Como una diosa que bajara a la tierra. Una madre perfecta.
Las ilusiones perdidas habían vuelto a hombros de veinte porteadores.
El nuevo Emperador había hecho su triunfal entrada en la ciudad aun antes de haber sido concebido.
Sin lugar a dudas los dioses sonreían. Siguieron días maravillosos.
Tiempos de recolección, de paz y de confianza en un futuro que no podía defraudarlos.
Astrólogos, brujos, adivinos y hasta la última comadre estuvieron de acuerdo en que se estaban dando las circunstancias favorables para que la reina concibiera un hijo, y que sería sin lugar a dudas un varón fuerte, astuto, justo y valiente.
El nuevo Inca.
¡«El Deseado»!
Por fin amaneció el día grande.
Todo el pueblo se había reunido en el Inti-Pampa formando un círculo en torno al monolito de piedra negra recubierto de oro que recordaba el punto exacto en que Manco Cápac decidió fundar la ciudad, y cuando a las doce en punto del mediodía cuatro sacerdotes giraron por tres veces en torno a la columna para cerciorarse de que no producía la más mínima sombra, se proclamó, con toda solemnidad, la llegada del equinoccio.
Poco después, el maestro de ceremonias alzó los brazos para anunciar con voz grave y profunda, pero casi temblorosa de satisfacción:
—¡La reina Alia está esperando un hijo! ¡Que el cielo la bendiga!
Un clamor de júbilo se extendió por el valle para ir a rebotar contra las montañas vecinas.
Las mujeres lloraban.
Los hombres se abrazaban. Los niños reían.
Los dioses, que parecían haber vuelto la espalda al Incario, les enviaban al nuevo dios que habría de conjurar todos sus males.
En cuanto viera la luz, el futuro de todos los cuzqueños, el de sus hijos y el de los hijos de sus hijos, quedaría asegurado.
¡Seguían siendo el pueblo elegido!
Corrió en abundancia la
chicha
y se repartieron cuencos de coca.
Aquél era un día muy especial en el que hasta el último cuzqueño tenía derecho a beber hasta caer redondo o mascar las verdes hojas hasta abotargarse, mientras la música sonaba en cada rincón de la ciudad, puesto que todos los tambores, todas las
quenas
y todas las matracas fabricadas con mandíbulas de llama habían salido de sus escondites para acompañar a cuantos saltaban y reían en las danzas del cóndor, el venado o la vicuña.
Los
chasquis
habían sido enviados a la carrera hacia todos los puntos cardinales que componían el reino del Tihuantinsuyo, o «Las Cuatro Partes del Mundo», pues era expreso deseo del Emperador que la fausta nueva se extendiera al último rincón del reino para que hasta el más alejado y solitario de sus pastores pudiera compartir tanta felicidad.
Sentado junto al lecho de su esposa, solía acariciarle amorosamente los pies durante horas, pues sabía que eso era algo que la relajaba y la ayudaba a conciliar el sueño.
—¡Descansa! —musitaba quedamente—. Necesitas mucho descanso.
—¡No! —le replicaba ella en el mismo tono—. Lo que en verdad necesito no es descanso, sino que el tiempo pase con la misma rapidez con que las estrellas fugaces cruzan el cielo… ¡Se me hace tan larga la espera! ¡Deseo tanto poder ofrecerte a nuestro hijo!…
—¡Paciencia!
—¿Y en qué árbol crece el fruto de la paciencia, amor mío?
¿Qué planta la produce o en qué lago se pesca? Envía a tus mejores hombres en su busca o pídele a nuestro padre el Sol que acelere su ritmo, porque te garantizo que cada día que pasa es para mí un día de angustia.
—Es eso precisamente lo que debes evitar: la angustia y la obsesión. Ten por seguro que todo irá bien, y el niño llegará en el momento justo en que tenga que llegar.
—¿Lo dice el Emperador?
—Lo dice el esposo, puesto que en esta ocasión tenemos que ser humildes y hacer nuestras ofrendas a los dioses, no en nombre de soberanos omnipotentes, sino en nombre de padres agradecidos.
Y pasaba el tiempo.
