Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
—Lo siento muchísimo. Pobre Joanne. Pobre Woody.
Llegó entonces la cena, junto con una botella de vino. Comieron en silencio durante un rato, y Daisy descubrió que el sucedáneo de pato no sabía mucho a pato.
—Joanne fue una de las dos mil cuatrocientas personas que murieron en Pearl Harbor —dijo Charlie—. Perdimos ocho buques acorazados y otras diez embarcaciones. Malditos japoneses canallas.
—Aunque nadie lo diga, aquí la gente está contenta porque ahora Estados Unidos ha entrado en la contienda. Solo Dios sabrá por qué fue Hitler tan tonto como para declararle la guerra a Estados Unidos, pero los británicos creen que ahora, con los rusos y nosotros de su lado, por fin tienen posibilidades de ganar.
—El pueblo norteamericano está furioso por lo de Pearl Harbor.
—Aquí la gente no lo entiende.
—Los japoneses siguieron negociando hasta el último minuto… hasta mucho después de tener tomada la decisión. ¡Eso es engañar!
Daisy arrugó la frente.
—A mí me parece que es normal. Si se hubiera llegado a un acuerdo en el último momento, habrían podido abortar el ataque.
—¡Pero no declararon la guerra!
—¿Qué habría cambiado eso? Lo que esperábamos era que atacaran las Filipinas. Pearl Harbor nos habría pillado por sorpresa aun con una declaración de guerra.
Charlie extendió las manos en un gesto de desconcierto.
—Pero ¿por qué tenían que atacarnos a nosotros?
—Les robamos su dinero.
—Paralizamos sus activos.
—Ellos no ven ninguna diferencia. Además, también les cortamos el suministro de petróleo. Los teníamos entre la espada y la pared. Estaban al borde de la ruina. ¿Qué iban a hacer?
—Tendrían que haberse rendido y accedido a retirarse de China.
—Sí, es cierto. Pero si fuera Estados Unidos quien se viera acosado y otro país le ordenara qué hacer, ¿querrías tú que nos rindiéramos?
—Puede que no. —Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Charlie—. Antes he dicho que no habías cambiado nada. Ahora me gustaría retirarlo.
—¿Por qué?
—Antes nunca hablabas así. En los viejos tiempos nunca tenías conversaciones sobre política.
—Si uno no se implica, lo que suceda es culpa suya.
—Supongo que eso es lo que hemos aprendido todos.
Pidieron los postres.
—¿Qué va a suceder con el mundo, Charlie? —preguntó Daisy—. Europa entera se ha rendido al fascismo. Los alemanes han conquistado gran parte de Rusia. Estados Unidos es un águila con un ala rota. A veces me alegro de no haber tenido hijos.
—No subestimes a Estados Unidos. Estamos heridos, no derrotados. Japón se cree ahora el amo del mundo, pero llegará el día en que el pueblo nipón derrame amargas lágrimas de arrepentimiento por Pearl Harbor.
—Espero que tengas razón.
—Tampoco a los alemanes les sale todo como ellos querrían. No han conseguido tomar Moscú y ahora se baten en retirada. ¿Te das cuenta de que la batalla de Moscú ha sido la primera derrota real de Hitler?
—¿Es una derrota, o solo un revés?
—Sea lo uno o lo otro, se trata del peor resultado militar que ha tenido jamás. Los bolcheviques les han dado una buena paliza a esos nazis.
Charlie había descubierto el oporto de reserva, un gusto muy británico. En Londres, los hombres lo bebían después de que las damas se retiraran de la mesa, una práctica tediosa que Daisy intentaba abolir en su propia casa sin demasiado éxito. Bebieron una copa cada uno. Después del martini y del vino, el oporto consiguió que Daisy se sintiera algo achispada y contenta.
Los dos recordaron su adolescencia en Buffalo y se rieron de las tonterías que habían hecho ellos y otros.
—Nos dijiste a todos que te ibas a Londres a bailar con el rey —rememoró Charlie—. ¡Y eso hiciste!
—Espero que se murieran de envidia.
—¡Y de qué manera! A Dot Renshaw le dio un soponcio.
Daisy se echó a reír con alegría.
—Qué contento estoy de que nos hayamos visto —dijo Charlie—. Me gusta mucho tu compañía.
—Yo también me alegro.
Salieron del restaurante y se pusieron los abrigos. El portero les pidió un taxi.
—Te acompaño a casa —se ofreció Charlie.
Mientras avanzaban por Strand, él la rodeó con un brazo. Daisy estuvo a punto de protestar, pero pensó: «¡Qué demonios!», y se acurrucó junto a él.
—Soy un tonto —comentó Charlie—. Ojalá me hubiera casado contigo cuando tuve la oportunidad.
—Habrías sido mejor marido que Boy Fitzherbert —repuso ella, pero entonces nunca habría conocido a Lloyd.
Se dio cuenta de que no le había hablado a Charlie de él.
Cuando torcieron por su calle, Charlie la besó.
