Sintió un hormigueo de excitación, como si las alas de cien mariposas se agitaran en su interior. No sabía si brincar, dar volteretas o bajar a todo correr la embarrada calzada, así que hizo las tres cosas a la vez y en un santiamén había llegado a las afueras de Solace.
Tas hizo un alto para echar una ojeada a las casas encumbradas en lo alto. Desde su corta estatura, menos de un metro veinte, al kender le pareció que estaban a una altura extraordinaria. Sus ojos abiertos de par en par fueron de un árbol a otro, captando cada detalle: el modo en que las estructuras estaban afianzadas en las ramas, cuántas puertas y ventanas tenía cada una, el estado de conservación y el color de la pintura, la situación de rampas y escaleras. También reparó, no obstante, en que no todos los edificios estaban instalados en los árboles. Algunas construcciones y el establo estaban emplazados, como en cualquier otro sitio, en el suelo.
Aquello lo decepcionó tanto como le agradó. Nadie había hecho mención a este detalle. Por un lado, la ciudad le parecía menos fabulosa si los caballos tenían que quedarse a nivel del suelo, pero por otro era una novedad, lo bastante importante sin duda para merecer ser registrada.
Rebuscó en la mochila que llevaba colgada al hombro y extrajo un trozo de pergamino enrollado, un pequeño tintero y una destartalada plumilla. El papel estaba repleto de notas, diagramas y mapas parciales, a medias y casi completos, de todo tamaño y orientación. Tras localizar enseguida un rincón en blanco, Tas anotó unas cuantas observaciones importantes y dibujó un pequeño diagrama del área. Guardó otra vez los objetos en la mochila y echó a andar hacia el interior de la ciudad.
La quietud reinante era cautivadora. Las hojas rebrotadas de los vallenwoods susurraban al moverlas la brisa; se escuchaba el zumbido de pequeños insectos y el chirrido de los grillos. El sosiego no lo rompía el rebuzno de ningún burro, ni los chillidos de los niños, ni el traqueteo de carretas. De hecho, daba la impresión de que la ciudad estuviera deshabitada.
Los ojos de Tas se estrecharon en un repentino gesto de sospecha y fueron veloces de un sitio a otro. No había visto a una sola persona desde su llegada. Algo raro pasaba, desde luego. Su mente empezó a barajar posibilidades. Tal vez unos traficantes de esclavos habían capturado a la lente; o quizás unos monstruos escamosos habían llegado a hurtadillas durante la noche y los habían devorado a todos. O tal vez se habían mudado, o se los habían llevado unos gigantescos chotacabras. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal en tanto que lanzaba ojeadas inquietas por encima del hombro.
Decidido a descubrir el misterio, Tas eligió un árbol cercano y subió por la empinada rampa que rodeaba el tronco. El vallenwood albergaba una acogedora casita y un cobertizo pequeño conectados por una pasarela colgante. Atisbo a través del cristal ahumado de la ventana de la casa, pero apenas pudo distinguir detalles del oscuro interior. Su llamada a la puerta delantera no obtuvo respuesta, por lo que probó el picaporte; estaba cerrado. De uno de sus numerosos saquillos, Tas sacó un trozo de hule en el que iba envuelta una sorprendente colección de alambres retorcidos, ganzúas y llaves de cualquier descripción imaginable. Con la nariz casi pegada a la puerta, oteó por el ojo de la cerradura con expresión meditabunda durante unos segundos y después seleccionó una de las ganzúas. Estaba a punto de introducirla en el cerrojo, cuando escuchó un ruido procedente de abajo.
Tas se asomó a tiempo de ver a un grupo de varias personas que transportaban cestos y charlaban y reían mientras caminaban por la calzada principal que atravesaba la ciudad. Unos momentos después, giraron por otro camino más estrecho y se perdieron de vista.
Con la misma rapidez con que había aparecido, el paquete de hule desapareció en el saquillo otra vez y Tasslehoff descendió presuroso al suelo.
