El invierno del mundo (13 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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—No —dijo Macke a sus hombres—. Obligadlo a mirar.

Pusieron a Robert en pie y lo sujetaron de cara a la verja.

Los perros entraron en el recinto. Estaban muy nerviosos, no paraban de ladrar y salivar. Los dos camisas pardas los trataron con mano experta y sin miedo; saltaba a la vista que tenían experiencia. Lloyd se preguntó, apesadumbrado, cuántas veces lo habían hecho ya en el pasado.

Los adiestradores soltaron a los perros y salieron del recinto.

Los perros se abalanzaron sobre Jörg. Uno lo mordió en la pantorrilla, otro en el brazo, un tercero en el muslo. Bajo el cubo metálico se oían los gritos amortiguados de dolor y pánico. Los camisas pardas jaleaban a los perros y aplaudían. Los prisioneros observaban lo que sucedía horrorizados y en silencio.

Tras el primer susto, Jörg intentó defenderse. Estaba maniatado y no podía ver, pero podía dar patadas al azar. Sin embargo, los perros no se arredraron, sino que esquivaron sus ataques y empezaron a pegarle mordiscos con sus dientes afilados.

Jörg intentó correr. Seguido por los perros, corrió a ciegas y en línea recta hasta que chocó contra la verja. Los camisas pardas vitorearon de júbilo. Jörg echó a correr en otra dirección con el mismo resultado. Un perro le arrancó un trozo de carne del culo y los guardias estallaron en carcajadas.

Un camisa parda que estaba junto a Lloyd gritó:

—¡La cola! ¡Muérdele la cola! —Lloyd supuso que «cola» en alemán,
der Schwanz
, era el término coloquial para referirse al pene. El camisa parda estaba histérico de la emoción.

El cuerpo blanco de Jörg estaba manchado de sangre por culpa de las diversas heridas. Se puso de cara a la verja, protegiéndose los genitales, dando patadas hacia atrás y hacia los lados. Sin embargo, empezaban a fallarle las fuerzas. Las patadas eran cada vez más débiles. Le costaba mantenerse en pie. Los perros eran cada vez más atrevidos, le mordían para arrancarle trozos de carne y tragárselos.

Al final Jörg cayó al suelo.

Los perros se calmaron un poco antes de darse el banquete.

Sin embargo, los adiestradores entraron en el recinto y con una serie de movimientos expertos volvieron a poner las cadenas a los perros, los apartaron de Jörg y se los llevaron.

El espectáculo había finalizado y los camisas pardas se retiraron, hablando animadamente.

Robert entró en el recinto y esta vez nadie trató de impedírselo. Se inclinó sobre Jörg, gimiendo.

Lloyd lo ayudó a quitarle el cubo y a desatarle las manos a Jörg, que estaba inconsciente, pero respiraba.

—Llevémoslo adentro —dijo Lloyd—. Tú cógelo de las piernas.

Lloyd levantó a Jörg por las axilas y entre ambos lo trasladaron al edificio donde habían dormido. Lo pusieron sobre un colchón. Los demás prisioneros se arremolinaron en torno a ellos, asustados y aturdidos. Lloyd esperaba que alguno de ellos anunciara que era médico, pero nadie lo hizo.

Robert se quitó la chaqueta y el chaleco, luego la camisa y la utilizó para limpiar la sangre.

—Necesitamos agua limpia —dijo.

Había un surtidor en el patio. Lloyd salió pero no tenía con qué transportar el agua. Regresó al interior del edificio. El cubo seguía en el suelo. Lo lavó y lo llenó de agua.

Cuando regresó, el colchón estaba empapado en sangre.

Robert mojó la camisa en el cubo y le lavó las heridas a Jörg, arrodillado junto a él. Al cabo de poco también la camisa blanca se había teñido de rojo.

Jörg se retorció.

