El jardinero nocturno (28 page)

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Authors: George Pelecanos

Tags: #Policíaco

BOOK: El jardinero nocturno
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—¿Vas a volver al trabajo así? —preguntó el chico, señalando las manchas de sudor que tenía Ramone en la camisa.

—Nadie se va a dar cuenta. Hace años que las mujeres ya no me miran.

—Mamá te mira.

—De vez en cuando.

—Te apuesto cinco dólares a que puedo encestar a nueve metros.

—A ver.

La pelota rebotó en el cristal y encestó. Diego dobló el brazo, se dio un beso en el bíceps y sonrió.

«Ése es mi hijo.»

—No ha sido limpia.

—Te acepto los cinco pavos.

Ramone le pagó.

—Bueno, me voy, que tengo mucho trabajo.

—Te quiero, papá.

—Yo también te quiero. Llama a tu madre si vas a alguna parte, dile dónde estás.

Ramone se sentó de nuevo al volante del Taurus, pero antes de que pudiera ponerlo en marcha, Rhonda Willis le llamó al móvil. Tenían a Dominique Lyons y a Darcia Johnson en las oficinas de la VCB.

—Voy para allá.

28

La madre de Darcia Johnson llamó a su hija diciéndole que el niño tenía fiebre y le costaba respirar. Los agentes a los que llamaron de refuerzo por radio tuvieron poco tiempo para llegar a sus puestos: al cabo de media hora se acercaba por Quincy un Lexus GS 430 negro que se detuvo frente a la casa de los Johnson. Virginia Johnson, que observaba desde una ventana de la primera planta, llamó a Rhonda Willis, que esperaba con Bo Green en el Impala granate aparcado en la calle. Virginia informó de que la mujer que salía del Lexus era su hija Darcia, y que por lo que ella veía, el conductor del vehículo era Dominique Lyons, reconocible por sus trenzas. Rhonda hizo un gesto a Bo Green, que hablaba por radio con el sargento al mando de los agentes de uniforme.

De pronto dos coches patrulla bloquearon los accesos este y oeste de la calle Quincy, mientras varios policías a pie salían del callejón Warder Place pistola en mano, gritando al conductor del Lexus que saliera del vehículo con las manos a la vista. La acción fue ruidosa y rápida, concebida para impactar y distender cualquier posible situación problemática. Conociendo el historial de Lyons, Rhonda no quería correr ningún riesgo.

Darcia Johnson se sentó de inmediato en los escalones de la casa de sus padres y se tapó la cara con las manos. Dominique Lyons salió del coche con las manos en alto. Lo esposaron y lo metieron en un coche patrulla. A Darcia, también esposada, la llevaron a otro coche. Registraron concienzudamente el Lexus, pero no se encontraron armas de ninguna clase. Bajo el asiento del conductor había apenas treinta gramos de marihuana.

Virginia Johnson salió de casa con Isaiah en brazos. Miró a su hija, ya en el coche patrulla, y vio en sus ojos miedo y odio. La mujer le preguntó a Rhonda si podía ir con ellos y Rhonda asintió.

—Tenemos una zona de juegos para los niños. —De hecho había sido Rhonda la que presionó para que se estableciera la guardería en las oficinas de la VCB. A pocos de sus compañeros se les habría ocurrido la idea de montar una zona de espera para esposas, novias, abuelas e hijos de los acusados o aquellos sometidos a un interrogatorio por casos de asesinato.

—Le diré a mi marido que se reúna allí conmigo.

—Al final esto será bueno para su hija —le aseguró Rhonda—. Ha hecho usted bien.

Dan Holiday estaba en el jardín comunitario de Oglethorpe, fumándose un cigarrillo. Tenía un trabajo más tarde e iba vestido con su uniforme. Había ido porque sabía que la respuesta que buscaba se hallaba allí.

