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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

El incendio de Alejandría (17 page)

BOOK: El incendio de Alejandría
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Sin embargo, los judíos llevaban allí tres siglos, desde que el Museo existía. ¿Cómo se hubiera podido prescindir de un pueblo cuyos miembros habían aprendido a leer y escribir desde la infancia, que conocían por lo menos dos lenguas, el arameo y el hebreo, y muchos de ellos sabían además el griego, el latín y el egipcio? En la Biblioteca, habían ocupado durante mucho tiempo los puestos de copistas, intérpretes, libreros, secretarios, mientras que los griegos se reservaban las tareas que consideraban más nobles, las de exégetas, escribanos y, naturalmente, bibliotecarios. Sin embargo, la aportación de los judíos había sido considerable: ellos fueron quienes trajeron aquí la astrología babilónica.

En tiempos de Filón, la Biblioteca se había convertido en propiedad del Estado romano, y su «sumo sacerdote» lo nombraba el propio emperador. Con frecuencia era un griego, y sus atribuciones eran las de un funcionario, adjunto directo del prefecto de Alejandría, y solía estar más preocupado por las cuentas financieras que por las investigaciones eruditas. Por otra parte, filósofos y sabios sólo permanecían en Alejandría durante los años de estudio, y después se iban a hacer carrera en Roma como preceptores o consejeros en las ricas familias del Imperio, donde aceptaban ser tratados como esclavos con la esperanza de alcanzar, gracias a la entrega, primero la manumisión y luego la ciudadanía romana.

Había pasado pues el tiempo de las prestigiosas escuelas alejandrinas de matemáticas y astronomía. Hiparco de Nicea, muerto un siglo y medio antes, parecía ser una de las columnas de Hércules del mundo de la ciencia, en el que a nadie le apetecía ya internarse. Sólo se buscaba, en las cifras y los astros, algún vago mensaje emitido por los dioses. En lo tocante a la geografía y demás ciencias de la naturaleza, Roma las empleaba a modo de cómodas herramientas que le permitían conocer mejor, y por lo tanto ocupar y explotar mejor, los territorios conquistados.

Filón tenía, en cambio, otras preocupaciones. Al ver que desdeñaba la floreciente casa de comercio que su hermano hacía prosperar, todos creyeron durante mucho tiempo que iba a consagrarse a la religión. Pero, en su juventud, frecuentaba más las salas del Museo que las de la escuela rabínica. Llevaba un tren de vida modesto para un hombre de su condición, y su esposa afirmaba desear como único adorno la honorabilidad de su marido. Éste no tardó en convertirse en uno de los especialistas más reputados en filosofía griega. Como perfecto discípulo de la escuela filológica alejandrina, decidió tratar el Pentateuco como sus predecesores griegos habían tratado a Homero o Hesíodo. De modo que se dedicó a buscar el significado profundo detrás de la anécdota. Consideraba que los relatos y los personajes bíblicos eran alegorías de una verdad superior. Ya conoces la historia de la mujer de Lot, que al volverse a mirar la ciudad de Sodoma incendiada quedó transformada en estatua de sal. Pues bien, Filón vio en ello una fábula moral que enseña que es malo complacerse en el recuerdo del propio pasado, pues eso petrifica…

La obra de Filón fue considerable: hizo una minuciosa exégesis de la descendencia de Caín, Abraham, José, el Decálogo y muchas cosas más. Su método complació a los griegos de la ciudad, que veían ahora el judaísmo como una de esas religiones mistéricas que tanto les gustaban. Algunos incluso se convirtieron, tranquilizados al quedar dispensados de la circuncisión y de la prohibición de comer cerdo. Por su parte, los judíos de Alejandría, que únicamente se distinguían de los griegos por la mencionada circuncisión y la obligación del descanso sabático, contemplaban con alborozo cómo los escritos de Filón contribuían a la paz civil, gracias a una mejor comprensión de su fe. Además, el filósofo subrayaba muchas veces la distinción que debía hacerse entre la ley divina, que es inviolable, y las costumbres, que pueden evolucionar con el tiempo y según el país en el que uno se encuentra. Sólo los doctores de Palestina, los «barbudos con manto», lanzaron gritos de indignación ante lo que consideraban una apostasía. Los rabinos sólo se guiaban por la letra del Libro, al igual que hace tu califa con el Corán. La verdad es que no eran muy inteligentes. Y afirmaban que Filón no era ya judío, que había cambiado de patria: había sustituido la tierra de Israel por Alejandría. Y había abandonado su fe en el verdadero Dios para abrazar el culto de las estatuas del emperador.

