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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (48 page)

BOOK: El invierno del mundo
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El profesor se tomó su tiempo para encender un cigarrillo, como si necesitara poner en orden sus pensamientos. Al cabo de un rato exhaló el humo y preguntó:

—¿De qué modo tratarías, como mujer, a un hombre con una infección en el pene?

Ella se sintió azorada y notó que se ruborizaba. Nunca había hablado del pene con un hombre. Pero sabía que tenía que ser fuerte en situaciones como aquella si quería llegar a ser médico.

—Del mismo modo que usted, como hombre, trataría una infección vaginal —contestó. Él parecía horrorizado y ella temió haber sido insolente. Se apresuró a añadir—: Examinaría minuciosamente la zona afectada, intentaría identificar la naturaleza de la infección y con toda probabilidad la trataría con sulfamida, aunque debo admitir que en la asignatura de biología de mi escuela no hemos contemplado este caso.

—¿Alguna vez has visto a un hombre desnudo? —preguntó él, escéptico.

—Sí.

Él fingió escandalizarse.

—¡Pero eres una joven soltera!

—Poco antes de morir, mi abuelo estuvo postrado en cama y sufrió incontinencia. Yo ayudaba a mi madre a asearlo; ella no podía hacerlo sola, pesaba demasiado. —Esbozó una sonrisa—. Las mujeres hacemos estas cosas a todas horas, profesor, con los más pequeños y los más viejos, con los enfermos y los impedidos. Estamos acostumbradas. Solo los hombres encuentran embarazosas estas tareas.

Él parecía cada vez más airado, aunque Carla estaba respondiendo bien. ¿Qué era lo que iba mal? Casi daba la impresión de que él hubiese preferido intimidarla con su actitud y que sus respuestas hubiesen sido necias.

Apagó el cigarrillo con aire pensativo en el cenicero que tenía sobre el escritorio.

—Me temo que no eres apta como candidata a esta beca —dijo.

Ella se quedó atónita. ¿En qué había fallado? ¡Había contestado a todas las preguntas!

—¿Por qué no? —preguntó—. Mis notas son intachables.

—Eres poco femenina. Hablas sin tapujos de la vagina y del pene.

—¡Ha sido usted quien ha sacado el tema! Yo me he limitado a responder a su pregunta.

—Es evidente que has crecido en un entorno ordinario en el que has visto la desnudez de los varones de tu familia.

—¿Cree que algún hombre le cambiaría el pañal a un anciano? ¡Me gustaría verlo a usted haciéndolo!

—Y lo peor de todo: eres irrespetuosa e impertinente.

—¡Me ha hecho preguntas provocadoras! Si le hubiese dado respuestas tímidas, me habría dicho que no soy lo bastante fuerte para ser médico, ¿no es así?

Bayer enmudeció unos instantes, y ella supo que eso era exactamente lo que habría dicho.

—Me ha hecho perder el tiempo —dijo ella, y se encaminó a la puerta.

—Cásate —dijo él—. Ten hijos para el Führer. Esa es tu función en la vida. ¡Cumple con tu deber!

Carla salió y cerró de un portazo.

Frieda la miró inquieta.

—¿Qué ha pasado?

Carla se dirigió a la salida sin contestar. Miró a la secretaria, que parecía complacida, sabedora, sin duda, de lo que había ocurrido.

—Borra esa sonrisita de tu cara, zorra vieja y marchita —le soltó, y tuvo la satisfacción de ver su conmoción y su horror.

Una vez fuera del edificio, le dijo a Frieda:

—No tenía ninguna intención de recomendarme para la beca porque soy mujer. Mis notas son irrelevantes. Todo lo que he trabajado no ha servido para nada. —Y rompió a llorar.

Frieda la abrazó.

Un minuto después, ya se sentía mejor.

—No pienso tener hijos para el maldito Führer —musitó.

—¿Qué?

—Vamos a casa. Te lo contaré cuando lleguemos.

Montaron en las bicicletas.

Se respiraba un aire extraño en las calles, pero Carla estaba demasiado sumida en sus tribulaciones para preguntarse qué estaría sucediendo. La gente se congregaba alrededor de los altavoces que en ocasiones emitían discursos de Hitler desde la Ópera Kroll, el edificio que sustituía en sus funciones al incendiado Reichstag. Probablemente estaba a punto de hablar.

Cuando llegaron a casa de los Von Ulrich, Maud y Walter seguían en la cocina, él sentado junto a la radio con expresión ceñuda y de concentración.

—Me han rechazado —anunció Carla—. Al margen de lo que digan sus normas, no quieren conceder becas a las chicas.

—Oh, Carla, lo siento —dijo su madre.

—¿Qué dicen en la radio?

—¿No te has enterado? —contestó Maud—. Hemos invadido Polonia esta mañana. Estamos en guerra.

V

La temporada había concluido en Londres, pero la mayoría de sus habitantes seguían en la ciudad a causa de la crisis. El Parlamento, por lo general en receso en esa época del año, había sido convocado en sesión extraordinaria. Pero no se celebraban fiestas, ni recepciones reales, ni bailes. Era como encontrarse en un centro turístico de playa en febrero, pensó Daisy. Aquel día era sábado y ella se preparaba para ir a cenar a casa de su suegro, el conde Fitzherbert. ¿Podía haber algo más tedioso?

