Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Justo cuando estaba pensando eso, todo cambió.
Se oyeron muchos silbatos y, al mirar en dirección a esos sonidos, Lloyd vio a la policía montada acercarse formando una fila siniestra. Los caballos pisaban con fuerza y resoplaban de agitación. Los agentes habían sacado unas largas porras que parecían espadas.
Daba la sensación de que se estaban preparando para cargar… pero aquello no podía ser, era imposible.
Un momento después, lo hicieron.
Se oyeron gritos furiosos y chillidos de pavor entre la gente. Todo el mundo echó a correr como pudo para apartarse del camino de aquellos enormes caballos. La muchedumbre fue abriendo una vía, pero los que quedaron al borde cayeron bajo los imperiosos cascos de los animales. La policía golpeaba a diestro y siniestro con sus largas porras. Lloyd intentó retroceder empujando, pero no podía.
Estaba furioso: ¿qué se creía la policía que estaba haciendo? ¿Eran tan estúpidos como para pensar que podrían abrirle paso a la gente de Mosley para marchar? ¿De verdad imaginaban que dos o tres mil fascistas entonando cánticos insultantes podrían atravesar una muchedumbre de cien mil personas, a quienes iban dirigidos esos insultos, sin que se produjeran disturbios? ¿Es que la policía estaba dirigida por imbéciles, o acaso no había nadie al mando? No sabía qué era peor.
Los agentes retrocedieron haciendo dar media vuelta a sus caballos, que resollaban, y se reagruparon formando una fila irregular; entonces se oyó un silbato y los policías espolearon a sus monturas para lanzarlas en una carga temeraria.
Esta vez Millie estaba asustada. Solo tenía dieciséis años y su bravuconería había desaparecido. Gritó de miedo cuando la avalancha la aplastó contra la luna de uno de los escaparates de Gardiner and Company. Maniquíes vestidos con trajes y abrigos baratos miraban fijamente a aquella muchedumbre aterrorizada y a los jinetes casi bélicos. El rugido de miles de voces gritando sus temerosas protestas ensordeció a Lloyd. Se colocó delante de Millie y resistió la presión con todas sus fuerzas intentando protegerla, pero todo fue en vano. A pesar de sus esfuerzos, lo aplastaron contra su hermana. Cuarenta o cincuenta personas que no dejaban de gritar habían quedado atrapadas con la espalda contra los escaparates, y la presión no dejaba de aumentar peligrosamente.
Lloyd, furioso, se dio cuenta de que la policía estaba decidida a abrir un camino entre la muchedumbre al precio que fuera.
Un momento después se oyó un terrible estrépito de cristales rotos y el escaparate cedió. Lloyd cayó encima de Millie, y Naomi sobre él. Decenas de personas gritaban de dolor y pánico.
Lloyd se puso en pie como pudo. Era un milagro que hubiera resultado ileso. Miró en derredor con angustia, buscando a su hermana. Era desesperante lo difícil que resultaba distinguir a la gente entre los maniquíes del escaparate. Entonces vio a Millie tirada entre un montón de cristales rotos. La cogió de los brazos y tiró de ella para ayudarla a ponerse en pie. Estaba llorando.
—¡La espalda! —decía.
Lloyd le dio la vuelta. Su hermana tenía el abrigo hecho jirones y estaba toda ensangrentada. La angustia se apoderó de él y abrazó a su hermana a la altura de los hombros para protegerla.
—Hay una ambulancia allí, a la vuelta de la esquina —le dijo—. ¿Puedes andar?
Apenas habían recorrido unos metros cuando volvieron a oírse los silbatos de la policía. A Lloyd le daba pavor verse arrastrado con Millie de vuelta al interior del escaparate de Gardiner’s. Entonces se acordó de lo que le había dado Bernie y sacó de su bolsillo la bolsa de papel llena de canicas.
La policía cargó.
