Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Entonces pareció como si hubiera tenido una súbita ocurrencia.
—¡Ah, Daisy!, ¿puedes darte una vuelta y averiguar a quién le apetece jugar al tenis?
La joven sabía que estaba tratándola como a una criada, pero decidió ser complaciente.
—Por supuesto —respondió—. Propongo parejas mixtas.
—Buena idea. —La señora Farquharson le entregó un lápiz pequeño y un trozo de papel—. Apunta los nombres.
Daisy sonrió con dulzura y se sacó del bolso un bolígrafo dorado y una pequeña libretita con tapas de cuero.
—Voy equipada.
Sabía quiénes jugaban al tenis: quiénes eran buenos y quiénes eran malos. Pertenecía al Club de Tenis, que no era tan exclusivo como el Club Náutico. Emparejó a Eva con Chuck Dewar, el hijo de catorce años del senador Dewar. Puso a Joanne Rouzrokh con el primogénito de los Dewar, Woody, que solo tenía quince años, pero que ya era tan alto como el larguirucho de su padre. Naturalmente, ella se apuntó como pareja de Charlie.
Daisy se sorprendió al toparse con alguien que le resultaba familiar: su hermanastro, Greg, el hijo de Marga. No se encontraban a menudo, y hacía un año que no lo veía. Al parecer, en ese lapso de tiempo, se había hecho un hombre. Medía unos quince centímetros más y aunque tenía solo quince años, la sombra de una barba asomaba en su rostro. De pequeño iba siempre despeinado y en eso no había cambiado. Vestía su ropa cara con despreocupación: las mangas de la americana arremangadas; la corbata a rayas con el nudo suelto; los pantalones de lino con las perneras mojadas por el mar y llenas de arena.
Daisy siempre se sentía avergonzada al encontrarse con Greg. Era la prueba viviente de las veces que su padre las abandonaba a ella y a su madre para estar con Marga y su hijo. Muchos hombres casados tenían aventuras, Daisy ya lo sabía; pero su padre, y no otro, era el que hacía gala de una descarada indiscreción en todas las fiestas. Su padre debería haber llevado a vivir a Marga y a Greg a Nueva York, donde todo el mundo era anónimo, o a California, donde nadie veía nada malo en el adulterio. En Buffalo, eran objeto de escándalo permanente, y Greg era parte de la razón por la que los demás miraban a Daisy por encima del hombro.
El muchacho tuvo la cortesía de preguntarle cómo estaba.
—Estoy hasta el moño, por si te interesa —contestó ella—. Mi padre me ha decepcionado… otra vez.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Greg con cautela.
—Me había pedido que fuera con él a la Casa Blanca… y al final ha llevado a esa fulana de Gladys Angelus. Ahora soy el hazmerreír de la ciudad.
—Debe de haber sido una buena estrategia publicitaria para
Pasión
, su nueva película.
—Tú siempre te pones de su parte porque eres su preferido.
Greg pareció molesto.
—A lo mejor es porque yo lo admiro en lugar de estar quejándome continuamente por lo que hace.
—No… —Daisy estuvo a punto de negar que siempre se estuviera quejando, pero se dio cuenta de que era cierto—. Bueno, a lo mejor sí que me quejo, pero él podría cumplir sus promesas, ¿no crees?
—Tiene demasiadas cosas en la cabeza.
—Pues a lo mejor no debería tener dos amantes además de una esposa.
Greg se encogió de hombros.
—No puede atender a todo el mundo.
Ambos cayeron en la cuenta de cómo había sonado aquello y, pasados unos segundos, rompieron a reír.
—Bueno, supongo que no debería culparte a ti. Tú no pediste nacer —dijo Daisy.
—Y supongo que yo no debería culparte a ti por llevarte a mi padre tres noches a la semana, sin importar lo mucho que llorase o le rogase que no se marchara.
Daisy jamás lo había considerado desde esa óptica. Para ella, Greg era el usurpador, el hijo ilegítimo que no paraba de robarle a su padre. Sin embargo, en ese momento, se dio cuenta de que él se sentía tan herido como ella.
Se quedó mirándolo. Algunas chicas podían considerarlo atractivo, supuso. No obstante, era demasiado joven para Eva. Y seguramente se convertiría en un hombre tan egoísta e informal como su padre.
—En cualquier caso —dijo Daisy—, ¿sabes jugar al tenis?
Él negó con la cabeza.
—En el Club de Tenis no admiten a gente como yo. —Forzó una sonrisa de indiferencia y Daisy se dio cuenta de que, al igual que ella, Greg se sentía rechazado por la sociedad de Buffalo—. Yo practico el hockey sobre hielo —aclaró.
—Lástima.
Daisy siguió con su ronda.
Cuando ya tuvo suficientes nombres, regresó junto a Charlie, que por fin había conseguido instalar la red. Envió a Eva a buscar a las dos primeras parejas del primer partido de dobles.
—Ayúdame a preparar el cuadro de enfrentamientos —le pidió a Charlie.
Se arrodillaron uno al lado del otro y trazaron un diagrama en la arena con eliminatorias, semifinales y una final.
