Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Ella lo llamaba Woods y él la llamaba Jo.
El avión empezó a descender cuando se aproximaban a Oahu, la isla principal. Vieron montañas boscosas, aldeas desperdigadas en las tierras bajas y una franja de arena contra la que rompía el oleaje.
—Me he comprado un bañador nuevo —comentó Joanne. Estaban sentados uno al lado del otro, y el rugido de los motores de los catorce cilindros Wright Twin Cyclone era demasiado atronador para que se oyera lo que ella había dicho.
Woody estaba leyendo
Las uvas de la ira
, pero dejó la lectura sin problema.
—Me muero por vértelo puesto. —Y lo decía muy en serio. Ella era el sueño de cualquier diseñador de bañadores: todas las prendas destacaban en su figura.
Ella lo miró con una caída de párpados.
—Me gustaría saber si tus padres nos han reservado una habitación de matrimonio o dos individuales. —Sus ojos castaño oscuro parecieron derretirse.
Su condición de prometidos no les permitía dormir juntos, al menos, no de forma oficial; aunque a la madre de Woody no se le escapaba una y debía de haber imaginado que eran amantes.
—Te encontraré, estés donde estés.
—Más te vale.
—No me digas esas cosas. Ya estoy lo bastante incómodo en este asiento.
Ella sonrió, satisfecha.
La base naval estadounidense apareció en la lontananza. Una laguna en forma de hoja de palmera formaba una gigantesca bahía natural. La mitad de la flota del Pacífico estaba allí, un centenar de embarcaciones. Las hileras de tanques para el abastecimiento de combustible parecían los cuadros de un tablero de ajedrez.
En el centro de la laguna había una franja de tierra con una pista de aterrizaje. En el extremo oeste de la isla, Woody divisó más de una docena de hidroaviones amarrados.
Pegada a la laguna se encontraba la base aérea de Hickam. Varios cientos de aviones estaban aparcados con precisión militar en la pista, con las alas tocándose entre sí.
Para la maniobra de aproximación, el avión sobrevoló una playa de palmeras y sombrillas de rayas de alegres colores —que Woody supuso que debía de ser Waikiki—, luego pasaron sobre una pequeña población que tenía que ser Honolulu, la capital.
El Departamento de Estado debía unos días de permiso a Joanne, pero Woody había tenido que saltarse una semana de clases para poder disfrutar de esas vacaciones.
—Me sorprende lo que ha hecho tu padre —comentó Joanne—. Suele estar en contra de cualquier cosa que interrumpa tus estudios.
—Lo sé —confirmó Woody—. Pero ¿sabes cuál es el verdadero motivo de este viaje, Jo? Cree que es la última vez que verá a Chuck con vida.
—¡Oh, Dios mío!, ¿en serio?
—Cree que va a haber una guerra, y Chuck está en la armada.
—Creo que tiene razón. Habrá una guerra.
—¿Por qué lo dices tan segura?
—El mundo entero se muestra hostil ante la libertad. —Señaló el libro que tenía en el regazo, un best seller titulado
Diario de Berlín
, escrito por el locutor radiofónico William Shirer—. Los nazis tienen Europa. Los bolcheviques tienen Rusia. Y, ahora, los japoneses están haciéndose con el control de Extremo Oriente. No veo cómo va a poder sobrevivir Estados Unidos en un mundo así. ¡Habrá que pactar con alguien!
—Es una opinión muy parecida a la de mi padre. Cree que entraremos en guerra con Japón el año que viene. —Woody frunció el entrecejo con gesto pensativo—. ¿Qué está pasando en Rusia?
—Los alemanes no parecen capaces de tomar Moscú. Justo antes de marcharme se rumoreaba la posibilidad de un contraataque ruso a gran escala.
—¡Esas son buenas noticias!
Woody miró por la ventanilla. Podía ver el aeropuerto de Honolulu. Supuso que el avión amerizaría en una ensenada junto a la pista.
—Espero que no ocurra nada importante mientras estoy fuera.
—¿Por qué?
—Quiero un ascenso, Woods, no quiero que alguien brillante y prometedor destaque en mi ausencia.
—¿Ascenso? No me lo habías dicho.
—Todavía no me lo han dado, pero aspiro al puesto de jefa de investigación.
Él sonrió.
—¿Hasta dónde quieres llegar?
—Me gustaría ser embajadora de algún lugar fascinante y complejo, Nankín o Addis Abeba.
—¿De verdad?
—No pongas esa cara de incredulidad. Frances Perkins es la primera mujer secretaria de Trabajo y es buenísima en lo que hace.
Woody asintió en silencio. Perkins había sido secretaria de Trabajo desde los inicios de la presidencia de Roosevelt ocho años atrás, y había conseguido el respaldo sindical para el
new deal
. Una mujer excepcional podía aspirar a casi cualquier cosa en esos días. Y Joanne era realmente excepcional. Sin embargo, en cierta forma, a él le impactó que su prometida fuera tan ambiciosa.
—Pero una embajadora tiene que vivir en el extranjero —replicó Woody.
