El jardinero fiel (24 page)

Read El jardinero fiel Online

Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El jardinero fiel
12Mb size Format: txt, pdf, ePub

Justin no vacila ni por un segundo. El peligroso derrotero que ha tomado el interrogatorio reactiva sus dotes diplomáticas.

—¿Por qué iba a sorprenderme? La oenegé de Bluhm mantiene un riguroso interés profesional por la distribución de medicamentos en el tercer mundo. Los medicamentos son el escándalo de África. Si algo denota la indiferencia occidental al sufrimiento africano, es la lamentable escasez de medicamentos adecuados, así como los abusivos precios que vienen cobrando las empresas farmacéuticas en los últimos treinta años. —En palabras textuales de Tessa, pero sin atribuírselas—. Seguramente Arnold ha escrito docenas de cartas como ésa.

—Ésta en particular estaba escondida aparte del resto —precisa Rob—. Camuflada entre informes técnicos que escapan a nuestra comprensión.

—Esperemos entonces que podáis pedirle a Arnold que os saque de dudas cuando regrese —dice puntillosamente, sin molestarse en disimular su disgusto ante la idea de que hayan estado revolviendo entre los efectos de Bluhm y leyendo su correspondencia sin permiso.

Lesley toma otra vez el relevo.

—Tessa tenía un ordenador portátil, ¿verdad?

—En efecto.

—¿De qué marca?

—Eso no lo recuerdo. Era pequeño, gris y japonés, más no puedo deciros.

Miente. Con desfachatez. Él lo sabe, ellos lo saben. A juzgar por sus rostros, un sentimiento de pérdida, de amistad defraudada, ha empañado la relación. Pero no es así por lo que a Justin atañe. Justin no experimenta más que tenaz oposición, oculta tras cortesía diplomática. Ésta es la batalla para la que he hecho acopio de valor durante días y noches, rogando al mismo tiempo por no tener que librarla.

—Lo guardaba en su despacho, ¿no? Donde tenía también sus papeles, su material de investigación y el tablero de corcho con sus notas.

—Cuando no lo llevaba encima, sí.

—¿Lo utilizaba para escribir sus cartas…, sus documentos?

—Eso creo.

—¿Y para el correo electrónico?

—Con frecuencia.

—Y debía de imprimir desde él, ¿no?

—A veces.

—Hace unos cinco o seis meses escribió un documento extenso, alrededor de dieciocho páginas entre el texto de la carta y un anexo. Era una especie de queja por alguna imprudencia profesional, sospechamos que médica o farmacéutica o ambas. Un historial clínico donde se describía algo muy grave que ocurría aquí en Kenia. ¿Te lo enseñó?

—No.

—¿Y tú no lo leíste, por tu cuenta, a espaldas de ella?

—No.

—No sabes nada al respecto, pues. ¿Es eso lo que estás diciendo?

—Así es, me temo. —Acompañado de una sonrisa de arrepentimiento.

—Era simple curiosidad, por si tenía relación con el gran crimen que Tessa creía haber descubierto.

—Entiendo.

—Y por si TresAbejas estaba implicada en ese gran crimen.

—Es una posibilidad.

—Pero ¿no te enseñó ese documento? —insiste Lesley.

—Como ya te he dicho varias veces, Lesley: no. —Está en un tris de añadir «amiga mía».

—¿Crees que podía contener alguna referencia a TresAbejas?

—Por desgracia, no tengo la más mínima idea.

Pero sí tiene una muy clara idea. Es la época más horrenda. Es la época en que temió perderla; en que su semblante joven se endureció día a día y sus jóvenes ojos adquirieron el brillo del fanatismo; en que noche tras noche se encorvaba ante su ordenador portátil en el pequeño despacho, rodeada de pilas de papeles señalados con notas adhesivas y plagados de remisiones como el alegato de un abogado; la época en que comía sin darse cuenta de qué estaba comiendo y después volvía apresuradamente a su empeño sin despedirse siquiera; la época en que cohibidos aldeanos acudían en silencio a la puerta lateral de la casa para ver a Tessa y, sentándose con ella en la terraza, comían los alimentos que les servía Mustafa.

