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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (59 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Al acercarse más al río, Erik y Hermann se mezclaron con la infantería. Algunos soldados descargaban a pulso los botes neumáticos de la parte trasera de los camiones y los llevaban hasta la orilla del río, mientras los tanques intentaban cubrirlos disparando a las defensas francesas. Sin embargo, Erik, que había recobrado rápidamente la lucidez, se dio cuenta de que aquella era una batalla perdida: los franceses se encontraban tras los muros y en el interior de los edificios, mientras que la infantería alemana había quedado expuesta en la orilla del río. En cuanto botaran una lancha neumática, esta sería el blanco de una intensa ráfaga de fuego de ametralladoras.

En un tramo superior, el río describía una curva hacia la derecha, por eso el cuerpo de infantería no podría escapar del alcance de los franceses sin antes retroceder una larga distancia.

Tal como estaba la situación, ya había un gran número de muertos y heridos en el campo de batalla.

—Recojamos a este —ordenó Hermann con decisión, y Erik se agachó para obedecer.

Desenrollaron la camilla sobre el suelo junto a un soldado de infantería que gemía de dolor. Erik le dio de beber agua de una cantimplora, como había aprendido en la facultad. Apreció que el hombre presentaba numerosas heridas superficiales en la cara y un brazo descoyuntado. Erik supuso que había sido alcanzado por las ametralladoras, aunque, por suerte, los disparos no habían afectado a los órganos vitales. No había hemorragia, por lo que no se entretuvieron en hacerle un torniquete. Levantaron al herido y lo colocaron en la camilla, lo alzaron e iniciaron el camino de regreso corriendo hacia el hospital de campaña.

El herido emitía gritos agónicos mientras avanzaban.

—¡No paréis, no paréis! —gritó cuando se detuvieron, y apretó los dientes.

Llevar a un hombre en camilla no era tan fácil como podía parecer. Erik tenía la sensación de que iban a caérsele los brazos y estaban solo a mitad del recorrido. Sin embargo, sabía que el dolor del paciente era mucho más intenso, así que se limitó a seguir corriendo.

Se percató, agradecido, de que las bombas habían dejado de caer a su alrededor. Los franceses habían fijado su objetivo en la orilla del río, en un intento de evitar que los alemanes lo cruzasen.

Erik y Hermann llegaron por fin a la granja con su carga. Weiss tenía el lugar organizado: las habitaciones despejadas de los muebles prescindibles; lugares marcados en el suelo para colocar a los pacientes, y la mesa de la cocina dispuesta como mesa de operaciones. Indicó a Erik y a Hermann dónde situar al hombre herido. A continuación, los envió de regreso al campo, en busca de su próximo paciente.

La carrera de regreso al río fue más fácil. Iban libres de carga y el camino describía una ligera pendiente cuesta abajo. A medida que se aproximaban al río, Erik iba preguntándose, preocupado, si volvería a ser presa del pánico.

Le atemorizó el darse cuenta de que la batalla seguía yendo mal. Había varias embarcaciones a la deriva en pleno río y más cuerpos en la orilla; y todavía no se divisaban alemanes a lo lejos.

—Esto es una catástrofe —sentenció Hermann—. ¡Deberíamos haber esperado a nuestra artillería! —Su voz se había tornado estridente.

—Entonces habríamos perdido la ventaja del factor sorpresa —terció Erik—, y los franceses habrían tenido tiempo de pedir refuerzos. La larga travesía por las Ardenas no habría servido para nada.

—Bueno, pues esto no está funcionando —concluyó Hermann.

En su fuero interno, Erik empezaba a preguntarse si los planes del Führer eran realmente infalibles. Esa idea hizo tambalear su determinación y amenazó con desestabilizarlo por completo. Por suerte, no tenían más tiempo para la reflexión. Se detuvieron junto a un hombre con una pierna casi desmembrada. Tenía más o menos la misma edad que ellos, unos veinte años, la piel pálida y pecosa, y el pelo rojizo. La pierna izquierda le acababa a mitad del muslo, en un muñón descarnado. Resultaba sorprendente, pero no se había desmayado, y los miró como si fueran dos ángeles de la guarda.

Erik localizó el punto de presión en la ingle y detuvo la hemorragia mientras Hermann sacaba un torniquete y se lo aplicaba. Luego lo colocaron en la camilla y regresaron a la carrera.

Hermann era un alemán leal, aunque a veces se dejaba llevar por sus sentimientos negativos. Si Erik tenía esa clase de sentimientos, se cuidaba mucho de expresarlos en voz alta. De esa forma no menospreciaba las convicciones de nadie y no se metía en líos.

Sin embargo, no podía evitar pensar. Al parecer, el avance a través de las Ardenas no había resultado en la victoria fácil que los alemanes esperaban obtener. Las defensas del río Musa eran débiles, pero los franceses contraatacaban con virulencia. Erik se planteó si su primera experiencia en la batalla podría acabar con la fe que tenía en el Führer. Ese pensamiento hizo que sintiera verdadero pánico.

