—A mí me parece que vas bien —dijo Glass—. Haces diez por la mañana, diez por la tarde y diez por la noche. Treinta al día. Cinco días. ¿Dónde está el problema?
El corazón de Leonard latía muy deprisa porque había decidido decir lo que pensaba. Se bebió la limonada.
—Bueno, como ya sabes, mi especialidad son los circuitos, no el abrir cajas. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa dentro de lo razonable, porque sé que es importante. Pero también espero tener algún tiempo para mí por las noches.
Al principio Glass no respondió ni cambió de expresión. Observó a Leonard, esperando que continuara. Finalmente, dijo:
—¿Quieres hablar de horarios? ¿De delimitación de funciones? ¿Es éste el discurso de los sindicatos comunistas británicos de los que tanto hemos oído hablar? Desde el momento en que recibiste tu acreditación, tu trabajo consiste en hacer lo que te manden. Si no quieres el puesto, pondré un telegrama a Dollis Hill para que te reclamen.
Luego se puso de pie y su expresión se relajó. Tocó a Leonard en el hombro y le dijo antes de marcharse:
—Manos a la obra, muchacho.
Así que durante una semana o más Leonard no hizo otra cosa que abrir cajas de cartón con un cuchillo y quemarlas, ponerle un enchufe a cada aparato, etiquetarlo y colocarlo en las estanterías. Trabajaba quince horas diarias. Tardaba mucho tiempo en los viajes. Desde Platanenallee cogía el metro hasta Grenzallee, donde tomaba el autobús 45 para ir a Rudow. Desde allí tenía que andar veinte minutos por un tramo de carretera comarcal sin ningún encanto. Comía en la cantina y cenaba un plato combinado en un restaurante de la Reichskanzlerplatz. Podía pensar en Maria mientras viajaba o atizaba las cajas de cartón ardiendo con un palo largo o ingería sus salchichas. Sabía que si tuviera un poco más de ocio y estuviera un poco menos cansado podría estar obsesionado, podría ser un hombre enamorado. Necesitaba sentarse bien despierto y concentrar en aquel tema toda su atención. Necesitaba ese tiempo bordeado de aburrimiento en el que la fantasía puede florecer. El trabajo en sí mismo le obsesionaba; incluso la repetición de degradantes tareas sin ninguna complicación era hipnótica para una persona de carácter ordenado como él y suponía una auténtica distracción.
Vestido como el Tiempo en una función de colegio, con un casco prestado, una capa militar que le llegaba hasta los tobillos y chanclos, y equipado con un largo palo, se pasaba muchas horas cuidando su fuego. El incinerador resultó ser una hoguera perpetua y débil, inadecuadamente protegida de la lluvia y el viento por un muro bajo de ladrillo que la rodeaba por tres lados. Cerca había dos docenas de cubos de basura y más allá un taller. Al otro lado de un camino de barro había una zona de carga en la que durante todo el día entraban y salían camiones del ejército con un rechinar de marchas. Tenía órdenes estrictas de no dejar el fuego hasta que se hubiera consumido totalmente cada vez. Incluso con ayuda de la gasolina, siempre había algunas hojas de cartón que se consumían sin llama.
En su cuarto se concentraba en la pila de cajas, que iba disminuyendo, y el creciente número de aparatos que había en los estantes. Se persuadió a sí mismo de que estaba vaciando las cajas por Maria. Era la prueba de resistencia, la proeza que tenía que realizar para ser digno de ella. Era la obra que le dedicaba. Rompía el cartón con el cuchillo y luego lo destruía por ella. También pensaba en lo espacioso que resultaría el cuarto cuando su tarea estuviese terminada y en cómo redistribuiría su ámbito de trabajo. Planeaba alegres notas para Maria en las que sugería con hábil despreocupación que se encontraran en algún pub cerca del piso de ella. Pero cuando llegaba a su casa, casi a medianoche, estaba demasiado cansado para recordar el orden preciso de las palabras, demasiado cansado para volver a empezar.
Muchos años después, Leonard no tenía ninguna dificultad para recordar la cara de Maria. Brillaba para él, del modo en que brillan las caras en ciertos cuadros antiguos. De hecho, había algo casi bidimensional en ella; el cabello le nacía alto en la frente, y al otro extremo del óvalo largo y perfecto de su rostro la mandíbula era a la vez delicada y enérgica, de manera que cuando ladeaba la cabeza, de una forma característica y entrañable, su rostro parecía un disco, más un plano que una esfera, como si un gran maestro lo hubiera dibujado con un trazo inspirado. El cabello era curiosamente fino, como el de un bebé, y a menudo se escapaba de los infantiles broches que las mujeres llevaban entonces. Sus ojos eran serios, pero no tristes, verdes o grises, dependiendo de la luz. No era una cara vivaz. Maria era una soñadora habitual, a menudo distraída por un pensamiento que no deseaba compartir, y su expresión más típica era de abstraída vigilancia, la cabeza ligeramente levantada y un poquito inclinada a un lado, el índice de la mano izquierda jugando con el labio inferior. Si uno le hablaba después de un silencio, podía sobresaltarla. Era la clase de cara, la clase de actitud, en las que era probable que los hombres proyectasen sus propias necesidades. Uno podía interpretar su silenciosa abstracción como fuerza femenina o encontrar una dependencia infantil en su callada atención. Por otra parte, era posible que realmente encarnara estas contradicciones. Por ejemplo, sus manos eran pequeñas y llevaba las uñas cortas, como las de una niña, y nunca se las pintaba. En cambio, se pintaba las uñas de los pies de un rojo o un naranja chillones. Sus brazos eran delgados, y resultaba sorprendente que no pudiera levantar cargas muy ligeras ni abrir ventanas que no estaban atascadas. Y sin embargo, sus piernas, aunque esbeltas, eran musculosas y fuertes, tal vez debido al ciclismo que había practicado antes de que el sombrío tesorero la alejara del club y le robaran la bicicleta del sótano comunal.
