Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Volodia salió de la sala. Mientras se calzaba las botas se preguntó por qué le habría gritado a su padre y habría hecho llorar a su madre. Se dio cuenta de que había sido porque ahora ya estaba convencido de que Alemania vencería a la Unión Soviética. El alijo de vodka de su madre para usarlo como moneda de cambio durante la ocupación nazi lo había obligado a enfrentarse a la realidad. «Vamos a perder —se dijo—. Ya se vislumbra el final de la Revolución rusa.»
Se puso el abrigo y el gorro. Y entonces regresó a la cocina. Besó a su madre y abrazó a su padre.
—¿A qué viene esto? —preguntó Grigori—. Si solo te vas a trabajar.
—Es por si no volvemos a vernos —anunció Volodia. Y salió.
Cuando cruzó el puente se percató de que todos los transportes públicos estaban parados. El metro estaba cerrado y no había ni autobuses de línea ni tranvías.
Por lo visto, todo eran malas noticias.
El boletín de aquella mañana del Buró Soviético de Información, retransmitido por radio y por los altavoces pintados de negro instalados en los postes de las esquinas, había hecho gala de una honestidad poco frecuente.
—Durante la noche del 14 al 15 de octubre, la posición del frente occidental ha empeorado —afirmaba—. Un gran número de tanques alemanes ha penetrado en nuestras defensas. —Todo el mundo sabía que el Buró Soviético de Información siempre mentía, así que supusieron que la situación real era mucho más adversa.
El centro de la ciudad estaba atestado de refugiados. Llegaban en oleadas continuas del oeste, con sus pertenencias en carros, con rebaños de vacas escuálidas, cerdos mugrientos y ovejas mojadas, con dirección a la zona rural situada al este de Moscú, desesperados por distanciarse lo máximo posible del avance alemán.
Volodia intentó que alguien lo llevase en coche. No había mucho tráfico civil en Moscú por aquellos días. El combustible se ahorraba para los incontables convoyes militares que circulaban por la Sadovaya, una de las avenidas circulares que rodeaban el centro de la ciudad. Lo recogió un todoterreno GAZ-64 nuevo.
Mirando desde el vehículo sin capota, observó los graves destrozos producidos por las bombas. Los diplomáticos que regresaban desde Inglaterra afirmaban que aquello no era nada en comparación con el Blitz de Londres, aunque a los moscovitas les parecía una verdadera catástrofe. Volodia pasó junto a numerosos edificios en ruinas y decenas de casas de madera calcinadas.
Grigori, al mando de la defensa antiaérea, había instalado cañones antiaéreos en las azoteas de los edificios más altos y se lanzaron globos de barrera para que flotasen por debajo de las nubes de nieve. Su decisión más extravagante había consistido en ordenar que se pintasen las cúpulas doradas en forma de cebolla de las iglesias de verde y marrón de camuflaje. Había reconocido ante Volodia que esa medida no afectaba en absoluto en la precisión del ataque, pero que, según dijo, confería a los ciudadanos la sensación de que los estaban protegiendo.
Si los alemanes ganaban, y los nazis gobernaban Moscú, el sobrino y la sobrina de Volodia, los mellizos de su hermana, Ania, crecerían no como comunistas patrióticos, sino como esclavos de los nazis, leales a Hitler. Rusia sería como Francia, un país servil, tal vez gobernado en parte por un gobierno profascista que deportaría a los judíos para enviarlos a campos de concentración. La simple idea le resultaba insoportable. Volodia deseaba un futuro en el que la Unión Soviética pudiera liberarse del maligno yugo de Stalin y de la brutalidad de la policía secreta, y empezar a construir un verdadero comunismo.
Cuando Volodia llegó al cuartel general en el aeródromo de Jodinka, encontró la atmósfera llena de copos grisáceos que no eran de nieve, sino de ceniza. El Servicio Secreto del Ejército Rojo estaba quemando sus archivos para evitar que cayeran en manos enemigas.
Poco después de haber llegado, el coronel Lemítov se presentó en su despacho.
—Envió usted un informe a Londres sobre un médico alemán llamado Wilhelm Frunze. Fue una ocurrencia muy inteligente. Al final ha resultado ser un pez gordo. Bien hecho.
«¿Y eso qué importa ahora?», pensó Volodia. Los Panzer estaban a tan solo ciento sesenta kilómetros. Era demasiado tarde para que los espías pudieran ayudar. Sin embargo, se obligó a concentrarse.
—Frunze, sí. Fui al colegio con él en Berlín.
—Los agentes de Londres han contactado con él y está dispuesto a hablar. Se han reunido en una vivienda segura. —Mientras Lemítov hablaba, jugueteaba con su reloj de pulsera. No era muy típico de él mostrarse tan inquieto. Saltaba a la vista que estaba en tensión. Todo el mundo estaba en tensión.
Volodia no dijo nada. Era evidente que parte de la información de la reunión se había filtrado; de otro modo, Lemítov no habría dicho aquello.
