—Además, quienquiera que fuese se olvidó el coche de Bluhm —le recordó Rob.
—Tal como lo dejaron, parecía un vertedero más que un piso —añadió Lesley—. Un trabajo sin el menor arte. A saco. Puro vandalismo. Pero, claro, también en Londres pasa eso hoy en día. Declaran a alguien desaparecido o muerto en los periódicos, y los cacos se presentan en la casa esa misma mañana y se sirven a placer. Los del Grupo de Prevención de la Delincuencia están muy preocupados. ¿No le importa que le mencionemos otro par de nombres? —preguntó, alzando sus ojos grises y fijándolos en él—. Será sólo un minuto.
—Estoy a vuestra entera disposición —dijo Woodrow, como si ellos no lo supieran.
—Kovacs, mujer, joven. Húngara, supuestamente. Cabello negro
azabache
, piernas
largas…
sólo falta que nos dé sus medidas… Nombre de pila desconocido, investigadora.
—Desde luego
la
recordaría, señor Woodrow —comentó Rob.
—Pues me temo que no.
—Emrich. Mujer. Doctora en medicina, investigadora científica, se licenció en San Petersburgo, se doctoró en Leipzig, desarrolló trabajo de investigación en Gdansk. No hay descripción. ¿Le suena el nombre?
—No he oído hablar de esa persona en mi vida. No conozco a nadie con esa descripción, nadie con ese nombre, nadie con ese origen ni con ese currículum.
—¡Caray! Realmente
no
le suena de nada, ¿eh?
—Y nuestro viejo amigo Lorbeer —continuó Lesley con tono de disculpa—. Nombre de pila desconocido, lugar de procedencia desconocido, probablemente medio holandés o bóer, formación académica también un misterio. Nos remitimos a las notas de Bluhm, ése es el problema; así que estamos a merced de él, por así decirlo. Aparecen los tres nombres encerrados en círculos y conectados como en un organigrama, con breves descripciones en letra muy pequeña dentro de cada redonda. Lorbeer y las dos médicas. Lorbeer, Emrich, Kovacs. Todo un trabalenguas. Le habríamos traído una copia, pero en estos momentos no nos fiamos mucho de las fotocopiadoras. Ya sabe cómo es la policía local. Y en cuanto a las copisterías…, francamente, no les encargaríamos ni una copia del Padrenuestro, ¿eh que no, Rob?
—Utilizad la nuestra —ofreció Woodrow con excesiva presteza.
Siguió un meditabundo silencio, que para Woodrow fue como una sordera donde no circulaban coches, ni cantaban los pájaros, ni pasaba nadie por el pasillo ante su puerta. Lo rompió Lesley, insistiendo obstinadamente en que Lorbeer era el hombre a quien más les interesaría interrogar.
—Lorbeer no para quieto en ningún sitio. Se
cree
que trabaja en el sector farmacéutico. Se
cree
que ha entrado y salido de Nairobi varias veces en el último año pero, sorprendentemente, las autoridades kenianas no lo localizan. Se
cree
que visitó la sala de Tessa en el hospital de Uhuru cuando ella estaba internada.
Pujante
, ésa es otra descripción que tenemos. Yo pensaba que eso se decía de un negocio o una economía en época de bonanza. ¿Y está seguro, pues, de que nunca se ha cruzado con un tal Lorbeer en uniforme sanitario, más o menos pelirrojo, de aspecto pujante, quizá médico? ¿En alguno de sus viajes?
—No conozco a ese hombre. Ni a nadie parecido.
—Recibimos esa respuesta con mucha frecuencia, la verdad —comentó Rob al margen de la conversación.
—Tessa lo conocía. También Bluhm —dijo Lesley.
—Eso no implica que lo conociera yo.
—¿Y qué es la peste blanca si puede saberse? —preguntó Rob.
—No tengo la más remota idea.
Se fueron tal como se habían ido anteriormente: con un interrogante cada vez mayor.
En cuanto tuvo la seguridad de que se había librado de ellos, Woodrow llamó a Coleridge por la línea interna y sintió gran alivio al oír su voz.