—Tranquilo, cariño —le dijo Robert en voz baja—. Ya ha pasado todo y estoy a tu lado. —Sin embargo, parecía que Jörg no lo oía.

Entonces entró Macke acompañado de cuatro o cinco camisas pardas. Agarró a Robert del brazo.

—¡Bueno! —dijo—. Ahora ya sabes qué pensamos de los pervertidos homosexuales.

Lloyd señaló a Jörg.

—Aquí el único pervertido es el que ha provocado todo esto —exclamó, hecho una furia. Y presa de toda la ira y el desdén que lo corroían por dentro, añadió—: Comisario Macke.

El jefe de los camisas pardas hizo un gesto con la cabeza apenas perceptible a uno de sus hombres. Con un movimiento en apariencia fortuito, el hombre le dio la vuelta al fusil y golpeó a Lloyd en la cabeza con la culata.

Lloyd cayó al suelo, agarrándose la cabeza. El dolor era espantoso.

—Por favor, déjenme cuidar de Jörg —oyó decir a Robert.

—Tal vez —dijo Macke—. Antes ven aquí.

A pesar del dolor, Lloyd abrió los ojos para ver lo que sucedía.

Macke se llevó a Robert hasta el otro lado de la estancia, junto a una mesa de madera áspera. Se sacó una pluma del bolsillo.

—Ahora tu restaurante vale la mitad de lo que te ofrecí la última vez: diez mil marcos.

—Lo que sea —dijo Robert, sollozando—. Déjeme volver con Jörg.

—Firma aquí —le ordenó Macke—. Y luego os podréis ir los tres a casa.

Robert firmó.

—Este caballero hará de testigo —dijo Macke. Le dio la pluma a uno de los camisas pardas. Miró hacia el otro lado del almacén y sus ojos se cruzaron con los de Lloyd—. Y quizá nuestro imprudente invitado inglés podría ser el segundo testigo.

—Haz lo que pide, Lloyd —dijo Robert.

Lloyd se puso en pie como buenamente pudo, se frotó la cabeza, cogió la pluma y firmó.

Macke guardó el contrato con un gesto triunfal y se fue.

Robert y Lloyd regresaron junto a Jörg.

Pero Jörg había muerto.

VIII

Walter y Maud llegaron a la estación Lehrte, al norte del edificio quemado del Reichstag, para despedirse de Ethel y Lloyd. El edificio de la estación era de estilo neorrenacentista y parecía un palacio francés. Habían llegado antes de tiempo y se sentaron en un café de la estación mientras esperaban el tren.

Lloyd se alegraba de marcharse. En seis semanas había aprendido mucho, de alemán y de política alemana, pero ahora quería volver a casa, contar a la gente lo que había visto y advertirlos que podía sucederles lo mismo.

No obstante, también se sentía muy culpable. Iba a un sitio gobernado por la ley, donde había libertad de prensa y ser socialdemócrata no era un delito. Iba a dejar a la familia Von Ulrich viviendo en una cruel dictadura en la que un hombre inocente podía morir devorado por unos perros sin que nadie tuviera que responder ante la justicia por el crimen.

Los Von Ulrich parecían desolados; Walter incluso más que Maud. Parecían dos personas que habían recibido una mala noticia o que habían sufrido la muerte de un familiar. Eran incapaces de pensar en otra cosa que no fuera la catástrofe de la que eran víctimas.

Lloyd había sido puesto en libertad y había recibido las disculpas del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, así como una nota aclaratoria que era abyecta, y al mismo tiempo mendaz, que daba a entender que Lloyd se había visto involucrado en una refriega por culpa de su propia estupidez y que, a continuación, lo habían retenido como prisionero debido a un error administrativo que las autoridades lamentaban profundamente.

—He recibido un telegrama de Robert. Ha llegado sano y salvo a Londres —dijo Walter.

