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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

El incendio de Alejandría (11 page)

BOOK: El incendio de Alejandría
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Una leyenda cuenta que, preguntando a los caravaneros, Eratóstenes supo que un camello necesitaba cincuenta días para hacer el viaje y que este animal recorría, por término medio, cien estadios al día. En realidad, Eratóstenes nunca se habría limitado a tan grosera aproximación. Muy al contrario, una valiosa obra de la Biblioteca cuenta cómo el sabio desplegó los recursos de su genio para conseguir su objetivo.

Comenzó a reunir todas las medidas de terrenos conocidas en su tiempo: relatos de caravaneros, pero también anotaciones de catastro, longitudes de los caminos de sirga, informes de los contadores de pasos profesionales. ¿Sabías, por ejemplo, Amr, que en el país que acabas de conquistar la inundación del Nilo altera cada año los mojones y las fronteras entre los campos cultivados? Para fijar los derechos de propiedad, los Tolomeos habían nombrado en cada capital de departamento a un director de finanzas y del catastro, encargado de inscribir las dimensiones de las «sfragidas», esas parcelas medidas por los agrimensores reales. Eratóstenes reunió esos datos y los anotó cuidadosamente en su cuaderno. Anotó también las medidas relativas a la longitud del Nilo, que fluye entre Siene y Alejandría siguiendo aproximadamente la dirección del norte. Las imponentes barcazas que bajaban por el río, cargadas de granos y paños preciosos del Sudán, debían ser arrastradas por sirgadores. Éstos hacían avanzar las embarcaciones por medio de grandes cuerdas, las «schenas», todas de la misma longitud, de modo que el número de «schenas» utilizadas daba fácilmente la distancia que separaba las postas de sirga. ¿Sabías además, Amr, que las rutas de Egipto, como las de todos los países helenizados, eran medidas por contadores de pasos profesionales? La jornada de marcha era una unidad de medida utilizada ya por Heródoto, hace de eso más de mil años. Y Eratóstenes pagó a caminadores que llevaran a cabo el trayecto de Siene a Alejandría.

Cuando hubo por fin reunido todos esos datos de orígenes muy diversos, estableció la media, para minimizar las numerosas causas de error. Y pudo anunciar triunfalmente el resultado al rey Evergetes: puesto que la distancia entre Siene y Alejandría era de cinco mil estadios, la circunferencia de la Tierra era de cincuenta veces más, es decir doscientos cincuenta mil estadios
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.

Finalmente, esta Tierra que acababa de medir con la implacable cadena del razonamiento matemático, la dividió como una sandía, en trescientas sesenta partes iguales, de acuerdo con el modo de graduar de los babilonios. De ese modo, Eratóstenes, ese «atleta del saber» como en adelante se dio en llamarle, inventó también la geografía, casi tres siglos y medio antes de Tolomeo; me refiero naturalmente, al sabio Tolomeo, el que nunca fue rey salvo en sus dominios, las ciencias del Universo.

Donde Amr se reconoce poeta

—Todos esos Hércules del conocimiento, poetas, filósofos, hombres de ciencia de los que me habéis hablado —dijo Amr—, ¿por qué se empeñaban en mezclarse en los asuntos de la ciudad y la religión? Lo lógico es que los unos se satisfagan rimando, los otros pensando y los terceros inventando. Y que dejen a los reyes el cuidado de gobernar y a los sacerdotes el de orar.

—Y sería también necesario —replicó Rhazes— que éstos hicieran bien su oficio. Y que ellos mismos no se pusieran a hacer malas rimas o a legislar sobre la forma del Universo. ¿Acaso no decidirá tu califa cuáles son los buenos y malos descubrimientos de la ciencia, como esos sacerdotes que, sin conocer nada de ello, decretaron que la Tierra es plana? En cuanto a los príncipes y a los generales tentados por la literatura, sería necesario todo un anaquel para contener sus deleznables escritos.