Aquel año
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, como todos los años, los judíos de Alejandría celebraban en la isla de Faros el aniversario de la Biblia de los Setenta. El jolgorio era especialmente grande, pues el emperador Tiberio, primer sucesor de Octavio Augusto, acababa de morir. Ahora bien, el final de su reinado había sido especialmente sombrío, sobre todo para los judíos: había intentado imponerles por la fuerza el culto a su propia efigie. El nuevo emperador era bastante joven. En Roma, el pueblo ponía en él todas sus esperanzas y le llamaba su «lucero», su «criaturita». Alrededor del Capitolio todo eran fiestas y concursos de música. Se decía de él que era un segundo Rómulo. Todos sus súbditos creían que con Calígula se levantaba un nuevo amanecer. La fiesta de los Setenta prometía ser aún más hermosa, pues el tetrarca de Palestina, Agripa, sucesor de Herodes Antipas, hizo el viaje desde Jerusalén para asistir a ella. Calígula acababa de concederle el título de rey de Judea-Samaria.

—Ah, sois muy feliz viviendo aquí, entre todos estos libros, querido Filón —le dijo el monarca judío al filósofo que le conducía a través del Museo tras una ceremonia especialmente larga—. En Jerusalén, si por desgracia se sabe que he osado hojear la menor obrita de Filostéfanos de Cirene, el sumo sacerdote Caifás me augurará de inmediato que correré la suerte del rey Acab. Por un simple poema, la sangre de mi cadáver sería lamida por los perros y las putas se lavarían con ella. ¡Bonita perspectiva! En estos momentos, Caifás no deja de acosarme para que ponga fin a las actividades de una secta de apacibles iluminados, discípulos de un tal Jesús. ¿Has oído hablar de ella? ¿No? ¡No importa! Pero me veo obligado a complacer al Sanedrín, no vaya de nuevo a suscitar alguna revuelta de la población, lo que sentaría muy mal en Roma. Por eso de vez en cuando hago encarcelar y ejecutar a uno de esos infelices.

—Oh, rey, ¿comprenderá esa gente algún día —replicó Filón— que la verdad surge sólo del debate y no del anatema?

—Lo dudo —respondió Agripa—. De modo que, como puedes comprender, este viaje a Alejandría es para mí una bocanada de aire fresco. ¿Podrías llevarme a esos gimnasios, a esas termas, esos teatros y esos alegres establecimientos llenos de bellas mujeres de los que tanto me han hablado?

—Temo que vuestra presencia en esos lugares sea muy mal vista por los griegos y los egipcios; corremos el riesgo de que ello provoque motines contra nuestra comunidad. Al prefecto Flaco no le gustamos. Sería preferible ir a la Biblioteca y…

—Ah, Filón, eres como los demás bajo tus vestiduras de griego. ¡Muy bien, iré sin ti!

Agripa no tuvo pues en cuenta las prudentes opiniones de Filón. Se paseó ostentosamente por todos los rincones de la Ciudad, pese a las burlas de los griegos. Una semana más tarde, entre los egipcios tuvo gran éxito una obra satírica que lo insultaba a él y a su pueblo. La situación empeoró tras la salida de Agripa hacia Roma, donde iba a saludar al nuevo emperador. Filón solicitó al prefecto Flaco que interviniera, pero, en vez de calmar las cosas, el representante de Roma ordenó colocar en la gran sinagoga una estatua del emperador. Creía complacer así al joven Calígula. Los judíos alejandrinos se sublevaron de inmediato. La reacción del ejército romano, ayudado por el pueblo egipcio, fue de inaudita brutalidad. Todos los judíos de la Ciudad, miles de hombres, mujeres y niños, fueron encerrados, como ganado, en un espacio tan reducido que parecía un redil. Los que aún vagaban por la ciudad o intentaban evadirse fueron lapidados, golpeados con cascotes de arcilla, leños de pino o encina hasta que murieron.

