El invierno del mundo (45 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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—Podría hacer una copia de carbón adicional —dijo Volodia—. O a mano. O conseguir la copia que otro guarde en su archivo. Hay maneras.

—Claro que las hay. Y cualquiera de ellas podría hacer que me mataran.

—Si no hacemos nada con los crímenes que está cometiendo este régimen… ¿merece la pena vivir?

Heinrich se detuvo y miró fijamente a Volodia, que no conseguía adivinar qué estaba pensando, pero el instinto le aconsejó que guardara silencio. Tras una larga pausa, Heinrich suspiró y dijo:

—Lo pensaré.

«Lo tengo», pensó Volodia, exultante.

—¿Cómo me pondré en contacto con usted? —preguntó Heinrich.

—No lo hará —contestó Volodia—. Seré yo quien se ponga en contacto con usted.

Se tocó el ala del sombrero y se alejó por donde había venido.

Se sentía eufórico. Si Heinrich no hubiera tenido intención de aceptar la propuesta, la habría rehusado tajantemente. La promesa de pensarlo era casi tan buena como la aceptación. Lo consultaría con la almohada. Consideraría el peligro. Pero, finalmente, lo haría. Volodia estaba casi seguro.

Se obligó a no sentirse demasiado confiado. Un centenar de cosas podían ir mal.

Con todo, rebosaba esperanza cuando salió del parque y se internó en el bullicio de la ciudad, dejando atrás las tiendas y los restaurantes de Unter den Linden. No había cenado, pero no podía permitirse hacerlo en aquella avenida.

Tomó un tranvía en dirección al este, hacia el barrio humilde llamado Friedrichshain, y después se encaminó a un bloque de pisos. Le abrió la puerta de un pequeño apartamento una chica guapa, menuda y rubia de unos dieciocho años. Llevaba un jersey rosa y unos pantalones negros y holgados, e iba descalza. Aunque era delgada, tenía unos senos deliciosamente generosos.

—Siento presentarme sin avisar —dijo Volodia—. ¿Llego en mal momento?

Ella sonrió.

—En absoluto —respondió—. Pasa.

Entró. Ella cerró la puerta y lo abrazó.

—Siempre me alegro de verte —dijo, y lo besó con avidez.

Lili Markgraf era una joven con mucho cariño por dar. Volodia había salido con ella una vez por semana desde que había vuelto a Berlín. No estaba enamorado y sabía que ella salía con otros hombres, entre ellos Werner, pero cuando estaban juntos se mostraba ardiente.

—¿Has oído la noticia? ¿Has venido por eso? —le preguntó un momento después.

—¿Qué noticia?

Lili trabajaba como secretaria en una agencia de noticias y siempre era la primera en enterarse de las novedades.

—¡La Unión Soviética ha firmado un pacto con Alemania! —dijo.

Aquello no tenía sentido.

—Querrás decir Gran Bretaña y Francia, contra Alemania.

—¡No! Esa es la sorpresa: Stalin y Hitler se han hecho amigos.

—Pero… —Volodia enmudeció, desconcertado.

¿De pronto eran amigos de Hitler? Parecía una locura. ¿Era esa la solución ideada por el nuevo ministro de Exteriores soviético, Mólotov?

«Como no hemos conseguido detener la marea del fascismo mundial, ¿dejamos de intentarlo?

»¿Libró mi padre una revolución para esto?»

III

Woody Dewar volvió a ver a Joanne Rouzrokh cuatro años después.

Ninguna de las personas que conocían a su padre creía que en verdad hubiera intentado violar a una aspirante a estrella en el hotel Ritz-Carlton. La joven había retirado los cargos, pero el periódico apenas le había dado prominencia a una noticia tan tediosa. En consecuencia, Dave seguía siendo un violador a los ojos de la población de Buffalo. Por ello, los padres de Joanne se mudaron a Palm Beach, y Woody perdió el contacto con ella.

La siguiente vez que la vio, fue en ese momento en la Casa Blanca.

Woody estaba con su padre, el senador Gus Dewar, y juntos iban a ver al presidente. Woody había coincidido con Franklin D. Roosevelt en varias ocasiones. Su padre y el presidente eran amigos desde hacía muchos años. Pero se había tratado de eventos sociales en los que Roosevelt había estrechado la mano a Woody y le había preguntado cómo le iba en la escuela. Aquella iba a ser la primera vez que Woody asistía a una auténtica reunión política con el presidente.

Franquearon la entrada principal del Ala Oeste, cruzaron el vestíbulo y accedieron a una amplia sala de espera; y allí estaba ella.

Woddy la miró deleitado. Apenas había cambiado. Con la cara fina y altiva y la nariz aguileña, seguía pareciendo la suma sacerdotisa de una religión ancestral. Como siempre, llevaba ropa sencilla pero efectista: aquel día, un traje de color azul oscuro y fresco, y un sombrero de paja del mismo color y ala ancha. Woody se alegró de haberse puesto aquella mañana una camisa blanca y su nueva corbata de rayas.

Ella parecía alegrarse de verlo.

—¡Tienes un aspecto fantástico! —dijo—. ¿Ahora trabajas en la ciudad?

