Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
—Te llamaré más tarde.
—Está bien.
Ella bajó del taxi y avanzó por el caminito que llevaba a la puerta al tiempo que se despedía con la mano con gesto mecánico.
—Es un bomboncito —comentó el conductor—. Pero es demasiado mayor para ti.
—Lléveme a Delaware Avenue —dijo Woody. Dio el número y el nombre de la calle que cruzaba por allí. No pensaba hablar de Joanne con un taxista de pacotilla.
Reflexionó sobre el hecho de que lo hubieran rechazado. No debería de haberle sorprendido: todo el mundo, desde su hermano hasta el taxista, decía que era demasiado joven para ella. Eso no quitaba que le doliera. Tenía la sensación de no saber qué hacer con su vida a partir de ese momento. ¿Cómo podría sobrevivir el resto del día?
Ya en casa, sus padres estaban echando la acostumbrada cabezadita de los domingos por la tarde. Chuck suponía que era el momento que aprovechaban para tener relaciones. Betty informó a Woody de que su hermano se había marchado con un grupo de amigos.
Woody entró al cuarto oscuro para revelar la película de su cámara. Echó agua tibia en la palangana para poner los productos químicos a la temperatura ideal, luego metió la película en una bolsa negra para transferirla a un tanque de revelado.
Era un proceso largo que requería paciencia, pero le gustaba estar sentado en la oscuridad y pensar en Joanne. Sobrevivir juntos al altercado no había provocado que ella se enamorase de él, pero seguro que los había acercado más. Estaba convencido de que al menos empezaba a gustarle un poco más. Quizá su rechazo no fuera definitivo. Quizá debía seguir intentándolo. Tenía claro que no iba a interesarse por otras chicas.
Cuando sonó el minutero, pasó la película al baño de paro para detener la reacción química. Luego la introdujo en un baño fijador para hacer que la imagen fuera permanente. Por último, lavó y secó la película y analizó las imágenes del negativo en blanco y negro del carrete.
Le parecieron bastante buenas.
Cortó la película foto a foto y colocó la primera en el ampliador. Puso una hoja de papel fotográfico de veinte por veinticinco centímetros en la base del ampliador, encendió la luz y expuso el papel a la imagen del negativo mientras contaba los segundos. Luego colocó el papel en un baño abierto de líquido revelador.
Esa era la mejor parte del proceso. Poco a poco, el papel blanco empezaba a revelar manchas grises, y aparecía la imagen que había fotografiado. Siempre le parecía un milagro. En la primera imagen se veía a un negro y a un hombre blanco, ambos con el traje de los domingos y tocados con sombrero, sujetando una pancarta que decía FRATERNIDAD con grandes letras. Cuando la imagen se veía con nitidez pasaba la hoja a un baño de fijador, luego la lavaba y la secaba.
Imprimió todas las fotos que había sacado, las expuso a la luz y las desplegó sobre la mesa del comedor. Estaba encantado: eran escenas vívidas, con movimiento, que reflejaban con toda claridad una secuencia de acontecimientos. Cuando oyó que sus padres empezaban a moverse en el piso de arriba, llamó a su madre. Ella había sido periodista antes de casarse y todavía escribía libros y artículos para algunas revistas.
—¿Qué opinas? —le preguntó.
Su madre estudió las imágenes a conciencia con su único ojo.
—Creo que son buenas. Deberías llevarlas a un periódico —dijo al cabo de un rato.
—¿De veras? —preguntó él. Empezaba a emocionarse—. ¿A qué periódico?
—Por desgracia, son todos conservadores. Quizá al
Buffalo Sentinel.
El director es Peter Hoyle, lleva allí desde que el mundo es mundo. Conoce bien a tu padre, seguramente accederá a verte.
—¿Cuándo debería enseñarle las fotos?
—Ahora. La manifestación es una noticia candente. Mañana saldrá en todos los periódicos. Necesitan las fotos esta noche.
Woody se sentía electrizado.
—Está bien —dijo. Recogió el papel satinado y formó una pila ordenada. Su madre sacó una carpeta de cartulina del estudio de su padre. Woody la besó y salió de casa.
Cogió un autobús en dirección al centro de la ciudad.
La entrada principal de la redacción del
Sentinel
estaba cerrada. La desilusión se apoderó de Woody durante un instante, pero luego pensó que los periodistas debían de poder entrar y salir si tenían que imprimir un periódico para la mañana del lunes; y encontró la entrada alternativa.
—Tengo unas fotos para el señor Hoyle —dijo a un hombre que estaba sentado del otro lado de la puerta y lo remitieron al segundo piso.
Localizó el despacho del director, una secretaria tomó nota de su nombre y, pasado un minuto, estaba estrechando la mano a Peter Hoyle. El director era un hombre alto e imponente, con el pelo cano y bigote negro. Por lo visto, estaba poniendo fin a una reunión con un colega más joven. Hablaba con voz muy alta, como si estuviera gritando para que se le oyera a pesar del ruido de las rotativas.