Se sentó al tocador con un vestido de gala de seda de color verde pálido y escote en pico con falda plisada. Llevaba flores de seda en el pelo y una fortuna en diamantes alrededor del cuello.

Su marido, Boy, también se preparaba en su vestidor. Se alegraba de que estuviera allí. Él pasaba muchas noches fuera. Aunque vivían en la misma casa de Mayfair, a veces transcurrían varios días sin que se viesen. Pero esa noche él estaba en casa.

Cogió una carta que su madre le había escrito desde Buffalo. Olga había deducido que no era feliz en su matrimonio. Daisy debía de haber dejado entrever algo en sus cartas. Su madre tenía buena intuición. «Solo quiero que seas feliz —le escribía—, de modo que hazme caso cuando te digo que no te rindas demasiado pronto. Algún día serás la condesa Fitzherbert, y tu hijo, si lo tienes, será conde. Podrías arrepentirte de tirar todo eso por la borda solo porque tu marido no te presta suficiente atención.»

Tal vez tuviera razón. Todos se dirigían a Daisy como «milady» desde hacía ya casi tres años, aunque era algo que seguía produciéndole un rapto de placer, como una calada a un cigarrillo.

Sin embargo, Boy parecía opinar que aquel matrimonio no tenía por qué alterar en nada su vida. Pasaba las noches con amigos, viajaba por todo el país para asistir a carreras de caballos y rara vez informaba a su esposa de sus planes. A Daisy le resultaba bochornoso acudir a una fiesta y sorprenderse al encontrárselo allí. Pero si quería saber adónde iba, tenía que preguntar a su ayuda de cámara, y aquello era demasiado degradante.

¿Iría madurando poco a poco y empezaría a comportarse como correspondía a un marido, o sería siempre así?

Boy asomó por la puerta.

—Vamos, Daisy, llegaremos tarde.

Guardó la carta de su madre en un cajón, lo cerró con llave y salió.

Boy la esperaba en el vestíbulo, ataviado con esmoquin. Fitz había sucumbido finalmente a la moda y permitía la asistencia a sus cenas con ese atuendo informal.

Podrían haber ido caminando hasta la vivienda de Fitz, pero llovía y Boy había pedido que le llevasen el coche. Era un turismo Bentley Airline de color crema y llantas blancas. Boy compartía la pasión de su padre por los coches bonitos.

Boy se puso al volante. Daisy confiaba en que a la vuelta la dejase conducir a ella. Le gustaba conducir y, en cualquier caso, no era sensato que lo hiciese él después de cenar, especialmente con el pavimento mojado.

Londres se preparaba para la guerra. Por toda la ciudad flotaban globos de barrera a unos seiscientos metros de altitud para entorpecer la acción de los bombarderos. En caso de que fallasen, se había apilado sacos de arena en el exterior de los edificios importantes. También se había pintado de blanco los adoquines alternos de los bordillos para que los conductores pudiesen orientarse mejor durante los apagones, que habían comenzado el día anterior, así como franjas blancas en los árboles de mayor envergadura, en las estatuas de las calles y en otros obstáculos que pudieran ocasionar accidentes.

La princesa Bea recibió a Boy y a Daisy. Rondaba los cincuenta años y estaba gruesa, pero seguía vistiendo como una jovencita. Aquella noche llevaba un vestido rosa adornado con cuentas y lentejuelas. Nunca hablaba de aquello que el padre de Daisy había aireado en la boda, pero había dejado de insinuar que Daisy era inferior socialmente, y ahora siempre se dirigía a ella con cortesía, si no con calidez. Daisy se mostraba cautelosamente cordial, y trataba a Bea como a una tía ligeramente chiflada.

El hermano pequeño de Boy, Andy, ya estaba allí. May y él tenían dos hijos, y a los curiosos ojos de Daisy daba la impresión de que May estuviera esperando el tercero.

Boy, obviamente, quería tener un hijo varón, que sería el heredero del título y la fortuna de los Fitzherbert, pero por el momento Daisy no se había quedado embarazada. Era un tema espinoso, y la evidente fecundidad de Andy y May lo agravaba. Daisy habría tenido más posibilidades de quedarse encinta si Boy hubiese pasado más noches en casa.

Le encantó encontrar allí a su amiga Eva Murray, aunque sin su esposo. Jimmy Murray, ahora capitán, se encontraba con su unidad y no había podido ausentarse, pues la mayoría de los soldados estaban en los barracones y, con ellos, los oficiales. Eva formaba ya parte de la familia, pues Jimmy era hermano de May, y por consiguiente se habían convertido en parientes políticas. Por ello, Boy se había visto obligado a superar sus prejuicios contra los judíos y a mostrarse educado con Eva.

Eva seguía adorando a Jimmy como en el día de su boda, tres años antes. También ellos habían tenido dos hijos en ese tiempo. Pero aquella noche Eva parecía preocupada, y a Daisy no le costó imaginar el motivo.