—¿Nunca habló de ese documento contigo, pues? —Lesley, haciéndose la incrédula.

—Lamentablemente no, nunca.

—¿Ni habló de él en tu presencia… con Arnold o Ghita, pongamos por caso?

—En los últimos meses Tessa y Arnold mantuvieron a Ghita a distancia. Por su propio bien, supongo. En cuanto a mí, sospecho que no les inspiraba confianza. Creían que, ante un conflicto de intereses, antepondría mi lealtad a la corona.

—¿Y habría sido así?

Nunca en la vida, piensa Justin. No obstante, su respuesta refleja la ambivalencia que esperan de él.

—Dado que desconozco el documento al que os referís, me temo que no puedo contestar a esa pregunta.

—Pero el documento tuvo que imprimirse desde su ordenador, ¿no? Esas dieciocho páginas…, aun cuando no te lo enseñara.

—Posiblemente. O desde el de Bluhm. O desde el de un amigo.

—¿Y dónde está ahora, el ordenador portátil? En este momento.

Inmejorable.

Woodrow podría haber aprendido de él.

Ni lenguaje gestual, ni temblor en la voz, ni pausas desmedidas para respirar.

—Busqué en vano el ordenador portátil en el inventario de pertenencias que me entregó la policía keniana, y desafortunadamente no figuraba, como varias cosas más.

—En Loki nadie la vio con un ordenador —informa Lesley.

—Pero dudo que le registraran el equipaje.

—En el Oasis nadie la vio con él. ¿Lo tenía cuando la acompañaste al aeropuerto?

—Llevaba la mochila que usaba siempre en sus expediciones. Eso tampoco apareció. Llevaba una bolsa de mano donde también podría haber guardado el ordenador, como a veces hacía. En Kenia no es muy recomendable que una mujer sola exhiba material electrónico caro en público.

—Pero ella no estaba sola, ¿no? —recuerda Rob, tras lo cual sigue un largo silencio, tan largo que se crea una situación de suspense por ver quién lo rompe primero.

—Justin —dice Lesley finalmente—, cuando fuiste a tu casa con Woodrow el martes pasado por la mañana, ¿qué cogiste?

Justin simula componer una lista mentalmente.

—Ah…, papeles personales…, correspondencia privada relativa al fideicomiso de la familia de Tessa…, unas cuantas camisas, calcetines…, un traje oscuro para el funeral…, algún que otro objeto con un valor sentimental…, un par de corbatas.

—¿Nada más?

—No, ahora mismo no se me ocurre nada más.

—¿Y algo que quizá se te ocurra en otro momento? —pregunta Rob.

Justin lo mira con una sonrisa de tedio, pero permanece callado.

—Hablamos con Mustafa —anuncia Lesley—. Le preguntamos: «Mustafa, ¿dónde está el ordenador portátil de la señora?». Dio señales contradictorias. Primero se lo había llevado Tessa. Luego no, no se lo había llevado; lo habían robado los periodistas. Sólo había una persona que sin duda
no
lo tenía: tú. Llegamos a la conclusión de que quizá intentaba servirte de tapadera, sin demasiado acierto.

—Probablemente es lo que ocurre cuando se acosa a un empleado doméstico.

—No lo acosamos —replica Lesley, por fin airada—. Lo tratamos con suma delicadeza. Le preguntamos por el tablero de corcho. ¿Por qué estaba lleno de alfileres y agujeros pero no había una sola nota clavada? El mismo había retirado y ordenado las notas. Las había ordenado todas él solo, sin ayuda de nadie. No lee inglés, tiene prohibido tocar los papeles de Tessa o cualquier otra cosa en ese despacho, pero había ordenado las notas del tablero. ¿Qué había hecho con las notas?, le preguntamos. Las había quemado, nos contestó. ¿Quién le había mandado quemarlas? Nadie. ¿Quién le había mandado dejar limpio el tablero? Nadie. El señor Justin menos que nadie. Creemos que te encubría, y no muy bien. Pensamos que tú cogiste las notas, no Mustafa. Pensamos que te encubre igualmente respecto al ordenador.