—¿Dispones de un minuto?
—Supongo.
Lo encontró sentado a su escritorio, con una mano extendida sobre la frente. Llevaba unos tirantes amarillos de estampado ecuestre. Tenía una expresión recelosa y hostil.
—Necesito confirmación de que Londres nos respalda en esto —declaró Woodrow sin tomar asiento.
—
¿Nos?
¿A quiénes exactamente?
—A ti y a mí.
—Y cuando dices Londres, te refieres a Pellegrin, me figuro.
—¿Por qué? ¿Ha habido cambios?
—Que yo sepa, no.
—¿Se prevé que los haya?
—Que yo sepa, no.
—Bueno, planteémoslo de otra manera: ¿Tiene Pellegrin respaldo?
—Ah, Bernard
siempre
tiene respaldo.
—Siendo así, ¿seguimos con esto o no?
—¿Si seguimos mintiendo, quieres decir? Claro que sí.
—Entonces ¿por qué no nos ponemos de acuerdo sobre… sobre lo que decimos?
—Buena observación. No lo sé. Si yo fuera creyente, escurriría el bulto y me iría a rezar. Pero no es tan fácil, joder. La chica ha muerto. Eso por un lado. Y nosotros estamos vivos. Eso por otro lado.
—¿Les has dicho la verdad, pues?
—No, no, Dios me libre. Soy muy desmemoriado, yo, sintiéndolo mucho.
—¿Vas a decirles la verdad?
—¿A ésos? No, no. Jamás. ¡Menudos mierdas!
—En ese caso, ¿por qué no concertamos nuestras declaraciones?
—Eso es. ¿Por qué no? ¿Por qué no, ciertamente? Has puesto el dedo en la llaga, Sandy. ¿Qué nos lo impide?
—Caballero, hablemos de su visita al hospital de Uhuru —empezó Lesley con determinación.
—Pensaba que eso ya había quedado
zanjado
en nuestra sesión anterior.
—Su otra visita. La segunda. Pasado un tiempo. Más bien una secuela.
—
¿Secuela?
¿Secuela de qué?
—Una promesa que usted le hizo, según parece.
—¿Qué estás diciéndome? No entiendo nada.
Pero Rob sí la había entendido a la perfección, y así lo puso de manifiesto.
—A mí me parece, caballero, que Les se ha expresado con toda claridad. ¿Volvió a reunirse con Tessa una segunda vez en el hospital? ¿Unas cuatro semanas después de darla de alta, por ejemplo? ¿En la antesala del dispensario de asistencia posnatal, donde ella tenía hora? Porque así consta en las notas de Arnold, y hasta el momento no se ha equivocado, por lo que nosotros, en nuestra ignorancia, hemos podido ver.
«Arnold», advirtió Woodrow. Ya no Bluhm.
El hijo de militar estaba recapacitando, y lo hacía con la impasible deliberación que le servía de musa en las situaciones de crisis, a la vez que reproducía en su memoria la escena que tuvo lugar en el hospital atestado como si la hubiera vivido otra persona. Tessa lleva un capazo de cáñamo con asas de mimbre. Woodrow no lo había visto antes, pero desde ese momento hasta el final de su corta vida formará parte de la austera imagen que Tessa se creó de sí misma mientras convalecía en el hospital con su niño muerto en el depósito de cadáveres y una mujer agonizante en una de las camas de enfrente y el niño de la mujer agonizante contra su pecho. Se complementa con la cara menos maquillada y el cabello más corto y el gesto ceñudo, no muy distinto de la expresión de escepticismo con que Lesley lo observaba en ese preciso instante, aguardando a oír su versión revisada del suceso. Como en todo el hospital, la iluminación es inconstante. Anchos haces de luz solar bisecan la semioscuridad del interior. Minúsculos pájaros planean entre las vigas del techo. Tessa lo espera de pie, reclinada contra una pared curva, junto a una cafetería maloliente con sillas de color naranja. Un tumulto de gente atraviesa en una y otra dirección la franja de luz, pero ve a Tessa de inmediato. Sostiene el capazo con ambas manos ante el bajo vientre y está en la postura en que acostumbraban estar las fulanas en los umbrales cuando él era joven y timorato. La pared se halla en penumbra, porque los rayos del sol no llegan a la periferia, y quizá por eso ha elegido ella ese sitio en particular.
