El invierno en Lisboa (23 page)

Read El invierno en Lisboa Online

Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama

BOOK: El invierno en Lisboa
8.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tú también llevabas un chaquetón con las solapas muy grandes —dijo Biralbo—. Negro, de una piel muy suave. Casi te tapaba la cara.

—Lo dejé en Berlín. —Ahora Lucrecia estaba tan cerca como en el interior de aquel taxi—. No era piel de verdad. Me lo había regalado Malcolm.

—Pobre Malcolm. —Biralbo recordó fugazmente las dos manos abiertas que buscaban en el aire un asidero imposible—. ¿También falsificaba abrigos?

—Quería ser pintor. Amaba la pintura tanto como tú puedes amar la música. Pero la pintura no lo amaba a él.

—Hacía mucho frío aquella noche. Tenías las manos heladas.

—Pero no era de frío. —También ahora Lucrecia buscó sus manos mientras lo miraba: notó en ellas el mismo frío que sentía en las suyas cuando salía a tocar y las posaba por primera vez sobre el teclado—. Me daba miedo tocarte. Tu cuerpo entero y el mío los tocaba en tus manos. ¿Sabes cuándo me acordé de ese momento? Cuando salí de aquel almacén con el cuadro de Cézanne en una bolsa de plástico. Todo era al mismo tiempo imposible e infinitamente fácil. Como levantarme de la cama y quitarle a Malcolm el plano y el revólver y marcharme para siempre…

—Por eso no éramos viles —dijo Biralbo: ahora el vértigo no mitigado de la velocidad del tren se confundía con el de aquel taxi que los había conducido hacia el final de la noche por las remotas calles de San Sebastián—. Porque sólo buscábamos cosas imposibles. Nos daba asco la mediocridad y la felicidad de los otros. Desde la primera vez que nos vimos te notaba en los ojos que te morías de ganas de besarme.

—No tanto como ahora.

—Me estás mintiendo. Nunca habrá nada que sea mejor que lo tuvimos entonces.

—Lo será porque es imposible.

—Quiero que me mientas —dijo Biralbo—. Que no me digas nunca la verdad. —Pero al decir esto ya estaba rozando los labios de Lucrecia.

CAPÍTULO XVIII

Al abrir los ojos creyó que sólo había dormido unos minutos. Recordaba el abstracto azul de la ventana, las frías claridades grises que iban atenuando la luz de la lámpara y devolviendo lentamente su forma a las cosas, pero no los colores, igualados o disueltos en el azul pálido de la penumbra, en la blancura de las sábanas, en el brillo fatigado y tibio de la piel de Lucrecia. Había tenido o soñado la sensación de que sus dos cuerpos crecían y ocupaban avariciosamente la integridad del espacio y removían al estremecerse las sombras adheridas a ellos: en el límite del apetecido y mutuo desvanecimiento los revivía una tranquila gratitud de cómplices. Tal vez nada les fue devuelto aquella noche: tal vez en aquella extraña luz que no parecía venida de ninguna parte obtuvieron al verse algo que ignoraban, que ni siquiera habían sabido desear hasta entonces, el fulgor con que les era posible descubrirse en el tiempo tras la absolución de la memoria.

Pero no había dormido unos pocos minutos: la claridad del sol relumbraba en las cortinas translúcidas. Tampoco estaba recordando un sueño, porque era Lucrecia quien dormía tan apaciblemente a su lado, desnuda bajo la sábana que apresaban sus muslos, despeinada, con la boca entreabierta, casi sonriendo, su agudo perfil contra la almohada, tan cerca de Biralbo como si se hubiera dormido cuando iba a besarlo.