Cogiendo impulso con el brazo, Lloyd lanzó la bolsa de papel por encima de las cabezas de la gente para que cayera justo delante de los caballos. No era el único que se había equipado así, y muchos otros lanzaron entonces sus canicas. Cuando los caballos llegaron a ellas se oyó un ruido como de petardos. Un animal resbaló sobre las bolas de cristal y cayó al suelo. Otros se detuvieron y retrocedieron ante esos estallidos de fuegos artificiales. La carga policial se convirtió en un tumulto. Naomi Avery había logrado llegar al frente de la muchedumbre de alguna forma y Lloyd la vio reventar una bolsita de pimienta bajo los ollares de un caballo, con lo que el animal apartó la cabeza dando enérgicas sacudidas.
El gentío remitió un poco, y Lloyd se llevó a Millie hasta la esquina. Todavía le dolía, pero había dejado de llorar.
Había una fila de gente esperando a ser atendida por los voluntarios de St. John Ambulance: una niña que lloraba y a la que parecía que le habían aplastado una mano; varios jóvenes a los que les sangraba la cabeza y la cara; una mujer mayor sentada en el suelo, sujetándose una rodilla inflamada. Cuando Lloyd y Millie llegaron a la cola, Sean Dolan se iba de allí con un vendaje que le rodeaba toda la cabeza, directo al corazón de la muchedumbre.
Una enfermera le echó un vistazo a la espalda de Millie.
—Tiene mal aspecto —dijo—. Será mejor que vayas al Hospital de Londres. Te llevaremos en una ambulancia. —Miró a Lloyd—. ¿Quieres ir tú con ella?
Lloyd quería, pero también se suponía que tenía que ir llamando para informar, así que dudó.
Millie acabó con su dilema echando mano de su habitual genio.
—Ni te atrevas a acompañarme —dijo—. No puedes hacer nada por mí, y aquí tienes un trabajo importante del que ocuparte.
Tenía razón. La ayudó a subir a una ambulancia que había aparcada allí al lado.
—¿Estás segura…?
—Sí, estoy segura. Intenta no acabar en el hospital tú también.
Lloyd se convenció de que la estaba dejando en las mejores manos. Le dio un beso en la mejilla y regresó a la refriega.
Los agentes habían cambiado de táctica. La gente había resistido las cargas de los caballos, pero la policía seguía decidida a abrirse paso. Mientras Lloyd se dirigía hacia el frente de la manifestación, cargaron a pie, atacando con las porras. Los manifestantes, desarmados, se acobardaron ante ellos, retrocedieron como hojas que apila el viento y luego avanzaron en tropel por otra parte de la línea.
La policía empezó a efectuar detenciones, quizá con la esperanza de minar la resolución del gentío llevándose a los cabecillas. En el East End, llevarse a alguien detenido no era una mera formalidad legal. Poca gente salía del calabozo sin un ojo morado o unos cuantos dientes de menos. La comisaría de Leman Street tenía una reputación especialmente mala.
Lloyd se encontró detrás de una joven que vociferaba sus protestas alzando una bandera roja. Reconoció a Olive Bishop, una vecina de Nutley Street. Un agente le golpeó en la cabeza con su cachiporra. «¡Puta judía!», le gritó. Olive no era judía, y menos aún puta; de hecho, tocaba el piano en el Calvary Gospel Hall, pero por lo visto había olvidado que Jesús siempre hablaba de poner la otra mejilla, y le arañó toda la cara al policía, en cuya piel dejó varias líneas rojas paralelas. Otros dos agentes la agarraron de los brazos y la sostuvieron mientras el que había recibido el arañazo volvía a golpearle en la cabeza.
Ver a tres hombres fuertes atacando a una chica enfureció a Lloyd. Se adelantó y le lanzó al agresor de Olive un derechazo en el que imprimió toda la rabia que sentía. El golpe le dio al policía en la sien. Aturdido, se tambaleó un poco y cayó al suelo.