El escenario del crimen había vuelto a su estado anterior a la muerte de Asa Johnson. Habían quitado la cinta policial. Algunos habían acudido ya al jardín para trabajar en sus parcelas pero sobre todo para charlar unos con otros, puesto que el otoño había caído sobre Washington, las verduras se habían cosechado y flores y plantas crecían ya más despacio.

Holiday se acercó a su coche. Lo había dejado en el mismo sitio en el que se quedó dormido la noche que descubrió el cadáver.

Se sentó al volante del Lincoln para terminar de fumar el Marlboro. Dio una calada, examinó el cigarrillo entre los dedos y volvió a fumar antes de tirarlo al suelo. Se quedó mirando el humo que se alzaba de la colilla.

Luego se volvió hacia la parcela con los banderines y los ventiladores y los carteles con títulos de canciones relacionadas con plantas. El día anterior, al pasar por allí había notado aquel dedo gélido.

Let it Grow
. «Déjalo crecer.»

Aquéllas eran las palabras que le habían cruzado la mente cuando pasó el coche patrulla durante la noche. Pero en aquel momento todavía no había visto el cartel.

Entornó los ojos con la mirada perdida, pensando en el poli blanco y el detenido en el asiento trasero. Luego recordó a su hermano haciendo como que tocaba la guitarra, hacía tanto tiempo, con su pelo largo en el sótano de la casa de sus padres, en Chillum.

—¡Joder!

Lanzó una carcajada y sacó el móvil y la tarjeta de Gus Ramone.

—Aquí Ramone.

—Gus, soy Holiday.

—Ah.

—Oye, tío, estoy en el jardín, el de Oglethorpe. Se me ha ocurrido una cosa.

—Dime.

—El coche patrulla, el que vi aquella noche, ¿te acuerdas? Pues el número era el cuatro sesenta y uno. Como en
Ocean Boulevard
.

Ramone no dijo nada. Intentaba visualizar algo. El número del coche le había traído algo a la memoria.

—Me he acordado porque mi hermano era un fanático de Clapton —comentó Holiday.

—Qué interesante.

—Debería ser bastante fácil buscar en los registros de la comisaría, ¿no? A ver quién lo llevaba aquella noche.

—Sólo que estoy ocupado. Voy para la VCB ahora mismo. Tenemos a un par de testigos.

—Si me das el nombre del agente, Cook y yo…

—No sois policías.

—Ese poli podría ser un testigo. Querrás hablar con él, ¿no?

—Yo sí, pero tú no.

—Cook y yo podríamos, no sé, ir a echar un vistazo. Como estás tan liado…

—No tienes ni puta idea del día que tengo por delante.

—Pues más a mi favor.

—No.

—Bueno, llámame.

Holiday salió del coche y encendió otro cigarrillo, saliendo que Ramone acabaría llamando. Lo había visto la noche anterior. «Le daba pena el viejo, y en el fondo sabe que conmigo se pasó de rosca. No es un mal tipo, en realidad. Se pasa mucho, eso sí, pero tampoco es para tanto. No me mantendrá al margen de esto, aunque vaya contra las reglas.»

Al cabo de un cuarto de hora sonó el móvil.

—Lo he pensado —dijo Ramone.

De hecho había recordado lo que buscaba. El arrogante patrullero rubio que estaba en la escena del crimen de Asa Johnson se encontraba apoyado contra el coche 461 cuando Ramone llegó. Y recordaba el nombre de su placa: G. Dunne. Pero eso no pensaba contárselo a Holiday. Doc y el viejo se movían por pura pasión y desesperación. La pasión siempre era positiva. Lo que le preocupaba era la desesperación.

—¿Y?

—Sería una locura pasarte esa información —dijo Ramone—. Ni hablar.

—No te necesito. Lo puedo averiguar por mi cuenta.

—Pero, hazme un favor, no hagas nada sin hablar primero conmigo.

—Vale.

—Lo digo en serio, Doc.

—Entendido.

