Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Volodia le explicó lo ocurrido.
—Así que he perdido a un buen confidente —concluyó—. Pero no sé de qué otro modo podría haber obrado. ¿Tendría que haber hablado con el NKVD de Markus y advertirles que se mantuvieran al margen?
—Y una mierda —exclamó Lemítov—. No son nada de fiar, nunca les cuentes nada. Pero no te preocupes, no has perdido a Markus. Puedes recuperarlo fácilmente.
—¿Cómo? —preguntó Volodia sin comprenderlo—. Ahora nos odia a todos.
—Vuelve a detener a Irina.
—¿Qué? —Volodia estaba horrorizado. ¿Acaso la chica no había sufrido ya bastante?—. Así aún nos odiará más.
—Dile que si no continúa colaborando con nosotros, volveremos a someterla a todo el interrogatorio.
Volodia trató desesperadamente de disimular la repugnancia que sentía. Era importante no parecer demasiado impresionable. Además, sabía que el plan de Lemítov funcionaría.
—Claro —logró responder.
—Solo que esta vez —prosiguió Lemítov— dile que le meteremos los cigarrillos encendidos por el coño.
Volodia creía estar a punto de vomitar. Tragó saliva y respondió:
—Buena idea. Voy por ella.
—Basta con que vayas esta madrugada —dijo Lemítov—. A las cuatro, para lograr el máximo efecto.
—Sí, señor. —Volodia salió del despacho y cerró la puerta tras de sí.
Se detuvo un momento en el pasillo, se sentía mareado. Pero un empleado administrativo que pasaba por allí lo miró con cara rara y lo obligó a seguir caminando.
Iba a tener que hacerlo. No torturaría a Irina, por descontado: bastaría con la amenaza. Pero ella se la tomaría en serio y se llevaría un susto de muerte. Volodia tenía la impresión de que él en su lugar se volvería loco. Cuando se alistó en el Ejército Rojo nunca imaginó que tendría que llevar a cabo semejantes prácticas. Claro que en el ejército se mataba a gente, eso ya lo sabía; pero ¿torturar a muchachas?
El edificio se estaba quedando desierto, empezaban a apagarse las luces de los despachos y por los pasillos circulaban hombres con el sombrero puesto. Era hora de marcharse a casa. De camino a su despacho, Volodia telefoneó a la policía militar y convino en encontrarse con una brigada a las tres y media de la madrugada para detener a Irina. Luego se puso el abrigo y salió para tomar un tranvía hasta su casa.
Volodia vivía con sus padres, Grigori y Katerina, y con su hermana Ania, que tenía diecinueve años y todavía estudiaba en la universidad. Durante el trayecto en el tranvía, se preguntó si podía hablar con su padre de aquello. Se imaginó preguntándole: «¿Tenemos que torturar a gente en la sociedad comunista?». Pero ya sabía cuál sería la respuesta. Se trataba de una necesidad temporal, imprescindible para proteger la revolución de los espías y los elementos subversivos contratados por los imperialistas capitalistas. Tal vez podría preguntarle: «¿Cuánto tiempo falta para que abandonemos unas prácticas tan atroces?». Por supuesto, su padre no lo sabía; nadie lo sabía.
Cuando la familia Peshkov regresó de Berlín, se trasladó a vivir a la residencia gubernamental, también llamada a veces la Casa del Dique, un bloque de pisos situado en la orilla del río opuesta al Kremlin, destinado a alojar a miembros de la élite soviética. Era un edificio colosal de estilo constructivista que albergaba más de quinientas viviendas.
Volodia saludó con la cabeza al policía militar apostado en la entrada antes de cruzar el espléndido vestíbulo (tan amplio que algunas noches se celebraban bailes amenizados por una banda de jazz) y subir con el ascensor. El piso era lujoso para los estándares soviéticos, con agua caliente constante y teléfono, pero no resultaba tan acogedor como su hogar de Berlín.
Su madre se encontraba en la cocina. Katerina era una cocinera mediocre y poco amante de las tareas domésticas, pero el padre de Volodia la adoraba. En 1914, en San Petersburgo, la había salvado de las indeseadas atenciones de un policía acosador, y desde entonces estaba enamorado de ella. A sus cuarenta y tres años seguía siendo atractiva, según deducía Volodia, y durante el tiempo que la familia llevaba formando parte del círculo diplomático había aprendido a vestir con más elegancia que la mayoría de las rusas, aunque procuraba no lucir un aspecto occidental: eso en Moscú constituía una grave ofensa.
—¿Te has dado un golpe en la boca? —le preguntó después de que él la saludara con un beso.
—No es nada. —Volodia notó el aroma del pollo—. ¿Tenemos una cena especial?
—Ania ha invitado a un amigo.
—¡Ah! ¿Son compañeros de clase?
—No lo creo. No sé muy bien a qué se dedica.
Volodia se alegró. Adoraba a su hermana, pero sabía que no era guapa. Era baja y regordeta, y vestía ropa poco favorecedora de colores oscuros. No había tenido muchos novios, y el hecho de que alguno lo atrajera lo suficiente como para presentarlo en casa era una grata noticia.
