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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

El incendio de Alejandría (15 page)

BOOK: El incendio de Alejandría
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El pecho de la muchacha palpitaba, sus senos se alzaban suavemente bajo el fino paño de la túnica.

En aquel mismo instante, la puerta de acceso a lo alto del faro se abrió ruidosamente. Dos oficiales irrumpieron bajo la columnata llevando en la mano grandes antorchas que deslumbraron a la pareja. Deshaciéndose en excusas, los militares dijeron al dueño de la ciudad que venían a encender las linternas del Faro, como él mismo les había ordenado. Habían aguardado incluso más de lo razonable, pues hacía tiempo que había caído ya la noche, y la oscuridad podía poner en peligro la vida de los marinos.

Hipatia aprovechó la interrupción para serenarse. Apartándose de Amr, recogió su velo, se envolvió por completo en él y, tras haber hecho una breve reverencia, se retiró precipitadamente sin pronunciar palabra.

Despechado, pero en el fondo lleno de alegre excitación, el conquistador de Alejandría permaneció unos minutos allí para observar la operación del encendido. Bajo la cúpula sustentada por ocho columnas se elevó muy pronto una brillante hoguera de madera resinosa, cuya luz, reflejada por los espejos que la rodeaban se extendió hacia el mar.

Algo más tarde, mientras bajaba del faro en compañía de sus oficiales, Amr recordó que al día siguiente tendría que recibir una clase de historia, mucho menos divertida, impartida por el viejo Filopon sobre un emperador romano y una reina de Egipto.

El soldado y la diosa
(
Tercer curso de Filopon
)

Alejandría inspiró durante mucho tiempo a los romanos la misma pasión temerosa y colérica que la del humilde pastor por la hermosa princesa… O la del más inculto de los soldados por la más refinada de las mujeres.

Julio César estaba muy lejos de ser un humilde pastor. Presumía incluso de descender de una de las más antiguas familias romanas. Tampoco era un inculto guerrero, y el relato que hacía de sus conquistas estaba compuesto en un latín muy puro, al modo ateniense: de joven, había terminado sus estudios en la ciudad ática. Por lo que se refiere a si tenía temple de soldado, no soy lo bastante entendido en el arte militar para afirmar eso ante un general tan brillante como tú. Pero sé que sus enemigos vencidos alababan su clemencia.

César vino a Alejandría para arbitrar un nuevo conflicto dinástico entre dos hermanos, que se llamaban ambos Tolomeo, evidentemente. El mayor, claro está, se había casado con su hermana, que, como habrás comprendido, se llamaba Cleopatra; era la séptima en llevar este nombre. Se desposaron siendo aún muy niños: Tolomeo XIII, al que dieron el absurdo título de Dioniso, dios del vino y de los placeres, sólo tenía diez años.

Los verdaderos dueños de Egipto eran los tutores del joven rey: un general, Achillas, que ambicionaba el trono, y un eunuco llamado Potino. Éste, al menos, no corría el riesgo de fundar su propia dinastía. Para él, el único modo de pasar a la posteridad era ser tan inmortal como un libro. Compró pues, a precio de oro, el prestigioso cargo de bibliotecario. Las intrigas, la corrupción, los motines y las revueltas eran cosa cotidiana en el reino. Expulsada por las maniobras de Potino y Achillas, Cleopatra tuvo incluso que refugiarse por algún tiempo en Siria.