—Entre otras cosas, llevar tu propia investigación —insistió Ramone—. Hacerse pasar por agente de policía es un delito grave.

—No te preocupes, Gus. No te voy a traicionar.

—Qué gracioso.

—Gracias por llamar.

A continuación Holiday llamó a T. C. Cook, que descolgó al segundo timbrazo. «El viejo estaba esperando mi llamada», se dijo Holiday.

T. C. Cook estaba sentado en la cocina, tomando un café. Desde la oficina le llegaban los chirridos y las voces de los diálogos entre los patrulleros y la operadora que salían de la página de Internet en el ordenador. Era a menudo el único sonido en una casa por lo demás silenciosa. La mujer salvadoreña que le había enviado la Asociación de Veteranos sí hacía algunos ruidos, animando un poco el ambiente. Cook siempre esperaba con ganas su visita, pero sólo iba una vez a la semana.

Por lo general el aburrimiento hacía largos sus días. Se levantaba temprano, leía lo que podía del periódico y luego pasaba un tiempo en su oficina o en el taller del sótano, buscando algo que hacer. Esperaba el correo, a eso de las doce, y tardaba más de lo necesario en prepararse la comida. A pesar de sus esfuerzos, solía sucumbir a una siesta. Intentaba no ver mucha televisión, aunque al menos eso sí lo podía hacer sin frustraciones. Pero era una actividad pasiva, recibir sin dar. Cook siempre había vivido para algún objetivo, y ahora no tenía ninguno.

No era mentalmente débil. Tenía más razones que muchos para ser infeliz, pero no se permitía caer en la depresión. Había pocas cosas que le impulsaran a levantarse por las mañanas, pero se levantaba a pesar de todo y se vestía antes de desayunar, como cualquiera que tuviera que ir a trabajar.

Tenía la opción de participar en actividades de la iglesia, pero no era muy religioso. Su mujer había sido devota baptista, una mujer de mucha fe. Algunos policías se aferraban a Dios, pero en Cook el trabajo y lo que había visto obraron el efecto contrario. Ahora que estaba más cerca de la muerte, habría sido fácil y comprensible que volviera a ir a la iglesia, pero se sentiría un hipócrita. No había sido un marido modelo, ni especialmente atento, pero había amado a su mujer y le había sido fiel, y si existía Dios, y si además era bueno, tenía que volver a unirlos a Willa y él, tanto si Cook iba a misa como si no.

Ahora miraba su taza de café vacía.

El médico le había dicho que sólo podía tomar un café al día, como mucho. La cafeína le aceleraba el corazón, y no le hacía ningún bien. El caso era que el médico también le había dicho que tenía muchas posibilidades de sufrir otro derrame, y que sería peor que el último. Por lo visto, renunciar a una segunda taza no iba a evitarlo.

Según parecía tenía el sistema circulatorio muy frágil. Y no, no podían decirle cuándo se produciría el «siguiente episodio». Podrían pasar semanas, o años. Tantas décadas de fumar y comer mal. «Ojalá pudiéramos hacer más por usted, señor Cook. Por desgracia sería demasiado arriesgado operarle de nuevo. Siga llevando una vida activa, pero con cuidado. Tome la medicación.» Una gilipollez detrás de otra.

Cook miró el mostrador. Tenía uno de esos pastilleros con compartimentos separados para los días de la semana. Dos pastillas en cada uno. Para que no se le olvidara tomar la medicación, o para que no se tomara doble dosis por equivocación. A eso había llegado. Si sobrevivía al siguiente derrame, seguramente acabaría convertido en uno de esos viejos que no se pueden ni mover. Entonces tendrían que mandarle a alguien que le bañara y le pusiera un babero para comer. Enviarían a alguna pobre inmigrante para que le lavara el culo a un viejo.

Antes se pegaría un tiro. Pero eso sería otro día.