Justin entra de nuevo en ese estado de desenvoltura artificial que es la lacra y el mérito de su profesión.

—Creo, Lesley, que pasas por alto nuestras diferencias culturales. Una explicación mucho más verosímil es que Tessa se llevó el ordenador a Turkana.

—¿Junto con las notas del tablero? Lo dudo, Justin. ¿Te apropiaste de unos disquetes durante esa visita?

Y aquí —pero sólo aquí— Justin baja la guardia por un momento. Porque si bien una parte de él se concentra en desmentir apáticamente cualquier imputación, otra quiere obtener respuestas con el mismo afán que sus interrogadores.

—No, pero admito que los busqué. Guardaba en ellos casi toda su correspondencia jurídica. Tenía la costumbre de comunicarse por correo electrónico con su abogado para diversos asuntos.

—Y no los encontraste.

—Siempre habían estado en su mesa —afirma Justin, ahora pródigo en su deseo de contarles el problema—. En una preciosa caja lacada que le regaló por Navidad ese mismo abogado; eran primos y además viejos amigos. La caja lleva una inscripción china. Tessa pidió a un cooperante chino que se la tradujera. Para gran alegría suya, resultó ser una invectiva contra los despreciables occidentales. He de suponer que corrió la misma suerte que el ordenador portátil. Quizá Tessa también se llevó los disquetes a Loki.

—¿Para qué iba a llevárselos? —pregunta Lesley con escepticismo.

—En cuanto a tecnología de la información, soy un perfecto ignorante. No debería, pero así es. En el inventario de la policía tampoco constaban los disquettes —añade, acogiéndose a la ayuda de los agentes.

Rob reflexiona sobre el asunto.

—Fuera cual fuera el contenido de los disquetes, lo más probable es que esté también en el ordenador —declara—. A no ser que grabara toda la información y luego la eliminara del disco duro. Pero ¿qué razón podría haber para hacer una cosa así?

—Tessa tenía un desarrollado sentido de la seguridad, como ya os he comentado.

Otro pensativo silencio, compartido por Justin.

—¿Y dónde están ahora sus papeles? —pregunta Rob a bocajarro.

—Camino de Londres.

—¿Por valija diplomática?

—Por la vía que yo he elegido. El Foreign Office me ha dado todo su apoyo.

Movida tal vez por el eco de las evasivas de Woodrow, Lesley se adelanta hasta el borde de la silla en un arrebato de sincera exasperación.

—Justin.

—Sí, Lesley.

—Tessa investigaba, ¿de acuerdo? Olvidemos los disquetes. Olvidemos el ordenador. ¿Dónde están sus papeles,
todos
sus papeles, físicamente y en este momento? —exige saber—. ¿Y dónde están las notas del tablero de corcho?

Revirtiendo a esa otra faceta artificial de su personalidad, Justin la mira con tolerante ceño, dando a entender que, pese a su actitud poco razonable, hará lo posible por seguirle la corriente.

—Entre mis efectos personales, por supuesto. Si me preguntas en qué maleta concretamente, puede que me cueste contestar.

Lesley aguarda, dejando que su respiración recobre un ritmo acompasado.

—Si no te importa, desearíamos que abrieras tus maletas delante de nosotros. Desearíamos que nos llevaras abajo
ahora
y nos mostraras
todo
lo que cogiste de tu casa el martes por la mañana.

Se pone en pie. Rob se levanta también y se coloca junto a la puerta, ya presto. Sólo Justin continúa sentado.

—Sintiéndolo mucho, no es posible —dice.

