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Authors: Greg Egan

El Instante Aleph (27 page)

BOOK: El Instante Aleph
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¿Dónde tenía que buscarle si no era en la red? Fuera, en el mundo. Pero no podía peinar las calles de Anarkia.

Volví a invocar a
Testigo
y marqué la imagen del programa de identificación para una búsqueda continuada en tiempo real. Si Kuwale se asomaba siquiera en un rincón de mi campo de visión, estuviera o no grabando y lo notara o no,
Testigo
me avisaría.

16

Karin De Groot me acompañó a la suite de Mosala. A pesar de la diferencia de tamaño, tenía la misma atmósfera soleada y espartana que mi habitación individual. Una claraboya aumentaba la sensación de espacio y luz, pero ni siquiera ese toque conseguía dar la impresión de opulencia que habría dado en otro edificio, en otro lugar. Nada en Anarkia me parecía un despilfarro, daba igual que fuera enorme, pero no sabía si este juicio era consecuencia de la arquitectura o se debía al conocimiento de la política y biotecnología que yacía tras la superficie.

—Violet no tardará —dijo De Groot—. Siéntate. Está hablando con su madre, pero ya le he recordado vuestra entrevista... dos veces.

—¿Ha pasado algo? Puedo volver más tarde. —Eran las tres de la madrugada en Sudáfrica y no quería molestar en medio de una crisis familiar.

—No pasa nada —me tranquilizó De Groot—. Wendy lleva un horario extraño, eso es todo.

Me senté en una de las sillas que alguien había agrupado casi en medio de la habitación; parecía que las habían dejado así después de una reunión. ¿Una especie de encuentro nocturno para intercambiar ideas entre Mosala, Helen Wu y algunos colegas más? Quienesquiera que fuesen, yo debería haber estado aquí grabándolos. Tendría que insistir más en que Mosala me diera acceso libre o me arriesgaba a que me dejara al margen hasta el final. Pero antes tendría que ganarme su confianza, o mi insistencia sólo lograría que me volviera a cerrar las puertas. Mosala había dejado claro que no tenía ningún interés especial en que le diera publicidad; nada que ver con la necesidad casi desesperada de un político o un gacetillero. Lo único que podía ofrecerle era la oportunidad de dar a conocer su trabajo.

—¿Cómo la conociste? —le pregunté a De Groot, que estaba de pie con una mano apoyada en el respaldo de una silla.

—Contesté un anuncio. No conocía a Violet en persona antes de aceptar el trabajo.

—También tendrás conocimientos de ciencia, ¿verdad?

—También. —Sonrió—. Aunque mis conocimientos, probablemente, se parecen más a los tuyos que a ninguno de Mosala. Me gradué en ciencias y periodismo.

—¿Has trabajado alguna vez como periodista?

—Fui corresponsal científica de Proteus durante seis años. El encantador señor Savimbi es mi sucesor.

—Entiendo. —Si prestaba atención, podía oír a Mosala hablar en la habitación de al lado—. ¿Tiene algún fundamento lo que dijo Savimbi el lunes sobre las amenazas de muerte? —continué en voz baja.

—No saques ese tema, por favor. —De Groot me miró cansada—. ¿De verdad quieres ponerle las cosas tan difíciles?

—No, pero ponte en mi lugar —protesté—. ¿Pasarías por alto ese tema? No quiero exaltar los ánimos, pero si un grupo cultural purista amenaza de muerte a los mejores científicos de África, ¿no crees que merece la pena tratarlo seriamente?

—No la han amenazado —dijo De Groot con impaciencia—. Para empezar, la cita de Estocolmo estaba tergiversada por un
netzine
del Volksfront, para transmitir la extraña idea de que Violet había dicho que el Nobel no era suyo ni de África sino que, en realidad, pertenecía a la «intelectualidad blanca», de la que ella sólo era una figura políticamente oportuna. Esa historia tuvo eco en otros sitios, pero nadie, salvo el público original al que iba dirigido, se habría creído ni durante un momento que se trataba de algo más que propaganda absurda. En cuanto al FDCPA, siempre se han limitado a reconocer la existencia de Violet.

—De acuerdo. Entonces, ¿qué llevó a Savimbi a sacar conclusiones equivocadas?

—Basura de quinta mano. —De Groot miraba hacia la puerta.

—¿Sobre qué? No sería sólo propaganda del
netzine
. Seguro que él no es tan ingenuo.

—Entraron en casa de Violet —dijo inclinándose hacia mí con una expresión de angustia y debatiéndose entre la discreción y el deseo de sincerarse—, ¿de acuerdo? Hace unas semanas. Un ladrón, un adolescente con una pistola.

—Mierda. ¿Qué pasó? ¿La hirió?

—No, tuvo suerte. Se disparó la alarma: él había desconectado la principal, pero no la secundaria, y pasó un coche de policía cerca en aquel momento. El ladrón le dijo a la policía que le habían pagado para asustarla. Pero no pudo dar nombres, desde luego. Era una excusa patética.

