Flint tendió la mano y, tras unos instantes, el joven semielfo la aceptó. El enano se la estrechó con gran afecto. La pareja volvió sobre sus pasos y se reunió con Tasslehoff. El trío permaneció sentado en silencio un buen rato, cada uno de ellos observando su jarra con expresión cohibida…, salvo Tas, que era incapaz de sentirse cohibido.
—Ahora que ya sé algo acerca de Tanis, ¿qué me dices de ti, Flint? —inquirió el kender—. ¿Dónde aprendiste a hacer unas piezas de joyería tan bonitas? Eres muy diestro, y sé lo que digo. He viajado por todo Ansalon y he visto un montón de cosas.
Flint se hinchó de orgullo por el cumplido. Al igual que Tasslehoff con sus mapas, el enano estaba dispuesto a hablar de su oficio en cualquier momento.
—Los míos han sido siempre metalúrgicos o guerreros —dijo. Relató al kender episodios de su juventud, en las colinas cercanas a la fortaleza enana de Thorbardin, y su decisión de abandonar Casacolina y mudarse al asentamiento humano de Solace mucho tiempo atrás. Era evidente el orgullo que sentía cuando se refirió al hecho de haber sido convocado a la corte del Orador de los Soles.
—He de decir que fue allí donde perfeccioné al máximo mi arte, durante mi estancia en Qualinost —concluyó—. Incluso el Orador de los Soles lo dijo. También fue allí donde conocí a Tanis.
—¿Fue entonces cuando hiciste el exquisito brazalete que vi hoy? —preguntó Tas—. El de cobre con piedras semipreciosas que no querías vender a ningún precio.
—No, es un trabajo reciente. La pieza es realmente bonita, ¿verdad? —Mientras hablaba, buscó en el bolsillo del chaleco y sacó el brazalete. Le dio vueltas en sus manos, acariciando la filigrana y frotando las piedras en la manga.
De manera impulsiva, Tasslehoff se estiró sobre la mesa para contemplar más de cerca la joya. Pero, cuando alargó la mano, la jarra de Flint golpeó el tablero de la mesa y dejó una marca profunda en la madera, tan grande como una nuez. Sólo los excelentes reflejos de Tas lo salvaron de que sus dedos acabaran aplastados bajo el pesado recipiente. El kender guardó la mano en el hueco seguro de un bolsillo; su rostro denotaba que se sentía profundamente dolido.
—Sólo quería mirarlo.
—¿Puedo? —preguntó el semielfo.
Flint le dirigió una breve mirada de desconfianza, pero enseguida le entregó la joya con cortedad.
—Perdona, Tanis —murmuró—. No sé qué me ha pasado.
Su joven amigo examinó el brazalete minuciosamente mientras los otros dos lo observaban.
—Es exquisito —admitió, hablando a Flint sin alzar la vista de la pieza—. Lo que no entiendo es por qué has utilizado cobre para un trabajo tan fino. Las piedras parecen valiosas… ¿Por qué montarlas en un metal relativamente barato?
Flint echó hacia atrás el banco y adoptó una actitud misteriosa.
—Así es como
ella
lo quería —dijo.
—¿Te lo encargó alguien? —preguntó Tas.
El enano asintió en silencio, con actitud desasosegada.
—No me dijiste nada de que te hubieran encargado un trabajo —intervino Tanis—. ¿Es alguien de la zona?
—No te lo conté porque todo ocurrió muy deprisa y la mujer era muy extraña y misteriosa —confesó el enano.
—¿Una mujer extraña? —Tasslehoff estaba intrigado.
Flint se echó hacia adelante otra vez y habló en un susurro:
—La semana pasada apareció esta mujer y me dijo que conocía mi trabajo de la época que Tanis y yo pasamos en Qualinost.
—El comentario me hizo suponer que era elfa, pero la verdad es que no se parecía a ningún elfo de los que conozco; o, al menos, uno con aspecto saludable. Era la criatura más pálida que jamás he visto, casi diría que traslúcida, como la propia muerte, e iba tapada por completo con ropajes de seda.