Para el Leonard de veinticinco años que llevaba cinco días sin verla, que luchaba todo el día con cartones y virutas y cuya única prenda era el pequeño pedazo de cartón con sus señas, aquella cara era huidiza. Cuanto más intensamente trataba de evocarla, más provocativa era su desintegración. En su fantasía sólo tenía un esbozo con el que jugar, y hasta eso vacilaba en el calor de su escrutinio. Había escenas que quería ensayar, estrategias que tenía que probar, y todo lo que su memoria le proporcionaba era cierta presencia, dulce y tentadora, pero invisible. Y el oído interior permanecía sordo a la forma en que ella había entonado una frase inglesa. Empezó a preguntarse si la reconocería en la calle. Lo único que sabía con certeza era el efecto que le había causado pasar noventa minutos con ella en la mesa de una sala de baile. Se había enamorado de aquella cara. Ahora la cara había desaparecido y todo lo que le quedaba era el amor, con muy poco para alimentarlo. Tenía que volver a verla.
Al octavo o noveno día Glass le dejó descansar. Todos los aparatos estaban desembalados y veintiséis de ellos habían sido probados y provistos de activador de señal. Leonard se quedó en la cama dos horas más, adormilado en el erótico calor de las sábanas. Luego se afeitó y se bañó y, con sólo una toalla alrededor de la cintura, se paseó por el piso, redescubriéndolo y sintiéndose importante y propietario. Oyó el arañar de la escalera de mano de los obreros en el piso de abajo. Era un día de trabajo para todo el mundo, un lunes quizá. Al fin tenía tiempo para experimentar con el café molido. No fue un completo éxito, los posos y los grumos de la leche en polvo daban vueltas en la taza impulsados por la cucharilla, pero estaba contento de desayunar solo, de comer chocolate belga mientras metía los pies desnudos entre los tubos del radiador y planeaba su campaña. Tenía una carta de casa por leer. La abrió desenfadadamente con un cuchillo, como si recibir cartas fuese lo habitual cada mañana a la hora del desayuno. «
Sólo unas líneas para darte las gracias por la tuya y decirte que nos alegramos de que te vayas adaptando
…»
Tenía pensado trabajar en su nota a Maria, que no sería difícil, pero no parecía correcto empezarla hasta que estuviera completamente vestido. Luego, cuando ya lo estaba y había escrito la nota («
Fue usted tan amable que me dio su dirección la semana pasada cuando nos conocimos en el Resi, por lo tanto espero que no le moleste tener noticias mías, y que no se sienta obligada a responder
...»), la idea de esperar por lo menos tres días antes de recibir contestación fue más de lo que podía soportar. Para entonces habría vuelto al mundo irreal de su cuarto sin ventana y su jornada de quince horas.
Se sirvió otra taza de café. Los posos ya se habían asentado. Tenía otro plan. Entregaría en mano una nota para que ella la encontrase al volver del trabajo. Le diría que casualmente pasaba por allí y que estaría en cierto bar de una calle cercana a las seis. Podía llenar los huecos más tarde. Puso manos a la obra inmediatamente. Media docena de borradores después todavía no estaba satisfecho. Quería ser elocuente y desenfadado. Era importante que ella creyera que había garabateado la nota de pie delante de su puerta, que había ido a visitarla esperando encontrarla y entonces se había acordado de que trabajaba. No quería que se sintiera presionada y, más importante aún, no quería parecer demasiado serio y ridículo.
A la hora de comer sus intentos yacían a su alrededor y tenía la copia final en sus manos. «
Me encontraba en su barrio por casualidad y pensé en pasar por su casa a saludarla
.» Metió el papel doblado en un sobre y lo cerró por equivocación. Cogió un cuchillo y lo abrió, imaginándose que era ella, sola en su mesa, recién llegada de la oficina. Desplegó la nota y la leyó dos veces, como tal vez habría hecho ella. Estaba perfectamente calculada. Buscó otro sobre y se levantó. Tenía ante sí todas las horas de la tarde, pero sabía que no podría resistir el impulso de irse ya. En el dormitorio se cambió para ponerse su mejor traje. Sacó el gastado pedazo de cartón de los pantalones que llevaba el día anterior, aunque se había aprendido de memoria la dirección. Tenía el plano de la ciudad extendido sobre la cama sin hacer. Pensaba ponerse su corbata de punto de color rojo vivo. Abrió su caja de útiles para limpiar el calzado y frotó con una gamuza sus mejores zapatos negros mientras estudiaba la ruta.