Se dirigió a su dormitorio, se despojó de la chaqueta y se lavó la cara y las manos. Sus labios casi habían recuperado el aspecto normal. Markus no le había pegado muy fuerte. Mientras se secaba las manos oyó voces, por lo que dedujo que Ania y su amigo debían de haber llegado.
Se puso una chaqueta de punto para estar más cómodo y salió del dormitorio. Luego entró en la cocina. Ania se encontraba sentada a la mesa con un hombre bajito con cara de ratón que Volodia reconoció.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Tú!
Era Ilia Dvorkin, el agente del NKVD que había detenido a Irina. Se había quitado el disfraz y llevaba un traje convencional de color oscuro y unas botas decentes. Se quedó mirando a Volodia, sorprendido.
—Claro… ¡Peshkov! —dijo—. No había atado cabos.
Volodia se volvió hacia su hermana.
—No me digas que este es tu novio.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ania, consternada.
—Nos hemos conocido esta mañana. —respondió Volodia—. Este hombre ha echado a perder una importante operación del ejército por meter las narices donde no debía.
—Estaba haciendo mi trabajo —protestó Dvorkin, que se limpió la punta de la nariz con la manga.
—¡Menudo trabajo!
Katerina intervino para salvar la situación.
—No mezcléis el trabajo con la familia —dijo—. Volodia, por favor, sirve un vaso de vodka a nuestro invitado.
—¿Lo dices en serio?
Los ojos de su madre destellaban de ira.
—¡Pues claro que lo digo en serio!
—Muy bien. —Cogió la botella de la repisa con desgana. Ania sacó vasos de un armario y Volodia sirvió la bebida.
Katerina tomó un vaso.
—A ver, empezaremos de nuevo —dijo—. Ilia, este es mi hijo Vladímir, a quien siempre llamamos Volodia. Volodia, este es Ilia, un amigo de Ania que ha venido a cenar. ¿Por qué no os dais la mano?
Volodia no tuvo más remedio que estrecharle la mano al hombre.
Katerina sirvió algunas cosas para picar: pescado ahumado, pepinillos en vinagre y salchicha cortada en rodajas.
—En verano comemos lechuga de la que tengo plantada en la dacha, pero en esta época del año no hay ninguna, por supuesto —dijo en tono de disculpa.
Volodia se dio cuenta de que deseaba impresionar a Ilia. ¿De verdad su madre quería que Ania se casara con semejante rastrero? Supuso que así era.
Grigori entró ataviado con su uniforme del ejército, prodigando sonrisas a la vez que olisqueaba el pollo y se frotaba las manos. A sus cuarenta y ocho años, era un hombre corpulento y de rostro rubicundo: costaba imaginarlo tomando por asalto el Palacio de Invierno, tal como había hecho en 1917. Seguramente entonces estaba más delgado.
Besó a su esposa con deleite. Volodia tenía la impresión de que su madre agradecía las descaradas muestras de voluptuosidad por parte de su padre aunque no le correspondía por igual. Le sonreía cuando él le daba palmaditas en el trasero, lo atraía hacia sí cuando la abrazaba y lo besaba siempre que él quería, pero nunca tomaba la iniciativa. Lo encontraba atractivo, lo respetaba y parecía feliz casada con él; no obstante, saltaba a la vista que no ardía de pasión. Volodia pensó que él esperaba más del matrimonio.
Sin embargo, la cuestión no iba más allá del plano meramente hipotético: Volodia había tenido aproximadamente una docena de noviazgos cortos; no obstante, todavía no había conocido a una mujer con quien deseara casarse.
Sirvió un poco de vodka a su padre, y Grigori se lo bebió con ansia de un solo trago antes de tomar un poco de pescado ahumado.
—Así, Ilia, ¿a qué te dedicas?
—Trabajo en el NKVD —respondió Ilia, orgulloso.
—¡Ah! ¡Es magnífico trabajar para esa organización!
Volodia sospechaba que, en realidad, Grigori no pensaba eso; solo trataba de ser amable. En su opinión, la familia debería comportarse con antipatía para tratar de ahuyentar a Ilia.
—Supongo, padre, que cuando el resto del mundo imite a la Unión Soviética y adopte el sistema comunista, la policía secreta dejará de ser necesaria, y entonces el NKVD podría suprimirse.
Grigori optó por pasar de puntillas sobre el asunto.
—¡Nada de policía! —exclamó con jovialidad—. Nada de juicios criminales, nada de prisiones. Nada de departamentos de contraespionaje, puesto que no habrá espías. ¡Tampoco habrá ejército, puesto que no tendremos enemigos! ¿A qué nos dedicaremos entonces? —Se echó a reír con ganas—. Claro que es posible que todavía falte un poquito de tiempo para eso.
Ilia parecía receloso, como si notara que el discurso tenía algo de subversivo pero no acabara de captar qué era.
Katerina llevó a la mesa un plato con pan negro y cinco cuencos de borsch caliente, y todos empezaron a comer.