Holiday le había llamado. Cook llamó a continuación a un viejo amigo del Distrito Cuatro, de quien había sido mentor a principios de los ochenta. Ahora era teniente. Cook le explicó que un oficial de la comisaría del Distrito Cuatro había tenido un detalle con su sobrina y la chica quería escribirle una carta de agradecimiento, pero que sólo se acordaba del número de su coche patrulla. Cook no tenía ninguna sobrina y, por la vacilación del teniente, supo que se había olido la mentira. Pero el hombre le pasó la información igualmente. Cuando Cook le preguntó por el horario del agente, el teniente le dijo, tras una larga pausa, que aquel día tenía el turno de ocho a cuatro.

Cuando Holiday llegara se pondrían a trabajar. El joven llevaba mucho equipaje a cuestas, pero tenía energía y pasión. Tal vez entre los dos dieran con la clave de aquel asunto.

Cook fue a su coche, un Mercury Marquis dorado con una pegatina de la estrella azul de la policía en el parabrisas trasero. Imaginaba que Holiday y él trabajarían hasta tarde y que llevarían dos coches. Abrió el maletero, a pesar de saber que sus cosas seguirían allí, que no las había movido, pero estaba algo nervioso y quería echar un vistazo de todas formas.

Allí guardaba los útiles del coche, el aceite, el anticongelante, cables, líquido de frenos, trapos, un juego de reparación de pinchazos y un gato. Una caja de herramientas y otra que contenía una cinta métrica de treinta metros, cinta adhesiva, prismáticos de 10 x 50, unas gafas de visión nocturna que no había usado jamás, una caja de guantes de látex, una porra extensible, unas esposas Smith and Wesson, varias pilas, una cámara digital que no sabía utilizar y una linterna de acero Streamlight Stinger recargable, que podía hacer las veces de arma. En el maletero también había una palanca de acero.

Todo estaba en su sitio. Holiday aún tardaría en llegar, de manera que volvió a su casa para sacar la treinta y ocho y el kit Hoppe. Había llegado el momento de limpiar su pistola.

Michael
Mikey
Tate y Ernest
Nesto
Henderson se encontraban en un bonito Máxima negro, el nuevo modelo con los cuatro tubos de escape, en un parking de la zona comercial de Riggs Road, en Northeast D.C., no lejos de la línea Maryland. Había un bazar, una casa de empeños, una tienda de licores, un bar mexicano, otro de bocadillos y comida china, un cajero automático y dos peluquerías, una especializada en uñas y la otra, llamada Hair Raisers, conocida por sus trenzas y sus extensiones. Chantel Richards trabajaba en Hair Raisers. Henderson la veía en el escaparate frontal, detrás de una mujer, ambas moviendo los labios mientras Chantel trabajaba. Era Henderson el que realizaba la mayor parte de la vigilancia. Tate hojeaba el último
Vogue
.

—Joder, sí que está buena —exclamó Henderson.

—Es mucha mujer. —Tate alzó la vista. Llevaba unos tejanos holgados, una camisa Lacoste de manga larga y zapatos a juego con cocodrilitos cosidos a los lados.

—Y muy alta. —Henderson llevaba una gorra azul de los Nationals, no porque siguiera el béisbol, sino porque el color hacía juego con su camisa. La gorra estaba ligeramente ladeada.

—Con ese pelo parece más alta. Además, llevará tacones. A las tías les gusta lo de hacerse más altas. Así parecen más delgadas.

—Pues tiene curvas donde hay que tenerlas.

—Viste bien para el tipo que tiene.

—¿Dónde has leído eso, en una revista de tías?

—Yo sólo digo que ha conseguido el efecto que buscaba. —Tate se fijaba en la ropa de las mujeres, los zapatos y las joyas, su porte, todo eso. Le interesaba, nada más. Pero no hablaba mucho del tema con Nesto, que pensaba que leer revistas sobre esas cosas, o de hecho leer cualquier cosa, era de maricas.

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