Resultaba agradable sentirse protegida por el abrazo de un hombre y besar sus labios, pero Daisy sabía que era el alcohol lo que la hacía sentirse así, y que en realidad el único hombre al que quería besar era a Lloyd. Aun así, no apartó a Charlie hasta que el taxi se detuvo.
—¿Quieres que nos tomemos la última? —propuso él.
Por un momento, Daisy se sintió tentada. Hacía mucho que no tocaba el firme cuerpo de un hombre, pero en realidad no era a Charlie a quien deseaba.
—No —dijo—. Lo siento, Charlie, pero estoy enamorada de otro.
—No tenemos que acostarnos juntos —le susurró él—. Pero si pudiéramos, no sé, estar un rato acaramelados…
Daisy abrió la puerta y bajó del coche. Se sentía como una sinvergüenza. Él arriesgaba su vida por ella cada día, y ella no era capaz de darle ni un mínimo gusto.
—Buenas noches, Charlie, y buena suerte —dijo. Antes de poder cambiar de opinión, cerró la portezuela del coche y entró en su casa.
Subió directa arriba. Unos minutos después, sola en la cama, se sintió profundamente desdichada. Había traicionado a dos hombres: a Lloyd, porque había besado a Charlie, y a Charlie, porque lo había dejado insatisfecho.
Pasó casi todo el domingo en la cama con resaca.
El lunes por la noche recibió una llamada telefónica.
—Soy Hank Bartlett —dijo una joven voz norteamericana—. Amigo de Charlie Farquharson, de Duxford. Me había hablado de usted y he encontrado el número en su agenda.
A Daisy se le paró el corazón.
—¿Por qué llama?
—Me temo que son malas noticias —respondió él—. Charlie ha muerto hoy, lo han derribado cuando sobrevolaba Abbeville.
—¡No!
—Era su primera misión con el nuevo Spitfire.
—Me habló de ello —repuso Daisy, aturdida.
—Pensé que le gustaría saberlo.
—Gracias, sí —susurró ella.
—Él creía que era usted el no va más.
—¿Ah, sí?
—Tendría que haberlo oído hablar sin parar de lo estupenda que es.
—Lo siento —dijo—. Lo siento mucho. —Entonces ya no pudo seguir hablando y colgó el auricular.
Chuck Dewar miró por encima del hombro del teniente Bob Strong, uno de los criptoanalistas. Algunos eran caóticos y desordenados, pero Strong era de los prolijos, y en su escritorio no había nada más que una hoja de papel en la que había escrito unas sílabas:
YO–LO–KU–TA–WA–NA
—No lo entiendo —dijo Strong, frustrado—. Si lo hemos descifrado bien, dice que han atacado
yolokutawana
. Pero eso no quiere decir nada. Esa palabra no existe.
Chuck miró fijamente aquellas seis sílabas japonesas. Estaba seguro de que tenían que significar algo para él, aunque tan solo contaba con unas nociones del idioma. Sin embargo, al ver que no sacaba nada en claro, siguió con su trabajo.
El ambiente en el Viejo Edificio de la Administración era lúgubre.
Durante semanas después del bombardeo, Chuck y Eddie habían visto emerger desde los barcos hundidos cuerpos abotargados que luego flotaban en la aceitosa superficie del agua de Pearl Harbor. Al mismo tiempo, la información que les llegaba hablaba de más ataques devastadores por parte de los japoneses. Solo tres días después de Pearl Harbor, los aviones enemigos se habían lanzado contra la base estadounidense de Luzón, en las Filipinas, y habían destruido todo el arsenal de torpedos de la flota del Pacífico. Ese mismo día, en el mar de la China Meridional, hundieron dos acorazados británicos, el
Repulse
y el
Prince of Wales
, con lo que habían dejado a los británicos indefensos en el Extremo Oriente.
Parecía que nada podía pararlos. No hacían más que llegar malas noticias. Durante los primeros meses del nuevo año, Japón había derrotado a los estadounidenses en las Filipinas y había vencido a los británicos en Hong Kong, Singapur y Rangún, la capital de Birmania.
Muchos de los nombres de aquellos lugares resultaban extraños incluso para marinos como Chuck y Eddie. Al público norteamericano le sonaban igual que lejanos planetas de una novela de ciencia ficción: Guam, Wake, Bataán. Lo que sí conocía todo el mundo era el significado de retirada, sometimiento y rendición.
Chuck estaba perplejo. ¿De verdad conseguiría Japón derrotar a Estados Unidos? No se lo podía creer.
Allá por el mes de mayo, los japoneses ya habían conseguido lo que querían: un imperio que les proporcionaba caucho, estaño y —lo más importante— petróleo. Las filtraciones de información indicaban que gobernaban sus dominios con una brutalidad tal que habría hecho sonrojar a Stalin.
