El inocente (2 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

BOOK: El inocente
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Cuando todo estuvo arreglado a su satisfacción se decidió a sentarse en la butaca bajo la lámpara de pie y abrió el sobre. Se llevó una decepción. Era un pedazo de papel arrancado de un bloc de notas. No había ninguna dirección, únicamente un nombre, Bob Glass, y un número de teléfono de Berlín.

Hubiera deseado extender el plano sobre la mesa del comedor, señalar la dirección con un alfiler y planear su ruta. Pero tendría que seguir las indicaciones de un extraño, un extraño norteamericano, y encima usar el teléfono, un instrumento con el que no estaba familiarizado, a pesar de su profesión. Sus padres no lo tenían, ni tampoco sus amigos, y en el trabajo raras veces necesitaba hacer llamadas. Dejó el cuadrado de papel en equilibrio sobre su rodilla y marcó laboriosamente. Había estudiado el tono que iba a utilizar. Relajado, resuelto.
Soy Leonard Marnham, supongo que estaba esperando mi llamada
.

Inmediatamente una voz contestó con brusquedad:

—¡Glass!

La pose de Leonard se derrumbó, y cayó en la vacilación inglesa que tanto deseaba evitar al conversar con un norteamericano.

—Ah, sí, verá, siento muchísimo…

—¿Es usted Marnham?

—Efectivamente, sí. Leonard Marnham al habla. Creo que estaba usted…

—Anote esta dirección. Nollendorfstrasse número diez, cerca de Nollendorfplatz. Preséntese mañana por la mañana, a las ocho.

La comunicación se cortó mientras Leonard repetía la dirección en su tono más amable. Se sintió ridículo. A pesar de estar solo, se ruborizó. Se vio en el espejo de pared y se acercó a él sin poderlo remediar. Sus gafas, manchadas de un tono amarillento por la grasa corporal evaporada —ésta, al menos, era su teoría—, descansaban absurdamente sobre su nariz. Cuando se las quitaba su cara parecía insuficiente. A los lados de su nariz había huellas rojas dejadas por la presión, huellas que llegaban casi hasta el hueso. Debería prescindir de sus gafas. Las cosas que realmente deseaba ver las tenía cerca. El diagrama de un circuito, el filamento de una válvula, otra cara. La cara de una chica. Su tranquilidad doméstica había desaparecido. Recorrió de nuevo sus recién adquiridas posesiones, perseguido por incontrolables anhelos. Al fin se disciplinó sentándose a la mesa del comedor para escribir una carta a sus padres. Esta clase de redacciones le costaban un gran esfuerzo. Contenía el aliento al principio de cada frase y lo soltaba con un suspiro al final.
Queridos mamá y papá: El viaje hasta aquí fue aburrido, pero ¡al menos nada salió mal! Llegué hoy a las cuatro. Tengo un bonito piso con dos dormitorios y teléfono. Todavía no he conocido a la gente con la que voy a trabajar, pero creo que en Berlín me sentiré bien. Llueve y hace muchísimo viento. Parece bastante destrozado, incluso en la oscuridad. Todavía no he tenido oportunidad de poner a prueba mi alemán…

Pronto, el hambre y la curiosidad le impulsaron a salir. Había memorizado una ruta mirando el plano y echó a andar en dirección este hacia Reichskanzlerplatz. Leonard tenía catorce años el Día de la Victoria en Europa, los suficientes para tener la cabeza llena de los nombres y detalles técnicos de los aviones de combate, buques de guerra, tanques y armas. Había seguido el desembarco en Normandía y los avances hacia el este por Europa y, antes, hacia el norte cruzando Italia. Hasta entonces no había empezado a olvidar los nombres de las batallas más importantes. Para un joven inglés era imposible visitar Alemania por primera vez y no considerarla sobre todo una nación derrotada, así como no sentir orgullo por la victoria. Leonard había pasado la guerra con su abuela en un pueblo galés sobre el cual no había volado nunca un avión enemigo. Nunca había tocado un fusil y sólo había oído disparos en las casetas de tiro; a pesar de ello, y del hecho de que habían sido los rusos quienes liberaron la ciudad, aquella noche caminó por aquel agradable barrio residencial de Berlín –el viento había cesado y la temperatura era más templada– con cierto pavoneo de propietario, como si sus pies marcaran los ritmos de un discurso del señor Churchill.

Por lo que podía ver, el trabajo de restauración había sido intenso. Las aceras estaban recién pavimentadas y se habían plantado jóvenes y esbeltos plátanos. Habían limpiado de escombros muchos solares. El suelo estaba allanado y aquí y allá se alzaban pulcras pilas de ladrillos viejos limpios de mortero. Los edificios nuevos, como el suyo, tenían un aire de solidez decimonónica. Al final de la calle oyó las voces de unos niños ingleses. Un oficial de la RAF
[1]
y su familia llegaban a casa, reconfortante evidencia de una ciudad conquistada.

