—Está atascado, no cabe duda. Pero en una ocasión vi a Comegrillos Verrugón (un semiogro que vivía en Kendermore) levantar él sólito una carreta atascada en cieno, como ésta. Fue una pena que rompiera el eje al hacerlo, pero su intención era buena. Fuera como fuese, le dio la vuelta y después Guille Wontori, el carretero de Kendermore, la arregló y la dejó como nueva.
—¿Quién infiernos eres, en cualquier caso? —preguntó el hombre cuando pudo meter baza en la cháchara ininterrumpida del kender.
Tas irguió con orgullo su metro veinte de estatura y tendió la pequeña y delicada mano.
—Tasslehoff Burrfoot, para servirte. ¿Y tú, quién puedes ser?
—Podría ser el Orador de los Soles, pero no lo creo posible —suspiró el hombre, todavía recostado contra el árbol.
—Tampoco lo creo yo —comentó Tas, mientras se guardaba la mano, que el humano no había estrechado, en el bolsillo de las polainas—. Él es elfo y tú eres humano. Además, ¿por qué iba a conducir alguien tan importante un carromato viejo y destartalado de vendedor ambulante? Sin duda tendrá sirvientes para hacer estas cosas.
El semblante del hombre, cuya piel tenía el color del pergamino, se arrugó en un gesto de fastidio.
—¿Te envía mi esposa para que me sigas o es tuya la ocurrencia de hacerme sentir peor de lo que ya me siento? —inquirió sin esperar respuesta.
—Estoy seguro de no conocer a tu esposa, a menos que se encontrara anoche en la posada El Último Hogar —respondió el kender sacudiendo la cabeza—. No soy de esta comarca.
—¿Mi esposa en una posada? No, eso costaría dinero y sería demasiado divertido. Dioses, incluso estando de viaje no consigo librarme de su acoso —murmuró el hombre.
Tas cruzó desde la parte posterior del carro hasta donde yacía el goblin muerto, atravesado por su jupak.
—¡Puag! —exclamó, con los labios fruncidos en una mueca de asco. Empujó al cadáver hasta dejarlo tendido de costado, plantó un pie sobre las costillas y sacó su arma de un tirón. La sostuvo con la punta de los dedos y el brazo extendido cuanto le era posible; luego la llevó a un lado del camino y procedió a restregarla contra un parche de nieve para limpiarla.
Al ver las maniobras del kender, el hombre resopló con desdén y volvió su atención a la carreta. Con cuidado, pasó por encima del cadáver tendido a sus pies.
—¿Qué eran estas criaturas? —preguntó, mirando con gesto asqueado el horrendo espectáculo.
—Goblins. No te sientas culpable por haber matado a uno. Son unos malos bichos desde las orejas hasta la punta de los pies. Nunca atienden a razones. Yo los evito siempre que es posible porque, en caso contrario, no tienes más remedio que matarlos. Y, cuando dejan impregnado su olor en algo, nunca desaparece. Ya me veo esta tarde fabricándome una nueva jupak; ésta nunca volverá a ser la misma.
Tasslehoff regresó hacia el carro y trepó al pescante.
—¿Qué tiene de malo tu esposa? —inquirió.
—Estas criaturas me la recuerdan: malignas, irrazonables, intrigantes. Hará de mi vida un infierno cuando se entere de este costoso desastre.
—No se lo cuentes —sugirió Tasslehoff.
—Imposible. Sabría que algo había ocurrido por las ganancias reducidas que me quedarán tras el viaje. Y entonces, con su habitual estilo chinchoso, acabaría por sacarme la verdad con la misma habilidad que un carnicero extrae la molleja a un pollo. —El hombre cerró los ojos y un prolongado escalofrío lo sacudió de pies a cabeza.
—No parece ser una persona muy agradable —opinó Tas, mientras se mecía en el asiento—. Pero no podrá culparte por las malas acciones de unos goblins, o porque las calladas estén encenagadas.
