cimarronas de los pueblos próximos adonde iban paletos con el cogote rojo y agrietado por el sol, enfermeras lagartas, criadas golfas y casados adúlteros que bebían whisky, fumaban rubio americano y hacían un lamentable ridículo en la pista de baile, ya que no eran tan jóvenes como hubiesen querido y pertenecían a la generación del pasodoble y de las casas de putas con mesa camilla y palangana. Y allí estaba el Praxis, nos dijo Pavón Pacheco, teníais que haberlo visto, con esa cara de fraile que pone al recitar poesías, arrimándose a la pelirroja en un diván de eskai granate, tan engolfado en ella que ni siquiera le devolvió el saludo, o se hizo el loco, escondidos en el rincón más sombrío de la discoteca, un martes por la noche, cuando no había casi nadie, sólo ex peones de albañil y ex dependientes enriquecidos por el auge de la construcción, del comercio de coches o de electrodomésticos. Estaba claro que querían ocultarse, y a Pavón Pacheco no le extrañaba, la tía era menor de edad, seguro, él no le echaba más de diecisiete años, pocas tetas, la cara pecosa, el tipo de ligue que podía buscarse un pasmado como el Praxis. Pero nosotros no le dimos mucho crédito, en parte porque ya estábamos acostumbrados a no creernos sus embustes sobre proezas sexuales y orgías con grifa o con aspirina disuelta en Coca-Cola, y sobre todo porque casi nunca, a lo largo del curso, vimos al Praxis con ninguna mujer, salvo un lunes por la mañana en que llegó al instituto acompañado por una morena de pelo corto y gafas redondas con montura dorada que tenía todo el aire de una profesora de bachillerato, una de las relativamente jóvenes que se ponían pantalones y fumaban, a diferencia de las otras, las percheronas hacendosas de la Sección Femenina. «Iba a casarse con él», dictaminó Pavón Pacheco, «pero lo pilló en la cama con la pelirroja y lo ha mandado a hacer gárgaras. Las acostumbras mal y pasa eso, te escupen en la cara».

Al principio Nadia casi no se acuerda de aquella discoteca, dice que iban a muchos lugares parecidos, en el coche de él, donde a veces había, en el portamaletas, o debajo de los asientos, paquetes de propaganda clandestina que él debía entregar o recoger de noche en los sitios más raros. Así fue como todo empezó, me cuenta, por un fajo de octavillas o de periódicos oculto en una caja de galletas, un sábado luminoso y frío de diciembre ella salió de casa para ir al mercado y cuando bajaba hacia la calle Nueva por el callejón de Santiago él apareció en su coche, bajó la ventanilla sucia, le preguntó que adónde iba y se ofreció a llevarla, muy sonriente, como la otra vez, pero también muy nervioso, fumaba sin parar y se impacientaba en los semáforos, no le miraba de soslayo los pechos y los muslos, y al llegar al mercado, cuando se bajaron del coche, miró con disimulo en torno suyo y comprobó que lo dejaba bien cerrado, era muy viejo pero no tenía otro, le explicó, y había acabado por tomarle cariño, después de tantos viajes por las carreteras de Europa. Los sábados por la mañana, el día de la venta grande, el mercado de abastos de Mágina tenía un escándalo y un hormigueo de zoco, había almacenes de mayoristas de frutas y churrerías y tabernas en los callejones de alrededor, y puestos de vendedores ambulantes de hortalizas, de especias, de macetas, de cubos de plástico, de mantelerías de tejidos sintéticos y vajillas de duralex, y en aquella época también de zambombas y de figuras de belén, y cuando se entraba al interior de sus grandes naves con vigas y columnas de hierro y mostradores de mármol la luz de la calle se convertía en penumbra y los gritos del exterior se apaciguaban en un vasto murmullo de pasos y voces amplificado por la resonancia de las bóvedas. «Tanto que habláis de las obras de Primo de Rivera y de Franco», decía en la huerta el teniente Chamorro: «Pues ese mercado lo hizo para vosotros la República.»

