—Me tienes preocupado, chaval.
—Sólo admiraba su estilo, nada más.
—Sí, ya, pues ya la hemos admirado bastante.
—No, si yo también estoy harto. Me duele el culo de estar aquí sentado.
—¿Seguro que no te duele por otra razón?
—¿Eh?
—¿No será que alguien te ha estado metiendo su cosita?
—Vete a la mierda, tío.
—Te pasas la vida leyendo revistas de moda. Me preocupa.
—Yo por lo menos sé leer.
—Mientras te dan por detrás.
—Venga ya, Nesto.
Eran compañeros, pero tenían poco en común. Michael Tate consideraba que se encontraba en un punto transitorio hacia el lugar que le estaba reservado. Era como todos esos camareros de Nueva York sobre los que había leído, que no eran camareros de verdad, sino actores intentando alcanzar la fama en el cine o la televisión. Así se consideraba Tate. Claro que él no estaba dispuesto a trabajar por un sueldo mínimo hasta que pudiera triunfar. De ninguna manera iba a salir de casa sin un buen atuendo o dinero en el bolsillo. Él era así. Así que ahí estaba.
William, su hermano mayor, ahora en la cárcel, estaba en el bisnes con Raymond Benjamin cuando eran jóvenes, y cuando Benjamin salió de la cárcel, empleó a Michael.
Pero Michael Tate no era tonto y sabía que el dinero que hacían, aunque no estaba nada mal, no era más que calderilla comparado con lo que ganaban los diseñadores de moda. Qué coño, si unos raperos de mierda podían conseguirlo, ¿por qué no él?
La cuestión era: ¿cómo llegar de un punto al otro? Suponía que la manera de empezar era sacarse el certificado escolar. Pero ése era un tema sobre el que reflexionaría en otro momento.
Por ahora ahí estaba con Nesto Henderson, en un parking de mierda, vigilando a una tía que seguramente no había hecho daño a nadie. Aguantando que le llamara «maricón» un palurdo que no se comía una rosca y que le insultaba sólo por leer revistas. Y para colmo, se estaba muriendo de hambre.
—Tengo hambre.
—Pues vete a aquel bar y píllate una hamburguesa con queso o algo. Ya puestos, tráeme a mí una también.
—Pero ¿cómo eres tan gilipollas? No te puedes pedir una hamburguesa en un bar donde hay comida china. Y no se puede comer comida china en un bar que
vende
hamburguesas.
—Pues yo paso de papeo mexicano —le espetó Henderson.
—Oye, la chica no se va a ir a ninguna parte en un rato. Tiene que atender a la clienta, y además, es demasiado temprano para que se marche. Vamos a buscar un sitio para comer como es debido y ya volvemos más tarde.
Henderson observó a Chantel Richards admirando el movimiento de sus caderas, que se contoneaban al ritmo de la música de la peluquería.
—Sería una pena tener que matarla. No hay muchas periquitas que se meneen así.
—Sólo tenemos que seguirla hasta la guarida de ese Romeo.
—Yo sólo digo que igual hay que cargársela. —Henderson señaló las llaves del contacto—. Venga, vámonos.
Tate puso en marcha el Nissan. Se detuvo en un semáforo en ámbar en Riggs y puso cuidado en señalar con el intermitente en la intersección. Llevaban armas bajo los asientos y no quería arriesgarse a que los parase la pasma.
Nesto Henderson ya había matado. O al menos eso decía. Michael Tate podía cuidarse y defender a Raymond Benjamin si se terciaba, pero no había firmado por cargarse a nadie. Al fin y al cabo, Benjamin le había dicho que él había terminado ya con esa parte del bisnes.
«No pienso matar a ninguna mujer —se dijo Michael Tate—. Yo no soy así.»
El ambiente de la sala de interrogatorios estaba muy cargado, como siempre. Dominique Lyons se hallaba sentado en una silla clavada al suelo. Era deliberadamente pequeña y le resultaría incómoda a un tipo de su tamaño. Lyons no estaba esposado a la pata de la silla. En aquel punto del interrogatorio, el detective Bo Green, sentado frente a él, era todavía su amigo. Sólo llevaban hablando un rato.
Lyons llevaba un jersey de los Authentic Redskins con el nombre de Sean Taylor y el número 21 cosido a la espalda. Los Authentic costaban ciento treinta y cinco dólares, ciento cuarenta en la calle. Las Jordan que llevaba costaban ciento cincuenta. Sus joyas, un Rolex auténtico, anillos, pendientes de diamante y una cadena de platino, sumaban cinco cifras. Cuando Green le preguntó cómo se ganaba la vida, Lyons dijo que tenía un negocio de coches en la calle donde vivía.
—Veo que eres fan de Taylor.
—El chico es un monstruo. —Lyons, alto y de largos miembros, tenía los hombros anchos y un rostro anguloso y atractivo. Llevaba largas trenzas que enmarcaban sus pómulos. Sus ojos eran de un tono castaño oscuro y liso, el ideal de un taxidermista.
—Estudió en Miami, así que no es de extrañar. Ya sabes cómo juegan siempre los Hurricanes.