—Londres dice que Frunze se mostró receloso al principio y que sospechaba que nuestro hombre pertenecía a la policía secreta británica —comentó Lemítov con una sonrisa—. De hecho, tras la entrevista inicial, acudió a Kensington Palace Gardens, llamó a la puerta de nuestra embajada y exigió que le confirmasen que nuestro hombre ¡era realmente de los nuestros!
Volodia sonrió.
—Un auténtico aficionado.
—Exacto —confirmó Lemítov—. Un señuelo para la desinformación jamás habría cometido una estupidez así.
La Unión Soviética todavía no estaba acabada, no del todo; así que Volodia debía continuar como si el asunto de Willi Frunze tuviera importancia.
—¿Qué información nos ha proporcionado, señor?
—Afirma que sus colegas científicos y él están colaborando con los estadounidenses en la creación de una súper bomba.
Volodia, atónito, recordó lo que le había dicho Zoya Vorotsintsev. Aquello confirmaba sus más funestos temores.
—Hay un problema con la información —prosiguió Lemítov.
—¿Cuál?
—La hemos traducido, pero seguimos sin entender una palabra. —Lemítov pasó a Volodia un fajo de hojas mecanografiadas.
Volodia leyó uno de los títulos en voz alta.
—«Separación del isótopo por difusión gaseosa.»
—Ya ve lo que quiero decir.
—Yo estudié idiomas en la universidad, no física.
—Pero usted había mencionado a una física que conocía. —Lemítov sonrió—. Una rubia estupenda que rechazó una invitación suya para ir al cine, si no recuerdo mal.
Volodia se ruborizó. Había hablado a Kamen sobre Zoya, y Kamen debía de haber estado chismorreando sobre el tema. El problema de tener a un espía de jefe era que no se le escapaba ni una.
—Es una amiga de la familia. Me habló sobre un proceso explosivo llamado fisión. ¿Quiere que la interrogue?
—De forma extraoficial y sin presiones. No quiero que se arme un alboroto hasta que lo haya entendido. Puede que Frunze sea un chiflado, y no conviene que nos haga quedar como idiotas. Averigüe de qué tratan los informes, y si las afirmaciones de Frunze tienen alguna base científica. Si dice la verdad, ¿pueden los ingleses y los estadounidenses estar creando una súper bomba? ¿Y también los alemanes?
—Hace dos o tres meses que no veo a Zoya.
Lemítov se encogió de hombros. En realidad no importaba lo bien que Volodia conociese a Zoya. En la Unión Soviética, responder a preguntas de las autoridades jamás era algo opcional.
—La localizaré.
Lemítov asintió en silencio.
—Hágalo hoy. —Y salió.
Volodia frunció el entrecejo, pensativo. Zoya tenía la certeza de que los estadounidenses estaban trabajando en una súper bomba, y había sido lo bastante persuasiva como para convencer a Grigori, quien, a su vez, lo había hablado con Stalin, que, sin embargo, no lo había tomado en serio. Ahora había un espía en Inglaterra que afirmaba lo mismo que Zoya. Daba la impresión de que ella había estado en lo cierto. Y de que Stalin se había equivocado… otra vez.
Los gobernantes de la Unión Soviética tenían una peligrosa tendencia a negar la autenticidad de las malas noticias. Hacía una semana, sin ir más lejos, una misión de reconocimiento aéreo había localizado vehículos blindados alemanes a tan solo ciento treinta kilómetros de Moscú. El Estado Mayor se había negado a creerlo hasta que el avistamiento fue confirmado en dos ocasiones. A continuación, argumentando «provocación», había ordenado al NKVD el arresto y tortura del oficial de operaciones aéreas que había entregado el informe.
Resultaba difícil pensar a largo plazo cuando los alemanes estaban tan cerca, pero la posibilidad de que cayera una bomba que arrasara con Moscú no podía descartarse, incluso en ese momento de peligro extremo. Si los soviéticos vencían a los alemanes, después podían sufrir el ataque de Inglaterra y Estados Unidos: algo parecido a lo que había ocurrido tras la guerra de 1914-1918. ¿Se encontraría la URSS indefensa ante una súper bomba imperialista y capitalista?
Volodia encargó a su ayudante, el teniente Belov, que averiguase el paradero de Zoya.
Mientras esperaba que le remitieran la dirección, Volodia estudió los informes de Frunze, en su versión original en inglés y en la traducción, y memorizó lo que parecían las frases principales, pues no podía sacar los documentos del edificio. Después de una hora entendió lo suficiente como para hacer más preguntas.
Belov averiguó que Zoya no estaba ni en la universidad ni en el edificio de apartamentos cercano al campus y destinado a los científicos. Sin embargo, el administrador del edificio le contó que los residentes más jóvenes habían sido llamados a colaborar en la construcción de defensas internas para la ciudad, y le indicó la dirección donde podía estar trabajando Zoya.
Volodia se puso el abrigo y salió.