Se preguntó si a los destacamentos alemanes apostados más al este estaría yéndoles mejor. La 1.ª y la 10.ª Panzer habían avanzado junto a la división de Erik, la 2.ª, en su aproximación a la frontera, y debían ser ellas las responsables del ataque río arriba.

Sufría un constante y lacerante dolor en la musculatura de los brazos.

Llegaron al hospital de campaña por segunda vez. El lugar era un hervidero de actividad: el suelo estaba atestado de hombres que gemían y lloraban; había vendas manchadas de sangre por todas partes; Weiss y sus ayudantes pasaban a todo correr de un cuerpo mutilado al siguiente. Erik jamás había imaginado que un lugar tan pequeño pudiera albergar tanto sufrimiento. En cierto modo, cuando el Führer hablaba de la guerra, el joven jamás había imaginado ese tipo de situación.

Entonces se percató de que su paciente tenía los ojos cerrados.

El comandante Weiss le tomó el pulso.

—Llevadlo al granero ¡y no perdáis el tiempo trayéndome cadáveres, joder! —espetó.

Erik podría haber empezado a gritar de frustración y por el dolor de brazos, que empezaba a afectarle también a las piernas.

Llevaron el cuerpo al granero y vieron que allí ya había una docena de jóvenes muertos.

Aquello era peor que cualquier cosa que hubiera podido imaginar. Hasta ese momento, la idea de la contienda le había evocado el valor ante el peligro, el estoicismo ante el sufrimiento, el heroísmo ante la adversidad. Sin embargo, lo que estaba viendo en ese instante era la agonía, los gritos, el terror irracional, los cuerpos mutilados y la total desconfianza en la lógica de su misión.

Regresaron una vez más al río.

El sol estaba bajo y algo había cambiado en el campo de batalla. Los defensores franceses de Donchery estaban siendo objeto de un ataque aéreo en el extremo más distante del río. Erik supuso que más arriba, la 1.ª Panzer había tenido mejor fortuna, y había asegurado la cabeza de puente en la orilla meridional; en ese momento, los hombres habían llegado hasta el punto donde podían recibir ayuda de sus camaradas de los flancos. Estaba claro que su munición no estaba retenida en el bosque.

Animados, Erik y Hermann rescataron a otro herido. Esta vez, al regresar al hospital de campaña, les sirvieron dos latas de sabrosa sopa. En el descanso de diez minutos, mientras bebían el caldo, Erik deseó tumbarse a dormir toda la noche. Hizo falta un esfuerzo sobrehumano por su parte para que se levantase, agarrase su extremo de la camilla y regresara corriendo de vuelta al campo de batalla.

En ese momento fueron testigos de una escena distinta. Los tanques cruzaban el río. Los alemanes procedentes del curso superior llegaban bajo una intensa ráfaga de fuego, pero estaban respondiendo con ayuda de los refuerzos de la 1.ª Panzer.

Erik entendió que, a pesar de todo, su bando tenía alguna oportunidad de lograr su objetivo. Eso lo animó y empezó a sentirse avergonzado por haber dudado del Führer.

Hermann y él siguieron rescatando heridos durante horas, hasta que olvidaron lo que era no sentir dolor en brazos y piernas. Algunos de los hombres que transportaban estaban inconscientes; otros les daban las gracias, algunos los insultaban; muchos solo gritaban; algunos vivían y otros morían.

A las ocho de la tarde había una cabeza de puente alemana en el curso superior del río y, a las diez, ya estaba asegurada.

La contienda tocó a su fin al caer la noche. Erik y Hermann continuaron barriendo el campo de batalla en busca de heridos. A medianoche llevaron el último al hospital. Luego se tumbaron bajo un árbol y se sumieron en un sueño profundo, de puro agotamiento.

Al día siguiente, Erik y Hermann y el resto de la 2.ª Panzer regresaron al oeste y penetraron en lo que quedaba de las defensas del ejército francés.

Dos días más tarde, ya se encontraban a ochenta kilómetros de distancia, en el río Oise, y avanzaban a toda prisa por territorio sin defender.

El 20 de mayo, una semana después de haber aparecido por sorpresa en el bosque de las Ardenas, habían llegado a la costa del canal de la Mancha.

El comandante Weiss explicó su logro a Erik y a Hermann.

—Veréis, nuestro ataque de Bélgica fue un amago. Su objetivo era atraer a franceses e ingleses a una trampa. Nosotros, las divisiones Panzer, éramos las mandíbulas del cepo y ahora los tenemos entre las fauces. La mayor parte del ejército francés y casi toda la Fuerza Expedicionaria Británica están en Bélgica, rodeados por el ejército alemán. Les faltan víveres y refuerzos, están desesperados y abatidos.

—¡Ese era el plan del Führer desde un principio! —exclamó Erik con tono triunfal.

—Sí —afirmó Weiss y, aunque Erik no supo si estaba siendo sincero, añadió—: ¡Nadie piensa como el Führer!

II

Lloyd Williams se encontraba en un estadio de fútbol de algún lugar entre Calais y París. Con él había otros mil prisioneros de guerra ingleses o más. No tenían dónde cobijarse del sol abrasador de junio, aunque agradecían la calidez de las noches, ya que no había mantas. Tampoco había baños ni agua para asearse.