Mientras, la República romana seguía acumulando conquistas. No necesitaba ya presentarse como intercesora en los conflictos locales para ocupar las naciones que reclamaban su ayuda. Se las anexionaba, pura y simplemente, permitiendo a veces que reinara, sin gobernar, un rey de paja o un gobierno fantoche. Aquí y allá estallaban revueltas contra el ocupante, pero esas revueltas eran brutalmente reprimidas, y acto seguido los botines, los rescates y los esclavos eran despachados hacia Roma, como vertidos en un gran embudo. Muy pronto sólo quedaron fuera de la tutela de la República, Alejandría y Egipto. ¿Fue un confuso respeto hacia el glorioso pasado del país de las pirámides, del Faro y de la Biblioteca lo que mantuvo a las legiones lejos de nuestra nación? ¿No sería más bien que los estrategas del Senado consideraron que el fruto no estaba aún lo bastante maduro y que iba a caer por sí solo? Pero el Senado ya sólo era la sombra de sí mismo. El ideal republicano de la espada y el arado se había olvidado. Aquella casta patricia agarrada a sus privilegios veía con inquietud que el prestigio de sus tres principales generales crecía ante el pueblo y el ejército. Así, para alejar a los tres ilustres soldados, les entregaron a cada uno —Craso, César y Pompeyo— la tercera parte de los países conquistados.

Pero nuestros tres generales se pusieron de acuerdo y se coaligaron contra el Senado. Con la esperanza de llegar a ser los dueños de Roma, se repartieron los puestos y los poderes. El Senado, sin el apoyo del pueblo y la fuerza de las legiones, no era nada frente a ellos. Pero Craso murió mientras trataba de reprimir un levantamiento de los partos. Aquejado de una avidez sin límites, había arruinado a las provincias que estaban a su cargo. Murió por donde había pecado: los partos le vertieron en el gaznate oro fundido. A partir de entonces, el enfrentamiento entre los dos supervivientes, César y Pompeyo, se hizo inevitable. El primero tenía orgullo y ardor; el segundo, paciencia y habilidad. César poseía la salvaje Galia, que había conquistado él solo; Pompeyo tenía en su lote todo lo demás, es decir Grecia, Asia y África, a excepción de Alejandría, claro está. Entre ambos se hallaba Roma. César fue el primero que se atrevió a entrar en la capital, a la cabeza de su ejército. El Senado se inclinó ante él. Pompeyo, por su parte, huyó hacia Grecia. Derrotado por los helenos rebeldes, tuvo que huir de nuevo. Ya sólo le quedaba Alejandría. Corrió a refugiarse allí, esperando que César no le persiguiera. ¡Fatal error! Al hacerlo, abandonaba el imperio y traicionaba a Roma. Pompeyo perdió a sus últimos partidarios. La flota de César puso entonces rumbo hacia la antigua ciudad de los Tolomeos. Lleno de pánico, el joven rey o, mejor dicho, sus tutores asesinaron a Pompeyo.

Dos días después del crimen, cuando César desembarcó, le presentaron la cabeza de su rival. Con lágrimas en los ojos, César la hizo enterrar al pie de las murallas. Luego, contra todo lo esperado, se quedó en Alejandría, mientras en Roma le ofrecían el Capitolio. Afirmó que deseaba primero hacer de árbitro en las disputas entre la facción del rey Tolomeo y la de su hermano menor. Nadie le creyó. Estaba claro que quería volver a la Ciudad como dueño y señor de la única pieza que le faltaba al Imperio, la más hermosa y más rica también: Egipto. Si lo lograba, nadie en el Senado se atrevería ya a discutirle nada.

El general sospechaba que en el barrio de los palacios, verdadera ciudadela donde había instalado su acantonamiento, intentaban asesinarle, como hicieron con Pompeyo. A la cabeza de la conspiración estaba Achillas, señor omnipotente del ejército egipcio, y también de los destinos del joven rey. Durante un banquete, el barbero de César, que merodeaba con cierta inquietud por los pasillos, sorprendió a Potino dándole a un sirviente la orden de servir una copa de veneno al general romano. El barbero corrió a avisar a su amo que, de inmediato, hizo rodear el ala del palacio. Acabaron con Potino, pero Achillas y Tolomeo pudieron huir y provocar una insurrección general contra las tropas de César.