—¡Eh, esperadme! —gritó, pero los del grupo estaban demasiado lejos para oír su llamada. Las cortas piernas del kender se movieron a toda velocidad en pos de los que transportaban los cestos. Al girar en el recodo, resbaló un tramo por una suave pendiente antes de poder frenarse.
¡A los pies del kender se extendía una feria! La zona estaba abarrotada de puestos, tenderetes, casetas, artistas ambulantes, mendigos y gentes de todo tipo; montones de gente, probablemente todos los habitantes de Solace y algunos más, concluyó Tasslehoff.
Descendió la cuesta a todo correr y se metió entre la multitud. Por todas partes se escuchaban las voces de los vendedores pregonando sus mercancías. El kender, con los ojos como platos, miraba a uno y otro lado sin cesar. Se agachó para pasar bajo un asno cuando dos hombres que transportaban un tapiz enrollado parecieron surgir de la nada. Tas se metió entre ellos y se encontró en un reducido espacio abierto, una isla de calma en medio de un mar agitado. Girando a derecha y a izquierda, atrás y adelante, miró acá y allá intentando en vano captar todo a la vez. De hecho, era poco lo que veía salvo brazos y torsos que iban de un lado a otro, empujando, rozándose, gesticulando, transportando, comprando y vendiendo.
Un frenético grito de advertencia a su espalda sonó justo a tiempo de que Tas eludiera un enorme barril rodante que pasó zumbando a su lado. La barrica levantó una cortina de barro y mojó al kender hasta la cintura con el agua marrón. Dos hombres, que parecían preocupados y asustados, pasaron trotando y salpicando barro en pos del barril, uno de ellos lanzando gritos de advertencia y el otro barbotando maldiciones y palabrotas. Tas rió regocijado mientras contemplaba el avance de la barrica, a cuyo paso la gente se apartaba de un salto y a trompicones. El espectáculo llegó a su fin cuando el rodante barril se estrelló contra la caseta de un vendedor de muebles, haciendo que el colorido toldo se derrumbara sobre el estropicio.
La muchedumbre volvió a ocuparse enseguida de sus asuntos. Tas puso de nuevo su atención en la feria, pero de pronto sintió un fuerte dolor que le recorrió la pierna. Contuvo un grito y acto seguido propinó un puñetazo en la cadera de un hombre fornido, vestido con un largo capote de lona, que se había parado justo encima de su pie. Si el golpe le hizo o no daño al hombre no es seguro, pero al menos sí llamó su atención. Giró bruscamente la cabeza y dirigió una mirada sombría a la muchedumbre, pero pasaron unos segundos antes de que reparara en el pequeño kender que le llegaba a la cintura. Un gruñido salió de las profundidades del pecho del hombre. Posó una mano en el hombro de Tas, levantó el pie y propinó al kender un empujón tremendo que lo lanzó contra el gentío.
Trastabillando y agitando frenéticamente los brazos para recobrar el equilibrio, Tasslehoff acabó tropezando contra un montón de alfombras. Trepó a la seguridad de la parte alta de la pila y se sentó; se dio unos suaves masajes en el pie dolorido mientras miraba a la muchedumbre. De improviso, unas manos lo agarraron con brusquedad por detrás.
—¡Quita tus mugrientos pies de mi mercancía, golfillo!
Las manos lo hicieron dar media vuelta, y Tasslehoff le encontró frente al furioso semblante de un hombre barbudo y delgado que se cubría con un sombrero de satén.
Tas echó una ojeada a sus polainas empapadas y al rastro de huellas húmedas y embarradas que se marcaba por la alfombra hasta donde él se encontraba. Soltó una risita, lo que, indudablemente, fue un error. Las palabras «lo siento» apenas habían salido de sus labios cuando el comerciante también se dio cuenta de su equivocación.
—¡Un kender! Te confundí con un chiquillo inocente. ¡Largo de aquí! —bramó.