—El hilo conductor de la historia está bien, pero el principio es un asco, Jack —dijo con un gesto de despedida apoyando una mano en el hombro del tipo, dirigiéndole hacia la puerta—. Enfócalo desde un punto de vista diferente. Desplaza la declaración del alcalde hacia el final y empieza con los niños lisiados. —Jack se marchó y Hoyle se volvió hacia Woody—. ¿Qué tienes, muchacho? —preguntó sin más preámbulos.
—Hoy he participado en la manifestación.
—Querrás decir en el altercado.
—No ha sido un altercado hasta que los guardias de la fábrica han empezado a golpear a las mujeres con sus porras.
—He oído que los manifestantes intentaron entrar en la fábrica y que los guardias lo impidieron.
—No es cierto, señor, y las fotos lo demuestran.
—Enséñamelas.
Woody las había dispuesto en orden mientras viajaba en el autobús. Colocó la primera sobre la mesa del director.
—El principio fue pacífico.
Hoyle apartó la foto.
—Esto no demuestra nada —dijo.
Woody sacó una foto que había hecho en la fábrica.
—Los guardias estaban esperando en la puerta. Aquí se ven las porras. —La siguiente foto la había sacado cuando empezaron los empujones—. Los manifestantes estaban al menos a diez metros de la verja, los guardias no tenían por qué obligarlos a retroceder. Fue una provocación deliberada.
—Está bien —dijo Hoyle, y no apartó las fotos.
Woody sacó su mejor instantánea: un guardia blandiendo la porra para golpear a una mujer.
—Fui testigo de todo este incidente —afirmó el joven—. Lo único que hizo la mujer fue decirle que dejara de empujarla, y él le pegó así.
—Buena foto —comentó Hoyle—. ¿Alguna más?
—Una —anunció Woody—. La mayoría de los manifestantes escaparon en cuanto empezó el altercado, pero unos cuantos contraatacaron. —Mostró a Hoyle la fotografía de dos manifestantes pateando a un guardia en el suelo—. Estos hombres la emprendieron a golpes con el guardia que pegó a la mujer.
—Has hecho un buen trabajo, joven Dewar —dijo Hoyle. Se sentó a la mesa y tomó un formulario de una bandeja—. ¿Te parece bien veinte pavos?
—¿Quiere decir que va a publicar mis fotos?
—He supuesto que estabas aquí por eso.
—Sí, señor, gracias, veinte dólares me parece bien, quiero decir que me parece muy bien. Bueno, quiero decir que me parece un montón.
Hoyle garabateó algo en el formulario y lo firmó.
—Llévaselo a la cajera. Mi secretaria te dirá adónde tienes que ir.
El teléfono del escritorio empezó a sonar. El director lo cogió y contestó con brusquedad.
—Hoyle. —Woody supuso que debía irse y salió del despacho.
Estaba en éxtasis. La paga había sido asombrosa, pero era todavía más emocionante que el periódico fuera a utilizar sus fotos. Siguió las indicaciones de la secretaria para llegar a una pequeña habitación con un mostrador y una ventanilla, y recibió sus veinte dólares. Luego volvió a casa en un taxi.
Sus padres estaban encantados con aquel golpe maestro e incluso su hermano parecía admirado. Durante la cena, la abuela expresó su opinión.
—Está bien, siempre que no te plantees el periodismo como carrera. Eso sería caer muy bajo.
En realidad, Woody había pensado que podría estudiar para ser fotógrafo de prensa en lugar de político, y le sorprendió saber que su abuela no lo aprobaba.
Su madre sonrió.
—Pero, Ursula, querida, yo era periodista —dijo.
—Eso es distinto, tú eres mujer —respondió la abuela—. Woodrow debe convertirse en un hombre distinguido, como su padre y su abuelo antes que él.
Rosa no se sintió ofendida con el comentario. Le gustaba la abuela y la escuchaba con simpática tolerancia mientras lanzaba sus peroratas radicales.
Sin embargo, Chuck se sintió contrariado pues anhelaba para sí el interés familiar por el primogénito.
—¿Y qué queréis que sea yo, un mindundi? —preguntó.
—No seas ordinario, Charles —dijo la abuela, que, como siempre, tenía la última palabra.
Esa noche Woody permaneció largo rato en vela. Estaba impaciente por ver las fotos publicadas en el periódico. Se sentía como un niño en Nochebuena: el anhelo por que amaneciera lo mantenía insomne.
Pensaba en Joanne. Ella se equivocaba al creer que él era demasiado joven. Era el hombre perfecto para ella. A ella le gustaba: tenían muchas cosas en común y había disfrutado besándole. Woody seguía creyendo que podía ganarse su amor.
Al final se durmió y, al despertar, ya había amanecido. Se puso un batín sobre el pijama y bajó corriendo las escaleras. Joe, el mayordomo, siempre salía a primera hora para comprar los periódicos y los disponía en abanico sobre la mesa del desayuno. Los padres de Woody estaban ya allí: su padre comiendo huevos revueltos y su madre bebiendo café a sorbitos.