—Solo durante el verano, ayudando a mi padre —contestó él—. Sigo estudiando en Harvard.

Ella se volvió hacia su padre.

—Buenas tardes, senador —lo saludó, con cortesía.

—Hola, Joanne.

A Woody le emocionó encontrarla allí. Seguía siendo tan seductora como siempre. Quería prolongar la conversación.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó.

—Trabajo en el Departamento de Estado.

Woody asintió. Eso explicaba la deferencia para con su padre. Ella había ingresado en un mundo en el que la gente inclinaba la cabeza ante el senador Dewar.

—¿En qué consiste tu trabajo? —preguntó Woody.

—Soy ayudante de una ayudante. Mi jefe está ahora con el presidente, pero yo no tengo nivel para entrar con él.

—Siempre te interesó la política. Recuerdo una discusión sobre el linchamiento.

—Echo de menos Buffalo. ¡Cómo nos divertíamos allí!

Woody se acordó de que la había besado en el baile del Club de Tenis y notó cómo se ruborizaba.

—Por favor, saluda a tu padre de mi parte —dijo Gus, dando a entender que no podían demorarse más.

Woody estaba pensando en pedirle su número de teléfono, pero ella se le adelantó.

—Me encantaría volver a verte, Woody —dijo.

Él estaba deleitado.

—¡Claro!

—¿Haces algo esta noche? Unos amigos van a venir a casa a tomar una copa.

—¡Suena fantástico!

Joanne le dio su dirección, un piso situado no muy lejos de allí, y su padre lo apremió para que fuera con él hacia una puerta situada en el otro extremo de la sala.

Un guardia saludó a Gus con un gesto de familiaridad, y ambos accedieron a otra sala de espera.

—Bien, Woody, no digas nada a menos que el presidente se dirija a ti —le advirtió Gus.

Woody intentó concentrarse en la inminente reunión. En Europa se había producido un terremoto político: la Unión Soviética había firmado un acuerdo de paz con la Alemania nazi, lo cual había desbaratado los cálculos de todos. El padre de Woody era un miembro clave de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, y el presidente quería conocer su opinión.

Gus Dewar tenía otra cuestión que comentar. Quería persuadir a Roosevelt para que reactivara la Sociedad de las Naciones.

No iba a resultarle fácil. Estados Unidos nunca había sido miembro de la Sociedad y sus compatriotas no le profesaban simpatía. La Sociedad había fracasado estrepitosamente en el manejo de la crisis de los años treinta: la agresión japonesa en Extremo Oriente, el imperialismo italiano en África, las anexiones nazis en Europa, el colapso de la democracia en España. Pero Gus estaba decidido a probar. Woody sabía que siempre había sido su sueño: un consejo mundial para resolver los conflictos y evitar la guerra.

Lo respaldaba totalmente. Había pronunciado un discurso al respecto en un debate en Harvard. Cuando dos países discrepaban, la peor medida que se podía tomar era matar a los del otro bando. Era algo que le parecía obvio. «Entiendo por qué ocurre, por supuesto —había dicho en el debate—, del mismo modo que entiendo por qué los borrachos se enzarzan en peleas a puñetazos. Pero eso no hace que sea menos irracional.»

Sin embargo, en aquel momento a Woody le costaba pensar en la amenaza de una guerra en Europa. Sus viejos sentimientos por Joanne regresaron en tropel. Se preguntaba si volvería a besarlo…, tal vez lo hiciera esa noche. Él siempre le había gustado, y parecía que aún le gustaba…, ¿por qué, si no, lo habría invitado a su fiesta? En 1935 lo había rechazado porque él tenía quince años y ella, dieciocho, algo comprensible, aunque él no lo había considerado así en aquel entonces. Pero ahora que los dos tenían cuatro años más, la diferencia de edad no parecía tan grande…, ¿o sí? Confiaba en que no. Había salido con chicas en Buffalo y en Harvard, pero por ninguna había sentido la arrolladora pasión que Joanne había despertado en él.

—¿Lo has entendido? —dijo su padre.

Woody se sentía ridículo. Su padre estaba a punto de hacer una propuesta al presidente que podría acarrear la paz mundial, y él solo podía pensar en besar a Joanne.

—Sí, claro —contestó—. No diré nada a menos que me hable él primero.

Una mujer alta y delgada, de cuarenta y pocos años, entró en la sala con aire tranquilo y seguro, como si fuese la dueña del lugar, y Woody la reconoció: Marguerite LeHand, apodada Missy y encargada del despacho de Roosevelt. Tenía la cara alargada, masculina, y la nariz grande, y su cabello negro lucía un matiz gris. Le dedicó una sonrisa cálida a Gus.

—Qué placer volver a verlo, senador.

—¿Cómo está, Missy? ¿Se acuerda de mi hijo, Woodrow?

—Sí. El presidente los espera.