—Pero es que alguien me empujó —protestó Tasslehoff—. No fue culpa mía…
—¡Largo! —El semblante del comerciante se había puesto de color púrpura por la cólera. Sus manos recorrieron veloces el tronco del kender registrando y tanteando el chaleco de piel y los bolsillos, lo que tuvo por resultado que Tas se echara a reír otra vez. Cuando el comerciante hubo comprobado que nada de su propiedad estaba escondido en el cuerpo del kender, hizo dar media vuelta al hombrecillo y lo lanzó de un empujón de regreso a la muchedumbre.
Sería lógico pensar que Tasslehoff estaría desalentado por el trato de que había sido objeto, pero los kenders no se desaniman con facilidad. Aquello era parte integral de la feria y a Tas le gustaba un poco de jaleo; como también sentía debilidad por los pastelillos fritos y crujientes, espolvoreados con azúcar, que compró a una graciosa anciana desdentada de mejillas sonrosadas. Siguió explorando los alrededores mientras se chupaba el azúcar de los dedos con gesto ausente.
Los compases de una música exótica se propagaron a través del recinto ferial: el sonido de instrumentos de cuerda y pequeños címbalos que envolvió a Tasslehoff con su ritmo pulsante. Igual que un perro sigue un rastro, el kender se abrió paso entre la multitud y llegó al estrado. En él, una mujer de piel oscura daba vueltas y se cimbreaba de modo que los sedosos velos que vestía flotaban en el aire como sutiles pétalos de gasa. En sus muñecas, tobillos y caderas tintineaban monedas de acero. La melodía, extraña y maravillosa, parecía rebosar de color y fragancias lejanas. Sin embargo, ni siquiera este espectáculo era lo bastante atractivo para que la atención de Tas no fuera atraída por la representación mágica que dio comienzo en el tenderete de al lado.
Un humo maloliente se extendió por el estrado. Con un sonido siseante un hombre apareció en medio de la humareda haciendo una mueca. La multitud se agitó maravillada, aunque Tas estaba seguro de haber visto moverse la cortina trasera un momento antes de que el hombre se «materializara». El sujeto iba vestido con una túnica larga de color verde tan oscuro que casi parecía negro. Sobre ella llevaba una capa del mismo color, bordeada de piel, que le llegaba un poco más abajo de la cintura. Ambas prendas estaban adornadas con símbolos cabalísticos de todo tamaño y color.
—Soy el grande y poderoso Fozgoz Mithrohir —anunció el mago—. Nieto y único heredero sobreviviente del igualmente grande y poderoso Fozgond Mithrohir, la Eterna Luz Suprema y Gran «Menestre» de la Orden Imperial de los Magos Verdes. ¡Atrás!
Sin más, sacó una varita de la manga izquierda y la agitó con gesto amenazador hacia la multitud, que retrocedió obediente.
—Invocaré aquí, en este mismo lugar, ante vosotros, con gran autoridad y poder, a una criatura de los planos inferiores, una bestia espantosa de un lugar que escapa a vuestra imaginación, porque sólo yo, Fozgoz, he osado aventurarme allí y he regresado con vida. No os alarméis, pues tengo a la horrenda criatura bajo mi poder y control. Soy su amo, y establecí tal autoridad en el combate mágico que sostuve contra ese monstruo en su propio mundo. ¡Silencio ahora, y echaos atrás!
Tasslehoff, con todos los demás, contempló sin pestañear a Fozgoz, que movía la varita trazando en el aire unas formas complejas y misteriosas. De la punta de la varita salían chispas mientras realizaba los sulfúreos dibujos. Entonces, con una explosión, otra nube de humo acre se extendió sobre los espectadores. Tasslehoff y los que estaban en las primeras filas retrocedieron tambaleantes, tosiendo y parpadeando con ojos llorosos. El primero en regresar a su posición fue Tas, que contempló con mirada intensa la nube ondulante. De ella, con aspecto mareado y nada feroz, emergió una… Tas vio que era del tamaño aproximado de una cabra, pero no tenía pelo y, en apariencia, estaba cubierta de escamas naranjas; un solo cuerno adornaba la frente. En tanto que la multitud contenía el aliento y miraba boquiabierta por el asombro, la criatura permaneció quieta, masticando con placidez. En el momento en que Tas tendía una mano para tocarla, un ayudante se adelantó con premura y condujo al increíble monstruo tras la cortina.