Woody tomó el
Sentinel
. Su obra estaba en primera plana.
Aunque no como él esperaba.
Habían usado solo una de sus fotos, la última. En ella se veía a un guardia de la fábrica tirado en el suelo recibiendo las patadas de dos trabajadores. El titular rezaba: ALTERCADO PROTAGONIZADO POR LOS HUELGUISTAS DEL METAL.
—¡Oh, no! —exclamó.
Leyó el artículo con incredulidad. Afirmaba que los manifestantes habían intentado entrar a la fuerza en la fábrica y que habían repelido con violencia a los guardias del recinto, varios de los cuales habían sufrido heridas leves. El comportamiento de los trabajadores había sido condenado por el alcalde, el jefe de policía y Lev Peshkov. Al pie del artículo, como declaración de última hora, citaban al portavoz sindicalista Brian Hall, quien negaba la veracidad de la historia y culpaba a los guardias de la violencia.
Woody puso el periódico delante de su madre.
—Le conté a Hoyle que los guardias habían provocado el follón y ¡le di las fotos para probarlo! —exclamó, furioso—. ¿Por qué ha publicado todo lo contrario a la verdad?
—Porque es conservador —respondió ella.
—¡Se supone que los periódicos deben contar la verdad! —exclamó Woody, alzando la voz por la indignación enfurecida—. ¡No pueden inventarse mentiras!
—Sí, sí que pueden —replicó ella.
—Pero ¡eso no es justo!
—Bienvenido al mundo real —concluyó su madre.
Greg Peshkov y su padre estaban en el vestíbulo del hotel Ritz-Carlton de Washington, donde se encontraron con Dave Rouzrokh.
Dave llevaba traje blanco y sombrero de paja. Los miró con desprecio. Lev lo saludó, pero él le volvió la espalda con desdén y no le respondió.
Greg sabía por qué. Dave había perdido dinero todo el verano, porque las Salas Roseroque no conseguían películas de estreno. Y Dave debía de suponer que Lev tenía parte de culpa.
La semana anterior, Lev había ofrecido a su contrincante cuatro millones de dólares por su cadena de cines, la mitad con respecto a la oferta original, y Dave había vuelto a rechazarla. «El precio sigue cayendo, Dave», le había advertido Lev.
—Me gustaría saber qué está haciendo aquí —comentó Greg.
—Va a reunirse con Sol Starr. Va a preguntarle por qué no le facilita buenas películas. —Estaba claro que Lev lo sabía todo.
—¿Y qué hará el señor Starr?
—Darle largas.
A Greg le maravillaba la habilidad de su padre para saberlo todo y permanecer en la cresta de la ola durante una situación de cambio. Siempre jugaba con ventaja.
Entraron al ascensor. Era la primera vez que Greg visitaba la suite permanente que su padre tenía en el hotel. Su madre, Marga, jamás había estado allí.
Lev pasaba mucho tiempo en Washington porque el gobierno interfería continuamente en el negocio del cine. Hombres que se consideraban a sí mismos líderes morales se alteraban de lo lindo por lo que se mostraba en la gran pantalla, y ejercían presión para que el gobierno censurase las películas. Lev lo veía como una negociación —consideraba su vida entera como tal—, y su objetivo constante era evitar la censura formal cumpliendo voluntariamente con un código, una estrategia que contaba con el respaldo de Sol Starr y la gran mayoría de los peces gordos de Hollywood.
Llegaron a un comedor de extremado lujo, mucho más que el del espacioso apartamento de Buffalo donde vivían Greg y su madre, y que para el joven siempre había sido lujoso. Aquella sala tenía muebles de patas alargadas y delgadas que al hijo de Lev le parecieron franceses, ventanas vestidas con pesadas cortinas de terciopelo en tonos marrones y un enorme fonógrafo.
Se quedó de piedra al ver, en el centro de la habitación, sentada en un sofá de seda amarilla, a la estrella de cine Gladys Angelus.
La gente decía que era la mujer más hermosa del mundo.
Y Greg entendió por qué. Irradiaba sensualidad: desde sus insinuantes ojos azul oscuro hasta las largas piernas cruzadas bajo su ceñida falda. Cuando le tendió una mano para estrechársela, sus rojos labios dibujaron una sonrisa y sus redondeados senos se movieron con erótico balanceo bajo su terso jersey.
Greg dudó un instante antes de corresponder el gesto. Sentía que era ser desleal con su madre, Marga. Ella nunca mencionaba el nombre de Gladys Angelus, clara señal de que sabía lo que se rumoreaba sobre la actriz y Lev. Greg tenía la sensación de que podía estar entablando amistad con la enemiga de su madre. Pensó: «Si mamá se enterase, se pondría a llorar».
Pero lo habían pillado por sorpresa; de haber sido advertido, de haber tenido tiempo para pensar en su reacción, habría estado preparado y habría ensayado una retirada cortés. Sin embargo, no encontró la fuerza para ser torpemente grosero ante aquella mujer de belleza arrebatadora.