Lyons asintió y le miró algo inexpresivo.
—Tú jugaste al fútbol en la liga estudiantil, ¿no? —preguntó Green. Lo aventuraba basándose en la altura de Lyons, su peso y su complexión atlética. Green sabía que algún entrenador tenía que haberle echado el ojo en algún momento de su vida.
—Sí. Eastern.
—¿Corner o safety?
—Free safety.
—¿Y eso cuándo fue, a finales de los noventa o así?
—Sólo jugué un año, 1999.
—Los Ramblers tenían equipo ese año, si no recuerdo mal. Joder, creo que te vi jugar. Aquel año os enfrentasteis a Ballur, ¿no?
Era mentira y Lyons supo verlo. Pero su ego no pudo dejarlo pasar.
—Entré en el equipo universitario en mi segundo curso.
—Tienes pinta de haber sido un fiera.
—Me los llevaba a todos por delante.
—¿Y por qué jugaste sólo una temporada?
—También me licencié en mi segundo año.
—Te fuiste deprisa, ¿eh?
—Supongo que soy uno de esos jóvenes prodigio de los que hablan. Estaba en el plan acelerado.
—El fútbol es un gran juego. Y para algunos también muy útil. Podrías haber llegado a algo, de haber seguido.
—Supongo que debería hablarlo con mi orientador. Si encuentro alguno.
—Yo entreno a un equipo de fútbol en Southeast —comentó Green, con tono paciente y firme—. Con otros tíos de la zona. Tenemos tres divisiones, por peso. Si los chicos vienen con regularidad a los entrenamientos y aprueban en clase, les garantizo pasar tiempo en el campo.. Ni siquiera me importa que sean buenos.
—¿Y?
Bo Green esbozó una sonrisa gatuna.
—Eres muy gracioso, tío. ¿Nunca te lo han dicho?
—Quiero decir que me parece muy bien y eso, pero no estamos aquí para charlar. Así que o me acusas de algo, o yo me largo porque tengo cosas que hacer.
—Estás acusado de posesión de marihuana.
—Pues vale. Eso en esta ciudad es como… ¿qué?, ¿una multa de aparcamiento? Así que dame mis papeles y la fecha del juicio y ya está.
—Ya que estás aquí, me gustaría hacerte unas preguntas.
—¿Sobre qué?
—Un homicidio. La víctima era un joven llamado Jamal White. ¿Lo conocías?
—Que venga mi abogado.
—Sólo te pregunto si te suena ese nombre.
Lyons se lo quedó mirando.
—Tienes razón, Dominique. Tienes derecho a un abogado. Pero ¿sabes?, si el abogado te aconseja no hablar con nosotros, perderás la oportunidad más adelante de indulgencia. Quiero decir que si cooperas, si nos das alguna información que sea relevante a este caso, por ejemplo, lo más seguro es que la acusación de posesión de marihuana acabe en humo.
—Ya he visto esa serie.
—¿Qué serie?
—Ya sabes. Esa en la que el tío blanco mete a los sospechosos en la sala de interrogatorios y les va con el rollo de que tienen derecho a un abogado. La llevan poniendo diez años, todas las semanas. Y luego les planta delante un papel y les dice que firmen la confesión. Y el sospechoso la firma. Sí, la he visto. El problema es que no conozco a ningún cabrón tan gilipollas como para hacer eso. A lo mejor en Nueva York son así de ignorantes, pero no en D.C.
—Eres muy listo, Dominique.
—Ya te lo he dicho.
—Como Doogie Howser.
—Si tú lo dices…
—Vamos a hablar también con tu novia, Darcia.
—¿Ah, sí?
—¿Es tan lista como tú?
Bo Green se levantó y miró a Lyons, que examinaba la mesa. Aunque durante todo el interrogatorio se había mostrado sereno, ahora tamborileaba rítmicamente la marcada superficie.
—Voy a por un refresco —dijo Green—. ¿Tú quieres algo?
—Un Slice.
—De eso no tenemos. ¿Qué tal un Mountain Dew?
Lyons asintió con la cabeza, en un gesto brusco. Green se miró el reloj y alzó la cara hacia la cámara del techo.
—Once y veinte, a.m.
Luego esperó a que la puerta se cerrara a su espalda con un audible chasquido antes de dirigirse a la sala del vídeo, donde aguardaban los detectives Ramone y Antonelli, este último con la sección de deportes abierta en el regazo. En una pantalla se veía a Dominique Lyons, todavía con la vista fija en la mesa, agitándose en la silla buscando una postura cómoda. En otro monitor aparecían Rhonda Willis y Darcia Johnson, en el box número dos. Ramone estaba concentrado en esa imagen. Por los altavoces se oía la voz suave y serena de Rhonda.
—¿Ha habido algo? —preguntó Green.
—Rhonda lo va llevando despacio —respondió Ramone.
—Pero la cabrona esa todavía no ha abierto la mui —dijo Antonelli.
—Me encanta cuando hablas así, Tony. Queda muy callejero, muy auténtico —dijo Green.
—Ahora, que menudo culo tiene la chorba —comentó Antonelli.
