—¡Dios mío! —exclamó Woodrow en un susurro.
—Ésa precisamente ha sido mi reacción, la verdad —convino Donohue.
El último párrafo estaba impreso en mayúsculas. Mecánicamente, Woodrow lo leyó también:
ADIÓS, MAMÁ TESSA. SOMOS LAS HIJAS DE TU VALOR. GRACIAS, MAMÁ TESSA, GRACIAS POR TU VIDA. PUEDE QUE ARNOLD BLUHM SIGA VIVO, PERO TÚ SIN DUDA HAS MUERTO. SI LA REINA BRITÁNICA OTORGA CONDECORACIONES A TITULO PÓSTUMO, ESPERAMOS QUE, EN LUGAR DE CONCEDER AL SEÑOR PORTER COLERIDGE EL TITULO DE SIR POR SUS SERVICIOS A LA AUTOCOMPLACENCIA BRITÁNICA, TE PREMIE CON LA CRUZ VICTORIA A TI, MAMÁ TESSA, NUESTRA AMIGA, POR TU EXCEPCIONAL VALENTÍA ANTE LA INTOLERANCIA POSCOLONIAL.
—Lo mejor está al dorso, ya verás —dijo Donohue.
Woodrow volvió la hoja.
EL BEBÉ AFRICANO DE MAMÁ TESSA
Tessa Quayle era partidaria de poner su cuerpo y su vida allí adonde la guiaran sus convicciones. Esperaba que los demás siguieran su ejemplo. Cuando Tessa fue ingresada en el hospital de Uhuru, en Nairobi, su íntimo amigo el doctor Arnold Bluhm la visitó todos los días y, según dicen, también muchas noches, llevándose incluso una cama plegable para poder dormir junto a ella en la sala.
Woodrow plegó la hoja y se la metió en el bolsillo.
—Creo que voy a acercarme a casa de Porter para enseñarle esto si no tienes inconveniente. Puedo guardármelo, supongo.
—Todo tuyo, amigo mío. Cortesía de la casa.
Woodrow se encaminó hacia la puerta, pero Donohue no hizo ademán de seguirlo.
—¿Vienes? —preguntó Woodrow.
—Pensaba quedarme un rato si no te importa. Para expresarle mis condolencias al pobre Justin. ¿Dónde está? ¿Arriba?
—Si no recuerdo mal, hemos acordado que no lo verías.
—¿Ah, sí? No hay el menor problema. Otra vez será. Tu casa, tu invitado. No tendrás escondido también a Bluhm, ¿verdad?
—No digas tonterías.
Sin inmutarse, Donohue trotó junto a Woodrow y, en actitud teatral, flexionó las rodillas.
—¿Quieres que te lleve? Es a la vuelta de la esquina. Así te ahorras sacar el coche. Hace demasiado calor para ir a pie.
Medio temiendo aún que Donohue pudiera cambiar de idea e insistir una vez más en ver a Justin, Woodrow aceptó el ofrecimiento y luego, para mayor tranquilidad suya, observó el coche hasta que llegó a lo alto de la cuesta y se perdió de vista. Porter y Veronica Coleridge tomaban el sol en el jardín. Detrás de ellos se alzaba la residencia oficial del embajador, comparable a una mansión de Surrey; ante ellos se extendían el impecable césped y los cuidados arriates del jardín de un rico agente de Bolsa. Coleridge ocupaba el balancín y leía los documentos contenidos en un portafolios. Su rubia esposa Veronica, con una falda azul lavanda y un sombrero de paja de ala flexible, yacía con abandono en la hierba junto a una cuna parque. Dentro, su hija Rosie se mecía sobre la espalda, admirando el follaje de un roble por entre los dedos de sus manos mientras Veronica le tarareaba. Woodrow entregó el boletín a Coleridge y aguardó la previsible sarta de reniegos. No los hubo.
—¿Quién lee esta basura?
—Todos los periodistas de medio pelo de la ciudad, supongo —respondió Woodrow con tono inexpresivo.
—¿Cuál será su siguiente paso?
—El hospital —contestó Woodrow con creciente desánimo.
Arrellanado en un sillón tapizado de pana en el estudio de Coleridge, con un oído atento a las cautelosas frases que éste cruzaba con su aborrecido superior de Londres por el teléfono digital, normalmente guardado bajo llave en su escritorio, Woodrow, en el sueño recurrente del que ya no se libraría hasta la hora de su muerte, vio su propio cuerpo de hombre blanco recorrer a velocidad colonial los enormes y atestados pasillos del hospital de Uhuru, deteniéndose sólo para preguntar a cualquier persona de uniforme por la escalera que buscaba, la planta que buscaba, la sala que buscaba, la paciente que buscaba.
—Correr un velo sobre todo el asunto, ésa es la gilipollez con que se descuelga Pellegrin —anunció Porter Coleridge tras dejar bruscamente el auricular—. Correrlo deprisa y tanto como sea posible. El velo más tupido que encontremos. Muy propio de él.