Olía intensamente a pescado, a hortaliza fresca, a pimienta, a embutidos, a vísceras, a humaredas de churros, y la confusión de todos los olores adquiría a última hora de la mañana una ligera densidad de putrefacción. Él le abría paso entre la multitud tomándola del brazo, como guiándola por los callejones de una medina musulmana: se acordaba de la luz blanca, de los colores planos, de las superficies de linóleo y de plástico de los supermercados de América y notaba aquí una excitación de los sentidos que llegaba a aturdirla de felicidad: el rojo de las carnes sobre los mostradores, el verde oscuro y húmedo de los montones de cebollas y acelgas, el blanco intenso de las coliflores, el brillo de las escamas del pescado, la sangre de una cabeza de cordero recién cortada de un hachazo, la luz espesa y dorada en un chorro de aceite vertido en una botella a través de un embudo, el olor a vinagre y tomillo de una orza de aceitunas, y sobre todo la simultaneidad delirante de colores y olores, de gritos agudos o broncos de pescaderas y hueveras, de pregones de vendedores ambulantes, de aleteos de pájaros perdidos entre las vigas de las bóvedas, bajo las claraboyas opacas de suciedad. Me cuenta ese recuerdo que también yo poseo y quiero incluirla a ella en la galería de figuras que me quedan de entonces, como si trucara una fotografía de grupo para añadirle una cara, porque ahora sé que aquella mañana en que el Praxis la llevó al mercado yo estaba allí y pude verla y la he olvidado: con una chaqueta blanca de mi padre, de pie tras el mostrador de su puesto de hortalizas, atontado por las voces de las mujeres, pesando patatas o cebollas o coliflores en la balanza y no acertando a cobrar el precio exacto de cada cosa ni a dar el cambio con la rapidez de mi padre, se te habrán ido la mitad sin pagarte, me decía él, te ven cara de poco espabilado y abusan de ti: mi padre estaba enfermo, le había dado un dolor en la columna vertebral y no podía moverse de la cama, y era tan raro verlo acostado que yo me acordaba de cuando vivíamos en el cuarto de la viga y su primo Rafael, sentado junto a su cabecera, me hacía animales de cartón con las cajas de las medicinas. Pero no quiero que ella interrumpa su narración, le pido que siga, que me cuente qué ocurrió en aquel encuentro con el Praxis, me pasa igual que a ella cuando me pregunta cosas sobre las mujeres con las que he estado y al principio me resisto a contestarle, que tengo celos y sin embargo quiero saber. Él le había pedido que no le llamara José Manuel, sino Manu, pero a ella le sonaba raro y excesivamente familiar, señalaba las cosas y él le iba diciendo sus nombres españoles y le ayudaba a pedirlas, y dice que vio una cara que le parecía conocida y se acordó de haberla visto varias veces por la calle, en la acera del Consuelo, o en la misma colonia del Carmen, cerca de su casa, un muchacho más o menos de su edad que iba siempre con un chaquetón azul marino, un pantalón vaquero, un jersey de cuello alto, que fumaba sin quitarse el cigarrillo de la boca y hundía las manos en los bolsillos del pantalón y tenía un flequillo de pelo muy negro y ondulado sobre la frente: como suele sucederle a quien camina a solas por una ciudad extraña, se fijaba mucho en las caras de los desconocidos, y cuando volvía a verlos intentaba tenazmente acordarse de dónde los había visto la primera vez: y le pareció tan raro, me dice, verme de pronto en un puesto del mercado, con la chaqueta blanca de vendedor, pero con el mismo aire desvalido y sombrío que cuando daba vueltas por la colonia del Carmen en busca de Marina, desesperado de no verla, escondiéndome si aparecía por sorpresa, rojo de pronto, acobardado, ridículo. Dice que el Praxis me saludó, supongo que con una cierta campechanía solidaria, pues sabía el motivo de que yo hubiera faltado a clase en la última semana, y que luego le preguntó quién era yo, un alumno excelente, hijo de trabajadores del campo, su padre está enfermo y él no puede venir al instituto estos días, pero yo he conseguido que el claustro le aplace los exámenes trimestrales. Estaba anocheciendo en la huerta, habíamos terminado de recoger y de lavar la hortaliza, los sacos y las canastas rezumantes de agua fría estaban ordenados junto a la alberca, y el tío Pepe y el tío Rafael ya liaban cigarrillos, yo tenía las manos enrojecidas y heladas después de haber ayudado a desprenderles el barro a las patatas y a las cebollas recién arrancadas de la tierra, mi padre me dijo que le pusiera el serón a la yegua y la bajara a la alberca para cargar la hortaliza, abrazó un saco muy grande de coliflores y lo estaba levantando con su brío temible para alzarlo hasta el lomo de la yegua cuando se quedó doblado y encogido y empezó a chillar de una manera que yo no había