Solo una cosa les aguaba la fiesta: la armada de Estados Unidos. Saber eso llenaba a Chuck de orgullo. Los japoneses habían esperado destruir Pearl Harbor por completo y hacerse con el control total del océano Pacífico, pero no lo habían logrado. Los portaaviones y los cruceros pesados estadounidenses seguían a flote. Todas las informaciones conseguidas hacían pensar que a los comandantes japoneses les enfurecía que los norteamericanos no se dejasen aniquilar. Después de las bajas sufridas en Pearl Harbor, las fuerzas de Estados Unidos estaban en inferioridad numérica y armamentística, pero no habían huido corriendo a esconderse. Al contrario, habían contraatacado lanzando bombardeos relámpago contra buques japoneses. Con ello no habían producido daños graves, pero sí habían conseguido levantar la moral de sus hombres y hacerles llegar a los japoneses el contundente mensaje de que todavía no habían vencido.
Más adelante, el 25 de abril, unos bombarderos que habían despegado desde un portaaviones atacaron el centro de Tokio y abrieron una herida terrible en el orgullo del ejército japonés. En Hawai, las celebraciones fueron eufóricas. Chuck y Eddie se emborracharon esa noche.
Sin embargo, el siguiente enfrentamiento era inminente. Todos los hombres con los que hablaba Chuck en el Viejo Edificio de la Administración decían que los japoneses lanzarían un ataque de primera magnitud a principios de verano para conseguir que la flota estadounidense realizara un gran despliegue, preparándose para la batalla definitiva. Los japoneses tenían la esperanza de que la superioridad de fuerzas de su armada resultara decisiva y, así, aniquilar por completo la flota del Pacífico de los norteamericanos. Si Estados Unidos quería vencer, la única forma de hacerlo era estar mejor preparado y mejor informado, moverse más deprisa y ser más listo.
Durante esos meses, la Estación HYPO había trabajado día y noche para descifrar el JN-25b, el nuevo código de la Armada Imperial Japonesa. Llegado mayo, habían hecho ya algún progreso.
La armada de Estados Unidos tenía estaciones de interceptación de señales de radio por toda la costa del Pacífico, desde Seattle hasta Australia. Allí, unos hombres conocidos como la «Cuadrilla del Tejado» se sentaban con sus receptores de radio y los auriculares puestos a escuchar el tráfico radiofónico japonés. Rastreaban las ondas y anotaban todo lo que oían en blocs de notas.
Los mensajes se transmitían en código morse, pero los puntos y las rayas de las señales navales se traducían en grupos numéricos de cinco dígitos, y cada uno de ellos representaba una letra, una palabra o una frase de un libro de códigos. Los números aparentemente aleatorios eran redirigidos mediante señales de radio seguras a unos teletipos que estaban en el sótano del Viejo Edificio de la Administración. Entonces comenzaba lo difícil: descifrar el código.
Siempre se empezaba por las cosas pequeñas. La última palabra de cualquier mensaje solía ser OWARI, que significaba «fin». El criptoanalista buscaba otras incidencias de ese grupo numérico en el mismo mensaje, y escribía «FIN?» encima de todas las que encontraba.
Los japoneses ayudaron cometiendo un error por descuido, algo inusitado en ellos.
La entrega de los nuevos libros de códigos para el JN-25b se retrasó en algunas unidades que estaban muy alejadas, así que durante unas semanas fatídicas el alto mando japonés envió algunos mensajes cifrados no en uno, sino en ambos códigos. Puesto que los norteamericanos ya habían descifrado gran parte del JN-25 original, fueron capaces de traducir el mensaje en código antiguo, alinear el texto descifrado con el nuevo código y, así, descubrir el significado de los grupos de cinco dígitos del nuevo. Durante un tiempo progresaron a pasos agigantados.
A los ocho criptoanalistas que había en un principio se unieron, después de Pearl Harbor, algunos de los músicos de la banda del acorazado
California
, que había sido hundido. Por motivos que nadie alcanzaba a comprender, a los músicos se les daba bien descifrar códigos.
Todas las señales interceptadas se guardaban y todos los mensajes descifrados se archivaban. Comparar unos con otros era fundamental para el trabajo. Un analista podía pedir todas las señales de un día en concreto, o todas las señales dirigidas a un mismo barco, o todas las señales en las que se mencionara Hawai. Chuck y el resto de personal administrativo habían desarrollado sistemas cada vez más complejos de indexación con referencias cruzadas para ayudar a los analistas a encontrar cualquier cosa que necesitaran.
La unidad predijo que durante la primera semana de mayo los japoneses atacarían Port Moresby, la base que los Aliados tenían en Papúa. Acertaron, y la armada de Estados Unidos interceptó la flota de invasión en el mar del Coral. Ambos bandos se declararon victoriosos, pero los japoneses no tomaron Port Moresby. Después de eso, el almirante Nimitz, comandante en jefe del Pacífico, empezó a confiar en sus «descifradores».
Los japoneses no utilizaban nombres comunes para las distintas ubicaciones del océano Pacífico. Cada lugar importante tenía una denominación que consistía en dos letras: de hecho, dos caracteres o
kanas
del alfabeto japonés, aunque los descifradores solían utilizar el alfabeto latino, de la A a la Z. Los hombres del sótano se esforzaban al máximo para descubrir el significado de cada una de esas denominaciones de dos
kanas
, pero progresaban de forma muy lenta. MO era Port Moresby, AH era Oahu, pero seguían sin tener muchas otras.