Por la ventana del estudio, Woodrow vio a Veronica sacar a Rosie del parque y llevarla en brazos hacia la casa.
—Creía que eso era lo que estábamos haciendo —objetó, perdido aún en su ensoñación.
—Lo que Tessa hiciera en su tiempo libre era cosa de ella. Eso incluye abrirse de piernas para Bluhm y dedicarse a cualquier causa noble en que anduviera metida. Extraoficialmente, y sólo si nos preguntan, respetábamos sus cruzadas pero las considerábamos poco sólidas y desatinadas. Y nos reservamos la opinión respecto a las acusaciones infundadas de la prensa amarilla. —Una pausa mientras luchaba por contener su indignación consigo mismo—. Y debemos poner en circulación el rumor de que estaba trastornada.
—¿Por qué demonios habríamos de hacer una cosa así? —dijo Woodrow, despertando de pronto.
—Comprender las razones no es nuestro cometido. Se desquició al dar a luz un niño muerto y antes era ya poco equilibrada. Visitó a un psiquiatra en Londres, lo cual ayuda. Esto es asqueroso y me da grima. ¿Cuándo se celebra el funeral?
—A mediados de la semana entrante, como muy pronto.
—¿No puede adelantarse?
—No.
—¿Por qué no?
—Esperamos el resultado de la autopsia. Los funerales no pueden reservarse con antelación.
—¿Un jerez?
—No, gracias. Creo que volveré a casa.
—El ministerio nos exige resignación. Tessa era nuestra cruz pero la llevábamos con dignidad. ¿Serás capaz de actuar con resignación?
—Lo dudo.
—Yo también. Esta mierda me produce
náuseas
.
Las palabras brotaron de sus labios tan deprisa, con tal convicción y rebeldía, que Woodrow por un momento pensó que eran fruto de su propia imaginación.
—La gilipollez con que nos sale Pellegrin es una llamada a la disciplina —prosiguió Coleridge con tono de cáustico desprecio—. Nada de escépticos, nada de desertores. ¿Lo aceptas?
—Supongo que sí.
—Bien hecho. Yo no sé hasta qué punto seré capaz. Cualquier protesta que ella elevara en cualquier parte…, ella y Bluhm…, juntos o por separado…, ante
cualquier persona
, incluidos tú y yo…, cualquier obsesión que se le hubiera metido entre ceja y ceja… sobre cuestiones animales, vegetales, políticas o
farmacéuticas…
—un largo e insufrible silencio durante el cual Coleridge clavó la mirada en la suya con el fervor de un hereje incitándolo a la traición— queda fuera de nuestros dominios y no sabemos una mierda al respecto. ¿He hablado claro o quieres que te lo escriba en la pared con tinta invisible?
—Has hablado claro.
—Porque el
propio
Pellegrin ha hablado claro, ¿entiendes? Ambiguo no ha sido.
—No. Ya me figuro que no lo ha sido.
—¿Guardamos copia de aquellos documentos que Tessa nunca nos dio? ¿Los documentos que nunca vimos, ni tocamos, ni permitimos que mancharan en modo alguno nuestras puras conciencias?
—Todo lo que nos dio le fue remitido a Pellegrin.
—Muy hábil por nuestra parte. ¿Y tú mantienes la moral alta, Sandy? ¿Estás bien de ánimo y demás, habida cuenta de que atravesamos momentos críticos y tienes a su marido en tu habitación para invitados?
—Creo que sí. ¿Y tú? —preguntó Woodrow, quien desde hacía un tiempo, instigado por Gloria, veía con buenos ojos el creciente distanciamiento entre Coleridge y Londres y se preguntaba cómo aprovecharlo en beneficio propio.
—No estoy muy seguro de tener la moral alta, la verdad —respondió Coleridge con mayor franqueza de la que había mostrado a Woodrow en el pasado—. No estoy ni mucho menos seguro. En realidad, ahora que lo pienso, dudo seriamente que pueda suscribir nada de eso. No puedo, de hecho. Así que, por mí, que se pudran el repajolero Bernard Pellegrin y todas sus obras. Que se vayan a la mierda, para ser más exactos. Y juega al tenis de pena. Pienso decírselo.
Cualquier otro día Woodrow habría recibido con entusiasmo tal declaración de ruptura y aportado su grano de arena para fomentarla, pero sus recuerdos del hospital lo asaltaban con una contundencia a la que no podía escapar, infundiéndole sentimientos hostiles contra un mundo que lo tenía preso contra su voluntad. Entre la residencia del embajador y la suya no había más de diez minutos a pie. En el camino se convirtió en blanco móvil de los ladridos de los perros, los ruegos de los niños mendigos que corrían tras él pidiéndole «cinco chelines, cinco chelines», y las buenas intenciones de amables conductores que aminoraban la marcha y se ofrecían a llevarlo. Aun así, cuando cruzó la verja de su casa, había revivido la hora más acusatoria de su vida.