—Cierto es que yo mismo… —dijo Amr acariciándose la barba y mirando por el rabillo del ojo a Hipatia—, cierto es que yo mismo, en la soledad del desierto, intento escribir algunos versos, que Alá me perdone, sobre la inmensidad de la Creación.

—Te felicito —le alabó muy seriamente Filopon—. Y no escuches a ese criticón de Rhazes. Príncipes y militares escribieron, a veces, obras honorables. Te hemos hablado de la obra de Tolomeo Soter sobre Alejandro, pero pienso en los escritos de César y en muchos otros. Por lo que a los sacerdotes se refiere, ¡ah!, tendrías que leer a Agustín de Hipona, que fue el más sublime escritor y pensador de la cristiandad.

—Según vosotros, tengo que leer muchas cosas —ironizó Amr—. Y no nos queda tiempo. Seguís sin haber contestado mi pregunta: ¿por qué diablos poetas y sabios se meten en las cosas del poder, cuando sólo debieran interesarse por las cosas del saber? Y ese Calímaco al que tanto has denigrado, Rhazes, me parece más valeroso que Arquímedes, al haber sido capaz de rechazar los honores que el rey le ofrecía.

—¿No crees más bien —metió baza Hipatia— que al rehusarlos se comportó como un egoísta y un celoso, pensando sólo en su arte y en el de su rival Apolonio, en vez de actuar en su común interés, el de la Biblioteca? Considera, por el contrario, el ejemplo de mi tío Filopon, que ha sacrificado lo que habría podido ser una obra inmensa para defender estos lugares contra los ultrajes del tiempo y, ahora, de tus guerreros.

—Dejemos eso, sobrina, te lo ruego —protestó el anciano—. Para responderte, general, te diré que no son los escritores o los sabios quienes se ocupan de política, sino más bien la política la que se ocupa de ellos. Y los reyes tienen más necesidad de poetas que los poetas de reyes. Éstos prescindirían muy bien de las pensiones que el monarca les paga y de las coronas que les trenza. En cuanto a los reyes, no necesitan tanto textos loando su gloria como las visiones de los poetas, cuya vista llega a traspasar la realidad inmediata de las cosas. No son profetas, pues sus palabras no han sido dictadas por Dios. Y ¡ay del poeta que se tomara por tal! Pero ellos ven lo que ningún otro mortal puede ver. Lamentablemente, los príncipes raras veces escuchan esa excelsa verdad. Y si los sucesores de los tres primeros Tolomeos hubieran leído estos versos de Calímaco, tal vez Alejandría no estaría donde está hoy: «De la Divinidad procede el poder de los reyes, pero son sólo guardianes de la ciudad. Sólo la Divinidad puede destruirla, y sólo la Divinidad puede derrocarlos a ellos». Y Eratóstenes, en
El sitio de Siracusa
, dice: «El Sol al atardecer baña el mar con su sangre. Tened cuidado, príncipes, de que no se extienda hasta la aurora y ahogue así a las musas». Predecía con ello las conquistas romanas, su alianza con Pérgamo y la guerra de las bibliotecas.

—¿La guerra de las bibliotecas? ¿Se combatió pues por los libros? Y sin embargo me decíais que sólo aportaban paz.

—Era sólo una guerra de palabras —respondió Filopon—, pero anunciaba conflictos muy reales, y mucho más mortíferos. Si me lo permites, te lo contaré mañana. Rhazes hablaría de ello con demasiada ligereza e Hipatia desdeña ese tipo de historias.

Bien está, se dijo Amr; si Omar comprende que los libros pueden ser también armas, tal vez se deje convencer.

La guerra de las bibliotecas
(
Segundo curso de Filopon
)

Hace unos ochocientos años, había un sinfín de pequeños reinos y ciudades. Gobernados por griegos que presumían de ser descendientes de Alejandro o de sus generales, los diadocos, prestaban más o menos vasallaje a unos imperios demasiado grandes para estar bien controlados.