Salió a la Reichskanzlerplatz, que era inmensa y estaba vacía. A la luz ocre de unas farolas de hormigón recién colocadas vio un grandioso edificio público que había sido demolido y del que sólo quedaba una pared con ventanas en el piso bajo. En el centro, una corta escalinata conducía a una magnífica entrada con elaborada obra de sillería y frontones. La puerta, que debía de haber sido enorme, había sido arrancada de cuajo por las explosiones y permitía ver los faros de los coches que pasaban de cuando en cuando por la calle de atrás. Resultaba difícil no experimentar un placer infantil al pensar en las miles de explosiones que habían levantado los tejados de los edificios y hecho saltar por los aires su contenido, hasta dejar únicamente fachadas con ventanas vacías. Doce años antes tal vez habría extendido los brazos e imitado el ruidó de los motores para convertirse en un bombardero durante un minuto o dos de celebración. Tomó por una calle lateral y encontró un café.

El local estaba lleno del sonido de voces de viejos. No había allí ninguna persona menor de sesenta años, pero nadie se fijó en él cuando se sentó. Las pantallas de pergamino amarillento y una densa niebla de humo de cigarros garantizaban su intimidad. Observó cómo el camarero preparaba la cerveza que le había pedido con una frase cuidadosamente ensayada. Llenó el vaso, retiró con una espátula la espuma que subía, luego lo llenó más y lo dejó reposar. Luego repitió el proceso. Pasaron casi diez minutos antes de que considerase que la bebida estaba en condiciones de ser servida. En una breve carta en letra gótica leyó «Bratwurst mit Kartoffelsalat». Pidió las salchichas con ensalada de patatas tropezando con las palabras. El camarero asintió y se alejó enseguida, como si no pudiera soportar oír su lengua maltratada en otro intento.

Leonard no estaba listo aún para regresar al silencio de su apartamento. Después de la cena pidió una segunda cerveza y luego una tercera. Mientras bebía tomó conciencia de la conversación que mantenían tres hombres en una mesa detrás de él. No tuvo más remedio que prestar atención al barullo de voces que chocaban entre sí, no contradiciéndose, sino, al parecer, en un esfuerzo por afirmar lo mismo con más vigor. Al principio oía únicamente las ininterrumpidas y retorcidas complejidades de vocales y sílabas, los imperiosos ritmos quebrados, la demorada fruición de las frases alemanas. Mientras se bebía la tercera cerveza su alemán comenzó a mejorar y pudo discernir palabras sueltas cuyo significado se hacía evidente tras un momento de reflexión. Con la cuarta empezó a oír frases al azar que se prestaban a una interpretación instantánea. Previendo el retraso de la preparación, pidió otro medio litro. Durante esta quinta cerveza su comprensión del alemán se aceleró. No cabía duda respecto a la palabra
Tod
, muerte, y poco después
Zug
, tren, y el verbo
bringen
, llevar. Oyó, dicha con cansancio en un intervalo de calma,
manchmal
, a veces.
A veces esas cosas eran necesarias
.

La conversación se animó de nuevo. Estaba claro que lo que la impulsaba era la jactancia competitiva. Vacilar suponía ser barrido. Las interrupciones eran abruptas, cada voz trataba de ser más violentamente insistente que las otras, alardeando con ejemplos más impresionantes que los de su predecesor. Con las conciencias liberadas por una cerveza el doble de fuerte que la inglesa y servida en jarras de medio litro, aquellos hombres se divertían cuando deberían haberse estremecido por el horror. Pregonaban sus actos sangrientos para que todo el bar los oyera. Mit meinen blossen Hánden! ¡Con mis propias manos! Cada uno entraba a golpes con su anécdota, hasta que sus compañeros le cortaban. Había apartes agresivos, gruñidos de venenoso asentimiento. Los otros clientes del café, volcados en sus propias conversaciones, no parecían haber oído nada. Sólo el camarero miraba de vez en cuando en dirección a aquellos tres, sin duda para vigilar el estado de sus vasos.
Fines Tages werden mir alíe dafür dankbar sein
. Algún día todos me lo agradecerán. Cuando Leonard se levantó y el camarero se acercó a él para sumar las marcas de lápiz hechas en su posavasos, no pudo evitar volverse para mirar a los tres hombres. Eran más viejos y caducos de lo que había imaginado. Uno de ellos le vio y los otros dos se volvieron en sus asientos. El primero, con toda la malicia teatral de un viejo borracho, alzó su vaso.


Na, junger Mann, bis' wohl nicht aus dieser Gegend, wie? Komm her und triné einen mit uns. Ober!

Así que le invitaban a unirse a ellos e incluso llamaban al camarero para que le sirviera un trago. Pero Leonard estaba contando marcos y poniéndolos en la mano del camarero y fingió no oírle.