—¿Cómo están tus padres? —le preguntó.

—No pueden salir de Alemania —contestó Eva, abatida—. El gobierno no les concede el visado para viajar al extranjero.

—¿Fitz no puede hacer nada?

—Lo ha intentado.

—¿Qué han hecho para merecer esto?

—No son solo ellos. Hay miles de judíos alemanes en la misma situación. Solo unos pocos consiguen el visado.

—Lo lamento.

Sus palabras se quedaban cortas para expresar lo que sentía. Se estremeció abochornada al recordar que Boy y ella habían apoyado a los fascistas en sus inicios. Ella empezó a albergar dudas rápidamente a medida que la brutalidad del fascismo, tanto en el país como fuera, se tornaba más evidente, y al final sintió incluso alivio cuando Fitz les dijo que lo estaban abochornando y les suplicó que abandonasen el partido de Mosley. Ahora Daisy se sentía completamente necia por haber incluso llegado a afiliarse a él.

Boy no estaba tan arrepentido. Seguía creyendo que los europeos de clase alta constituían una raza superior, elegida por Dios para gobernar la Tierra. Pero ya no la consideraba una filosofía política práctica. La democracia británica lo enfurecía a menudo, aunque no abogaba por abolirla.

Se sentaron a cenar temprano.

—Neville va a comparecer en la Cámara de los Comunes a las siete y media —dijo Fitz. Neville Chamberlain era primer ministro—. Quiero verlo. Me sentaré en la tribuna de los pares. Tal vez tenga que dejaros antes del postre.

—¿Qué crees que va a ocurrir, papá? —preguntó Andy.

—En verdad no lo sé —contestó Fitz con una nota de exasperación—. Naturalmente, todos preferiríamos evitar la guerra, pero es importante no dar una imagen de indecisión.

Daisy se sorprendió. Fitz creía en la lealtad y raramente criticaba a sus colegas del gobierno, ni siquiera de forma tan indirecta.

—Si estalla la guerra, me iré a vivir a Ty Gwyn —dijo la princesa Bea.

Fitz negó con la cabeza.

—Si estalla la guerra, el gobierno pedirá a todos los propietarios de mansiones que las pongan a disposición del ejército mientras dure. Como miembro del gobierno, debo dar ejemplo. Tendré que ceder Ty Gwyn a los Fusileros Galeses para que la utilicen como centro de entrenamiento, o quizá como hospital.

Bea estaba indignada.

—¡Pero es mi casa de campo!

—Tal vez podamos reservar parte de la casa para uso privado.

—¡No quiero vivir en una pequeña parte de la casa! ¡Soy una princesa!

—Quizá sería acogedor. Podríamos utilizar la despensa del mayordomo como cocina, y la sala del desayuno como salón, además de tres o cuatro habitaciones pequeñas.

—¡Acogedor! —Bea parecía asqueada, como si le hubiesen colocado delante algo vomitivo, pero no dijo nada más.

—Es posible que Boy y yo tengamos que alistarnos en los Fusileros Galeses —intervino Andy.

May emitió un sonido gutural, similar a un sollozo.

—Yo me alistaré en las Fuerzas Aéreas —dijo Boy.

Fitz estaba perplejo.

—Pero… no puedes. El vizconde de Aberowen siempre ha combatido con los Fusileros Galeses.

—No disponen de aviones. La próxima guerra será aérea. La RAF necesitará desesperadamente pilotos. Y yo llevo años volando.

Fitz estaba a punto de iniciar una discusión, pero en ese momento entró el mayordomo y dijo:

—El coche está preparado, milord.

Fitz miró el reloj que había sobre la repisa de la chimenea.

—¡Diantre! Tengo que irme. Gracias, Grout. —Miró a Boy—. No tomes una decisión definitiva hasta que hayamos hablado más al respecto. Estás equivocado.

—Muy bien, papá.

Fitz miró a Bea.

—Discúlpame, querida, por marcharme en mitad de la cena.

—Por supuesto —dijo ella.

Fitz se levantó de la mesa y se dirigió a la puerta. Sin poder evitarlo, Daisy reparó en su cojera, un funesto recordatorio de las secuelas de la última guerra.

El resto de la cena transcurrió sumida en el desánimo. Todos se preguntaban si el primer ministro declararía la guerra.

Cuando las damas se pusieron en pie para retirarse, May pidió a Andy que le ofreciera su brazo. Él se excusó ante los otros dos hombres.

—Mi esposa se encuentra en un estado delicado. —Era el eufemismo habitual para referirse al embarazo.

—Ojalá mi esposa fuese igual de rápida para ponerse delicada —dijo Boy.

Fue un golpe bajo, y Daisy notó cómo se le encendía el rostro. Contuvo una réplica, pero al instante se preguntó por qué tenía que guardar silencio.

—Ya sabes lo que dicen los futbolistas, Boy —contestó en voz bien alta—: para marcar, hay que disparar.

Ahora fue Boy quien se ruborizó.

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