—Cuando era niño y vivía en el campo —empezó Grigori—, mi madre se pasaba todo el invierno guardando la piel de las verduras, el corazón de las manzanas, las hojas de la col que no nos comíamos, los filamentos de las cebollas y todo de cosas así; lo dejaba en un barril grande y viejo en el exterior de la casa para que se helara. Luego, cuando llegaba la primavera, la nieve se derretía y con eso preparaba borsch. Eso es el borsch en realidad: sopa de mondaduras. Vosotros, los jóvenes, no tenéis ni idea de lo bien que vivís.
Llamaron a la puerta. Grigori arrugó la frente, no esperaba visitas.
—¡Uy, se me olvidaba! —exclamó Katerina—. También viene la hija de Konstantín.
—¿Te refieres a Zoya Vorotsintsev? ¿La hija de Magda la comadrona?
—Recuerdo a Zoya —dijo Volodia—. Una niña flacucha con tirabuzones rubios.
—Ya no es ninguna niña —observó Katerina—. Tiene veinticuatro años y es científica. —Se levantó para dirigirse a la puerta.
Grigori frunció el entrecejo.
—No hemos vuelto a verla desde que murió su madre. ¿A qué viene esta visita repentina?
—Quiere hablar contigo —respondió Katerina.
—¿Conmigo? ¿De qué?
—De física. —Katerina salió de la cocina.
—Su padre, Konstantín, y yo fuimos delegados del Sóviet de Petrogrado en 1917. Promulgamos la famosa «Orden Número Uno». —Se le ensombreció el rostro—. Murió después de la guerra civil, por desgracia.
—Debía de ser joven… ¿De qué murió? —preguntó Volodia.
Grigori echó un vistazo disimulado a Ilia y se apresuró a apartar la mirada.
—De neumonía —dijo, y Volodia comprendió que estaba mintiendo.
Katerina regresó, seguida de una mujer que dejó a Volodia sin respiración.
Era una clásica belleza rusa, alta y delgada, con el pelo rubio claro, los ojos de un azul casi incoloro de tan pálido y un cutis blanco e impecable. Llevaba un sencillo vestido verde Nilo cuya sobriedad obligaba a concentrar toda la atención en su esbelta figura.
Le presentaron a todos los comensales; luego se sentó a la mesa y aceptó un cuenco de borsch.
—Así que eres científica, Zoya —dijo Grigori.
—Soy licenciada; ahora estoy cursando el doctorado e imparto clases en la universidad —aclaró ella.
—Aquí, Volodia, trabaja en los servicios secretos del Ejército Rojo —explicó Grigori con orgullo.
—Qué interesante —respondió la chica, aunque era evidente que quería decir lo contrario.
Volodia se percató de que Grigori veía en Zoya a una posible nuera. Esperaba que su padre no fuera demasiado insistente con las indirectas. Ya había decidido pedirle una cita antes de que terminara la velada, pero podía arreglárselas solo. No necesitaba la ayuda de su padre. Al contrario: si alardeaba de forma demasiado evidente podría disuadirla.
—¿Qué tal está la sopa? —preguntó Katerina a Zoya.
—Deliciosa, gracias.
Volodia empezaba a captar la personalidad pragmática que se ocultaba tras su físico espléndido. Era una combinación fascinante: una mujer guapa que no hacía ningún esfuerzo por mostrarse encantadora.
Ania retiró los cuencos de sopa mientras Katerina llevaba el segundo plato: pollo con patatas a la cazuela. Zoya se lanzó al ataque; se llenaba la boca de comida, masticaba, tragaba y comía más. Como la mayoría de los rusos, no solía probar comida tan rica como aquella.
—¿A qué te dedicas dentro del mundo científico, Zoya? —preguntó Volodia.
Obviamente contrariada, ella dejó de comer para responderle.
—Soy física —dijo—. Intentamos analizar el átomo: cuáles son sus componentes y qué los mantiene juntos.
—¿Es interesante?
—Absolutamente fascinante. —Dejó el tenedor—. Trabajamos para descubrir de qué está hecho el universo en realidad. No hay nada más emocionante. —Sus ojos se iluminaron. Al parecer, la física era lo único capaz de desviar su atención de la cena.
Ilia habló por primera vez.
—Ya, pero ¿de qué sirven todas esas monsergas teóricas a la revolución?
Los ojos de Zoya centelleaban de ira, y a Volodia aún le gustaron más.
—Algunos camaradas cometen el error de subestimar la ciencia pura en favor de la investigación práctica —dijo—. Sin embargo, los adelantos técnicos, como por ejemplo los aeronáuticos, dependen en última instancia de los avances teóricos.
Volodia disimuló una sonrisa. Una simple conversación informal había dejado a Ilia como un trapo.
Pero Zoya no había terminado.
—Por eso quería hablar con usted, señor —dijo dirigiéndose a Grigori—. Los físicos leemos las revistas científicas que se publican en Occidente; los muy tontos revelan sus resultados al mundo entero. Y, últimamente, hemos observado que están dando pasos de gigante en la comprensión de la física atómica, lo cual resulta alarmante. La ciencia soviética corre un grave peligro de quedar rezagada. Me pregunto si el camarada Stalin es consciente de eso.