A la mañana siguiente se levantó a las seis para darse un baño. Se tomó tiempo para elegir la ropa, vacilando respecto a los tonos del gris y las texturas del blanco. Se puso su traje menos gastado y luego se lo quitó. No quería tener el aspecto que correspondía al tono que había empleado por teléfono. El joven en calzoncillos y arropado con la camiseta supergruesa que su madre le había metido en la maleta intuyó, mientras miraba fijamente los tres trajes y una chaqueta de tweed colgados en el armario, el poder del estilo norteamericano. Comprendía que había algo risible en la rigidez de su actitud. Su condición de inglés no era ya el consuelo que había sido para una generación anterior. Le hacía sentirse vulnerable. Los norteamericanos, en cambio, parecían absolutamente cómodos siendo ellos mismos. Eligió la chaqueta deportiva y una corbata de punto rojo vivo que quedaba más o menos oculta por su jersey de cuello alto hecho a mano.

El número 10 de Nollendorfstrasse era un edificio alto y estrecho que estaba en obras de reforma. Unos obreros que pintaban el portal tuvieron que apartar sus escalas de mano para dejar pasar a Leonard hacia la estrecha escalera. El último piso ya estaba terminado y tenía alfombras. En el rellano había tres puertas. Una estaba abierta. A través de ella Leonard escuchó un zumbido, por encima del cual una voz gritó:

—¿Es usted Marnham? ¡Venga, hombre, entre!

Entró en una habitación que era en parte despacho y en parte dormitorio. En una pared había un gran mapa de la ciudad y debajo una cama sin hacer. Glass estaba sentado detrás de una caótica mesa de despacho, recortándose la barba con una maquinilla eléctrica. Con la mano libre removía unas cucharadas de café instantáneo en dos tazones de agua caliente. En el suelo había una tetera eléctrica.

—Siéntese —dijo Glass—. Tire esa camisa sobre la cama. ¿Azúcar? ¿Dos?

Con una cuchara cogió el azúcar de un paquete de papel y la leche en polvo de un tarro y revolvió el café tan enérgicamente que salpicó unos papeles que había cerca. En cuanto las bebidas estuvieron preparadas, apagó la maquinilla y le tendió a Leonard su taza. Mientras Glass se abrochaba la camisa, Leonard vislumbró un cuerpo fornido debajo de un vello negro e hirsuto que le cubría hasta los hombros. Se abrochó el botón superior, que oprimió su grueso cuello. De encima de la mesa cogió una corbata con el nudo ya hecho sujeta a un aro de goma elástica que se metió por la cabeza. No desperdiciaba ningún momento. Cogió una chaqueta del respaldo de una silla y se la puso mientras se acercaba al mapa de la pared. El traje era azul oscuro, arrugado y en algunos puntos brillante de tan gastado. Leonard le observaba. Había formas de llevar la ropa que la hacían completamente irrelevante. Daba igual lo que llevaras.

Glass golpeó el mapa con el dorso de la mano.

–¿Ha recorrido ya la ciudad?

Leonard, no fiándose aún de ser capaz de evitar sus «Bueno, la verdad, no», negó con la cabeza.

–Acabo de leer este informe. Una de las cosas que dice, y no es más que una mera suposición, es que hay entre cinco y diez mil personas en esta ciudad trabajando para los servicios secretos. Eso sin contar los apoyos. Sólo los tipos sobre el terreno. Los espías. –Ladeó la cabeza y apuntó con la barba a Leonard hasta que estuvo satisfecho de su reacción–. La mayoría de ellos actúan por libre, a ratos perdidos, chiquillos, jovenzuelos que merodean por los bares tratando de ganarse algunos marcos. Te venden información a cambio de unas cervezas. También compran. ¿Ha estado en el Café Prag?

–No, aún no.

Glass volvió a su mesa a zancadas. Después de todo, el mapa no le hacía ninguna falta.

–Aquello es el mercado de futuros de Chicago. Debería echarle un vistazo.

Medía aproximadamente un metro sesenta y cinco, quince centímetros menos que Leonard. Parecía oprimido dentro de su traje. Sonreía, pero daba la impresión de estar listo para destrozar el cuarto. Al sentarse se dio una fuerte palmada en la rodilla y dijo:

–Bueno. ¡Bienvenido!

Su cabello también era hirsuto y oscuro. Le nacía muy alto en la frente y descendía hacia atrás, con lo que le daba el aspecto de un científico de película de dibujos animados enfrentado a un fuerte viento. Su barba, en cambio, era rígida y atrapaba la luz en su solidez. Sobresalía como una cuña, como la barba de un Noé de madera tallada.

Del otro lado del rellano, a través de la puerta abierta, les llegó el olor a orines de las tostadas que se queman en algún lugar distante. Glass se levantó, cerró la puerta de una patada y regresó a su silla. Bebió un largo trago del café, que Leonard encontraba aún demasiado caliente para beberlo a sorbitos. Sabía a repollo cocido. El truco consistía en concentrarse en el azúcar.

Glass se inclinó hacia adelante en su silla.

—Dígame lo que sabe.

Leonard le contó su entrevista con Lofting. Su propia voz le sonaba remilgada. En honor de Glass, suavizaba sus «tes» y allanaba sus «aes».

—Pero ¿no sabe en qué consiste el equipo ni cuáles son las pruebas que tiene que realizar?

—No.

Glass se estiró en su silla y cruzó las manos detrás de la cabeza.

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