—¿Verdad que sería genial? Una cultura extranjera, clima raro, costumbres exóticas.
—Pero… ¿Cómo encaja eso con el matrimonio?
—¿Disculpa? —preguntó ella con aspereza.
Él se encogió de hombros.
—Es una pregunta normal, ¿no crees?
A Joanne no se le alteró el semblante, salvo por el hecho de que se le levantaron las aletas de la nariz: era una clara señal de que estaba enfadándose, y él lo sabía.
—¿Te he hecho yo esa pregunta? —espetó ella.
—No, pero…
—¿Y bien?
—Nada, es que estaba pensando, Jo… ¿Esperas que me vaya a vivir al lugar adonde te lleve tu profesión?
—Intentaré adaptarme a tus necesidades y espero que tú intentes adaptarte a las mías.
—Pero no es lo mismo.
—¿Ah, no? —Ahora sí que estaba enfadada de verdad—. Menuda novedad.
Woody se preguntó cómo era posible que la conversación se hubiera vuelto tan violenta en tan poco tiempo. Se esforzó por hablar con un tono de voz amigable y razonable.
—Habíamos hablado de tener hijos, ¿verdad?
—Serán tan tuyos como míos.
—No de la misma forma exactamente.
—Si el hecho de tener hijos me convierte en una ciudadana de segunda clase en este matrimonio, no pienso tenerlos.
—¡No quería decir eso!
—¿Y qué narices querías decir?
—Si te nombran embajadora de algún país, ¿esperas que lo deje todo y me vaya contigo?
—Espero que digas: «Cariño, es una maravillosa oportunidad para ti, no pienso interponerme». ¿Es que no es razonable?
—¡Sí! —Woody estaba perplejo y enfadado—. ¿Qué sentido tiene estar casados si no estamos juntos?
—Si estalla la guerra, ¿te presentarás voluntario a filas?
—Cabría la posibilidad.
—Y el ejército podría enviarte allá donde fuera necesario: Europa, Extremo Oriente.
—Sí, claro.
—Irías donde el deber te llamase, y me dejarías en casa.
—Sí, si fuera necesario.
—Pero yo no puedo hacerlo.
—¡No es lo mismo! ¿Por qué lo planteas como si lo fuera?
—Por raro que pueda parecerte, mi carrera y mi servicio al país me parecen importantes, al igual que te lo parecen a ti.
—¡Estás siendo mala!
—Bueno, Woods, de verdad siento que pienses así, porque hablaba muy en serio sobre nuestro futuro juntos. Ahora me pregunto si tenemos algún futuro.
—¡Por supuesto que sí! —Woody podría haberse puesto a llorar de desesperación—. ¿Cómo ha ocurrido esto? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Sintieron una sacudida, y el avión amerizó en Hawai.
A Chuck Dewar le aterrorizaba que sus padres descubrieran su secreto.
Estando en casa, en Buffalo, jamás había tenido una auténtica relación sentimental, solo un par de escarceos en callejones oscuros con chicos que apenas conocía. El principal motivo que lo había impulsado a enrolarse en la armada era, en gran parte, el hecho de poder ser él mismo sin que sus padres lo supieran.
Desde que había llegado a Hawai todo había sido distinto. Allí era parte de una comunidad clandestina de personas similares a él. Iba a bares, restaurantes y salones de baile donde no tenía que fingir ser heterosexual. Había tenido algunas relaciones e incluso se había enamorado. Muchas personas conocían su secreto.
Y ahora habían llegado sus padres.
Invitaron a su padre a conocer la unidad del Servicio de Inteligencia de Señales en la base naval, conocida como Estación HYPO. Como miembro de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, el senador Dewar era informado de secretos militares, y ya le habían enseñado el cuartel general de Inteligencia de Señales, al que en Washington llamaban Op-20-G.
Chuck lo recogió en su hotel de Honolulu en un coche de la armada, una limusina Packard LeBaron. Su padre llevaba un sombrero blanco de paja. Cuando viajaban por la orilla del puerto, soltó un silbido.
—¡La flota del Pacífico! —exclamó—. ¡Qué visión tan maravillosa!
Chuck estaba de acuerdo.
—Es bastante bonito, ¿verdad? —comentó.
Los barcos eran preciosos, sobre todo en la armada estadounidense, donde los pintaban, los pulían y les sacaban brillo. Chuck pensaba que la marina era genial.
—Todos esos barcos perfectamente alineados… —comentó Gus, maravillado.
—Lo llamamos la Fila de Acorazados. Amarrados en alta mar están el
Maryland,
el
Tennessee,
el
Arizona
, el
Nevada,
el
Oklahoma
y el
West Virginia. —
Los acorazados tenían nombres de estados norteamericanos—. También tenemos el
California
y el
Pennsylvania
en el puerto, pero no se ven desde aquí.
En la entrada principal del Astillero Naval, el marine que estaba de centinela reconoció el coche oficial y les hizo un gesto con la mano para que entrasen. Fueron con el vehículo hasta la base submarina y se detuvieron en el aparcamiento situado tras el cuartel general, el Viejo Edificio de la Administración. Chuck llevó a su padre al ala que acababan de estrenar.
