Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Hubo un estallido de vítores y aplausos cuando entró Hitler, vestido con un uniforme de los camisas pardas. Los diputados nazis, la mayoría vestidos de esta guisa, se pusieron en pie, en estado de éxtasis, mientras su jefe de partido subía a la tribuna. Solo los socialdemócratas permanecieron sentados; sin embargo, Lloyd se dio cuenta de que uno o dos miraban hacia atrás, incómodos, en dirección a los guardias armados. ¿Cómo podían hablar y votar con libertad si los ponía nerviosos el mero hecho de no unirse a la ovación atronadora que había recibido su adversario?
Cuando por fin se hizo el silencio, Hitler empezó a hablar. Estaba de pie, con la espalda erguida, el brazo izquierdo apoyado en el costado; solo movía el derecho. Tenía una voz áspera y bronca pero fuerte, que recordaba a Lloyd una ametralladora y un perro ladrando. Empleó un tono preñado de sentimiento cuando habló de los «traidores de noviembre» de 1918 que se habían rendido cuando Alemania estaba a punto de ganar la guerra. No fingía, Lloyd estaba convencido de que se creía hasta la última palabra estúpida e ignorante que pronunciaba.
Los traidores de noviembre era uno de los temas más habituales de Hitler, pero entonces su discurso tomó un nuevo rumbo. Se puso a hablar de las iglesias, y del importante lugar que ocupaba la religión cristiana en el Estado alemán. Era un tema muy poco habitual en él, y estaba claro que sus palabras iban dirigidas al Partido de Centro, cuyos votos decidirían el resultado de la votación. Dijo que veía dos confesiones principales, la protestante y la católica, como los factores más importantes para defender la nación. El gobierno nazi no modificaría ninguno de sus derechos.
Heinrich le lanzó una mirada triunfal a Lloyd.
—Si estuviera en tu lugar, le pediría que lo pusiera por escrito —murmuró Lloyd.
El discurso de Hitler se extendió durante dos horas y media más.
Acabó con una amenaza inequívoca de violencia.
—El gobierno del alzamiento nacionalista está decidido y listo para hacer frente al anuncio de que la ley se ha rechazado, y con ello, a la resistencia que se ha opuesto. —Hizo una pausa dramática para dejar que los asistentes asimilaran el mensaje: votar en contra de la ley sería una declaración de resistencia. A continuación, ahondó en su idea—: ¡Caballeros, ahora deben tomar la decisión: ¿prefieren la paz o la guerra?!
Se sentó acompañado por el clamor de aprobación de los delegados nazis, y se levantó la sesión.
Heinrich estaba eufórico; Lloyd, deprimido. Al salir tomaron direcciones opuestas: sus partidos iban a celebrar unas reuniones de última hora a la desesperada.
El ambiente en el grupo socialdemócrata era pesimista. Su jefe, Wels, tenía que hablar en la cámara, pero ¿qué podía decir? Varios diputados dijeron que si criticaba a Hitler tal vez no saldría con vida del edificio, y ellos también temían por su vida. Si mataban a los diputados, pensó Lloyd en un momento de pánico, ¿qué les sucedería a sus ayudantes?
Wels confesó que tenía una cápsula de cianuro en el bolsillo del chaleco. Si lo detenían, se suicidaría para evitar que lo torturaran. Lloyd estaba horrorizado. Wels era un representante elegido en las urnas y, sin embargo, se veía obligado a actuar como una especie de saboteador.
Lloyd había empezado el día con falsas esperanzas. Se había mostrado convencido de que la Ley de Habilitación era una idea absurda que no tenía ni la más remota posibilidad de hacerse real. Ahora veía que la mayoría de los parlamentarios esperaban que la ley se hiciera realidad ese mismo día. Había evaluado la situación de un modo absolutamente equivocado.
¿Se equivocaba también al creer que algo como eso no podía suceder en su país? ¿Se engañaba a sí mismo?
Alguien preguntó si los católicos habían tomado una decisión definitiva. Lloyd se puso en pie.
—Voy a averiguarlo —dijo, y se fue corriendo hasta la sala de reuniones del Partido de Centro. Tal y como había hecho la vez anterior, asomó la cabeza por la puerta y llamó a Heinrich con un gesto.
—Las dudas asaltan a Brüning y Ersing —dijo Heinrich.
A Lloyd se le encogió el corazón. Ersing era un importante líder sindical católico.
—¿Cómo es posible que un sindicalista se plantee siquiera la posibilidad de votar a favor de la aprobación de esta ley? —preguntó.
—Kaas dice que la patria está en peligro. Todos creen que el país se sumirá en una anarquía y que se derramará mucha sangre si no aprobamos esta ley.
—Entonces habrá una tiranía sangrienta si la aprobáis.
—¿Y qué opináis vosotros?
—Todos creen que morirán fusilados si votan en contra. Pero aun así van a hacerlo.
Heinrich regresó a la sala donde estaba reunido su grupo, y Lloyd hizo lo propio.