—Mira, una expresión que no se oye mucho últimamente —comentó Green—. Vamos, ahora que lo pienso, no se oye desde hace décadas.
—Veo que tu amigo Dominique está muy dispuesto a cooperar —terció Ramone.
—Ése es mi chico. Cuando acabe todo esto nos vamos a ir de campamento o algo, para cantar el
Kum Bah Ya
junto a la hoguera —dijo Green.
—No es por ser negativo, pero me da la impresión de que Dominique no va a confesar —explicó Ramone.
—Ha visto la serie de televisión. De todas formas, voy a buscarle un Mountain Dew —aclaró Green.
Ramone no apartó la vista de la pantalla. Rhonda Willis se inclinaba sobre la mesa para dar fuego a Darcia Johnson con una cerilla.
—Aquí dice que
Lee-Var
Arrington no está al cien por cien —comentó Antonelli, leyendo el periódico—. Es dudoso para el partido del domingo. Gana el tío diez millones al año, o lo que sea, y no tiene que ir a trabajar porque le duele la puta rodilla. Y yo, que tengo unas hemorroides como un racimo de uvas colgándome del culo, vengo todos los días. Algo estoy haciendo mal.
—Es posible —contestó Ramone.
Rhonda Willis apagó la cerilla en el monitor.
Darcia dio una calada al cigarrillo y echó la ceniza en un cenicero de papel de aluminio. Tenía pecas, los ojos avellanados y un cuerpo lleno de curvas. No había perdido la línea al dar a luz. En todo caso se había tornado más voluptuosa, una ventaja en su trabajo.
—Háblame de Jamal White —pidió Rhonda.
Darcia Johnson apartó la mirada.
—No pasa nada por hablar de Jamal. —Rhonda repetía a propósito el nombre del joven—. Conozco vuestra relación. Nos lo contó el amigo de Jamal, Leon Mayo, ¿sabes?
——No había nada entre nosotros. Yo estoy con Dominique.
—Pero a Jamal le gustabas.
—Podría ser. Tampoco lo conocía tanto.
—¿Ah, no? El gorila de la puerta del Twilight es policía, y dice que estuvisteis hablando en la barra la noche que asesinaron a Jamal.
—Yo allí hablo con muchos tíos. Para eso me pagan. Y además, así consigo las propinas.
—Y bailando.
—También.
—¿Y qué más?
Darcia no contestó.
—He estado en la casa que compartes con Shaylene Vaughn —dijo Rhonda, sin animosidad ni agresividad en la voz—. Tengo ojos en la cara.
—¿Y qué?
—¿Le das a Dominique todo el dinero que ganas?
Darcia dio otra calada al cigarrillo.
—¿Es tu chulo?
Darcia exhaló una nube de humo.
—Chica, yo no te estoy juzgando. Sólo quiero saber qué le pasó a ese joven. He hablado con su abuela, la he visto llorar. Su familia merece saber qué le pasó, ¿no te parece?
—Jamal era sólo un conocido.
—Si tú lo dices…
—Siento que le mataran, pero yo no sé nada.
—Muy bien.
—¿Puedo ver ya a mi hijo?
—Está con tu madre, en la guardería que tenemos. Supongo que estará también tu padre.
—Isaiah no está enfermo, ¿verdad?
—Está bien.
—Mi madre me mintió para que me detuvieran.
—Mintió para ayudarte, Darcia. Hizo lo mejor para ti y para tu hijo.
—¿Cómo voy a estar con mi hijo, metida en el talego?
Darcia dio una última calada y apagó el cigarrillo en el cenicero. Luego se frotó los ojos.
—A ver, Jamal.
Darcia hizo un gesto con la mano.
—Tómate tu tiempo.
—Por mí hemos terminado.
—Todavía no. A mí también me gustaría marcharme, pero todavía tenemos que hablar de algunas cosas. Por desgracia, llevo yo este caso…
—No me podéis retener por posesión de marihuana.
—Pero el papeleo va a tardar un rato.
—Eso es mentira, y lo sabes.
Rhonda dejó que ventilara su rabia.
—¿Estás bien? No estarás mareada ni nada, ¿no? ¿Estabas colocada?
Darcia negó con la cabeza.
—Bien. Oye, ¿quieres un refresco o algo?
—Una Coca Light, si hay.
—Tendrá que ser Pepsi. ¿Te vale?
La chica asintió y Rhonda se puso en pie, miró el reloj y dijo en dirección a la cámara:
—Once treinta y cinco, a.m.
A continuación fue a sacar una Pepsi Light de la máquina y la llevó a la sala de vídeo, donde Ramone y Antonelli observaban a Bo Green y a Dominique Lyons en la pantalla número uno.
—¿Dónde está mi carro? —preguntó Lyons.
—Seguramente de camino al depósito municipal —contestó Green.
—Más os vale que no tenga ni un arañazo, porque de lo contrario os pienso denunciar.
—Es un Lexus muy bonito. ¿Qué modelo es, el cuatrocientos?
—Cuatro treinta.
—¿Era el que conducías la otra noche?
—¿Qué noche?
—La noche que asesinaron a Jamal White.
—¿A quién?
—A Jamal White.
—No me suena ese nombre.