El capitán Vandermeier estaba esperándolos.
Vandermeier era a quien más temía Chuck. Le había cogido manía al joven y había adivinado su secreto. Siempre estaba llamándolo «sarasa» o «mariposón». Si podía, haría saltar la liebre.
Vandermeier era un hombre bajito y corpulento con la voz grave y halitosis. Saludó a Gus y le estrechó la mano.
—Bienvenido, senador. Será un privilegio enseñarle la Unidad de Inteligencia para la Comunicación del 14.º Distrito de la Armada. —Era el nombre deliberadamente vacuo que le habían puesto al grupo de rastreo de señales de radar de la Armada Imperial japonesa.
—Gracias, capitán —respondió Gus.
—Debo advertirle algo de antemano, señor. Se trata de un grupo informal. Este tipo de trabajo lo realizan personas muy excéntricas y no siempre visten el uniforme de la marina. El oficial al mando, el capitán de fragata Rochefort, lleva una americana de ante roja. —Vandermeier sonrió en un gesto de complicidad masculina—. Parece un puñetero mariquita.
Chuck intentó no torcer el gesto.
—No volveré a hablar hasta que nos adentremos en zona segura —advirtió Vandermeier.
—Muy bien —respondió Gus.
Bajaron las escaleras hasta el sótano; para llegar hasta allí cruzaron dos puertas blindadas.
La Estación HYPO era una instalación tipo celda, sin ventanas e iluminada con fluorescentes. Además de los habituales escritorios y sillas, tenía gigantescas mesas con mapas, hileras de exóticas impresoras, clasificadoras e intercaladoras de tarjetas IBM, y dos catres donde los criptoanalistas echaban sus sueñecitos entre las maratonianas sesiones de desciframiento de códigos. Algunos de los hombres vestían pulcros uniformes, pero otros, como Vandermeier había advertido, iban con desaliñados atuendos civiles, sin afeitar y, a juzgar por el hedor, sin asear.
—Como en todas las armadas de guerra, los japoneses cuentan con muchos códigos distintos y utilizan el más sencillo para las señales menos secretas, como los partes meteorológicos, y reservan los complejos para los mensajes de más alto secreto —explicó Vandermeier—. Por ejemplo, las señales para identificar al emisor de un mensaje y su destinatario son en un código primitivo, incluso cuando el texto en sí es en un código de alto nivel. Hace poco que han cambiado el código por señales de llamada, pero desciframos las nuevas en unos pocos días.
—Muy impresionante —dijo Gus.
—También podemos averiguar el lugar donde se ha originado la señal, gracias a la triangulación. Con las localizaciones y las señales de llamada, podemos hacernos una imagen bastante clara de la ubicación de la mayoría de las naves de la armada japonesa, aunque no podamos leer sus mensajes.
—Así que sabemos dónde están y qué rumbo van a tomar, pero desconocemos sus órdenes —recapituló Gus.
—Por lo general, así es.
—Pero si quisieran esconderse, lo único que tendrían que hacer es imponer el silencio de las radiofrecuencias.
—Cierto —reconoció Vandermeier—. Si se quedan callados, toda esta operación no vale para nada, y estaremos con la mierda hasta el cuello.
Un hombre con chaqueta de esmoquin y zapatillas de felpa se acercó, y Vandermeier lo presentó como el jefe de la unidad.
—El capitán de fragata Rochefort habla japonés con fluidez, además de ser un genio del criptoanálisis —informó Vandermeier.
—Íbamos muy bien descifrando el código principal de los japoneses justo hasta hace un par de días —comentó Rochefort—. Luego, los muy cabrones lo cambiaron y se cargaron todo nuestro trabajo.
—El capitán Vandermeier estaba contándome que pueden averiguar muchas cosas sin necesidad de leer los mensajes —dijo Gus.
—Sí. —Rochefort señaló un mapa de la pared—. Ahora mismo, gran parte de la flota japonesa ha abandonado las aguas nacionales y se dirige rumbo al sur.
—Eso no presagia nada bueno.
—Está claro que no. Pero dígame, senador, ¿cuáles cree usted que son las intenciones de los japoneses?
—Creo que declararán la guerra a Estados Unidos. Nuestro embargo de petróleo está haciéndoles mucho daño. Los ingleses y los holandeses se niegan a abastecerlos, y ahora mismo intentan transportarlo por mar desde Sudamérica. No pueden sobrevivir así eternamente.
—Pero ¿qué conseguirían atacándonos? ¡Un país pequeño como Japón no puede invadir Estados Unidos! —exclamó Vandermeier.
—Inglaterra es un país pequeño pero consiguió dominar el mundo gracias al gobierno de los mares. Los japoneses no tienen que conquistar Estados Unidos, solo necesitan vencernos en una batalla naval para poder controlar el Pacífico y que nadie los detenga a la hora de comerciar —terció Gus.