—Los principales opositores a la ley se están desmoronando —dijo Lloyd a Walter y a los demás—. Tienen miedo de que estalle una guerra civil si se rechaza la ley.
La sensación de pesimismo aumentó.
Todos regresaron a la cámara de debate a las seis en punto.
Wels fue el primero que tomó la palabra. Estaba tranquilo y adoptó un tono razonable y desapasionado. Resaltó que la vida en una república democrática había sido, en general, positiva para los alemanes, que les había dado libertad de oportunidades y bienestar social, y había permitido que Alemania se reincorporara a la comunidad internacional como un miembro más.
Lloyd se percató de que Hitler estaba tomando notas.
Al final, Wels tuvo la valentía de profesar su lealtad a la humanidad y la justicia, la libertad y el socialismo.
—Ninguna Ley de Habilitación puede conceder el poder de aniquilar ideas que son eternas e indestructibles —dijo, armándose de valor mientras los nazis empezaban a reír y burlarse de él.
Los socialdemócratas aplaudieron, pero no se los oyó.
—¡Saludamos a los perseguidos y oprimidos! —gritó Wels—. Saludamos a nuestros amigos del Reich. Su firmeza y lealtad merecen toda nuestra admiración.
A Lloyd le costó entender las palabras debido a los gritos y abucheos de los nazis.
—¡El valor de sus convicciones y su optimismo inquebrantable garantizan un futuro más brillante!
Se sentó entre escandalosas protestas.
¿Había servido de algo el discurso? Lloyd no sabía qué pensar.
Después de Wels, Hitler tomó de nuevo la palabra. En esta ocasión, empleó un tono distinto. Lloyd se dio cuenta de que el canciller había aprovechado el discurso solo para entrar en calor. Ahora hablaba con voz más fuerte, empleaba expresiones más desaforadas, un tono lleno de desdén. Utilizaba el brazo derecho de forma constante para hacer gestos agresivos: señalaba, daba golpes, cerraba el puño, se llevaba la mano al corazón y barría con ella la mitad de la sala, como si quisiera dejar a un lado a la oposición. Las frases más apasionadas eran recibidas con vítores de sus partidarios. Todas expresaban la misma emoción: una ira salvaje y criminal que lo corroía por dentro.
Hitler también se mostraba muy seguro. Afirmó que no tenían por qué pedir la aprobación de la Ley de Habilitación.
—¡Apelamos al Reichstag alemán para que nos conceda algo que habríamos tomado de todos modos! —exclamó.
Heinrich parecía preocupado y abandonó el palco. Al cabo de un minuto, Lloyd lo vio en el patio de butacas del auditorio, susurrándole algo al oído a su padre.
Cuando regresó al palco, parecía muy afligido.
—¿Tenéis el compromiso por escrito? —preguntó Lloyd.
Heinrich no se atrevió a mirarlo a los ojos.
—Están mecanografiando el documento —contestó.
Hitler acabó su intervención menospreciando a los socialdemócratas. No quería sus votos.
—Alemania será libre —gritó—. ¡Pero no gracias a ustedes!
Los jefes de los demás partidos realizaron unos discursos breves. Todos parecían abatidos. El prelado Kaas dijo que el Partido de Centro votaría a favor de la ley. Los demás siguieron su ejemplo. Los socialdemócratas fueron los únicos que se atrevieron a votar en contra.
Se anunció el resultado de la votación y los nazis lo celebraron fuera de sí.
Lloyd estaba sobrecogido. Había visto las consecuencias del ejercicio del poder de forma brutal y no le había gustado.
Abandonó el palco sin dirigirle la palabra a Heinrich.
Encontró a Walter en el vestíbulo, llorando. Estaba utilizando un gran pañuelo blanco para secarse la cara, pero las lágrimas seguían cayendo. Lloyd solo había visto llorar así a un hombre en un funeral.
No sabía qué hacer ni qué decir.
—Mi vida ha sido un fracaso —dijo Walter—. Aquí acaban todas las esperanzas. La democracia alemana ha muerto.
El sábado 1 de abril fue el día de Boicot a los Judíos. Lloyd y Ethel, que tomó notas para su libro, recorrieron Berlín y observaron lo que sucedía con incredulidad. En los escaparates de las tiendas de los judíos habían pintado la estrella de David. En las puertas de los comercios judíos había camisas pardas que intimidaban a todo aquel que quería entrar. Los abogados y los médicos judíos fueron víctimas de los piquetes. Lloyd vio a un par de camisas pardas cortando el paso a pacientes que querían ir a ver al médico de los Von Ulrich, el doctor Rothmann, pero un carbonero con las manos callosas que se había torcido el tobillo les dijo a los camisas pardas que se fueran a la mierda, y estos huyeron en busca de una presa más fácil.
—¿Cómo puede ser tan ruin la gente? —preguntó Ethel.
Lloyd pensaba en su padrastro, al que tanto quería. Bernie Leckwith era judío. Si el fascismo llegaba a Gran Bretaña, Bernie se convertiría en el objetivo de ese tipo de odio. Aquel pensamiento estremeció a Lloyd.