La devoción que Missy profesaba a Roosevelt era notoria. El presidente estaba más encariñado con ella de lo que cabía esperar de un hombre casado, según las habladurías de Washington. Woody sabía, por comentarios comedidos pero reveladores de sus padres, que la parálisis de Roosevelt no afectaba a sus aptitudes sexuales. Sin embargo, su esposa, Eleanor, se había negado a dormir con él desde que diera a luz a su sexto hijo, de lo cual hacía ya más de veinte años. Tal vez eso le daba derecho a tener una secretaria cariñosa.

Los acompañó por otra puerta y por otro pasillo estrecho, y finalmente llegaron al Despacho Oval.

El presidente estaba sentado de espaldas a tres ventanales saledizos curvados. Los estores estaban bajados para atenuar el sol de agosto que iluminaba aquella vidriera orientada al sur. Woody observó que Roosevelt descansaba en una silla de oficina corriente, no en la de ruedas. Llevaba un traje blanco y fumaba con boquilla.

No era especialmente atractivo. Tenía entradas pronunciadas y mentón prominente, y llevaba unos quevedos que parecían aproximar sus ojos entre sí. Con todo, había algo que le confería un atractivo inmediato en su encantadora sonrisa, en su gesto al tender la mano y en el cordial tono de voz con que dijo:

—Me alegro de verte, Gus. Pasa.

—Señor presidente, supongo que recordará a mi hijo mayor, Woodrow.

—Por supuesto. ¿Cómo te va en Harvard, Woody?

—Bien, señor, gracias. Estoy en el grupo de debate. —Sabía que los políticos tenían la habilidad de fingir que conocían a todo el mundo íntimamente. O tenían una excelente memoria o sus secretarias se la refrescaban con suma eficacia.

—Yo también estudié en Harvard. Sentaos, sentaos. —Roosevelt retiró el resto del cigarrillo de la boquilla y lo apagó en un cenicero a rebosar—. Gus, ¿qué diablos está ocurriendo en Europa?

Woody pensó que, obviamente, el presidente sabía lo que estaba ocurriendo en Europa. Disponía de todo un Departamento de Estado para que le informase al respecto. Pero quería conocer el análisis de Gus Dewar.

—En mi opinión, Alemania y la Unión Soviética siguen siendo enemigos mortales —dijo Gus.

—Es lo que todos creemos. Pero, entonces, ¿por qué han firmado el pacto?

—Por la conveniencia de ambos a corto plazo. Stalin necesita tiempo. Quiere reforzar el Ejército Rojo para derrotar a los alemanes si se da el caso.

—¿Y el otro?

—Hitler está a todas luces a punto de hacer algo en Polonia. La prensa alemana va repleta de historias ridículas sobre el maltrato que los polacos dispensan a la población germanohablante. Hitler no espolea el odio sin una finalidad. Sea lo que sea lo que está planeando, no quiere que los soviéticos se interpongan en su camino. De ahí el pacto.

—Hull opina prácticamente lo mismo —Cordell Hull era secretario de Estado—, pero no sabe qué ocurrirá después. ¿Permitirá Stalin que Hitler haga lo que quiera?

—Me inclino a creer que se repartirán Polonia en las próximas dos semanas.

—Y después, ¿qué?

—Hace unas horas los británicos han firmado un nuevo tratado con los polacos comprometiéndose a brindarles ayuda si son atacados.

—Pero ¿qué pueden hacer?

—Nada, señor. El ejército, la armada y las fuerzas aéreas británicas no tienen capacidad para evitar que los alemanes invadan Polonia.

—¿Qué crees que deberíamos hacer, Gus? —preguntó el presidente.

Woody sabía que aquella era la oportunidad de su padre. Iba a disponer de toda la atención del presidente durante unos minutos. Era una ocasión extraordinaria para hacer que algo ocurriese. Woody cruzó los dedos discretamente.

Gus se inclinó hacia delante.

—No queremos que nuestros hijos vayan a la guerra, como hicimos nosotros. —Roosevelt tenía cuatro hijos de entre veinte y treinta años. Woody comprendió en ese instante por qué se encontraba allí: su padre lo había llevado a la reunión para que su presencia hiciese pensar al presidente en sus propios hijos. Gus prosiguió, pausadamente—: No podemos volver a enviar a los jóvenes estadounidenses a Europa para que los aniquilen. El mundo necesita un cuerpo policial.

—¿En qué estás pensando? —dijo Roosevelt, sin comprometerse.

—La Sociedad de las Naciones no ha sido el fracaso que la gente cree. En los años veinte solventó un conflicto de fronteras entre Finlandia y Suecia, y otro entre Turquía e Irak. —Gus enumeraba también aquellos logros con los dedos—. Impidió que Grecia y Yugoslavia invadiesen Albania y convenció a Grecia para que se retirase de Bulgaria. Y envió una fuerza de paz para evitar hostilidades entre Colombia y Perú.

—Cierto. Pero en los años treinta…

—La Sociedad no era lo bastante fuerte para frenar la agresión fascista. La Sociedad estuvo coja desde el principio porque el Congreso se negó a ratificar el pacto, por lo que Estados Unidos nunca formó parte de ella. Necesitamos una versión nueva, liderada por Estados Unidos, eficaz. —Gus hizo una pausa—. Señor presidente, es demasiado pronto para renunciar a un mundo en paz.

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