escuchado nunca, como si fuera un animal herido y no un hombre, tenía la cara roja y los dientes apretados, el tío Pepe y el tío Rafael tiraron los cigarrillos y vinieron corriendo, y yo permanecí inmóvil, muerto de miedo, paralizado de espanto, viendo a mi padre doblarse bajo el peso del saco y caer sobre el barro, junto a los cascos de la yegua, retorciéndose de dolor. Salí al camino y logré que un Land Rover que volvía a los olivares en busca de una carga de aceituna lo llevara a Mágina: no paraba de chillar, con los ojos cerrados y mostrando los dientes, yo le pasaba la mano por la cara congestionada y sucia de barro y él apretaba dolorosamente mi brazo y seguía gritando y retorciéndose, pensaba que se iba a morir, que el dolor lo había abatido tan violentamente como un rayo, y la imaginación, como siempre, huía del presente y se me disparaba hacia el futuro, ya me veía a mí mismo en su entierro, con un brazalete negro en la manga del traje, condenado a seguir trabajando la tierra para sostener yo solo a mi familia, y me importaba más ese ciego porvenir que el sufrimiento y la muerte de mi padre. «Tiene las vértebras gastadas», dijo el doctor Medina esa noche, después de que el practicante le pusiera una inyección, cuando ya dormía y no chillaba, pero sus gritos seguían sonando como un eco en toda la casa, en mi imaginación despavorida, aún cierro los ojos y los oigo y no puedo soportar tanto dolor, tanta vergüenza y tanta culpa. El doctor Medina hablaba en voz alta a su lado, seguro de que no podía despertarse: mi madre se retorcía las manos sobre el delantal y tenía los ojos empequeñecidos por el llanto. «Este hombre lleva trabajando como un animal desde que era niño. Es muy fuerte, pero no ha podido resistir, y el desgaste de las vértebras no tiene remedio. La única cura es que no siga trabajando en el campo, o por lo menos que no levante grandes pesos, y sobre todo que no vaya solo a trabajar. Puede que el ataque se repita mañana o que tarde cinco años, pero volverá. Y si está solo cuando vuelva el dolor imagínense qué será de él.»

Ya no podría irme de Mágina: ya no sería corresponsal, ni intérprete, ni guerrillero en Bolivia, ni batería de rock, ni escritor de novelas experimentales o de teatro del absurdo. De hecho ya ni siquiera podía ir por las tardes al Martos ni a los billares del salón Maciste ni veía en clase a Marina. Por la mañana, muy temprano, me despertaba mi madre, desayunaba rápidamente en la cocina, junto al fuego, y me iba al mercado, tiritando de frío por las calles desiertas, con la chaqueta blanca de vender doblada bajo el brazo. A mediodía, cuando regresaba a casa, entraba en el dormitorio de mi padre a enseñarle la recaudación: unos pocos billetes de veinte duros, monedas sueltas, ni la mitad de lo que él ganaba habitualmente. «A las mujeres hay que meterles las cosas por los ojos, hay que gastarles bromas y animarlas a comprar, y sobre todo hay que tener mucho cuidado, porque si pueden te engañan.» Pero me moría de aburrimiento y de vergüenza y me quedaba callado detrás del mostrador, y el puesto de mi padre, que cuando él vendía estaba siempre rodeado de mujeres con bolsas de la compra, ahora permanecía casi siempre desierto, y las mujeres se iban con otros vendedores, o me compraban muy poco. Lo que más vergüenza me daba era pensar que me viera Marina, un sábado por la mañana, cuando no había clase y ella iba con su madre al mercado, la madre teñida de rubio, vestida de colores claros, con ese aspecto de tardía juventud que a su misma edad ya habían perdido las mujeres de mi familia y de mi barrio. Creía verla de lejos y me entraban ganas de esconderme bajo el mostrador. Por la tarde, hacia las tres y cuarto, cuando mis amigos ya estarían oyendo discos en el Martos, yo terminaba de comer, me ponía la ropa del campo, aparejaba la yegua y me iba a la huerta, y por el camino abajo, montado en ella, murmuraba letras de canciones,
Riders on the storm, Hotel Hell, The house of the raising sun, Brown sugar,
pero no viajaba a cien kilómetros por hora y a través del desierto en dirección a San Francisco, sino que cabalgaba por una vereda entre las huertas y los sembrados de Mágina sobre una yegua vieja, y al final del camino estaba el cobertizo donde ya esperaban el tío Pepe, el tío Rafael y algunas veces el teniente Chamorro, y hasta que caía la noche era preciso trabajar sin sosiego para que a la mañana siguiente pudiera abrirse otra vez el puesto en el mercado y continuara mi suplicio secreto, el sentimiento de que un azar sin misericordia me negaba la vida que deseaba y merecía, la que otros gozaban con una naturalidad que a mí me hacía verlos muy lejanos, más felices que yo, dotados de un privilegio inalcanzable.

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