Esa noche se celebró una especie de velatorio en el Bistro Robert. Al parecer nadie lo había organizado, pero a las ocho el local estaba lleno de socialdemócratas, colegas periodistas de Maud y amigos del mundo del teatro de Robert. Los más optimistas afirmaban que la libertad simplemente había entrado en estado de hibernación mientras durara la depresión económica, y que un día despertaría. Los demás lloraban la pérdida.
Lloyd apenas probó la bebida. No le gustaban los efectos del alcohol. Le nublaba el pensamiento. Se estaba preguntando a sí mismo qué podrían haber hecho los alemanes de izquierdas para impedir esa catástrofe y no encontró una respuesta.
Maud les contó lo que le había sucedido al bebé de Ada, Kurt.
—Lo ha traído a casa del hospital y de momento el pequeño parece feliz, pero ha sufrido daños cerebrales y nunca será normal. Cuando sea mayor tendrá que vivir en una institución, el pobre.
Lloyd había oído que la pequeña Carla, de tan solo once años, había asistido en el parto. Esa niña tenía mucho valor.
El comisario Thomas Macke llegó a las nueve y media, vestido con su uniforme de los camisas pardas.
La última vez que había estado en el restaurante, Robert se había mofado de él, pero Lloyd había percibido el tono amenazador del hombre. Tenía un aspecto ridículo con ese bigotito en su cara gorda, pero había un destello de crueldad en su mirada que inquietaba a Lloyd.
Robert se había negado a venderle el restaurante. ¿Qué quería Macke ahora?
El comisario se detuvo en el centro del comedor y gritó:
—¡Este restaurante se está utilizando para fomentar el comportamiento degenerado!
Los clientes guardaron silencio, preguntándose a qué venía aquello.
Macke levantó un dedo en un gesto que pretendía advertir: «¡Más vale que me escuchéis!». Lloyd tuvo la sensación de que había algo espantosamente familiar en aquella acción, y se dio cuenta de que Macke estaba imitando a Hitler.
—¡La homosexualidad es incompatible con el carácter masculino de la nación alemana! —dijo Macke.
Lloyd arrugó la frente. ¿Estaba diciendo que Robert era invertido?
Jörg salió de la cocina y entró en la sala con su gorro de cocinero. Se quedó junto a la puerta, mirando a Macke.
A Lloyd se le pasó por la cabeza una idea sorprendente. Quizá Robert era invertido.
Lloyd miró a sus amigos del mundo de la farándula y se dio cuenta de que todos eran parejas de hombres, salvo dos mujeres con el pelo corto…
Se sintió desconcertado. Sabía que existían los invertidos, y como persona tolerante que era creía que no había que perseguirlos, sino ayudarlos. Sin embargo, siempre los había considerado pervertidos y raros. Robert y Jörg parecían hombres normales que dirigían un negocio y llevaban una vida tranquila… ¡casi como un matrimonio!
—¿Robert y Jörg son…? —Se volvió y le preguntó a su madre.
—Sí, cielo —respondió ella.
—De joven Robert era el terror de los criados —añadió Maud, que estaba sentada junto a Ethel.
Ambas mujeres rieron.
Lloyd se sorprendió por partida doble: Robert no solo era invertido, sino que Ethel y Maud lo consideraban una cuestión sobre la que podían bromear alegremente.
—¡Este establecimiento queda cerrado! —dijo Macke.
—¡No tiene ningún derecho a hacerlo! —replicó Robert.
Macke no podía cerrar el local por voluntad propia, pensó Lloyd; entonces recordó cómo los camisas pardas habían invadido el escenario del Teatro Popular. Miró hacia la puerta y se quedó horrorizado al comprobar que varios camisas pardas entraban en el restaurante.
Fueron pasando por las mesas derramando copas y botellas. Algunos clientes permanecieron sentados inmóviles; otros se pusieron en pie. Varios hombres gritaron y una mujer chilló.
Walter se levantó y habló en voz alta pero sin perder la calma.
—Deberíamos irnos todos tranquilamente —dijo—. No hay necesidad de armar alboroto. Que todo el mundo coja el abrigo y el sombrero y se vaya a su casa.
Los clientes empezaron a desfilar: algunos intentaron coger el abrigo, pero otros simplemente huyeron. Walter y Lloyd acompañaron a Maud y Ethel a la puerta. La caja estaba cerca de la salida y Lloyd vio cómo un camisa parda la abría y se metía el dinero en los bolsillos.
Hasta ese momento Robert se había mantenido al margen, observando con tristeza cómo los clientes de toda la noche abandonaban el restaurante precipitadamente; pero aquello era demasiado. Lanzó un grito de protesta y apartó al camisa parda de la caja con un empujón.
El ladrón le dio un puñetazo que lo tiró al suelo y acto seguido empezó a propinarle patadas. Otro camisa parda lo imitó.
Lloyd se lanzó al rescate de Robert. Oyó que su madre gritaba «¡No!» mientras apartaba a los camisas pardas. Jörg reaccionó casi con la misma rapidez, y ambos se agacharon para ayudar a Robert a levantarse.