Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Llegaron a una pequeña ciudad. ¿Podría escapar en el trayecto del coche a la prisión? No podía hacer ningún plan: desconocía el terreno. No había nada que pudiera hacer salvo mantenerse alerta y aprovechar cualquier oportunidad.
El coche viró por la calle principal y se adentró en un callejón situado justo detrás de una hilera de tiendas. ¿Iban a ejecutarlo allí y dejar tirado su cadáver?
El coche se detuvo en la entrada trasera de un restaurante. El patio estaba cubierto de cajas y latas gigantescas. A través de una pequeña ventana, Lloyd divisó una cocina muy iluminada.
El gendarme sentado en el asiento del copiloto bajó del coche y abrió la portezuela de Lloyd, por el lado que quedaba más próximo al edificio. ¿Era esta su oportunidad? Tendría que salir corriendo del coche y recorrer a toda prisa el callejón. Estaba oscuro: tras una carrera de pocos metros, dejaría de ser un blanco fácil.
El gendarme se metió en el coche y agarró a Lloyd por el brazo, reteniéndolo mientras bajaba y se enderezaba. El segundo gendarme salió inmediatamente detrás del inglés. La oportunidad no era lo bastante buena.
Pero ¿para qué lo habían llevado hasta allí?
Lo hicieron entrar a la cocina. Un cocinero batía huevos en un cuenco y un chico adolescente lavaba platos en una pica enorme.
—Aquí tienes a un inglés. Se hace llamar Leandro —informó uno de los gendarmes.
—¡Teresa! ¡Ven aquí! —gritó el cocinero sin dejar de trabajar y levantando la cabeza.
Lloyd recordó a otra Teresa, una bella anarquista española que enseñaba a los soldados a leer y escribir.
La puerta de la cocina se abrió de golpe y ella entró.
Lloyd se quedó mirándola, atónito. No había posibilidad de error: jamás olvidaría aquellos ojazos ni esa mata de pelo negro, aunque llevase una gorra de algodón blanco y un delantal de camarera.
Al principio, ella no lo miró. Dejó una pila de platos en el mostrador, junto al joven lavaplatos, se volvió hacia los gendarmes con una sonrisa y los besó a ambos en la mejilla.
—¡Pierre! ¡Michel! ¿Cómo estáis? —preguntó. Luego se volvió hacia Lloyd, se quedó mirándolo y dijo en español—: No… no es posible. Lloyd… ¿De verdad eres tú?
Él no pudo más que asentir con cara de embobado.
Ella lo abrazó, lo achuchó y le plantó dos besos en las mejillas.
—Pues ya estamos —dijo uno de los gendarmes—. Todo arreglado. Tenemos que irnos. ¡Buena suerte! —Pasó a Lloyd su bolsa de lona y se marcharon.
Lloyd por fin logró hablar.
—¿Qué está pasando? —preguntó a Teresa en español—. ¡Creía que iban a llevarme a prisión!
—Odian a los nazis y por eso nos ayudan —aclaró ella.
—¿Cómo que «nos»?
—Ya te lo explicaré más tarde. Acompáñame. —Teresa abrió una puerta que daba a unas escaleras y lo llevó al piso superior, donde había una habitación con pocos muebles—. Espera aquí, te traeré algo de comer.
Lloyd se tumbó en la cama y se quedó pensando en su inmensa suerte. Hacía cinco minutos había creído que estaban a punto de torturarlo y matarlo. Ahora estaba esperando que una hermosa mujer le llevara la cena.
La situación podía volver a dar un giro radical, era consciente de ello.
Teresa regresó media hora después con una tortilla y unas patatas fritas servidas en un robusto plato.
—Hemos estado ocupados, pero cerramos temprano —dijo ella—. Volveré en un par de minutos.
Lloyd engulló la comida con avidez.
Cayó la noche. Oyó el murmullo de la conversación entre los clientes que se marchaban y el entrechocar metálico de los cacharros que se recogían; luego Teresa reapareció con una botella de vino tinto y dos vasos.
Lloyd le preguntó por qué se había marchado de España.
—Nuestros compatriotas están muriendo asesinados por millares —aseguró—. Para aquellos a los que no han matado, han aprobado la Ley de Responsabilidades Políticas, y criminalizan a todo aquel que haya apoyado al gobierno republicano. Puedes perder todas tus propiedades si te opones a Franco incluso por «pasividad grave». Solo te consideran inocente si puedes probar que lo has apoyado.
Lloyd pensó con amargura en la confianza con que Chamberlain había informado a la Cámara de los Comunes de que Franco había renunciado a las represalias políticas. ¡Qué maldito mentiroso había resultado ser Chamberlain!
—Muchos de nuestros camaradas se encuentran en campos de prisioneros en condiciones infrahumanas —añadió Teresa.
—Supongo que no tendrás ni idea de lo que le pudo pasar al sargento Lenny Griffiths, mi amigo.
Teresa negó con la cabeza.
—No volví a verlo después de Belchite.
—¿Y tú…?
—Yo escapé de las tropas de Franco, llegué a este lugar, conseguí trabajo de camarera… Y descubrí que podía dedicarme a otra cosa.