Sin moverse aún, por miedo a despertarla, miró la habitación reconociendo vagamente las cosas, adquiriendo en cada una de ellas pormenores dispersos de lo que no recordaba: su pantalón, tirado en el suelo, su camisa, manchada de pequeñas gotas oscuras, los altos tacones de Lucrecia, los billetes del tren, sobre la mesa de noche, junto al cenicero, indicios de una noche bruscamente lejana, sólo irreal, no temible o propicia. Con lentitud y cautela comenzó a incorporarse: Lucrecia respiró más hondo y dijo algo en sueños mientras le abrazaba la cintura. Pensó que era muy tarde, que Billy Swann ya estaría llamándolo a su hotel. Perentoriamente imaginó el modo de levantarse sin que ella lo notara. Se dio la vuelta muy despacio: la mano de Lucrecia le rozó tenuemente las ingles mientras se apartaba y luego se quedó casi inmóvil, tanteando a ciegas en las sábanas. Ovillada en sí misma sonrió como si todavía estuviera abrazándolo y hundió la cara en la almohada, huyendo del despertar y de la luz.

Biralbo entornó los postigos. Tardó en darse cuenta de que la sensación de liviandad que volvía tan sigilosos sus movimientos no debía agradecerla a las horas de sueño, sino a la pura ausencia del pasado. Por primera vez en muchos años no despertaba urgido por la sospecha de una pesadumbre o de un rostro que le fuera preciso recobrar. No se pidió cuentas de la noche anterior en el espejo del cuarto de baño. Seguía teniendo hinchado el labio inferior y una delgada cicatriz le cruzaba la frente, pero ni siquiera el aire torvo de sus mejillas sin afeitar le pareció del todo reprobable. Por la ventana veía el mar: el sol brillaba en las tenues crestas de las olas con reflejos metálicos. Sólo una cosa banal lo conmovió: en la percha de las toallas estaba la bata roja de Lucrecia, que olía ligeramente a su piel y a sales de baño.

En otro tiempo habría buscado con celoso rencor señales de una presencia masculina: ahora, cuando salió de la ducha, lo contrariaba la posibilidad de no hallar con qué afeitarse. Se complacía examinando los botes de cosméticos, oliendo estuches de polvos rosados, pastillas de jabón, perfumes. Se afeitó difícilmente con una pequeña y afilada cuchilla que le recordó la vileza de un revólver de tahúr. El agua caliente casi desvaneció las manchas de sangre de su camisa. Se puso la corbata: al ajustarla notó un intenso dolor en el cuello y se acordó fugazmente de Malcolm: sin contrición, con el persistente deseo de olvidar y de huir de quien recuerda al despertarse que bebió demasiado la noche anterior.

En el salón, sobre la máquina de escribir, todavía estaba abierto el libro de Cézanne, junto a dos copas con un poco de agua y una botella vacía. Miró el camino, la montaña violeta, la casa entre los árboles, le parecieron inmunes al leve descrédito que lo contaminaba todo, hasta la luz brumosa del mar. Era como si hubiese tardado demasiado tiempo en volver a la patria a donde pertenecía: contra su voluntad lo iba ganando una apacible sensación de extrañeza y mentira, de libertad, de alivio.

Buscando la cocina, porque le apetecía prepararse café, llegó a una habitación que tenía tres ventanales sobre los acantilados. Había una mesa llena de libros y hojas manuscritas y otra máquina de escribir con una cuartilla en blanco. Ceniceros, más libros en el suelo, paquetes de tabaco vacíos, un pasaje de avión de hacía varios meses:
Lisboa-Estocolmo-Lisboa
. Las hojas, escritas con tinta verde, estaban llenas de tachaduras. En la pared vio la foto de un desconocido: él mismo, tres o cuatro años atrás, los ojos muy fijos en algo que no estaba en aquella habitación ni en ninguna otra parte, las manos extendidas sobre el teclado de un piano que era el del Lady Bird. La sombra ocultaba la mitad de aquel rostro; en la otra, en la mirada y en el gesto de los labios, había miedo y ternura y un despojado instinto de adivinación. Se preguntó qué habría pensado y sentido Lucrecia mirando todas las noches esas pupilas que parecían al mismo tiempo sonreír a quien tenían delante y renegar de él, y no verlo.