«Dijiste que me escucharías cuando recuperara las fuerzas», le recuerda con una voz apagada y ronca que él apenas reconoce.
Es la primera vez que hablan desde su visita a la sala. Woodrow ve sus labios, tan frágiles sin la disciplina del carmín. Ve la pasión en sus ojos grises, y le asusta como le asusta toda pasión, incluida la suya propia.
—La reunión que mencionas no era de carácter privado —contestó Woodrow a Rob, eludiendo la inexorable mirada de Lesley—. Era por motivos profesionales. Tessa afirmó haber dado con ciertos documentos que, en caso de verificarse su autenticidad, podían tener graves repercusiones políticas. Me pidió que nos encontráramos en el dispensario para entregármelos.
—Dio con ellos ¿cómo? —preguntó Rob.
—Tenía contactos externos. Es lo único que sé. Amigos en las organizaciones de ayuda humanitaria.
—¿Cómo Bluhm?
—Entre otros. No era la primera vez, debo añadir, que se dirigía a la embajada con presuntos grandes escándalos. De hecho, se había convertido en un hábito.
—Cuando dice la embajada, ¿se refiere a usted?
—Si te refieres a mí en mi calidad de jefe de cancillería, sí.
—¿Por qué no los hizo llegar a través de Justin?
—Justin debía quedar excluido de la ecuación. Eso fue decisión de ella, y de él, supongo. —¿Estaba dando demasiadas explicaciones? ¿Era otro peligro? Siguió adelante—. Desde mi punto de vista, ése fue un gesto muy respetable. Para ser sincero, cualquier muestra de escrúpulos por su parte me merecía todos los respetos.
—¿Por qué no se los dio a Ghita?
—Ghita es nueva y joven, y además forma parte del personal contratado. No habría sido una mensajera apropiada.
—Así pues, se reunieron —continuó Lesley—. En el hospital. En la antesala del dispensario de asistencia posnatal. ¿No era un lugar de encuentro bastante indiscreto: dos blancos en medio de tantos africanos?
Habéis estado allí, pensó Woodrow, tambaleándose otra vez al borde del pánico. Habéis visitado el hospital.
—No eran los africanos la causa de sus temores. Eran los blancos. A ese respecto, no atendía a razones. Cuando estaba entre africanos, se sentía a salvo.
—¿Eso se lo dijo ella?
—Lo deduje.
—¿De qué? —Rob.
—De su actitud durante esos últimos meses. Después del parto. Hacia mí. Hacia la comunidad blanca. Hacia Bluhm. Para ella, Bluhm era incapaz de equivocarse. Era africano, atractivo y médico. Y Ghita es mitad india… —Empezaba a divagar un poco.
—¿Cómo concertó Tessa la cita? —preguntó Rob.
—Mandó una nota a mi casa por mediación de su criado Mustafa.
—¿Sabía su esposa que se reuniría con Tessa?
—Mustafa entregó la nota a mi criado, y éste me la dio a mí.
—¿Y no se lo dijo usted a su esposa?
—Consideré que era un asunto confidencial.
—¿Por qué no le llamó por teléfono?
—¿Mi mujer?
—Tessa.
—Desconfiaba de los teléfonos diplomáticos. Con motivo. Todos desconfiamos.
—¿No habría sido más sencillo enviar a Mustafa con los documentos?
—Necesitaba de mí cierto compromiso. Ciertas garantías.
—¿Por qué no le trajo aquí los papeles? —Todavía Rob, insistiendo, insistiendo.
—Por las razones que ya he comentado. Había llegado a un punto en el que no se fiaba de la embajada, no quería dejarse contaminar por ella, no quería que la vieran entrar o salir de aquí. Hablas como si sus acciones fueran lógicas, y es difícil encontrar lógica en los últimos meses de Tessa.