—¿A qué otra cosa?
—Ayudo a cruzar las montañas a los soldados fugitivos. Por eso los gendarmes te han traído hasta aquí.
Lloyd se sintió animado. Había pensado llegar solo hasta España y se había estado preocupando por si sabría encontrar el camino. Y ahora incluso contaría con una guía.
—Tengo a otros dos esperando —dijo—. Un soldado de artillería inglés y un piloto canadiense. Están en una granja de las montañas.
—¿Cuándo quieres que crucemos?
—Esta noche —respondió ella—. No bebas demasiado vino.
Volvió a marcharse y regresó media hora después con un viejo abrigo raído.
—Iremos por un lugar frío —explicó.
Salieron con sigilo por la puerta de la cocina y se abrieron paso por la pequeña ciudad iluminados por las estrellas. Una vez que dejaron atrás las casas, siguieron por un sendero ascendente con una cuesta cada vez más pronunciada. Tras una hora de recorrido llegaron a un pequeño grupo de edificaciones de piedra. Teresa silbó y abrió la puerta de un granero, y de él salieron dos hombres.
—Siempre usamos nombres falsos —comentó ella en inglés—. Yo soy María y estos dos son Fred y Tom. Nuestro nuevo amigo es Leandro. —Los hombres se estrecharon la mano. Ella prosiguió—: Nada de hablar, ni de fumar y el que se retrase, ahí se queda. ¿Estamos listos?
Desde ese punto, el camino se volvía más empinado. Lloyd empezó a resbalar con las piedras. De cuando en cuando, se agarraba a los raquíticos matojos de brezo que crecían junto al sendero y se daba impulso hacia arriba con su ayuda. La menuda Teresa imprimía un ritmo que no tardó en hacer resollar y resoplar a los tres hombres. Ella llevaba una linterna, pero se negaba a encenderla mientras brillasen las estrellas, argumentando que no quería gastar la pila.
El aire fue enfriándose. Cruzaron un arroyo gélido, y a Lloyd no volvieron a calentársele los pies después de aquello.
—Aquí procurad permanecer en el centro del camino —les advirtió Teresa una hora después.
Lloyd miró hacia abajo y se percató de que estaba al borde de un precipicio entre dos laderas escarpadas. Cuando vio el abismo al que podía caer, se sintió algo mareado y rápidamente levantó la vista y la clavó al frente, en la silueta grácil y ligera de Teresa. En circunstancias normales, habría disfrutado de cada minuto de la caminata tras un cuerpo como aquel, pero en ese momento estaba tan cansado y tenía tanto frío que ni siquiera le quedaban energías para comérsela con los ojos.
Las montañas no estaban habitadas. En un punto del camino, un perro ladró a lo lejos; en otro, escucharon un espeluznante repiqueteo de campanas, que asustó a los hombres hasta que Teresa les explicó que los pastores colgaban cencerros a sus ovejas para poder localizar los rebaños.
Lloyd pensaba en Daisy. ¿Estaría aún en Ty Gwyn? ¿O habría regresado con su marido? Esperaba que no hubiera regresado a Londres, porque, según publicaba la prensa francesa, la ciudad era bombardeada todas las noches. ¿Estaría viva o muerta? ¿Volvería a verla alguna vez? Si lo hacía, ¿qué sentiría ella por él?
Se detenían cada dos horas para descansar, beber agua y tomar un par de tragos de una botella de vino que llevaba Teresa.
Empezó a llover casi al despuntar el alba. El sotobosque se tornó de inmediato resbaladizo y traicionero, y todos tropezaban y se trastabillaban, pero Teresa no aminoró la marcha.
—Dad gracias de que no nieve —dijo.
La luz del día reveló un paisaje de maleza entre la que asomaban afloramientos de roca cual lápidas. La lluvia no cesaba y una fría bruma oscurecía el horizonte.
Después de un rato, Lloyd se dio cuenta de que iban caminando cuesta abajo.
—Ya estamos en España —anunció Teresa en su siguiente parada.
Lloyd debería haberse sentido aliviado, pero sencillamente se sentía agotado.
Poco a poco, el paisaje se volvió más agradable, las piedras fueron dando paso a la densa hierba y los toscos matorrales.
De pronto, Teresa se dejó caer al suelo y se quedó tumbada boca arriba.
Los tres hombres la imitaron al instante, sin necesidad de que los animara a hacerlo. Siguiendo la mirada de Teresa, Lloyd vio a dos hombres con uniforme verde y unas peculiares gorras: guardias fronterizos españoles, supuestamente. Se dio cuenta de que el hecho de estar en España no suponía que se hubiera librado de los problemas. Si lo pillaban entrando en el país de forma ilegal, podían incluso enviarlo de vuelta. Peor aún, podía acabar desapareciendo en un campo de prisioneros franquista.
La patrulla fronteriza avanzaba por un sendero de montaña en dirección a los fugitivos. Lloyd se dispuso para la pelea. Tendría que moverse deprisa para derribarlos antes de que sacaran las armas. Se preguntó cómo se defenderían los otros dos en un altercado.