—¿Te gusta el cine? —preguntó Charlie mientras escribían los nombres.
Daisy pensó en si estaría a punto de pedirle una cita.
—Claro —respondió.
—¿Por casualidad has visto
Pasión
?
—No, Charlie, no la he visto —contestó, exasperada—. La protagoniza la amante de mi padre.
Él se quedó perplejo.
—La prensa dice que son solo buenos amigos.
—¿Y por qué crees que la señorita Angelus, que apenas tiene veinte años, es tan amiguita de mi padre, que ya tiene cuarenta? —preguntó Daisy con sarcasmo—. ¿Crees que le gusta su pelo, que ya empieza a ralear? ¿O su barriga incipiente? ¿O serán más bien sus cincuenta millones de dólares?
—Ah, entiendo —dijo Charlie, avergonzado—. Lo siento.
—No deberías sentirlo. He sido un poco bruta. Tú no eres como los demás… no piensas siempre lo peor de todo el mundo.
—Supongo que soy un tonto.
—No. Eres agradable.
Charlie parecía avergonzado, aunque encantado.
—Vamos a ponernos con esto —propuso Daisy—. Tenemos que arreglarlo para que los mejores jugadores lleguen a la final.
Nora Farquharson volvió a hacer acto de presencia. Miró a Charlie y a Daisy arrodillados uno junto al otro en la arena y se quedó contemplando su dibujo.
—Está bastante bien, mamá, ¿no te parece? —Anhelaba su aprobación, saltaba a la vista.
—Muy bien. —Y escrutó a Daisy con la mirada, como una perra que ve que un desconocido se acerca a sus cachorros.
—Charlie lo ha hecho casi todo —aclaró Daisy.
—No, no es cierto —desmintió la señora Farquharson sin ningún reparo. Dirigió la mirada hacia su hijo y volvió a escudriñar a Daisy—. Eres una chica lista —opinó. La miró como si estuviera a punto de añadir algo más, pero dudara si hacerlo.
—¿Qué? —preguntó Daisy.
—Nada —respondió ella.
Daisy se levantó.
—Sé lo que estaba pensando —murmuró a Eva.
—¿Qué?
—Eres una chica lista… Y serías casi lo bastante buena para mi hijo si pertenecieras a una familia mejor.
Eva se mostró escéptica.
—Eso no puedes saberlo.
—Claro que puedo. Y me casaré con él aunque solo sea para demostrar que su madre se equivoca.
—¡Oh, Daisy!, ¿por qué te importa tanto lo que piense esta gente?
—Vamos a ver el partido de tenis.
Daisy se sentó en la arena junto a Charlie. Tal vez no fuera guapo, pero adoraría a su esposa y haría cualquier cosa por ella. La suegra sería un problema, pero Daisy estaba convencida de poder apañárselas.
Sacó Joanne Rouzrokh, que era alta y llevaba una faldita blanca que resaltaba sus largas piernas. Su pareja, Woody Dewar, que era incluso más alto, le pasó la pelota. Hubo algo en su forma de mirar a Joanne que hizo pensar a Daisy que se sentía atraído por ella, puede que incluso estuviera enamorado. Pero él tenía quince años y ella dieciocho, así que no tenían ningún futuro.
Daisy se volvió hacia Charlie.
—Quizá debería ir a ver
Pasión
—dijo.
Él no captó la indirecta.
—Sí, quizá sí —respondió con indiferencia. Ya no era el momento.
Daisy se volvió hacia Eva.
—Me gustaría saber dónde puedo comprar un terrier Jack Russell.
Lev Peshkov era el mejor padre que un hijo puede tener, o al menos lo habría sido si se hubiera dejado caer un poco más por casa. Era rico y generoso, era más listo que nadie y, además, vestía bien. Seguramente había sido guapo de joven ya que incluso en su madurez las mujeres caían rendidas a sus pies. Greg Peshkov lo adoraba y su única queja era que no lo veía lo suficiente.
—Debería haber vendido la maldita fundición cuando tuve la oportunidad —se lamentó Lev mientras recorrían la fábrica silenciosa y vacía—. Ya perdía dinero incluso antes de la condenada huelga. Debería limitarme a los cines y a los bares. —Agitó un dedo con gesto didáctico—. La gente siempre gasta en alcohol, en los buenos y en los malos tiempos. Y van al cine aunque no puedan permitírselo. Nunca lo olvides.
A Greg le constaba que su padre no solía meter la pata en cuestión de negocios.
—Entonces, ¿por qué te la quedaste? —preguntó.
—Por sentimentalismo —respondió Lev—. Cuando tenía tu edad trabajaba en un lugar como este, en la fábrica metalúrgica Putílov, en San Petersburgo. —Echó un vistazo a las calderas, los moldes, los tornos, los cabrestantes y los bancos de trabajo que los rodeaban—. En realidad, aquel lugar era mucho peor.
Metalurgia Buffalo fabricaba ventiladores mecánicos de todas clases, incluidas gigantescas hélices para barcos. Greg sentía verdadera fascinación por la matemática de las aspas curvas. Era el primero de la clase en matemáticas.