—Entonces, ¿por qué Savimbi se la tomó en serio? ¿Y por qué hablas de informes de quinta mano? Seguro que leyó toda la historia.

—Violet no presentó cargos. Fue una idiotez, pero hace esas cosas. Así que no hubo juicio ni versión oficial de los hechos. Supongo que alguien de la policía se fue de la lengua.

Mosala entró en la habitación y nos saludamos. Miró con curiosidad a De Groot, que todavía estaba tan cerca de mí que se notaba que habíamos intentado que no nos oyera.

—¿Qué tal está su madre? —dije para romper el silencio.

—Bien. Aunque no duerme mucho porque está negociando un trato importante con Artesanía del Pensamiento. —Wendy Mosala dirigía una de las principales empresas de programación de África; la había ido consolidando durante treinta años, desde que la fundó ella sola—. Ha hecho una oferta para la licencia de distribución de los clonelets de
Kaspar
, dos años antes de que salgan a la venta, y si todo sale bien... —Se interrumpió—. Todo esto es estrictamente confidencial, ¿de acuerdo?

—Desde luego.

Kaspar
era la próxima generación de programas pseudointeligentes, que empezaban a salir de su prolongada infancia en Toronto. A diferencia de
Sísifo
y sus numerosos primos, que se crearon hechos y derechos, adultos al instante,
Kaspar
pasaba por una fase de aprendizaje, con un estilo mucho más antropológico que cualquier intento anterior. Me parecía un poco inquietante y no estaba seguro de querer tener un clonelet (una copia reducida del original) instalado en mi agenda y esclavizado con tareas de ínfima categoría, si el programa completo se había pasado un año cantando canciones infantiles y jugando con construcciones.

De Groot nos dejó. Mosala se desplomó en una silla enfrente de mí, iluminada por la luz del sol que entraba por la claraboya. La llamada de su casa parecía haberla alegrado, pero bajo la luz intensa tenía aspecto cansado.

—¿Dispuesta a empezar? —pregunté.

—Cuanto antes empecemos —asintió y sonrió un poco animada—, antes acabaremos.

Invoqué a
Testigo
. El rayo de luz se desplazaría de forma considerable durante la entrevista, pero durante el montaje podría devolverlo todo a sus valores originales y cambiarlo por un grupo fijo de fuentes de iluminación más favorecedoras.

—¿Fue su madre la que le inspiró su interés por la ciencia? —dije.

—¡No sé! —gruñó Mosala en tono enfadado—. ¡No sé! ¿Fue su madre la que le inspiró a venir con esa especie de patético...? —Se calló, consiguiendo parecer arrepentida y acusadora a la vez—. Lo siento, ¿podemos volver a empezar?

—No hace falta. No se preocupe por la continuidad, no es problema suyo. Siga hablando. Y si está a mitad de una respuesta y cambia de opinión, limítese a detenerse y empezar de nuevo.

—De acuerdo. —Cerró los ojos e inclinó la cara de forma cansina hacia la luz—. Mi madre. Mi infancia. Mis modelos de comportamiento. —Abrió los ojos y suplicó—: ¿No podemos dejar todas esas sandeces de lado y hablar de la TOE?

—Sé que son sandeces —dije pacientemente—, usted lo sabe, pero si los directivos de la cadena no ven la cuota exigida de influencias formativas en la niñez, emitirán su programa a las tres de la madrugada, después de un cambio de programación de último momento y pondrán delante un especial sobre las enfermedades de la piel resistentes a los medicamentos. —SeeNet que, desde luego, decía tener derecho a hablar en nombre de sus espectadores, tenía unas instrucciones estrictas para los perfiles: tantos minutos de infancia, tantos de política, tantos de relaciones actuales, etcétera: Una guía en plan corta-pega-y-colorea para conformar seres humanos al mismo tiempo que un modelo con el que convencerte de que los habías explicado. Una especie de versión externa del área de Lamont.

—¿A las tres de la madrugada? —dijo Mosala—. No hablará en serio, ¿verdad? —Lo meditó—. De acuerdo. Si ése es el riesgo, puedo seguir el juego.

—Hábleme de su madre. —Contuve las ganas de decir: «conteste más o menos al azar, pero no se contradiga».

—Mi madre me dio una buena educación, y no me refiero a un colegio. —Improvisaba con fluidez, soltando un resumen de su vida sin trazas visibles de ironía—. Me conectó a la red y me dejó usar un buscador de datos para adultos cuando tenía siete u ocho años. Me abrió las puertas de... todo el planeta. Tuve suerte: podíamos permitírnoslo y ella sabía exactamente lo que hacía. Pero no me empujó hacia la ciencia. Me dio las llaves de ese recreo gigantesco y me dejó suelta. Podría haberme dedicado a la música, al arte, a la historia... a cualquier cosa. No me dirigió hacia nada; se limitó a dejarme a mi aire.

—¿Y su padre?

—Mi padre era policía. Lo mataron cuando yo tenía cuatro años.