Sin embargo, no tenía nada que temer. Los dos guardias llegaron a una especie de frontera invisible y dieron media vuelta. Teresa reaccionó como si hubiera sabido que aquello iba a ocurrir. Cuando los guardias se esfumaron, ella se levantó y los cuatro siguieron caminando.
Poco después, la bruma se disipó. Lloyd vio una aldea de pescadores a orillas de una bahía arenosa. Ya había estado allí antes, durante su estancia en España en 1936. Incluso recordaba que había una estación de tren.
Llegaron caminando al pueblo. Era un lugar tranquilo, sin señal alguna de burocracia: ni policía, ni ayuntamiento, ni soldados, ni puestos de control. Sin duda alguna, era la razón por la que Teresa lo había escogido como punto de destino.
Fueron a la estación y Teresa compró los billetes, coqueteando con el vendedor como si fueran viejos amigos.
Lloyd se sentó en un banco del sombrío andén, con los pies hinchados y doloridos, agotado, agradecido y feliz.
Una hora más tarde, subieron al tren con destino a Barcelona.
Daisy no había entendido hasta ese momento el verdadero significado del trabajo.
Ni del agotamiento.
Ni de la tragedia.
Se sentó en un aula de colegio, mientras bebía un dulce té inglés en una taza sin platillo. Llevaba casco de acero y botas de goma. Eran las cinco de la tarde y todavía estaba cansada por el trabajo de la noche anterior.
Formaba parte del grupo voluntario de Prevención para los Bombardeos destinado al barrio de Aldgate. En teoría realizaba un turno de ocho horas, seguidas de ocho horas de guardia y ocho horas de descanso. En la práctica trabajaba mientras duraba el bombardeo y había heridos que trasladar al hospital.
Londres fue bombardeado todas las noches de octubre de 1940.
Daisy siempre trabajaba con otra mujer, la ayudante de la conductora, y cuatro hombres que componían el equipo de primeros auxilios. Su cuartel general era un colegio, y en ese momento estaban sentados a los pupitres de los niños, a la espera de que los aviones y las sirenas empezaran a aullar y las bombas a caer.
La ambulancia que conducía era un Buick estadounidense reconvertido. También tenían vehículos sin reconvertir y un conductor para transportar lo que llamaban «casos de asiento»: heridos que podían permanecer sentados sin ayuda mientras los trasladaban al hospital.
Su ayudante era Naomi Avery, una atractiva joven rubia del East End a la que le gustaban los hombres y la camaradería de equipo. Aprovechaba el descanso para bromear con el supervisor de zona, Nobby Clarke, un policía jubilado.
—El supervisor jefe es un hombre —dijo ella—. El supervisor del barrio es un hombre. Tú eres un hombre.
—Eso espero —dijo Nobby, y los demás estallaron de risa.
—Hay muchas mujeres en Prevención para los Bombardeos —prosiguió Naomi—. ¿Cómo es que ninguna tiene un puesto de mando?
Los hombres rieron.
—Ya estamos otra vez con lo de los derechos de las mujeres —terció un calvo con una narizota enorme llamado George el Guapo. Era un hombre con cierta tendencia misógina.
Daisy se unió a la conversación.
—¿De verdad creéis que todos los hombres sois más inteligentes que las mujeres?
—Pues resulta que hay algunas supervisoras jefes —respondió Nobby.
—No las he visto en mi vida —respondió Naomi.
—Es como una tradición, ¿verdad? —comentó Nobby—. Las mujeres siempre han sido amas de casa.
—Como Catalina la Grande de Rusia —añadió Daisy con sarcasmo.
—O la reina Isabel de Inglaterra —intervino Naomi.
—Amelia Earhart.
—Jane Austen.
—Marie Curie, la única científica que ha ganado el premio Nobel dos veces.
—¿Catalina la Grande? —preguntó George el Guapo—. ¿No hay una historia sobre ella y su caballo?
—Bueno, bueno, que hay señoritas delante —advirtió Nobby en tono reprobatorio—. De todas formas, yo puedo responder a la pregunta de Daisy —añadió.
—Adelante pues —lo invitó Daisy, deseosa de escuchar ese argumento en su favor.
—Os garantizo que hay mujeres tan inteligentes como los hombres —dijo Nobby como si estuviera haciendo una concesión de increíble generosidad—. No obstante, existe una razón de peso para que casi todos los altos cargos de Prevención sean hombres.
—¿Y qué razón es esa, Nobby?
—Es muy simple. Los hombres no aceptarían órdenes de una mujer. —Volvió a repantigarse con expresión triunfal, seguro de haber ganado la discusión.
Lo irónico era que, cuando las bombas caían y rebuscaban entre las ruinas a los heridos, hombres y mujeres sí eran iguales. Entonces no existían las jerarquías. Si Daisy le decía a gritos a Nobby que levantara el otro extremo de una viga derribada, él la obedecía sin demora.
A Daisy le encantaban aquellos hombres, incluso George. Habrían dado su vida por ella y ella habría reaccionado de igual modo.