Curiosamente, el barrio de los palacios y el Museo fueron respetados, como si nadie se atreviera a profanar aquel santuario donde todos los saberes del mundo se codeaban en silencio.

Filón decidió entonces partir en embajada a Roma, para defender ante el emperador la causa de su pueblo. Todo el Museo se movilizó para ayudarle en su empresa. Geómetras, astrónomos, filósofos, poetas, copistas, intérpretes, fuera cual fuese su religión y olvidando sus duras contiendas, se unieron para fletar un navío. Algunos griegos se agregaron a la comisión para apoyar a sus colegas. El propio sumo sacerdote del Museo se ofreció a acompañarles, y a Filón le costó mucho disuadirle: en caso de tempestad, el capitán debe quedarse en el barco.

Cuando la embajada de los judíos alejandrinos llegó a Roma, una mala noticia les aguardaba: el emperador estaba agonizando. El pueblo, lleno de inquietud, pasaba días y noches alrededor del palacio. Finalmente, cuando se propaló la noticia de la curación de Calígula, Roma entera estalló en un grito de alegría.

Filón fue albergado en casa de su amigo Séneca, filósofo estoico que había vivido mucho tiempo en Alejandría. Aquel romano de Iberia era ahora cuestor, un puesto importante cercano al trono. Séneca prometió que le obtendría una audiencia imperial lo antes posible. Pero pasaban los días y el cuestor regresaba cada vez de palacio con las manos vacías, pues el emperador encontraba mil y un pretextos para no recibir a los embajadores alejandrinos: no estaba aún del todo repuesto, o había sufrido una recaída o, también, los germanos se agitaban en la zona del Rin… Séneca acabó incluso por aconsejar a Filón que se marchara a Egipto lo antes posible, pero el embajador filósofo se negó en redondo.

Cierto día, por fin, Séneca regresó llevando una carta en la que el emperador concedía audiencia a sus huéspedes. Sin embargo, no se sentía nada orgulloso de haberle arrancado a Calígula este favor, y quiso poner en guardia a Filón.

—¡Por última vez te lo suplico, amigo Filón, márchate! Aquí, la rectitud es una virtud peligrosa. Tu deber es renunciar al foro y a la vida pública, consagrarte sólo al estudio.

—Pero ¿qué me estás diciendo? —replicó Filón—. ¿No te he dicho cien veces lo mucho que me ha costado abandonar mis libros? Miles de vidas están en juego. ¿Y tú, que colocas la virtud por encima del sufrimiento y la muerte, me estás pidiendo semejante cobardía?

Séneca bajó los ojos. Parecía sentirse culpable, él también, de un crimen irreparable.

—Por desgracia, desde su enfermedad, el emperador ha cambiado mucho —dijo—. No está bien de la cabeza. Ante mis ojos, se entretuvo en dar muerte a un condenado por medio de golpes no muy fuertes, a fin de que tardara rato en expirar, y Calígula me explicaba que era preciso que el infeliz se viera morir. Mientras lo torturaba, se bebió él solo un ánfora entera de vino. Luego me arrastró a los aposentos de su hermana Livilla, a la que me había prometido como esposa cuando la niña fuese púber. Y allí, en mi presencia, desnudó aquel cuerpo delgado en el que apenas apuntaban los senos, arrojó a la pobre pequeña en el suelo de mármol y la penetró con risotadas de hiena. Al mismo tiempo, me decía a gritos: «Mejor que los Tolomeos, viejo Séneca, mejor que los Tolomeos, ¿no?». El emperador se ha vuelto loco, Filón.