El hombre suspiró y se pasó una mano por el ralo cabello.
—No la conoces. Dirá que me metí a propósito en la emboscada sólo para fastidiarla, o alguna otra insensatez por el estilo.
—Entonces, tendremos que desatascar el carro y así podrás ponerte en camino otra vez. Por cierto, ¿a qué te dedicas?
—Soy calderero. Arreglo ollas y sartenes, afilo cuchillos, limpio lamparillas… Hago casi cualquier cosa.
Tasslehoff bajó del pescante de un brinco y se apartó unos pasos de la carreta; después se apoyó en la jupak en tanto estudiaba la situación. Observó al viejo rocín, que masticaba hierba.
—¿Por qué no utilizas a tu caballo para sacar el carro del atasco? —propuso.
El calderero soltó una risita ahogada.
—¿A esa vieja bestia?
Bella
apenas tiene fuerza para tirar de su propio peso en línea recta, y no digamos para sacar el carro de la zanja. Además, detesta el fango; desde siempre. Tan pronto como lo siente en las pezuñas, se para y no hay quien la mueva.
—¿Y por qué no la sustituyes?
—Hepsiba dice que todavía es útil. Además, en cierto modo aprecio a esa vieja bestia. Me refiero a la yegua, claro.
Tasslehoff se acercó al carruaje y metió el extremo de su jupak en la rodada hasta que tocó suelo firme.
—Mmmm…, más o menos la profundidad de mi antebrazo. No es tanto. Apuesto a que si empujas el carro por detrás, podré convencer a
Bella
para que dé un par de pasos.
—No veo por qué hay que poner tanto empeño en luchar contra el destino —dijo el hombre mientras se apoyaba en el costado del carruaje—. Si la providencia ha dispuesto que esté aquí, aquí me quedaré, haga lo que haga.
Tas observó al calderero unos segundos antes de hablar.
—Eso es una tontería. ¿Para qué iba a desear la providencia que tu carro se quedara atascado en el lodo?
—¡No lo sé, pero aquí estoy! No tengo por costumbre rebelarme ante mi destino.
Como si con aquellas palabras diera el asunto por terminado, el calderero sacó una pequeña navaja de su bolsillo y empezó a limpiarse las uñas con la punta.
El kender consideró el tema un instante, pero enseguida sacudió la cabeza, como si quisiera despejarla de ideas. Decidió intentarlo con una nueva estrategia.
—Mira, admitamos que es tu destino haberte quedado atascado en esta zanja. Pero también ha sido el destino quien me ha puesto en tu camino, ya que me niego a darme media vuelta y dejarte solo con el problema. ¿Qué me dices a eso?
El hombre se rascó la mejilla.
—Supongo que, si eres capaz de convencer a
Bella
de que se mueva, sería una razón muy convincente en favor de tu teoría.
—¡Pues claro que seré capaz! —exclamó Tas—. Vamos, ponte detrás del carro y empuja —instruyó, al tiempo que hacía una demostración de la técnica a seguir—. Agáchate un poco, apoya el hombro y empuja…, eh… Todavía no sé cómo te llamas —cayó de pronto en la cuenta.
—Gaesil Obispo.
Tas tendió otra vez la mano y, en esta ocasión, el calderero se la estrechó con cordialidad.
—Encantado de conocerte. —Gaesil tomó posiciones en la parte trasera del carro.
El kender metió la mano en un saquillo que llevaba colgado del cinturón y rebuscó un terrón de azúcar de remolacha que todavía le quedaba.
—Esto logrará que
Bella
se mueva —murmuró, sosteniendo el terrón en alto para examinarlo.
Tas dio unos pasos hasta situarse delante de la cabeza de la vieja yegua. Con una mano sujetó la brida, en tanto que ponía la que tenía el azúcar bajo el velludo hocico del animal, por el que salían nubéculas de vapor. Todavía asustada por la reciente lucha, la yegua tenía los ojos desorbitados e inyectados en sangre, pero, al olisquear el terrón, sus belfos se agitaron para cogerlo, y dejaron al descubierto dos únicos y amarillentos dientes.