—¿Por qué no? —prorrumpe Lesley.

—Por la misma razón que inicialmente me impulsó a ir a recogerlos. Son privados y confidenciales. No estoy dispuesto a someterlos a vuestro escrutinio, ni al de nadie, hasta que tenga oportunidad de leerlos yo.

Lesley se sonroja.

—Si estuviéramos en Inglaterra, Justin, vendría con una citación en un abrir y cerrar de ojos.

—Pero, por desgracia, no estamos en Inglaterra. Que yo sepa, no tenéis orden judicial ni jurisdicción en este país.

Lesley hace oídos sordos.

—Si estuviéramos en Inglaterra, obtendría una orden para registrar esta casa de arriba abajo. Y me incautaría de todos los objetos, papeles y disquetes que escamoteaste en el despacho de Tessa. Y del ordenador. Los examinaría con lupa.

—Pero ya habéis registrado mi casa, Lesley —declara Justin desde su silla sin alterarse—. Dudo que Woodrow aceptara de buen grado que registrarais también la suya, ¿no te parece? Y desde luego no pienso permitiros que hagáis conmigo lo que habéis hecho con Arnold sin su consentimiento.

Lesley lo observa con el rostro encendido y mirada hosca, como una mujer maltratada. Rob, lívido, se contempla los puños con expresión anhelante.

—En ese caso, ya hablaremos de esto mañana —dice Lesley con tono conminatorio al marcharse.

Sin embargo, pese a sus iracundas palabras, ese mañana no llega. A lo largo de toda la noche y las primeras horas del día, Justin espera sentado en el borde de su cama a que Rob y Lesley, cumpliendo sus amenazas, regresen con órdenes de registro, citaciones y mandamientos judiciales, y con una partida de azules kenianos para ocuparse del trabajo sucio. Inútilmente, considera posibles opciones y escondrijos, tal como viene haciendo en los últimos días. Piensa como un prisionero de guerra, escudriñando suelos, paredes y techos: ¿Dónde? Planea atraer a Gloria a su causa, pero abandona la idea. Urde otros planes que incluyen la intervención de Mustafa y el criado de Gloria. Otros con la participación de Ghita. Pero la única noticia que tiene de sus interrogadores es una llamada telefónica de Mildren para comunicarle que la presencia de los agentes de policía ha sido requerida en otra parte, y no, no se sabe nada de Arnold. Y llegado el funeral, la presencia de los agentes de policía sigue requerida en otra parte, o eso supone Justin cuando, en varias ocasiones, recorre el cortejo fúnebre con la mirada, contando a los amigos ausentes.

El avión había entrado en un mundo de eterno preamanecer. Al otro lado de la ventanilla, las olas de un mar helado avanzaban una tras otra hacia un infinito incoloro. Alrededor de Justin, pasajeros envueltos en mortajas blancas dormían en las antinaturales posturas de los muertos. Uno tenía el brazo en alto como si lo hubiera traspasado una bala mientras saludaba a alguien. Otro tenía la boca abierta en un mudo alarido, y su mano de cadáver sobre el corazón. Derecho en su asiento y solo, Justin se volvió de nuevo hacia la ventanilla. Su rostro flotaba en ella junto al de Tessa, como las mascarillas de dos personas que en otro tiempo conoció.

Capítulo 9

—¡Qué atrocidad, Dios mío! —exclamó una figura medio calva y envuelta en un amplio abrigo marrón a la vez que arrancaba a Justin de las manos el carro del equipaje y lo estrechaba contra su pecho con fuerza brutal, impidiéndole toda visibilidad—. Es una verdadera tragedia y una injusticia del carajo y una tremenda atrocidad. Primero Garth, y ahora Tess.

Other books

Bed of Roses by Nora Roberts
The Coven by Cate Tiernan
Love of the Wild by Susan Laine
Saved by the Celebutante by Kirsty McManus
The Starkin Crown by Kate Forsyth
The Grudge by Kathi Daley