La casa no era tan grande como le había parecido al llegar: la dilataban el espacio vacío y el horizonte del mar desde los ventanales. Inútilmente buscaba en ella indicios de la vida de Lucrecia: el silencio, las paredes blancas, los libros, eran la única respuesta a su interrogación. Al fondo de un pasillo encontró la cocina, tan limpia y anacrónica como si hiciera muchos años que nadie la usara. Al otro lado de la ventana, sobre los árboles, vio la torre cónica del faro. Que estuviera tan cerca lo sorprendió como descubrir la desmentida amplitud de un lugar de la infancia. Hizo café: agradeció su olor como una lealtad recobrada. Cuando volvió al salón para buscar un cigarrillo Lucrecia estaba mirándolo. Sin duda había escuchado sus pasos en el corredor y se había detenido esperando a que él apareciera en el umbral. Al verlo desconectó la radio: lo miraba como si al despertarse hubiera temido no encontrarlo. A la luz del día no era tan imperiosa su figura, sí más hospitalaria o más frágil, grave de pronto, dócil a la sospecha del peligro, erguida contra ella.

—Han encontrado el cuerpo de Malcolm —dijo—. Te buscan. Acabo de oírlo en la radio.

—¿Han dicho mi nombre?

—Tu nombre y tus apellidos y el hotel donde estabas. Un revisor ha declarado que os vio peleando en la plataforma del tren.

—Habrán encontrado mi abrigo —dijo Biralbo—. Iba a ponérmelo cuando Malcolm apareció.

—¿Dejaste en él tu pasaporte?

Biralbo se buscó en los bolsillos: el pasaporte estaba en su chaqueta. Entonces recordó.

—El resguardo del hotel —dijo—. Lo llevaba en el abrigo, por eso saben mi nombre.

—Al menos no tienen tu fotografía.

—¿Han dicho que yo lo maté?

—Sólo que te están buscando. El revisor se acordaba muy bien de Malcolm y de ti. Parece que no iba nadie más en el tren.

—¿A él también lo han identificado?

—Han dicho hasta el oficio que ponía en su pasaporte. Restaurador de cuadros.

—Hay que irse de aquí hoy mismo, Lucrecia. Toussaints Morton ya sabe dónde buscarte.

—Nadie podrá encontrarnos si no salimos de esta casa.

—Sabe el nombre de la estación. Hará preguntas. No tardará ni dos días en llegar aquí.

—Pero darán tu nombre a la policía del aeropuerto. No puedes volver a tu hotel ni salir de Portugal.

—Me iré en tren.

—También hay policía en los trenes.

—Me esconderé unos días en el hotel de Billy Swann.

—Espera. Conozco a alguien que puede ayudarnos. Un español que tiene un club cerca del Burma. Él te buscará un pasaporte falso. Me ayudó a falsificar la documentación del cuadro.

—Dime dónde vive y me iré a verlo.

—Él vendrá aquí. Lo llamaré por teléfono.

—No hay tiempo, Lucrecia. Tienes que irte de aquí.

—Nos iremos juntos.

—Llama a ese tipo y dile que voy a ir a verlo. Yo solo.

—No conoces a nadie en Lisboa. No tienes dinero. En unos pocos días nos podremos marchar sin ningún peligro.

Pero él casi no tenía sensación de amenaza: todo, hasta la sospecha de que los automóviles de la policía estuvieran rondando las calles umbrosas de las quintas, le parecía lejano, no vinculado a él, tan indiferente a su vida como el paisaje del mar y el jardín abandonado que circundaban la casa, como la casa misma y el distante fervor de la noche pasada, limpio de toda ceniza, como un fuego de diamantes. Ya no quería, como otras veces, apresar el tiempo para que no le fuera arrebatada la cercanía de Lucrecia, apurar hasta el último minuto no sólo la delicia, sino también el dolor, igual que cuando estaba tocando y eludía las notas finales por miedo a que el silencio aboliera para siempre en su imaginación y en sus manos la potestad de la música. Tal vez lo que le había sido dado bajo la luz inmóvil del amanecer no admitía duración ni conmemoración ni regreso: sería suyo siempre si se negaba a volver los ojos.