—¿Eras ingeniero? —preguntó.
Lev sonrió de oreja a oreja.
—Eso es lo que cuento cuando tengo que impresionar a alguien —respondió—. Pero la verdad es que cuidaba los caballos. Era el mozo de cuadras. Jamás se me han dado bien las máquinas. Ese era el talento de mi hermano Grigori. Tú has salido a él. Bueno, a lo que iba: nunca compres una fundición.
—No lo haré.
Greg tenía que pasar el verano pegado a su padre para aprender el negocio. Lev acababa de regresar de Los Ángeles, y las lecciones paternas habían empezado aquel mismo día. Sin embargo, el chico no quería saber cosas sobre la fundición. Era bueno en matemáticas, pero lo que le interesaba era el poder. Deseaba que su padre lo llevase en uno de sus frecuentes viajes a Washington en busca de financiación para la industria del cine. Allí era donde se tomaban las auténticas decisiones.
Greg estaba deseando que llegara la hora del almuerzo. Su padre y él iban a reunirse con el senador Gus Dewar. Greg quería pedirle un favor. No obstante, no lo había comentado todavía con su padre. Le ponía nervioso el preguntárselo así que, en lugar de hacerlo, dijo:
—¿Has vuelto a saber algo de tu hermano de Leningrado?
Lev negó con la cabeza.
—No desde la guerra. No me sorprendería que hubiera muerto. Muchos viejos bolcheviques han desaparecido.
—Y hablando de la familia, el sábado vi a mi hermanastra. Fue en una merienda celebrada en la playa.
—¿Lo pasasteis bien?
—Está muy enfadada contigo, ¿lo sabías?
—¿Qué he hecho ahora?
—Dijiste que la llevarías a la Casa Blanca y luego llevaste a Gladys Angelus.
—Es verdad. Lo olvidé. Pero es que quería promocionar
Pasión
.
Se les acercó un hombre alto con un traje de rayas que resultaba chabacano incluso para la moda de la época.
—Buenos días, jefe —dijo el hombre, que se tocó el ala de su sombrero fedora.
—Joe Brekhunov se encarga de la seguridad de este lugar. Joe, este es mi hijo Greg —dijo Lev.
—¡Qué pasa, chico! —respondió Brekhunov.
Greg le estrechó la mano. Como en muchas fábricas, la fundición tenía su propio cuerpo de policía. Aunque Brekhunov tenía más pinta de gorila que de poli.
—¿Todo bien? —preguntó Lev.
—Un pequeño incidente nocturno —contestó Brekhunov—. Dos operarios han intentado birlar una barra de acero de unos cuarenta centímetros, de calidad aeronáutica. Les hemos echado el guante intentando pasarla por encima de la verja.
—¿Has llamado a la policía? —preguntó Greg.
—No ha hecho falta. —Brekhunov sonrió de forma exagerada—. Hemos tenido una charlita sobre el concepto de propiedad privada y los hemos enviado al hospital a pensar de lo que hemos hablado.
A Greg no le sorprendió saber que los encargados de la seguridad de su padre hubieran propinado semejante paliza a los ladrones para enviarlos directos al hospital. Aunque Lev jamás había pegado ni a él ni a su madre, Greg intuía que la violencia era un rasgo que afloraba fácilmente a la encantadora superficie del carácter de su padre. Suponía que era por el pasado juvenil de Lev en los bajos fondos de San Petersburgo.
Un tipo corpulento con traje azul y gorra de obrero apareció por detrás de una caldera.
—Este es el jefe del sindicato, Brian Hall —anunció Lev—. Buenos días, Hall.
—Buenos días, Peshkov.
Greg levantó las cejas. La gente solía dirigirse a su padre llamándolo señor Peshkov.
Lev estaba de pie con las piernas separadas y los brazos en jarra.
—Bueno, ¿ya tienes una respuesta?
A Hall le cambió la expresión de la cara, que ahora reflejaba terquedad.
—Los hombres no volverán al trabajo con un recorte salarial, si es eso a lo que te refieres.
—Pero ¡si he mejorado mi oferta!
—Sigue siendo un recorte salarial.
Greg empezó a ponerse nervioso. A su padre no le gustaba que le llevasen la contraria y podía estallar en cualquier momento.
—El gestor me ha dicho que no recibimos encargos porque no puede ofertar un precio competitivo con lo que gastamos en salarios.
—Eso te pasa porque tienes la maquinaria anticuada, Peshkov. ¡Hay calderas que estaban aquí antes de la guerra! Necesitas modernizarte.
—¿En plena depresión? ¿Has perdido el juicio? No pienso tirar más dinero.
—Eso es lo que opinan tus hombres —sentenció Hall, con aire de haber sabido jugar su baza—. No piensan darte dinero cuando no tienen suficiente ni para ellos mismos.
Greg pensó que los obreros eran idiotas porque hacían huelga en plena depresión y le enfurecía el cuajo demostrado por Hall. El hombre hablaba como si fuera un igual de Lev, no su empleado.
—Bueno, tal como están las cosas, estamos perdiendo dinero —aclaró Lev—. ¿Qué sentido tiene eso?