—Vamos, chica —dijo con suavidad Tas mientras apartaba la mano antes de que cogiera el azúcar—. Primero has de hacer tu trabajo, y luego esta estupenda golosina será para ti.
—Tienes que gritarle… Está muy sorda —advirtió a voces Gaesil desde su posición en la parte trasera del carro.
—¡Cuando diga «ahora», empuja! —chilló Tas.
—Es
Bella
la que está sorda, no yo —recordó Gaesil al kender.
Agarrando con firmeza la brida, Tas sostuvo el terrón de azúcar sobre la palma extendida de la mano, a escasos centímetros del hocico de la yegua, fuera del alcance de sus ansiosos belfos. Contó hasta tres.
—¡Ahora! —gritó, al tiempo que propinaba un fuerte tirón de la brida.
Parpadeando con sorpresa,
Bella
avanzó un paso vacilante en medio del ruido succionador del barro en el que hundía las pezuñas. Tras ella, el carro dio un brinco, se balanceó en lo alto de la zanja, y después rodó hacia atrás y se hundió otra vez en el lodo.
—¡Casi lo conseguimos! —gritó excitado el kender—. La próxima vez empuja con más fuerza y durante más tiempo.
Gaesil miró malhumorado su túnica, salpicada de barro. Unas gotas de lodo empezaban a endurecerse en su rostro, y el líquido oscuro y pringoso salía a chorretones por el borde de sus botas. Tendría suerte si la próxima vez no acababa debajo de las ruedas del carro.
—De acuerdo —aceptó por último.
Repitieron la maniobra, Tas tirando con más fuerza y Gaesil empujando más tiempo. Crujiendo y chirriando, el carro rodó y salió de la zanja con un violento tirón que lanzó por el aire a Tasslehoff justo un instante después de que
Bella
se las ingeniase para atrapar con los belfos el preciado terrón de azúcar.
Tas encontró al calderero caído de bruces sobre el lodo, en el punto ocupado un momento antes por el carro.
—Caray, ¿qué te pasó? —preguntó el kender mientras ayudaba a Gaesil a incorporarse—. Deberías tener más cuidado. Estás hecho un asco.
Por toda respuesta, el hombre abrió la parte trasera del carruaje y sacó una túnica y unas polainas limpias. Las dejó en el pescante y, tiritando, se despojó de la ropa empapada y helada. Cambió lo que llevaba en los bolsillos de un atuendo al otro y se vistió con rapidez la muda limpia.
—Esto está mejor. Pero tendré que tomar un baño si quiero que alguien contrate mis servicios en Solace.
—¿Solace? —exclamó Tasslehoff—. ¡Vaya, salí de allí esta misma mañana! No debes perderte el Festival de Primavera… Estoy seguro de que ganarás un montón de dinero en él.
—Por eso me dirigía allí —explicó Gaesil—. Tenía la esperanza de hacer buenos negocios, pero me temo que me he perdido la mayor parte de la feria. Sin duda ya es demasiado tarde para encontrar un puesto en el que instalarme.
—¡Oye, uno de mis mejores amigos tiene un tenderete en el recinto ferial! Bueno, quizá no sea mi mejor amigo, pero no creo que todavía me odie. Nos conocimos cuando guardé a buen recaudo una pieza de su mercancía, pero él no lo entendió bien. Tal vez quiera compartir el puesto contigo, por una tarifa razonable.
—De hecho, este brazalete es suyo —continuó Tas, al tiempo que se sacaba de la muñeca la joya y la hacía saltar sobre la palma de la mano—. Y le hace mucha falta recuperarlo. Maldito si entiendo cómo fue a parar a mi bolsa, pero lo cierto es que esta mañana estaba otra vez en ella. Puesto que te diriges allí, podrías devolvérselo de mi parte. Mi amigo se llevó un buen disgusto la última vez que lo perdió. Lo ha hecho para un cliente que vendrá a recogerlo en cualquier momento, así que no dudo que te estará muy agradecido si se lo devuelves. ¡Puede que incluso comparta su tenderete contigo sin cobrarte nada!