Sin que dijeran nada Lucrecia supo lo que estaba pensando y entendió la ilimitada ternura de su despedida en silencio. Lo besó levemente en los labios, se dio la vuelta y fue hacia el dormitorio. Biralbo oyó que marcaba un número de teléfono. Mientras ella preguntaba por alguien en portugués le trajo una taza de café y un cigarrillo. Con una especie de clarividencia futura supo que en estos gestos estaba la felicidad. Con la cara vuelta hacia un lado para sostener el teléfono sobre su hombro desnudo, Lucrecia decía palabras muy veloces que él no logró entender y anotaba algo en una libreta apoyada en sus rodillas. Sólo llevaba una camisa grande y un poco masculina que no se había terminado de abrochar. Tenía el pelo mojado y algunas gotas de agua le brillaban todavía en los muslos. Colgó el teléfono, dejó la libreta y el lápiz sobre la mesa de noche, bebió despacio el café, mirando tras el humo a Biralbo.

—Te espera esta tarde, a las cuatro —dijo, pero su mirada era del todo ajena a sus palabras—. En esa dirección.

—Llama ahora al aeropuerto. —Biralbo le puso el cigarrillo en los labios. Se había sentado junto a ella—. Reserva un billete para el primer avión que salga de Portugal.

Lucrecia dobló la almohada y se recostó en ella, expulsando el humo con los labios muy poco separados, en lentos hilos grises y azules, listados como la penumbra y la luz. Dobló las rodillas y apoyó los pies unidos y descalzos en el borde de la cama.

—¿Estás seguro de que no quieres venir conmigo?

Biralbo le acariciaba los tobillos: pero no era tanto una caricia como un delicado reconocimiento. Le apartó un poco la camisa, sintiendo todavía en los dedos la humedad de la piel. Volvieron a mirarse: parecía que lo que hicieran sus manos o dijeran sus voces rodeaba la intensidad de sus pupilas tan vanamente como el humo de los cigarrillos.

—Piensa en Morton, Lucrecia. A él y no a la policía es a quien debemos temerle.

—¿Ésa es la única razón? —Lucrecia le quitó el cigarrillo y lo atrajo hacia ella, tocándole con las yemas de los dedos los labios y la herida de la frente.

—Hay otra.

—Ya lo sabía. Dímela.

—Billy Swann. El día doce tengo que tocar con él.

—Pero será muy peligroso. Alguien puede reconocerte.

—No si uso otro nombre. Procuraré que las luces no me den en la cara.

—No toques en Lisboa. —Lucrecia lo había empujado muy despacio hasta tenderlo junto a ella y le tomó la cara entre sus manos para que no pudiera mirarla—. Billy Swann lo entenderá. Éste no va a ser su último concierto.

—Puede que sí —dijo Biralbo. Cerró los ojos, le besó las comisuras de los labios, los pómulos, el inicio del pelo, en una oscuridad más deseada que la música y más dulce que el olvido.

CAPÍTULO XIX

—¿No has vuelto a verla desde entonces? —le dije—. ¿Ni siquiera la has buscado?

—Cómo iba a buscarla. —Biralbo me miró, casi retándome a que le contestara—. Dónde.

—En Lisboa, supongo, al cabo de unos meses. La casa era suya, ¿no? Volvería a ella.

—Llamé una vez por teléfono. Nadie contestó.

—Haberle escrito. ¿Sabe que vives en Madrid?

—Le mandé una postal a los pocos días de encontrarme contigo en el Metropolitano y me la devolvieron. «Dirección insuficiente.»

—Seguro que estará buscándote.

—No a mí, sino a Santiago Biralbo. —Buscó su pasaporte en la mesa de noche y me lo tendió, abierto por la primera página—. No a Giacomo Dolphin.

Other books

The Shibboleth by John Hornor Jacobs
The Tomb of Horrors by Keith Francis Strohm - (ebook by Flandrel, Undead)
Eighty Days Amber by Vina Jackson
Grizzly by Bonnie Bliss
Antídoto by Jeff Carlson
Fool's War by Sarah Zettel