Entre esos pequeños Estados se levantaba, en un espolón rocoso de Mysia, la ciudad de Pérgamo, enclavada en la potencia persa, la de los reyes seléucidas. Un diadoco había construido esa fortaleza para ocultar allí el botín de sus conquistas. Había confiado su custodia a uno de sus oficiales, pero éste le traicionó y fue a vender sus servicios al seléucida Antíoco. Como recompensa, el traidor recibió el botín de guerra del vencido y la población de Pérgamo. Poco a poco, la fortaleza fue extendiendo su territorio, que pronto se convirtió en reino y creció en poderío.

No contenta con haberse apoderado de algunos hermosos puertos en el mar Egeo, Pérgamo codiciaba el interior del país, perteneciente sin embargo al reino al que debía su existencia: el del monarca Antíoco. Pérgamo solicitó la ayuda de Roma. De Istros a Cirene y de Atenas a Susa, la indignación fue general. Macedonios y espartanos, alejandrinos y jónicos, todos se repetían que el rey de Pérgamo, Átalo, era como su abuelo: un traidor. Pérgamo fue expulsada de las ciudades y los reinos helénicos.

Roma atacó a Antíoco, y cuando le hubo vencido ofreció como recompensa a Pérgamo, su circunstancial aliado, Lidia, Frigia y el control del Helesponto. Contra lo esperado, los soldados romanos regresaron hacia sus guerras púnicas, satisfechos por haber dado a esos griegos, demasiado refinados e indisciplinados, una lección de valor, de orden y de seriedad. Pérgamo, por su parte, no fue la última en burlarse de aquellos campesinos latinos que sólo sabían combatir, que ni siquiera se aprovechaban de sus victorias y no conocían el teatro.

Sin embargo, el nuevo señor de Pérgamo, Eumenes II, sintió que por esa alianza con Roma su reino había perdido la consideración de sus vecinos. Además, procedía de una ascendencia humilde, tal vez ni siquiera era griego o macedonio, sino que a buen seguro sería hijo de un renegado que había vendido a su señor por un puñado de oro y de joyas. Mientras que los Tolomeos o los seléucidas tenían, por lo menos, un antepasado que había cabalgado junto a Alejandro.

Así pues, el rey Eumenes II de Pérgamo, gracias a la complacencia de Roma, pasó a ser dueño de un poderoso Estado. Y, como suele hacer la gente de humilde extracción que se encuentra de pronto disfrutando de una gran fortuna, exhibió la suya de un modo ostentoso. Quiso convertir su ciudad en la más hermosa y grande del mundo griego. En su espolón rocoso, hizo levantar templos gigantescos, termas desmesuradas, teatros monumentales… Imitaba en todo a Atenas, pero dos veces más alto, dos veces más grande. Nadie conoce el nombre de ninguno de los arquitectos que participaron en los trabajos. El rey quería que fuese su obra, sólo suya, y que la posteridad sólo le recordara a él, Eumenes II el Atalida. Proclamaba bien alto su ambición de ser para Pérgamo lo que Tolomeo Soter fue para Alejandría.

Aunque no me precio de conocer el corazón de los hombres, creo que en el fondo Eumenes intentaba hacerse perdonar su alianza con los romanos y demostrar que su reino (que, sin embargo, sólo debía su prosperidad a sus traiciones) se había convertido en el mejor defensor del pensamiento y el arte helenos. Por eso Eumenes se atrevió a fundar, también él, su biblioteca, que sería, claro está, más rica y más completa que la de Alejandría. Pero, obsesionado con la idea de ser reconocido como un igual por sus pares, sólo admitió en sus anaqueles libros griegos, y en sus aulas sólo sabios y escritores griegos.

Mientras tanto, Alejandría vivía días apacibles manteniéndose en una neutralidad altiva ante los acontecimientos del mundo, sin preocuparse de las tempestades que se acumulaban sobre nuestro mar, como hace el nudoso olivo que sabe que ninguna tormenta podrá arrancarlo.