Se sentía emocionado, aunque no estaba seguro si era por Zoya o por la súper bomba. Tal vez fuera por ambas cosas.
Pudo conseguir una limusina ZIS militar con chófer.
Al pasar por la estación de Kazán —de donde partían los trenes con dirección el este—, vio lo que parecía una revuelta en toda regla. Por lo visto, la gente no podía entrar en la estación, ni mucho menos subir a los trenes. Una gran masa de hombres y mujeres luchaba para llegar a las puertas de entrada con sus hijos, sus mascotas, sus maletas y sus baúles. Volodia se sintió conmocionado al ver que, a tal fin, se propinaban puñetazos y patadas sin reparo. Unos pocos policías contemplaban la escena, impotentes: habría hecho falta un ejército para imponer el orden.
Los chóferes del ejército solían ser tipos taciturnos, pero este se sintió impelido a hacer un comentario.
—¡Putos cobardes! —espetó—. Van y se escapan, y nos dejan aquí para luchar contra los nazis. Mírelos, con sus putos abrigos de pieles.
Volodia estaba sorprendido. La crítica a la élite gobernante era peligrosa. Comentarios de esa clase podían provocar que recayera una denuncia sobre quien los hacía. Luego, el denunciado pasaría una semana o dos en el sótano del cuartel general del NKVD, en la plaza de Lubianka. Era posible que saliera de allí lisiado de por vida.
Volodia tenía la desconcertante sensación de que el rígido sistema de jerarquía y deferencia que sostenía al comunismo soviético empezaba a debilitarse y a desintegrarse.
Encontraron al grupo de las barricadas justo donde había supuesto el administrador del edificio. Volodia bajó del coche, indicó al conductor que esperase y observó la obra.
Se trataba de una vía central cubierta de «erizos» para la defensa antitanque. Un erizo era una estructura construida con tres tramos de vía de acero, de un metro de longitud cada uno, unidos por el centro en forma de asterisco, que se sostenía en pie sobre tres pies y del que asomaban tres brazos hacia arriba. Por lo visto, impedían el rodaje de las orugas de los tanques.
Detrás del campo de erizos estaban cavando una zanja con piquetas y palas, y detrás de aquello estaban levantando un muro, con huecos para los francotiradores. Habían dejado un angosto camino en zigzag entre los obstáculos con el fin de que la ruta siguiera siendo transitable para los moscovitas hasta que llegasen los alemanes.
Casi todas las personas que se afanaban en la excavación y la construcción de estructuras eran mujeres.
Volodia encontró a Zoya junto a un montículo de arena, llenando sacos con ayuda de una pala. Se quedó mirándola desde lejos un minuto. Llevaba un abrigo polvoriento, manoplas de lana y botas de fieltro. Llevaba el pelo rubio peinado hacia atrás y cubierto con un pañuelo descolorido anudado bajo la barbilla. Tenía el rostro manchado de barro, pero seguía pareciendo atractiva. Movía la pala de forma rítmica y trabajaba con diligencia. Entonces, el supervisor sopló un silbato y el trabajo se detuvo.
Zoya se sentó sobre una pila de sacos de arena y se sacó del bolsillo de su abrigo un pequeño paquete envuelto con papel de periódico. Volodia se sentó junto a ella.
—Podrías conseguir una excedencia de este trabajo —le dijo.
—Es mi ciudad —terció ella—. ¿Por qué no querría colaborar en su defensa?
—Así que no huyes al este.
—No pienso huir de esos putos nazis.
Su vehemencia lo sorprendió.
—Hay mucha gente que sí lo hace.
—Ya lo sé. Creía que tú te habrías ido hacía tiempo.
—No me tienes en muy alta estima. Crees que pertenezco a una élite egoísta.
Ella se encogió de hombros.
—Los que tienen la oportunidad de salvarse, suelen hacerlo.
—Bueno, pues te equivocas. Toda mi familia sigue aquí, en Moscú.
—Puede que te haya juzgado mal. ¿Quieres una tortita? —Abrió el paquete de papel de periódico y descubrió cuatro pálidas tortas envueltas en hojas de col—. Prueba una.
Él aceptó la invitación y dio un mordisco. No era muy sabrosa.
—¿Qué es?
—Mondaduras de patata. Te dan un cubo gratis en la puerta trasera de cualquier cantina del partido o del comedor de los oficiales. Se rallan bien con el rallador, se hierven hasta reblandecerlas, se mezclan con un poco de harina y leche, se añade sal, si tienes, y se fríen con manteca.
—No sabía que estabas tan necesitada —comentó él, abochornado—. En nuestra casa siempre tendrás un plato de comida.
—Gracias. ¿Qué te trae por aquí?
—Una pregunta. ¿Qué es la separación del isótopo por difusión gaseosa?
Ella se quedó mirándolo.
—¡Oh, Dios mío!, ¿qué ha ocurrido?
—No ha ocurrido nada. Solo intento valorar cierta información de naturaleza dudosa.
—¿Al final estamos construyendo la bomba de fisión nuclear?