Aunque Gaesil agradecía la ayuda del kender, la historia de Tas no acababa de convencerlo.
—No sé… —respondió evasivo. No era la clase de persona que le gusta transportar y proteger los objetos valiosos de otro, sobre todo después de haber pasado por las manos de un kender. Como el propio Tas había comentado, la gente tiende a malinterpretar las intenciones de los kenders. Además, Gaesil tenía por costumbre no involucrarse en asuntos que no le concernían.
—¿Por qué no? —preguntó Tasslehoff—. Necesitas un sitio en el que instalarte. Mi amigo necesita el brazalete. Y yo tengo que seguir mi camino, lejos de Solace. No cabría mejor solución. —A Tas le sorprendía la vacilación del calderero; entonces se le ocurrió otra idea—. Tu esposa no se enteraría de lo ocurrido al no tener que pagar el alquiler del puesto, ¿verdad?
Sin proponérselo había dado con la única razón capaz de convencer a Gaesil. Para asegurarse, el hombre sacó del bolsillo de sus pantalones una especie de dado de cuatro caras y lo tiró sobre el pescante. Evidentemente satisfecho de la respuesta, se guardó el dado, alzó la vista y anunció:
—¡Lo haré!
—¡Estupendo! Mi amigo se llama Flint Fireforge —explicó Tas mientras sacaba los utensilios para escribir, así como un trozo de pergamino del estuche. Dibujó un plano del recinto ferial y marcó la situación del tenderete de Flint con una «X»—. No te costará encontrarlo, pero, si tienes algún problema, ve a la posada El Ultimo Hogar. Creo que es un parroquiano habitual de la taberna. Y también podrás tomar un baño allí.
Tas echó una última mirada al brazalete. Echaría de menos una pieza tan hermosa y tan singular, pero se la entregó al caldedero sin sentirlo demasiado. Gaesil la guardó en el bolsillo de las polainas y sin más preámbulos trepó al pescante del carro.
—Hasta la vista —se despidió el hombre—. Me salvaste la vida y creo que no te di las gracias por ello.
—Fue un placer —respondió Tas con un ademán, con el que quitaba importancia al asunto—. Buena suerte. Saluda a Flint de mi parte.
El calderero sacudió las riendas y
Bella
se puso en marcha. El carro se dirigió al norte, hacia Solace, eludiendo los cadáveres tendidos en la calzada. Atrás quedó el kender, libre de reanudar sus vagabundeos por el mundo.
Algo prestado
Gaesil Obispo era un hombre muy pasivo ante la vida. Hacía mucho tiempo que había dejado la suya en manos del destino. El origen de este fatalismo podía rastrearse hasta su infancia, transcurrida en la provincia de Throt, en la frontera oriental de Solamnia, en el norte. Los throtianos son en su totalidad un puñado de supersticiosos, cuya cultura está plagada de cuentos de vieja y refranes. En consecuencia, no había un solo incidente en su pasado que Gaesil no atribuyera, tras repasarlo y reflexionar, a unas fuerzas ajenas a él. Todo cuando acontecía en la vida era producto del azar. Por ejemplo, la gente adinerada lo era porque tenía buena suerte. Gaesil, que no lo era, tenía mala fortuna. Lo que es más, desde su punto de visite, la suerte —ya fuera buena, mala, o indiferente— era algo sobrenatural y caprichoso.
Cuando un hombre no cree que el trabajo duro tiene por recompensa la prosperidad, y la pereza tiene por castigo la pobreza, por lo general no es muy diligente. Pero, por muy apático que fuera Gaesil ante la vida, sabía que la recompensa y el castigo (en especial este último) manaba de manera espontánea de su esposa.