El Museo era entonces dirigido con férrea mano por Aristófanes de Bizancio, un gramático de extraordinaria erudición. Había publicado las versiones definitivas de Homero, Hesíodo, Alceo, Píndaro, Eurípides, Anacreonte y de su homónimo Aristófanes. Gracias a él el teatro hizo una entrada masiva en los anaqueles.

Puede decirse también que Aristófanes de Bizancio inventó el diccionario, componiendo listas de términos arcaicos, técnicos o poco usados, y de proverbios. Pero, sobre todo (y eso es lo primero que debieras leer si deseas aproximarte a las bellezas de la literatura griega), seleccionó los textos que consideraba como ejemplos de perfección en cada género y los publicó con el título de
Los cánones de Alejandría
.

Cada año se celebraba, bajo la égida del rey, un concurso para quienes solicitaban entrar en el Museo. Cada uno de ellos debía componer un poema y leerlo en alta voz. A veces, cuando un candidato recitaba un texto especialmente bello, el jurado, incapaz de contenerse, le aclamaba. Sólo Aristófanes, impasible, no aplaudía. Cuando volvía la calma, se levantaba y desaparecía unos minutos en la Biblioteca. Regresaba llevando en la mano un viejo papiro, que leía en voz alta. Era el mismo texto, o casi, que el que había declamado aquel brillante candidato. Nunca Aristófanes se equivocó al destapar el engaño, y el plagiario era expulsado de la ciudad. Por lo general, iba a refugiarse junto a Eumenes II, mucho menos puntilloso en lo referente a la calidad de la gente que reclutaba.

Sin embargo, la biblioteca de Pérgamo seguía creciendo. Tras seis años de existencia, poseía ya un fondo de cuarenta mil libros. Para ello se emplearon los mismos métodos que Alejandría puso en práctica en sus comienzos, pero con muchos menos escrúpulos. Se requisaban los rollos transportados por los barcos, pero se omitía entregar una copia de las obras a cambio de los originales. Y sobre todo, cada vez que el aliado romano obtenía una victoria en Grecia o en Iliria, Pérgamo reclamaba su parte del botín: los fondos de las bibliotecas públicas y privadas de las ciudades vencidas. Los zafios soldados romanos los entregaban sin rechistar, pues todavía no advertían, Amr, el poder que pueden dar los libros a los conquistadores. Sólo valoraban el espíritu viril, que sólo necesita una reja para fecundar la tierra y una espada para matar al enemigo. Las artes, las letras, únicamente eran, para ellos, lascivas distracciones de pueblos decadentes. ¿Acaso las Musas no son hembras?

En Alejandría, el bibliotecario Aristófanes fue el primero en comprender que Pérgamo le disputaba peligrosamente la hegemonía al Museo. A Egipto cada vez llegaban menos libros. En cambio, aumentaba el número de falsarios, plagiarios y estafadores que intentaban venderle casi cualquier cosa que se pareciera más o menos a un manuscrito antiguo. Naturalmente, al viejo erudito no le costaba nada descubrir las supercherías, pero sus fuerzas se debilitaban y no estaba en absoluto seguro de que su sucesor designado, Apolodoro de Atenas, tuviera los hombros bastante anchos para soportar la carga.

Alertó de ello al rey Tolomeo V Epífanes, que se encogió de hombros. Otras eran sus preocupaciones: habiendo subido al trono a la edad de cuatro años, Epífanes iniciaba su segundo decenio de reinado en un estado de languidez que le hacía pensar que intentaban envenenarle. De hecho, la raza de los Tolomeos degeneraba, con el cuerpo podrido por excesivos matrimonios consanguíneos. Y aunque Epífanes había roto con la nefasta tradición de casarse con su hermana uniéndose con la del rey vecino, ésta aún no había podido darle un sucesor.

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