Como ciudadano austríaco, Robert había podido salir de Alemania sin demasiados problemas. Sin embargo, le había costado más sacar su dinero. Walter le había exigido a Macke que enviara el dinero a un banco suizo. Al principio el comisario le había dicho que era imposible, pero Walter lo presionó amenazándolo con denunciar la venta en un tribunal, y le dijo que Lloyd declararía como testigo de que el contrato se había firmado bajo coacción; al final Macke movió algunos hilos.

—Me alegra que Robert haya podido salir —dijo Lloyd. Él también sería más feliz cuando estuviera en Londres. Aún le dolía la cabeza y también las costillas cada vez que se daba la vuelta en la cama.

—¿Por qué no venís a Londres? Los dos. Toda la familia, quiero decir —le preguntó Ethel a Maud.

Walter miró a su mujer.

—Quizá deberíamos —dijo, pero Lloyd se dio cuenta de que no hablaba en serio.

—Has hecho todo lo que has podido —dijo Ethel—. Has luchado con valentía, pero ha ganado el otro bando.

—Esto aún no ha acabado —replicó Maud.

—Pero corréis peligro.

—Al igual que Alemania.

—Si vinierais a vivir a Londres Fitz quizá adoptaría una actitud menos intransigente y te ayudaría.

Lloyd sabía que el conde Fitzherbert era uno de los hombres más ricos de Gran Bretaña gracias a las minas de carbón que había bajo sus tierras de Gales del Sur.

—No me ayudará —dijo Maud—. Fitz nunca transige. Lo sé, y tú también.

—Tienes razón —dijo Ethel. Lloyd se preguntó cómo podía estar tan segura, pero no tuvo la oportunidad de expresar sus dudas. Ethel prosiguió—: Bueno, con tu experiencia podrías encontrar trabajo en Londres fácilmente en un periódico.

—¿Y qué haría yo en Londres? —preguntó Walter.

—No lo sé —contestó Ethel—. ¿Qué harás aquí? No tiene mucho sentido ser diputado en un Parlamento impotente.

Lloyd creía que Ethel estaba haciendo gala de una honestidad brutal, pero, como sucedía a menudo, estaba diciendo lo que había que decir.

Comprendía la situación, pero creía que los Von Ulrich debían quedarse.

—Sé que será duro —dijo—. Pero si la gente honrada huye del fascismo, se extenderá aún más rápido.

—Se está extendiendo de todos modos —dijo su madre.

—Yo no me voy —declaró Maud, lo que sorprendió a todos—. Me niego rotundamente a abandonar Alemania.

Todos la miraron fijamente.

—Soy alemana, desde hace catorce años —dijo—. Este es mi país ahora.

—Pero naciste inglesa —repuso Ethel.

—Un país es principalmente la gente que vive en él —dijo Maud—. No me entusiasma Inglaterra. Mis padres murieron hace mucho tiempo y mi hermano me ha repudiado. Me entusiasma Alemania. Para mí, Alemania es mi maravilloso marido, Walter; mi insensato hijo, Erik; mi hija increíblemente capaz, Carla; Ada, nuestra criada, y su hijo minusválido; mi amiga Monika y su familia; mis colegas periodistas… Me quedo para luchar contra los nazis.

—Ya has hecho más de lo que te correspondía —dijo Ethel con dulzura.

Maud se emocionó.

—Mi marido ha dedicado todo su ser, toda su vida, a convertir esta tierra en un país libre y próspero. No seré la causa de que se vea obligado a renunciar a la obra de toda una vida. Si pierde eso, pierde su alma.

Ethel esgrimió un argumento que solo podía utilizar una vieja amiga.

—Sin embargo —dijo—, debes de tener la tentación de llevar a tus hijos a un lugar seguro.