Con las cejas fruncidas en un gesto forzado, Fozgoz contempló a Tasslehoff.
—En verdad eres un tipo valiente e intrépido, pequeño viajero —anunció—. La criatura te habría arrancado el brazo y se lo habría tragado de un bocado para después lamer tu sangre de postre, si no me hubiese encontrado aquí para contener sus ansias bestiales.
—Parecía un macho cabrío —dijo Tas con desconfianza.
—Reparaste en ello, ¿verdad? —Fozgoz sonreía con aires de superioridad—. Ello se debe a que el universo tiene sólo un número finito de formas. Para garantizar la existencia de todas sus criaturas, algunas formas se repiten dos o incluso más veces en los diversos planos existenciales. Pero no te engañes. Su semejanza con una cabra es meramente corporal.
La asombrada muchedumbre comentó entre murmullos esta nueva aclaración. Tasslehoff se volvió hacia el hombre que tenía a su lado.
—Pues a mí me pareció una cabra —susurró—. ¿A ti no?
Antes de que el hombre tuviera ocasión de responder, Fozgoz lo atajó.
—Dime, pequeño viajero. ¿Eres un kender?
—Tasslehoff Burrfoot, de los Burrfoot de Kendermore. ¿Has oído hablar de nosotros?
—Afortunadamente para mí, no —replicó Fozgoz, que hizo reír a la multitud con su comentario—. Pero estoy seguro de que todos los presentes saben las cosas extrañas y maravillosas que los kenders llevan en sus saquillos. Si me permites… —El mago tendió una mano hacia Tasslehoff, con la ceja arqueada en un gesto interrogante.
La comprensión iluminó el semblante de Tas.
—¡Oh, por supuesto, estaré encantado! —Adelantó un paso y descolgó la mochila que llevaba colgada al hombro. Empezaba a desatar el cordel de cierre cuando Fozgoz lo detuvo.
—Por favor. El mago soy yo, al fin y al cabo. No es preciso abrir la mochila. Puedo adivinar, e incluso extraer, lo que contiene, aunque el cordel siga atado. Colócate aquí.
Tasslehoff avanzó dócilmente y se situó junto al mago. Fozgoz posó con suavidad la mano izquierda sobre la mochila en tanto que con la derecha movía la varita.
—Relájate, mi valeroso amigo —advirtió. Estrechó los ojos, apretó los labios y pasó la varita cerca de la mochila—.
¡Radorum, Radorae, Radorix, Radorostrum
!
Una lluvia de chispas salió de la punta de la vara y cayó sobre Tasslehoff. Fozgoz dio un paso atrás con gesto triunfante, con la mano izquierda en alto. Los espectadores lanzaron una exclamación ahogada. Despacio, el mago bajó la palma de la mano hasta la altura de los ojos del kender, y Tas vio que sostenía la garra momificada y el pico de un cuervo. Miró ambos objetos boquiabierto.
—¡Guau! Había olvidado que tenía eso. ¡Eh, pero has olvidado lo mejor! Espera, te lo mostraré. —Sin dar tiempo a Fozgoz de hacer la menor objeción, Tas abrió la mochila y sacó una preciosa pluma naranja y verde—. Aquí tienes una pluma de la cola de una arpía. Y el diente de un minotauro. Y el prendedor del pelo de alguien que no recuerdo, pero que en su momento fue una persona importante. Y un poco de polvo de Lunitari… ¿o es de Solinari? Bueno, tanto da. Tío Saltatrampas lo trajo de una u otra luna. ¿Dónde tengo el casco del pegaso machacado en polvo? ¡Ah, y tengo también mapas de todos los lugares por los que he pasado, lo que significa por casi todo el mundo, y otros de sitios a los que todavía no he ido!