—¿Ya se han purgado sus instintos con eléboro? —preguntó un médico de la delegación.

Séneca y Filón se encogieron de hombros al mismo tiempo. No obstante, a pesar de la insistencia del estoico, Filón decidió acudir a la audiencia imperial. Siendo como era un potente orador, estudioso de Demóstenes y de Cicerón, no temía afrontar al emperador loco.

El encuentro se produjo en los jardines de Mecenas, donde crecían las plantas aromáticas más raras del Imperio. En inmensos recipientes llenos de leche tibia de burra, donde flotaban algunas perlas, nadaban unas muchachas. De las fauces de los tritones de mármol instalados en medio de las fuentes brotaban chorros de miel y de vino. En un trono de marfil colocado en medio de un arriate de orquídeas rojas y azules, completamente desnudo a pesar de hallarse en pleno invierno, pero con las partes pudendas tapadas por una larga barba postiza, tocado con una diadema de dientes de tiburón y blandiendo un tridente, Calígula esperaba a la embajada.

Nadie se acercaba al César como uno se acerca a un simple ser humano. Un secretario gordo se hincó de rodillas. Un soldado con armadura avanzó hasta los pies del trono, se puso firme tras el emperador, luego desenvainó con un chirrido la espada y la mantuvo vertical. Un guardia golpeó el enlosado con un bastón, diciendo:

—El emperador os autoriza a acercaros.

Calígula no se parecía en absoluto a las estatuas que los judíos eran obligados a venerar. Tenía la tez pálida, el cuello y las piernas extremadamente flacos, las sienes y los ojos hundidos, la frente ancha y la mirada torva, y era casi calvo a pesar de su juventud. Sus hombros y su espalda, en cambio, estaban cubiertos de un vello tupido como el pelaje de una cabra. Por cierto que, entre otras extravagancias, había prohibido pronunciar en adelante el nombre de ese animal, so pena de muerte. Aquella mañana, sin embargo, parecía más bien tranquilo, pues acababa de salir de un feroz acceso de locura. Por eso Séneca había elegido ese día para la audiencia de los embajadores.

—¿De modo que según dicen, vosotros, los judíos, no coméis cerdo porque os parece infecto? —preguntó el emperador con el acento áspero de los suburbios—. ¡Dime, vejestorio! ¿No conoces acaso el sublime sabor de una ubre de cerda rellena?

A su alrededor, los cortesanos soltaron una servil carcajada. Filón, por su parte, quedó desconcertado. La prohibición de comer cerdo era un sempiterno tema de bromas entre el populacho de los gentiles, pero no esperaba que un hombre al que decían refinado, enamorado de la literatura griega, abordase el tema de buenas a primeras y de un modo tan vulgar. Afortunadamente, tenía ya lista la respuesta:

—Cada pueblo tiene sus costumbres, oh César. ¿Acaso los romanos no tienen las suyas cuando se alimentan con murenas cebadas con pequeños esclavos partos?

—Esta gente no sabe lo que es bueno —exclamó Calígula riendo y mirando a su entorno—. Pero… dime, viejo judío, ¿es cierto que odiáis a los dioses y os negáis a admitir esa evidencia que aceptan todos los pueblos del mundo, la de que yo soy dios y es preciso venerarme como tal?

—Alejandro Magno, al igual que tú, oh César, afirmaba ser de naturaleza divina. Había sabido rodearse de valerosos soldados y sabios doctores judíos que le ayudaron a conquistar las Indias. Pero no les obligó a venerarle como a un dios, consiguiendo así que le sirviesen mejor. Nosotros, judíos de Alejandría, dedicamos nuestra devoción a la persona del emperador y no a unas estatuas de piedra. Por lo que a tus dioses se refiere, creemos que no existen o, mejor, que son sólo un esbozo de lo divino. Y entonces, como decía Sócrates, ¿cómo odiar lo que no existe?

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