—¡Quizás era un muerto viviente, o un súcubo que vino a seducirte para absorberte la vida! —sugirió con entusiasmo Tasslehoff.
—Estaba demasiado nerviosa para que su intención fuera seducir a nadie —comentó Flint.
—Un súcubo actuaría con nerviosismo —razonó el kender.
—Déjalo terminar, Tasslehoff —pidió Tanis, interrumpiendo las insensatas sugerencias del hombrecillo.
—Fuera lo que fuese —prosiguió Flint—, dijo que necesitaba este brazalete, pero que debía hacerse siguiendo estrictamente unas instrucciones muy específicas. Le aseguré que podía hacer cualquier cosa que deseara. Por consiguiente, me entregó un manojo de papeles y me dijo: «Hazlo así, exactamente».
—He hecho otras veces encargos para tipos que estaban obsesionados con detalles minuciosos, pero este caso era increíble. Hasta el último centímetro del brazalete estaba diseñado y trazado en aquellos papeles. Y, por si ello fuera poco, me entregó una bolsa con lingotes de cobre, gemas, polvos y unos frasquitos con líquidos que debían mezclarse con el metal en una proporción justa. Me dijo: «Encontrarás todo cuanto necesitas en esta bolsa». Incluso me pidió que no estampara mi sello en el trabajo.
—Como es natural, tal petición me desmoralizó. Pensé para mis adentros: «¿Por qué quiere una obra original Flint Fireforge si no lleva impresa la firma?».
El enano se echó de nuevo hacia atrás. Tanis estaba desconcertado.
—Eso es muy raro —comentó—. Al menos espero que te pagara bien por el trabajo.
—Lo hizo —respondió Flint con expresión perpleja—. Todo el asunto era tan anormal que le pedí lo que consideraba un precio desorbitado. ¡No sólo lo pagó, sino que agregó la mitad más sin pestañear! ¡No pude negarme! —Flint bajó la vista a su jarra de cerveza, vacía, y la apartó a un lado—. Seguí las instrucciones al pie de la letra; incluso la de quemar los papeles una vez que hube terminado. Guardé el brazalete en el expositor del tenderete porque me dijo que vendría a recogerlo durante el Festival de Primavera. Espero verla aparecer cualquier día de éstos.
El enano se arrellanó en el asiento, satisfecho de haber concluido la historia. Tasslehoff miraba fijamente el brazalete, que estaba sobre la mesa.
—No es de extrañar que te mostraras tan quisquilloso. ¿Quién crees que es y para qué necesita el brazalete? —preguntó.
—No soy adivino —repuso Flint—. Sin embargo, no cabe duda de que pasa algo raro con esta pieza. Eso puedo asegurártelo. Me alegraré de quitármela de encima.
—Evidentemente, tiene un significado importante para esa mujer, sea quien sea —afirmó Tanis. Se desperezó y dirigió la vista hacia las moribundas brasas de la chimenea. La sala estaba casi vacía y un adormilado Otik los observaba desde detrás del mostrador—. ¿A alguien le apetece una última ronda?
Siguiendo el ejemplo del semielfo, Flint se desperezó y dio un bostezo descomunal que casi le desencajó las mandíbulas.
—A mí no —rechazó—. Ya he tomado más de la cuenta. —Se retiró de la mesa—. Vámonos a casa, Tanis, o me quedaré dormido aquí.
—¿Qué pasa con los mapas? —preguntó Tasslehoff—. Apenas les habéis echado una ojeada.
Tanis frunció el entrecejo, pero tenía la mente demasiado embotada por la cerveza para decidir si marcharse a la cama o quedarse para examinar los mapas. Por fortuna, Tasslehoff tomó la decisión por él.
—Pasaré la noche en la posada —anunció—. ¿Qué os parece si me acerco al puesto de Flint mañana y los miráis allí?