—¿Por qué no Coleridge? ¿Por qué siempre usted? Usted junto a su cama, usted en el dispensario. ¿No conocía a nadie más aquí?
Por un peligroso instante, Woodrow se alió con sus interrogadores. Eso, ¿por qué yo?, preguntó a Tessa en un arranque de iracunda autocompasión. Porque tu maldita vanidad no te permitía dejarme escapar. Porque te complacía oírme prometer el alma, bien que los dos sabíamos que a la hora de la verdad ni yo la entregaría ni tú la aceptarías. Porque forcejear conmigo era como chocar frontalmente contra las debilidades inglesas que aborrecías con regodeo. Porque, para ti, yo era una especie de arquetipo, en tus propias palabras, «todo ritual y ni pizca de fe». Nos hallamos cara a cara y a un palmo de distancia, y no me explico por qué somos de la misma estatura hasta que descubro que hay un escalón en la base de la pared curva y que, como otras mujeres a uno y otro lado, te has subido para esperar desde allí a que tu hombre te viera. Nuestros rostros están a igual altura y, pese a tu nueva austeridad, vuelve a ser Navidad y bailo contigo, oliendo el aroma a hierba caliente y fragante en tu pelo.
—Tessa le dio, pues, unos documentos —decía Rob—. ¿De qué trataban?
Cojo el sobre que me tiendes y noto el perturbador roce de tus dedos. Reavivas aposta mi pasión, lo sabes y no puedes evitarlo. Me empujas de nuevo al abismo, aun sabiendo que nunca vendrás conmigo. No llevo chaqueta. Me observas mientras me desabrocho los botones de la camisa y deslizo el sobre contra mi piel hasta que el extremo inferior queda sujeto entre la trincha del pantalón y mi cintura. Vuelves a observarme cuando me abotono la camisa, y me invade la misma sensación de vergüenza que sentiría si hubiera hecho el amor contigo. Como buen diplomático, te invito a una taza de café en la cafetería. Rehúsas el ofrecimiento. Permanecemos cara a cara como bailarines esperando a que suene la música para justificar nuestra proximidad.
—Rob le ha preguntado de qué trataban esos documentos —le recordaba Lesley desde el exterior de su campo de conciencia.
—Supuestamente, proporcionaban información sobre un escándalo de primera magnitud.
—¿Aquí en Kenia?
—Eran material clasificado.
—¿Clasificado por Tessa?
—No digas tonterías. ¿Qué autoridad tenía ella para clasificar algo? —replicó Woodrow con aspereza, arrepintiéndose a destiempo de su exabrupto.
«Debes obligarlos a actuar, Sandy», me pides encarecidamente. Estás pálida a causa del sufrimiento y el arrojo. La experiencia de la tragedia real no ha mermado tus impulsos histriónicos. Se te saltan esas lágrimas que, desde el parto, humedecen tus ojos continuamente. Tu voz apremia, pero también acaricia, recorriendo como siempre todas las notas de la escala. «Necesitamos un paladín, Sandy. Alguien que no esté vinculado a nosotros. Alguien competente y autorizado. Prométemelo. Si puedo tener fe en ti, tú puedes tener fe en mí».
Así que lo digo. Al igual que tú, me dejo arrastrar por la fuerza del momento. «Creo. En Dios. En el amor. En Tessa». Cuando estamos juntos en el escenario,
creo
. Sin vacilar, acepto el compromiso bajo juramento, que es lo que hago siempre que acudo a ti, y lo que quieres que haga porque también tú eres adicta a las relaciones imposibles y las escenas teatrales. «Lo prometo», digo, y me exiges que lo repita. «Lo prometo, lo prometo. Te amo y lo prometo». Y ése es el pie que te indica que debes besar los labios de los cuales ha salido la ignominiosa promesa: un beso para hacerme callar y sellar el acuerdo; un breve abrazo para ratificar la obligación contraída y dejarme oler tu pelo.