—Debió de ser traumático. Pero, ¿no cree que esa pérdida temprana pudo darle el empuje, la independencia...?

—A mi padre le pegó un tiro en la cabeza un francotirador en un mitin político cuando ayudaba a proteger a unas veinte mil personas cuyas ideas le repugnaban. —Mosala me lanzó una mirada más de pena que de ira—. Y, por cierto, esto no es oficial y me dan igual las consecuencias que tenga en sus horarios de programación: era alguien a quien quería y todavía quiero, no un grupo de engranajes perdidos en la psicodinámica de mi mecanismo interno. No era una ausencia que haya tenido que compensar.

Noté que me ruborizaba. Miré la agenda y me salté varias preguntas igual de necias. Siempre podía completar el material de la entrevista con recuerdos de sus amigos de la infancia, imágenes de archivo de los colegios de Ciudad del Cabo de los años treinta o lo que fuera.

—Ha dicho en otras ocasiones que se enganchó a la física cuando tenía diez años y que entonces ya sabía que era a eso a lo que quería dedicarse durante el resto de su vida... por motivos personales, para satisfacer su curiosidad. Pero, ¿cuándo cree que empezó a considerar el ámbito más amplio en el que se encuentra la ciencia? ¿Cuándo cree que se dio cuenta de los factores económicos, sociales y políticos?

—Supongo que unos dos años después —contestó Mosala tranquila; había recuperado la calma—, cuando empecé a leer a Muteba Kazadi. —No lo había mencionado en ninguna de las entrevistas anteriores que había leído y era una suerte que me hubiera tropezado con el nombre cuando investigaba al FDCPA, o habría quedado como un tonto. ¿Muteba qué?

—Así que tuvo influencias de la
technolibération
.

—Claro. —Arqueó las cejas, sorprendida, como si le acabara de preguntar si había oído hablar de Albert Einstein. No estaba seguro de si era sincera o si intentaba, de manera servil y cínica, satisfacer la demanda de clichés de SeeNet, pero ése era el precio que tenía que pagar por pedirle que siguiera el juego—. Muteba explicó en detalle el papel de la ciencia con más claridad que nadie de la época —continuó—. Y con un par de frases podía... «incinerar» cualquier duda que yo pudiera albergar sobre saquear todo el almacén planetario de cultura y ciencia y coger exactamente lo que quería.

Después de dudar, recitó:

Cuando Leopoldo II se levante de la tumba

y diga: «Mi conciencia me atormenta, ¡llevaos

el marfil, el caucho y el oro que no son belgas!»
,

renunciaré a los beneficios ilícitos que no son africanos

y, piadosamente, cederé el cálculo y toda su progenie

a... no sé quién, porque Newton y Leibnitz

murieron sin descendencia.

Me reí.

—No tiene ni idea de lo que suponía oír una voz cuerda que se abría paso entre todo el ruido —dijo Mosala, seria—. La reacción violenta anticientífica y tradicionalista no adquirió fuerza en África hasta los cuarenta, pero cuando lo hizo, muchas personalidades de la vida pública, que habían hablado con sensatez hasta el momento, parecieron venirse abajo y llegaron a decir que la ciencia era una propiedad inherente del mundo occidental que África no necesitaba ni quería, o que era tan sólo un arma de asimilación cultural y genocidio.

—Así es como se ha utilizado exactamente.

—No me fastidie. —Mosala me lanzó una mirada torva—. Se ha abusado de la ciencia para todos los propósitos concebibles y ése es un motivo más para poner el poder que da en manos del mayor número posible de personas, lo antes posible, en lugar de mantenerlo en manos de unos pocos. No es un motivo para refugiarse en la fantasía ni declarar que el conocimiento es un artefacto cultural, que no hay verdades universales y que sólo nos salvarán el misticismo, la ofuscación y la ignorancia. —Extendió los brazos y fingió que cogía un puñado de espacio—. No existe un vacío masculino o femenino. No existe un espaciotiempo belga o zaireño. Vivir en este universo no es una prerrogativa cultural ni una elección de estilo de vida. No tengo que perdonar ni olvidar un acto de esclavitud, robo, imperialismo o patriarcado para ser física ni para estudiar la materia con cualquier herramienta intelectual que necesite. Todos los científicos ven mucho más lejos si miran desde encima de una montaña de muertos y, francamente, no me importa qué genitales tenían, el idioma que hablaban ni el color de su piel.

Intenté no sonreír: era un material muy bueno. No tenía ni idea de cuáles de estos eslóganes eran sinceros y cuáles teatro consciente; dónde terminaba el recubrimiento de azúcar que le había pedido y dónde empezaban los verdaderos sentimientos de Mosala, pero puede que ella tampoco tuviera los límites muy claros.

Dudé. En mi siguiente nota ponía: «¿Rumores de emigración?». Era el momento lógico de plantear el tema, pero podría reconstruir el orden adecuado en el montaje. No iba a correr el riesgo de estropear la entrevista hasta que tuviera más material grabado a salvo.

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