Para llenar el tiempo y saborear la expedición, fue andando hasta la estación de Ernst-Reuter-Platz antes de tomar el metro que le llevaría a Kottbusser Tor, en Kreuzberg. Casi demasiado pronto, llegó a Adalbertstrasse. El número ochenta y cuatro quedaría a unos cinco minutos de camino. En aquel barrio los daños causados por las bombas eran los peores que había visto. Habría resultado deprimente incluso sin tantos destrozos. Había casas de pisos con las fachadas melladas por disparos de armas de fuego, sobre todo en torno a las puertas y ventanas. Uno de cada dos o tres edificios tenía el interior destruido y le faltaba el tejado. Algunos se habían derrumbado por completo y los escombros estaban donde habían caído, con las vigas y las cañerías herrumbrosas sobresaliendo de los montones. Después de casi dos semanas en la ciudad, durante las cuales había ido de compras, comido, utilizado los transportes y trabajado, su primera reacción de orgullo por su destrucción le parecía pueril y repelente.
Al cruzar Oranienstrasse y ver que estaban construyendo en un solar se sintió complacido. También vio un bar y se acercó a él. Se llamaba Bei Tante Else y serviría para su propósito. Sacó su nota e insertó el nombre y la calle en los espacios en blanco. Luego, pensándolo mejor, entró. Se detuvo junto a la cortina de cuero para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Era un local pequeño y estrecho, casi un túnel. Más allá de la barra había un grupo de mujeres bebiendo en una de las mesas. Una de ellas se tocó la base del cuello para llamar la atención hacia la corbata de Leonard y le señaló.
—¡Aquí no queremos comunistas!
Sus amigas se rieron. Por un momento pensó, por su actitud y su falso atractivo, que podían venir de una bulliciosa fiesta de oficina. Luego se dio cuenta de que eran prostitutas. En otros lugares del bar había hombres dormidos con la cabeza sobre la mesa. Cuando retrocedía para salir, otra de las mujeres le llamó y hubo más risas.
Una vez en la acera, vaciló. No era el lugar adecuado para encontrarse con Maria, ni le apetecía sentarse allí solo a esperarla. Por otra parte, no podía alterar su nota sin estropear su apariencia de improvisación. Decidió que la esperaría fuera, en la calle, y cuando Maria llegase se disculparía y confesaría su desconocimiento del barrio. Tendrían algo de que hablar.
A lo mejor a ella incluso le hacía gracia.
El número ochenta y cuatro era una casa de pisos como las demás. La línea curva de marcas de bala sobre la parte superior de las ventanas de la planta baja probablemente se debía a fuego de ametralladora. Un portal abierto de par en par le llevó a un oscuro patio central. Entre las baldosas crecían las malas hierbas. Cubos de basura recién vaciados yacían de costado. Reinaba el silencio. Los niños estaban aún en el colegio. En las cocinas se preparaban los almuerzos tardíos o cenas. Olía a manteca y a cebollas. De repente echó de menos su acostumbrado filete con patatas fritas.
Al otro lado del patio estaba lo que supuso que sería la Hinterhaus, la casa interior. Caminó hasta allí y entró por una puerta estrecha que conducía al pie de una empinada escalera de madera. Había dos puertas en cada rellano. Subió escuchando llantos de niños, música de radio, risas y, más arriba, una voz de hombre que llamaba, poniendo un acento quejumbroso en la segunda sílaba: «¿Papá? ¿Papá? ¿Papá?» Era un intruso. La complicada falsedad de su misión empezó a oprimirle. Sacó el sobre del bolsillo, listo para echarlo por debajo de la puerta y bajar lo más deprisa que pudiera. El rellano de Maria estaba en lo más alto. Tenía el techo más bajo que los otros, y esto también hizo que deseara marcharse. Su puerta estaba recién pintada de verde, cosa que no ocurría con las otras. Empujó el sobre y luego hizo una cosa inexplicable, nada habitual en él.
Su educación le había inculcado una sencilla fe en la inviolabilidad de la propiedad. Nunca tomaba un atajo si eso suponía entrar en un terreno privado, nunca cogía algo prestado sin pedir permiso primero, y nunca robó en las tiendas como hacían algunos de sus compañeros de colegio. Respetaba escrupulosamente la intimidad de los demás. Siempre que se encontraba a una pareja besándose, consideraba que lo correcto era apartar la vista, aunque deseaba acercarse a mirar. Así que no tenía sentido que sin pararse a reflexionar, sin dar siquiera un rápido golpe con los nudillos en la puerta, agarrara el picaporte y lo hiciera girar. Tal vez esperaba que estuviera cerrada con llave y fuera aquél, por tanto, uno de esos pequeños actos sin sentido de los que está llena la vida cotidiana. La puerta cedió y se abrió de par en par, y allí estaba Maria, de pie ante él.