El semielfo vio con alivio que Flint ya se dirigía hacia la puerta y no había escuchado la sugerencia del kender. Tanis aceptó con rapidez la propuesta, dio las buenas noches a Tas y se apresuró a ir en pos del ebrio enano para evitar que se cayera desde la pasarela.
A solas en la quietud y el ambiente saturado de humo de la taberna, Tas subió la estrecha escalera que conducía al piso donde estaban las habitaciones de la posada. Había sido un día largo y agotador.
—Descansaré un poco antes de dormirme —murmuró para sí mismo, mientras se desplomaba de bruces sobre ando colchón de plumas del pequeño pero pulcro cuarto.
Aunque tenía los ojos cerrados, sintió como si la cama vueltas. Era vagamente consciente de la molesta presión de algo duro apretado contra el pecho. Se incorporó sobre un codo, metió la mano en el chaleco y sacó el brazalete de cobre de Flint.
—¿Cómo demonios ha venido a parar a mi bolsillo? —musitó. Lo contempló a través de los párpados entrecerrados, sin dar crédito a sus ojos, y susurró:— Tengo que acordarme de devolvérselo.
Sin tener conciencia de ello, se guardó de nuevo el brazalete en el bolsillo, se dio media vuelta y se hundió en el sueño profundo de los inocentes y de los borrachos.
De vuelta a la posada
Un ronquido estruendoso hizo que los ojos de Flint, Inyectados en sangre, se abrieran de par en par, con sobresalto. Estaba tumbado boca arriba en su cama, y llevaba puesta una de las pesadas botas de cuero y una de las perneras de las embarradas polainas. Giró la cabeza a uno y otro lado y vio los familiares armarios y sillas de su casa, Construida en el tronco hueco de un vallenwood.
«¿Cómo he venido a parar aquí?», se preguntó.
Lo último que recordaba era estar sentado en uno de los cómodos bancos de la posada de Otik. Entonces era de noche. La amortiguada luz que se filtraba a través de las contraventanas le revelaba que hacía varias horas que había amanecido. Con el entrecejo fruncido, se sentó con rapidez y de inmediato se derrumbó de nuevo sobre la cama. El doloroso palpitar de las sienes explicaba su lapsus de memoria. Anoche se había agarrado una buena. Entonces vio a Tanis. Completamente vestido, con polainas, botas, túnica y chaleco, el semielfo yacía boca abajo en el entarimado del suelo, cerca de la chimenea. Por la comisura de los labios, una pompa de saliva se hinchaba rítmicamente cada vez que inhalaba o exhalaba aire al respirar. El viejo enano se rió de buena gana a despecho de la punzada de dolor que ello le produjo en la cabeza. Sobresaltado por la carcajada, el semielfo despertó y se limpió la saliva con el dorso de la mano. La banda adornada con plumas que siempre llevaba en la frente y le sujetaba el rojizo y largo cabello, ahora enmarañado, se le había caído sobre los ojos; se la echó hacia arriba con gesto enfadado. Localizó al regocijado enano e hizo una mueca de disgusto. Giró despacio sobre sí mismo y por último se sentó, llevándose las manos a la cabeza.
—Cuando la bebes, la cerveza de Otik parece suave —gimió.
Flint asintió moviendo, ahora más despacio, la cabeza, y se metió la pernera del pantalón que, a saber cómo, se había logrado quitar la noche anterior antes de desplomarse sobre la cama.
—Sí, pero a la mañana siguiente su efecto es como la coz de una mula —comentó—. ¡Sobre todo cuando te tomas el doble de tu peso! —Localizó la otra bota y se la calzó; después se estiró el chaleco forrado de piel y se metió los fondillos de la camisa en los pantalones—. Al menos yo me las arreglé para desnudarme a medias y meterme en la cama.
La réplica de Tanis a su pulla no se hizo esperar.