Pese a la importancia de su ejército, al que se habían añadido los soldados de Pompeyo, Achillas prefirió atacar por mar. Su flota penetró en la rada y echó el ancla bajo las murallas que se levantaban junto al agua. De inmediato, César hizo lanzar sobre los navíos enemigos antorchas untadas de pez inflamada. Muy pronto, la rada y el puerto sólo fueron un enorme brasero…

Los cuatro elementos son también los cuatro enemigos de los libros. El aire los corroe si nadie se preocupa de ponerlos a salvo en los armarios, el agua les borra las letras si no les toca a menudo el sol, el polvo los cubre si se los deja arrumbados demasiado tiempo. Pero el fuego es el peor de sus enemigos, pues el hombre nada puede hacer para protegerlos de las llamas. Y es el propio hombre el que provoca los incendios, producidos por la guerra, el odio al saber, el miedo a la verdad o, más frecuentemente, por la simple negligencia. Es incontable el número de bibliotecas destruidas por un fuego cuyo origen nunca se ha llegado a conocer. Pero siempre se ha señalado a un culpable sin que importara la verosimilitud de tal acusación. Y aunque el denunciado resultara ser inocente, nunca ha quedado libre de sospecha, porque sobre él recae el oprobio universal: quemar los libros es quemar a los antepasados, quemar a tu padre y tu madre, quemar tu alma, quemar con ella a toda la humanidad.

César tenía numerosos enemigos, tanto en Roma como en el resto del Imperio. Su ambición de hacerse él solo con el poder, ya fuese como dictador o como rey, era demasiado flagrante, aunque su ejército le era fiel en cuerpo y alma y el pueblo humilde de la ciudad latina le amaba. Así pues, desde el otro lado del mar, los dirigentes romanos le acusaron de haber saqueado Alejandría e incendiado la Biblioteca.

Pues el incendio que supuestamente él había provocado, se había extendido por el puerto. Allí había almacenes que no sólo contenían trigo sino también unos cuarenta mil rollos de pergamino, copias destinadas a ser enviadas y vendidas en las cuatro esquinas del Mediterráneo y especialmente en Roma. Únicamente estas copias quedaron destruidas, pero esto bastó para que a César le haya perseguido la fama de incendiario de libros hasta la época presente, tanto tiempo después de su muerte.

César había vencido en Egipto: Achillas se había suicidado, Tolomeo había perecido ahogado en el Nilo, pues a los trece años el rey no había aprendido a nadar. Pero, derrotada por la guerra, Alejandría triunfó por el amor. Cierto día, poco después de esta victoria, en el palacio real de Alejandría se presentó un esclavo con un regalo para César, una alfombra que, al ser desenrollada, descubrió a una muchacha de gran belleza. Era Cleopatra, la hermana y esposa del rey ahogado, que había regresado de su exilio en Siria. «Oh, César, te ruego que respetes la Biblioteca». Ésas fueron sus primeras palabras, antes incluso de solicitar ser restablecida en el trono. César, un hombre maduro —tal vez tu misma edad, Amr—, se sintió turbado. Ella tenía treinta años menos que él. Pero más que su deseo viril, la joven despertó su ambición de conquistador. Se le ofrecía la ocasión de desposarla y convertirse en rey de Egipto; luego, a la cabeza de sus ejércitos, podría regresar a Roma y triunfar sin dificultad sobre sus adversarios.

Al fin y al cabo, el pueblo estaba con él. Aristócratas, senadores y caballeros no pensaban más que en enriquecerse a expensas de sus conquistas. La probidad de los soldados-campesinos de antaño había quedado olvidada durante la República. De modo que, de haberse atrevido, César hubiera tenido el apoyo no sólo de la plebe de Roma y todo el ejército, sino también el de los países que había conquistado y que había sabido administrar con prudencia y magnanimidad.