Más agentes acudieron al lugar de los sucesos sin dejar de atizar con sus porras a diestro y siniestro, golpeando contra brazos, piernas, cabezas y manos. Cuatro de ellos cogieron a Olive, cada uno de un brazo o una pierna. La chica gritó y se debatió desesperadamente, pero no logró liberarse.
Los manifestantes que estaban allí, sin embargo, tampoco se quedaron quietos. Atacaron a los policías que querían llevársela para intentar apartar de ella a los hombres uniformados. Los agentes se volvieron contra los defensores de Olive al grito de «¡Judíos malnacidos!», aunque no todos eran judíos, y uno era incluso un marino somalí negro.
Los agentes soltaron a Olive y la dejaron caer sobre la calzada, entonces empezaron a defenderse. La chica se abrió paso entre la gente y desapareció. Los policías retrocedían golpeando en su retirada a todo el que tenían al alcance.
Lloyd, exaltado ante la perspectiva del triunfo, vio que la estrategia de la policía no estaba dando resultado. A pesar de toda su brutalidad, los ataques no habían logrado abrir una vía de paso entre la muchedumbre. Volvieron entonces a la carga con sus bastones, pero el gentío enardecido se precipitó hacia delante para hacerles frente, esta vez ansiosos por combatirlos.
Lloyd decidió que había llegado el momento de informar otra vez. Se abrió paso entre la gente hacia la retaguardia y buscó un teléfono.
—No creo que vayan a conseguirlo, papá —le dijo a Bernie, exaltado—. Están intentando abrir un camino a palos, pero no consiguen avanzar. Somos demasiados.
—Le estamos diciendo a la gente que vaya a Cable Street —repuso Bernie—. La policía podría estar a punto de cambiar de ofensiva pensando que tendrán más posibilidades por ahí, así que estamos enviando refuerzos. Ve tú también hacia allí a ver qué está pasando y házmelo saber.
—De acuerdo —dijo Lloyd, y colgó antes de darse cuenta de que no le había dicho a su padrastro que se habían llevado a Millie al hospital. Aunque quizá era mejor no preocuparlo por el momento.
Llegar a Cable Street no iba a resultar tarea fácil. Desde Gardiner’s Corner, Leman Street llevaba directamente en dirección sur hasta el extremo más cercano de Cable Street, una distancia de unos ochocientos metros, pero la calzada estaba bloqueada por manifestantes que se enfrentaban a la policía. Lloyd tuvo que dar un rodeo para llegar. Se abrió paso como pudo en dirección este hasta Commercial Road. Una vez allí, de nuevo resultaba complicado seguir adelante. No había policía, por lo que no había violencia, pero la aglomeración de gente era igual o incluso mayor. Era frustrante, pero Lloyd se consoló pensando que tampoco la policía conseguiría abrirse camino a la fuerza entre tantísimas personas.
Se preguntó qué estaría haciendo Daisy Peshkov. Seguramente estaría sentada en el coche, esperando a que empezara la marcha, tamborileando con la punta de su caro zapato en la alfombrilla del RollsRoyce. La idea de que él estaba ayudando a frustrar sus planes le transmitía un extraño sentimiento de maliciosa satisfacción.
Con persistencia y tratando con cierta brusquedad a todo el que se le cruzaba por el camino, Lloyd se abrió paso entre la gente. La línea férrea que cruzaba por el extremo norte de Cable Street le cortaba el paso, así que tuvo que caminar un buen trecho antes de llegar a una calle lateral en la que encontró un paso subterráneo que le permitió cruzar bajo las vías y llegar a su destino.
Allí la aglomeración de gente no era tan grande, pero Cable Street era una calle estrecha y aún se hacía difícil avanzar. Eso tenía una parte positiva: a la policía le resultaría más complicado todavía abrirse paso. Pero Lloyd vio entonces que había otra obstrucción. Alguien había cruzado un camión en la calle y la gente lo había volcado. Luego habían extendido la barricada a uno y otro lado del vehículo para que ocupara toda la calle con mesas y sillas viejas, tablones de madera sueltos y toda clase de basura apilada.