—Eso es porque eres más viejo y por lo tanto tienes más experiencia en estas cosas. Por no mencionar que tu gran peso te permite consumir mayores cantidades de alcohol… —concluyó a la vez que dirigía una mirada intencionada a la rotunda circunferencia del enano.
—¡Ten más respeto a tus mayores, jovencito! —gruñó Flint mientras revolvía la ya enmarañada mata de pelo del semielfo. Se dirigió a la alacena que estaba en la pared opuesta a la chimenea, en la base hueca del gigantesco vallenwood—. Me quedan dos huevos en salmuera, tres tiras de tasajo y una loncha de pan algo mohosa. —Cogió un cuchillo grande y recortó con habilidad los trozos que tenían las manchas verdes de la humedad—. Ahora tiene mejor aspecto. ¿Qué vas a tomar? —preguntó a Tanis.
La fina nariz de rasgos elfos del joven se encogió en un gesto de asco.
—Una ración de patatas de Otik, si las ha empezado a servir ya —respondió. Se incorporó y abrió una de las contraventanas—. ¿Qué hora será?
Flint se asomó a la ventana y ahogó una exclamación.
—¡Dioses misericordiosos, debe de ser muy tarde, a juzgar por lo vacías que están las calles! Todo el mundo está ya en la feria, trabajando. —Con movimientos precipitados puso los huevos y el tasajo en un trozo de tela y ató los picos—. Mi cliente se puede presentar en el puesto a recoger el brazalete en cualquier momento. —Mientras se palmeaba el bolsillo del chaleco su rostro asumió una expresión de orgullo que un instante después se transformaba en otra de pasmo. Se palpó de nuevo el chaleco. En esta ocasión, su semblante se contrajo con un gesto mezcla de horror, incredulidad y furia—. ¡Ha desaparecido! —chilló.
Todavía junto a la ventana, Tanis se encogió por el grito estridente y volvió la vista hacia su amigo.
—¿El qué?
—¡El brazalete, desde luego! —respondió a voces. Sintió el estómago contraído por el pánico—. ¡Lo guardé en el bolsillo interior de mi chaleco y ahora no está!
Tanis se acercó al lecho revuelto y removió la colcha y la manta.
—Probablemente se te cayó mientras dormías.
—¡Sí, tienes razón! —La esperanza iluminó el rostro del enano, que ayudó a su amigo a buscar entre las ropas de la cama, pero no encontraron nada.
Flint sacudió las sábanas una y otra vez y las revolvió como un perro furioso. Después se volvió hacia el lecho y escudriñó hasta el último rincón entre el colchón y el bastidor del mueble. Por último se puso de rodillas y se asomó por debajo, sacando las pelusas y apartando a un lado pares de calzado en desuso. Pero tampoco lo encontró allí. Flint sintió que el pánico le desbordaba el estómago y le subía hasta la garganta, amenazando con ahogarlo si no lo controlaba a tiempo.
—¿Cuándo recuerdas haberlo visto por última vez? —preguntó Tanis con tono tranquilo.
—¡No lo sé! —estalló el enano. Agitó inútilmente los brazos y paseó de la cama a la puerta y de la puerta a la cama—. Apenas recuerdo nada de lo ocurrido anoche.
Empezó a tirarse de las puntas del bigote con tanta fuerza que Tanis creyó que se lo iba a arrancar de cuajo.
—¡Eh, un momento! —exclamó el semielfo al tiempo que chasqueaba los dedos—. Anoche, en la posada, nos lo enseñaste cuando nos hablaste sobre él. Es probable que se te olvidara sobre la mesa. Apuesto a que Otik lo ha encontrado y se está preguntando en este mismo momento a quién pertenecerá. —Tanis estaba satisfecho de sí mismo—. Bueno, ¿a qué estamos esperando? ¡Vayamos en busca de tu brazalete y a desayunar unas raciones de patatas!
Flint, que parecía haberse tranquilizado, salió por la puerta en pos de la esbelta figura del semielfo.