Su mejor aliada, sin duda, habría sido Cleopatra. A pesar de su corta edad, tenía un sentido muy fuerte de sus deberes como reina de Egipto. Y era venerada por los dos principales pueblos que componían su patria: los griegos de Alejandría la admiraban por su belleza y sus conocimientos; el pueblo de los arrabales y la campiña la quería por su sencillez. En efecto, desde Tolomeo Soter, ella era la única de todos los soberanos que hablaba egipcio. Esta veneración se convirtió en culto. Cleopatra era adorada por los griegos como la reencarnación de Afrodita, y por los egipcios, como la diosa Isis.

El idilio entre César y Cleopatra causó escándalo en Roma. Se acusó al general de querer convertirse en rey de Egipto. La reina y él no pudieron desmentir ese rumor, ni siquiera cuando ella se casó con su joven hermano, de once años, que adoptó el título de Tolomeo XIV. Por lo que a César se refiere, tuvo que regresar a Roma para justificarse. Pero esa iniciativa le perdió: cayó bajo los golpes de los conjurados que temían verle coronado rey. De hecho, César murió, sobre todo, por no haber sabido elegir a tiempo entre la fidelidad a su patria y el trono de los Tolomeos que Cleopatra le ofrecía.

Quienes habían matado a César esperaban que los ciudadanos romanos volvieran a estar unidos, como antaño, por los principios de igualdad, fraternidad y libertad. ¡Ilusoria esperanza!

Por otra parte, ¿fue alguna vez la antigua Roma tal como ellos la imaginaban? El pasado aparece siempre muy hermoso cuando el presente está hecho de conflictos. Tú mismo, Amr, ¿acaso no añoras la época en que tu Profeta reinaba en tu país? En realidad, tú conociste esa época, pues de ella hace apenas veinte años. ¿No será, más bien, que añoras tu juventud?

En Roma, las mismas causas produjeron los mismos efectos. Quien se postuló de inmediato como sucesor de César era su más fiel soldado, Marco Antonio. Había participado en todas las guerras de su jefe y, mientras César estuvo en Alejandría, él fue el verdadero amo de Roma. Sin embargo, qué contraste entre César, el aristócrata refinado y culto, agudo político, brillante estratega, y Antonio, tosco guerrero, amante del buen comer, del vino, de las mujeres, pendenciero y alegre compañero.

La popularidad de Marco Antonio era inmensa, pero los dignos senadores le despreciaban. Le opusieron muy pronto a uno de los suyos, un diplomático hábil y prudente, Lépido. Enseguida apareció un tercer candidato. Un joven, casi un niño, frío, reservado, lleno de silenciosa energía: Octavio, el sobrino de César. Durante algún tiempo, nadie creyó que tuviera alguna posibilidad. Por lo que se refiere a los conjurados que habían matado a César, no tardaron en ser aplastados. No eran tiempos propicios para los idealistas, y la República murió con ellos. De nuevo tres hombres dirigían el imperio, de nuevo era inevitable el enfrentamiento.

La primera víctima no fue uno de ellos, fue el libro. O, más bien, un hacedor de libros, sin duda el más ilustre filósofo romano: Cicerón. Este abogado había estudiado a fondo el pensamiento socrático. Había viajado por todo el
Mare Nostrum
y había pasado largos años estudiando en Alejandría. Habría podido limitarse a ser un brillante adaptador de las grandes escuelas filosóficas griegas a la realidad romana. Lo fue. Pero eso no le bastaba.

Cicerón quería que sus actos estuvieran de acuerdo con sus escritos. Y lo consiguió por medio de la palabra. ¡Y qué elocuencia la suya! Desde lo alto de la tribuna, defendió al débil contra el fuerte, la equidad contra la injusticia, la república contra la dictadura, el poder civil contra la fuerza militar, la tolerancia contra la brutalidad. Su verbo inquietó a nuestros tres generales, pues les impedía combatir entre sí. Por consiguiente, Antonio, Octavio y Lépido se pusieron de acuerdo en una sola cosa: suprimir a Cicerón. Éste recibió el golpe que acabó con él del mismo modo como había vivido: de pie. Con él murieron las libertades romanas.

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