¡Una barricada! Lloyd no pudo evitar pensar en la Revolución francesa, solo que aquello no era una revolución. Los vecinos del East End no pretendían derrocar el gobierno británico. Al contrario, sentían un profundo respeto por sus elecciones, sus consejos municipales y su Parlamento. Les gustaba tanto su sistema de gobierno que estaban dispuestos a defenderlo contra el fascismo, aunque él mismo no quisiera defenderse.
Había salido del paso subterráneo justo detrás de la barrera y entonces se acercó más a ella para ver lo que sucedía. Se subió a un muro para tener mejor panorámica y se encontró con una ajetreada escena. Al otro lado, la policía intentaba desmantelar la obstrucción apartando muebles rotos y arrastrando viejos colchones para liberar el paso, pero no les estaba resultando fácil. Sobre sus cascos caía una lluvia de objetos, algunos lanzados desde detrás de la barricada, otros desde las ventanas de los pisos superiores de las casas que se alzaban a lado y lado de la estrecha calle: piedras, botellas de leche, botes rotos y ladrillos que, por lo que vio Lloyd, habían sacado de un almacén de material para la construcción que había allí cerca. Unos cuantos jóvenes atrevidos se habían subido a lo alto de la barricada y desde allí arremetían contra los agentes tirándoles palos. De vez en cuando estallaba una refriega cuando la policía intentaba tirar de uno de ellos para hacerlo caer y patearlo en el suelo. Lloyd se sobresaltó al reconocer a dos de los chicos en lo alto de la barricada. Eran Dave Williams, su primo, y Lenny Griffiths, de Aberowen. Codo con codo se enfrentaban a los agentes y los ahuyentaban con palas.
Sin embargo, a medida que pasaban los minutos, Lloyd vio que la policía iba ganando terreno. Trabajaban de forma sistemática, recogían los trastos que formaban la barricada y se los llevaban de allí. Desde dentro, la gente iba reforzando el muro y recolocaba de nuevo lo que la policía había apartado, pero estaban menos organizados y no contaban con un suministro infinito de material. A Lloyd le dio la sensación de que la policía no tardaría mucho en imponerse. Y si conseguían desobstruir Cable Street, dejarían que los fascistas marcharan por allí, pasando por delante de una tienda judía detrás de otra.
Entonces miró hacia atrás y vio que quien fuera que estaba organizando la defensa de Cable Street se había anticipado ya a todo eso. Aunque la policía desmantelara la barricada, se encontraría con otra unos cientos de metros más allá calle abajo.
Lloyd retrocedió y se puso a ayudar con entusiasmo a construir la segunda barrera. Los estibadores levantaban los adoquines de la calle con piquetas, las amas de casa sacaban cubos de la basura de sus patios y los tenderos buscaban cajas y cajones vacíos. Lloyd ayudó a levantar un banco de parque, después arrancó un tablón de anuncios de un edificio municipal. Los constructores de la barricada habían aprendido de la experiencia y esta vez hacían un mejor trabajo, utilizaban los materiales de forma más eficiente, asegurándose de que la estructura fuese resistente.
De nuevo, Lloyd miró hacia atrás y vio una tercera barricada que ya estaban levantando más al este.
La gente empezó a retirarse de la primera y a reagruparse detrás de la segunda. Unos minutos después, la policía por fin consiguió abrir un paso en la primera barrera y se precipitó por él. Los primeros agentes en atravesarla fueron tras los pocos jóvenes que aún quedaban allí, y Lloyd vio a Dave y a Lenny corriendo delante de ellos por una callejuela. Las casas de uno y otro lado quedaron clausuradas enseguida, puertas y ventanas se cerraron de golpe.