Lloyd estaba cavando un agujero con las manos. Había organizado un grupo de trabajo con algunos de los mineros galeses para construir unas letrinas en uno de los extremos del campo de fútbol. Él trabajaba con ellos, codo con codo, para dar ejemplo de fuerza de voluntad. Otros hombres se sumaron, pues no tenían otra cosa que hacer, y pronto fueron cerca de un centenar colaborando. Cuando un guardia pasó por allí rondando para ver qué se cocía, Lloyd se lo explicó.

—Hablas bien el alemán —comentó el guardia con amabilidad—. ¿Cómo te llamas?

—Lloyd.

—Yo soy Dieter.

Lloyd decidió sacar partido a aquella pequeña muestra de simpatía.

—Podríamos cavar más deprisa si tuviéramos herramientas.

—¿A qué viene tanta prisa?

—Una mejor higiene os beneficiaría a vosotros tanto como a nosotros.

Dieter se encogió de hombros y se alejó.

Lloyd tenía la incómoda sensación de ser un fracasado. No había entrado en acción. Los Fusileros Galeses habían ido a Francia en calidad de reservistas, como reemplazo de otros soldados en una contienda que se preveía prolongada. Sin embargo, los alemanes habían tardado solo diez días en derrotar al grueso del ejército aliado. Muchos de los ingleses vencidos habían sido evacuados de Calais y Dunkerque, pero miles de soldados habían perdido el barco, y Lloyd se contaba entre ellos.

Supuestamente, los alemanes se dirigían hacia el sur a marchas forzadas. A Lloyd le constaba que los franceses seguían luchando, pero sus mejores tropas habían quedado aisladas en Bélgica. Los guardias alemanes lucían una expresión triunfalista, como si tuvieran el convencimiento de una victoria garantizada.

Lloyd era prisionero de guerra, pero ¿durante cuánto tiempo más? A esas alturas del conflicto, las naciones debían de estar presionando al gobierno británico para la firma de un tratado de paz. Churchill jamás accedería, pero era un disidente, distinto a todos los demás políticos, y podía ser destituido. Los hombres como lord Halifax se andarían con pocos miramientos a la hora de firmar un tratado de paz con los nazis. Aunque a Lloyd le entristeciera reconocerlo, lo mismo podía decirse del subsecretario de Asuntos Exteriores, el conde Fitzherbert, quien ahora resultaba ser su padre, para bochorno de su hijo ilegítimo.

Si la paz llegaba pronto, sus días como prisionero de guerra serían contados. Tal vez pasara todo el conflicto allí, en aquel estadio francés. Regresaría a casa esquelético y quemado por el sol, pero, salvo por eso, de una pieza.

No obstante, si los ingleses persistían en la lucha, sería harina de otro costal. La última guerra se había prolongado durante más de cuatro años. Lloyd no podía soportar la idea de perder cuatro años de su vida en un campo de prisioneros de guerra. Decidió que intentaría fugarse para escapar a ese destino.

Dieter reapareció cargado con una docena de palas.

Lloyd las repartió entre los hombres más robustos y el trabajo se aceleró.

En algún momento, los prisioneros serían trasladados a un campo de concentración de forma permanente. Esa sería la ocasión perfecta para intentar la huida. Basándose en su experiencia en España, Lloyd supuso que el ejército no consideraría prioritaria la vigilancia de los prisioneros. Si uno intentaba huir, tenía la posibilidad de salir airoso o podía caer abatido de un disparo; de una forma u otra, sería una boca menos que alimentar.

Pasaron lo que quedaba del día terminando las letrinas. Aparte de constituir una mejora para la higiene, ese proyecto les había levantado la moral, y Lloyd permaneció aquella noche en vela, contemplando las estrellas e intentando idear nuevas actividades en grupo. Decidió que organizaría una competición deportiva por todo lo alto: unos Juegos Olímpicos para prisioneros.

Aunque no tuvo la oportunidad de ponerlo en práctica, porque, a la mañana siguiente, los obligaron a marchar a pie.

Al principio, no estaba seguro de en qué dirección los llevaban, pero, transcurrido cierto tiempo, llegaron a la Route Napoléon, una carretera de dos carriles, y avanzaron hacia el este sin desviarse. A Lloyd se le ocurrió, que, con toda probabilidad, pretendían llevarlos caminando hasta Alemania.

Sabía que, en cuanto hubieran llegado, la huida le resultaría mucho más difícil. Debía aprovechar esa oportunidad. Cuanto antes, mejor. Estaba asustado, ahí estaban los guardias con sus armas, pero decidido.

No había mucho tráfico rodado, salvo algún que otro coche oficial alemán, pero la carretera estaba atestada de personas que viajaban a pie, justo en el sentido contrario al grupo de prisioneros. Transportaban sus posesiones en carretas y carromatos, algunos llevaban a sus reses encabezando la marcha. A todas luces, se trataba de refugiados cuyos hogares habían quedado destruidos en la contienda. Lloyd la consideró una visión alentadora. Un prisionero fugado podía confundirse entre ellos.

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