Hay seis camas en la sala del hospital de Uhuru, tres contra cada pared. Ninguna tiene sábanas ni almohadas. El suelo es de cemento. Hay tragaluces pero no están abiertos. Es invierno pero no corre un soplo de aire, y el hedor de los excrementos y el desinfectante es tan intenso que Woodrow tiene la sensación de ingerirlo además de olerlo. Tessa, en la cama central del lado izquierdo, amamanta a un niño. Ella es lo último que Woodrow ve, deliberadamente. Las camas contiguas están vacías, salvo por las fundas de hule picado abotonadas a los colchones. Al otro lado del pasillo, yace aovillada una mujer joven con la cabeza apoyada directamente en el colchón y un brazo colgando. Sentado en el suelo cerca de ella, un adolescente mantiene fija en su rostro una imperturbable mirada de súplica mientras la abanica con un trozo de cartón. En la cama siguiente, una circunspecta anciana de cabello blanco, encaramada en el borde y rigurosamente erguida, lee una Biblia de las Misiones con unas gafas de concha. Lleva un
kanga
de algodón, como los que se venden a modo de mantón para los turistas. Más allá, una mujer escucha algo con expresión ceñuda por unos auriculares. En su semblante, sumamente devoto, se advierte la huella del dolor. Woodrow registra todo eso de una sola ojeada, como un espía, a la vez que observa a Tessa con el rabillo del ojo y se pregunta si lo ha visto.
Pero Bluhm sí lo ha visto. Bluhm ha alzado la cabeza en cuanto Woodrow, indeciso, ha entrado en la sala. Bluhm se ha levantado de su silla junto a la cama de Tessa y, tras agacharse para susurrarle algo al oído, se dirige silenciosamente hacia Woodrow y, de hombre a hombre, musita:
—Bienvenido.
¿Bienvenido a
qué
exactamente? ¿Bienvenido a la presencia de Tessa, por gentileza de su amante? ¿Bienvenido a este agujero maloliente de aletargado sufrimiento? Pero Woodrow se conforma con devolver a Bluhm un reverente saludo mientras éste sale discretamente al pasillo.
—Me alegro de verte, Arnold.
Por lo que Woodrow sabía a partir de su limitada experiencia de la especie, cuando las mujeres inglesas daban de mamar a los niños, actuaban con pudoroso recato. Gloria, desde luego, así lo había hecho. Se abrían la parte delantera tal como los hombres se abren la suya, y luego recurrían a sus artes para ocultar lo que hubiese dentro. Tessa, en cambio, no siente necesidad de decoro en el sofocante aire africano. Está desnuda de cintura para arriba y un
kanga
parecido al de la anciana cubre la mitad inferior de su cuerpo. Sostiene al niño contra su pecho izquierdo, el derecho libre y en espera. Tiene el torso estilizado y translúcido. Sus pechos, aun después del parto, son tan delicados y perfectos como tantas veces los ha imaginado. El niño es negro. Negro azulado en contraste con la blancura marmórea de su piel. Una de sus manitas negras ha encontrado el pecho que lo alimenta y lo aprieta con extraña confianza mientras Tessa lo observa. Al cabo de un momento, alza sus ojos grandes y grises y mira a Woodrow a la cara. Él busca palabras pero ninguna acude a sus labios. Se inclina sobre ella y el niño y, apoyando la mano izquierda en la cabecera, la besa en la frente. Al hacerlo, ve con sorpresa un cuaderno al otro lado de la cama, el lado donde estaba sentado Bluhm. Se halla en precario equilibrio sobre una mesilla, junto a un vaso de agua de aspecto insalubre y un par de bolígrafos. Está abierto, y Tessa ha escrito en sus páginas con trazos imprecisos y vacilantes que son como un vago recuerdo de la caligrafía aprendida en colegios privados que Woodrow asocia con ella. Pensando algo que decir, se sienta al sesgo en el borde de la cama. Pero es Tessa quien habla primero. Débilmente, su voz indistinta por efecto de los calmantes y ahogada por el dolor, y sin embargo con forzada serenidad, logrando adoptar el tonillo burlón que siempre emplea con él.
—Se llama Baraka —dice—. Significa «bendición». Pero eso ya lo sabías.
—Un buen nombre.
—No es mío —añade Tessa, y Woodrow guarda silencio—. Su madre no puede darle el pecho —explica con voz pausada y nebulosa.
—Entonces tiene suerte de que estés aquí —dice Woodrow con oportuno acierto—. ¿Cómo te encuentras, Tessa? No te imaginas lo preocupado que estaba. Lo siento mucho. ¿Quién cuida de ti, aparte de Justin? ¿Ghita y quién más?
—Arnold.
—Y aparte de Arnold, claro.
—Una vez me dijiste que atraigo las coincidencias —comenta ella, pasando por alto la pregunta—. Que por el solo hecho de ponerme en primera línea precipito los acontecimientos.
—Lo decía con admiración.
—¿Todavía lo piensas?
—Naturalmente.