—¿La tentación? ¡Querrás decir anhelo, deseo desesperado! —Rompió a llorar—. Carla tiene pesadillas con camisas pardas, y Erik se pone ese uniforme de color mierda a la mínima oportunidad que tiene. —A Lloyd le sorprendió su fervor. Era la primera vez que oía decir «mierda» a una mujer respetable. Prosiguió—: Claro que quiero llevármelos. —Lloyd se dio cuenta entonces de que estaba destrozada. Se frotó las manos como si se las estuviera lavando, movió la cabeza de un lado a otro, y habló con un tono de voz que reflejaba el tremendo conflicto interior que la corroía—. Pero no sería lo correcto, ni para ellos ni para nosotros. ¡No pienso ceder! Es mejor sufrir las consecuencias del mal que quedarse quieto y no hacer nada.

Ethel acarició a Maud en el brazo.

—Siento habértelo preguntado. Quizá haya sido una tontería por mi parte. Debería haber sabido que no querrías huir.

—Me alegro de que lo preguntaras —dijo Walter, que estiró el brazo y cogió las finas manos de su mujer entre las suyas—. Era una preguntaba que flotaba en el aire, entre Maud y yo, y que no me había atrevido a formular. Ya era hora de que nos enfrentáramos a ella. —Sus manos unidas reposaban sobre la mesa del café.

Lloyd casi nunca pensaba en la vida afectiva de la generación de su madre (eran personas de mediana edad y casadas, y eso parecía explicarlo todo), pero ahora veía que entre Walter y Maud existía un extraño vínculo que iba mucho más allá de los hábitos adquiridos por un matrimonio maduro con el paso del tiempo. Eran realistas: sabían que si se quedaban en Berlín ponían en peligro sus vidas y las de sus hijos. Pero tenían un compromiso común que desafiaba a la muerte.

Lloyd se preguntó si alguna vez encontraría un amor como ese.

Ethel miró el reloj.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Vamos a perder el tren!

Lloyd cogió el equipaje y echaron a correr por el andén. Sonó un silbato. Subieron al tren justo a tiempo. Ambos se asomaron por la ventanilla mientras salían de la estación.

Walter y Maud se quedaron en el andén, despidiéndose con la mano, haciéndose cada vez más pequeños, hasta que al final desaparecieron.

2

1935

I

Hay dos cosas que debes saber sobre las chicas de Buffalo —dijo Daisy Peshkov—. Beben como cosacos y son todas unas esnobs.

Eva Rothmann soltó una risilla nerviosa.

—No te creo —respondió. Su acento alemán había desaparecido casi por completo.

—Pues es verdad —repuso Daisy. Estaban en su cuarto, decorado en tonos blancos y rosas, probándose ropa ante el espejo tríptico de cuerpo entero—. A lo mejor te queda bien la combinación de azul marino y blanco —sugirió Daisy—. ¿Qué te parece? —Levantó una blusa hasta situarla a la altura de la cara de Eva y estudió el contraste. La mezcla de colores le sentaba bien.

Daisy estaba rebuscando en su armario un conjunto que su amiga pudiera llevar a un almuerzo en la playa. Eva no era una chica bonita, y los volantes y lazos que complementaban muchas de las prendas de Daisy solo contribuían a que Eva pareciera anticuada y sin gracia. Las rayas le pegaban más a sus facciones marcadas.

Eva tenía el pelo negro y los ojos castaño oscuro.

—Puedes llevar colores claros —le sugirió Daisy.

Eva tenía poca ropa. Su padre, médico judío en Berlín, había pasado la vida ahorrando para enviarla a Estados Unidos y, hacía un año, la joven había llegado con lo puesto a ese país. Una organización benéfica le había pagado para que fuera al internado donde estudiaba Daisy. Las jóvenes tenían la misma edad: diecinueve años. No obstante, Eva no tenía adónde ir durante las vacaciones de verano y, en un arrebato, su amiga la había invitado a casa.

Al principio, la madre de Daisy, Olga, se había mostrado reticente.

—¡Vaya, pero si te pasas todo el año en el internado, lejos de casa...! Tenía muchas ganas de tenerte en exclusiva para mí durante el verano.

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