¡Oh, cielos! ¡Qué despacio pasaba!
Noches de ansiedad y días de esperanza.
¡Qué despacio pasaban!
Pero la sangre de los dioses fluía mansamente, y la nueva vida iba tomando cuerpo semana tras semana.
¡Qué despacio pasaban!
La princesa Sangay Chimé acudía casi cada tarde a visitar a su amiga y señora, a la que en ocasiones tenía que calmar puesto que la encontraba al borde de un ataque de histeria.
—¡Deja que la naturaleza haga en paz su trabajo! —le aconsejaba—. No la atosigues…
—¡Es que tengo tanto miedo!…
—El miedo de una madre se transforma en el peor enemigo de su hijo… —le respondía—. Él está dentro de ti, siente lo que tú sientes, y si le transmites inseguridad, se sentirá inseguro.
¡Demuéstrale tu fortaleza! Haz que comprenda que tu vientre es hoy por hoy un castillo inexpugnable.
—¿Y acaso lo es?
—Lo es, porque todo tu pueblo y todos los dioses de tu pueblo, lo defienden.
Pero hubo un dios, ¡uno solo!, que demostró que no tenía el más mínimo interés en defenderlo.
Pachacamac, «Aquel que mueve la tierra», señor de los terremotos al que le gustaba dormir durante años en lo más profundo de los cráteres de los más altos volcanes, se despertó una fría mañana, descubrió que no le habían puesto al corriente de que la reina esperaba un hijo, comprobó que nadie se había preocupado de ofrecerle sacrificios, montó en cólera y lanzó un único rugido que se escuchó hasta en la última frontera del Imperio.
Los palacios temblaron, los templos se estremecieron, las chozas se desplomaron, las nieves de las cimas se deslizaron hacia los valles, diez lagos se desbordaron y hasta las aguas de los ríos parecieron haberse desorientado sin acertar a seguir el curso de antiquísimos cauces.
Hubo muertos, y heridos, y dolor, y llanto. Espanto y desolación.
Pero hubo algo aún peor.
La reina perdió sangre.
Sangre de reina, sangre del Sol.
Tan sólo unas gotas producto sin duda de la impresión o el pánico de unos segundos angustiosos, pero sangre.
El Cóndor Negro había alzado el vuelo en algún lejano picacho de la cordillera central, y si extendía por completo sus alas, la desgracia volvería a abatirse sobre el Imperio.
¡Señor, Señor!
¿Cómo era posible que se hubieran olvidado de Pachacamac?
¿Por qué no se le habían ofrecido ofrendas?
El Emperador convocó de inmediato al Gran Consejo e invitó a la reunión a los sacerdotes especialmente consagrados a «Aquel que mueve la tierra», pese a que no sentía por ellos una especial predilección, ya que por tradición se elegían entre aquellos niños que nacían marcadamente afeminados, y nunca había sabido muy bien cómo tratarlos.
Pintarrajeados, provocativos, escandalosos y con excesiva frecuencia irreverentes, los siervos de Pachacamac parecían estar siempre fuera de lugar entre los severos muros de palacio, y el simple hecho de que se negaran a inclinar la cabeza en su presencia, prefiriendo mirarle directamente a los ojos, le producía una extraña desazón a la que nunca había logrado acostumbrarse.
Tenía que soportar su descaro y sus desplantes porque era aquélla una antiquísima y muy arraigada costumbre popular cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, y que se les consentía porque habían demostrado ser los únicos capaces de conseguir que Pachacamac durmiera largamente a base de una música repetitiva y lánguida, y unos bailes sinuosos y en cierto modo hipnotizantes.
Sin su ayuda, sin su plena dedicación al sueño de su señor, la tierra se estremecería casi cada día.
Debido a ello ejercían un notable poder entre los miembros de la corte, así como una gran ascendencia sobre el pueblo llano, y por lo tanto al Emperador no le quedaba otro remedio que aceptar que se negaran a arrastrarse en su presencia o se atrevieran a mirarle a los ojos.
—¿Qué es lo que quiere vuestro señor? —fue lo primero que inquirió dirigiéndose a su primo segundo, Tupa-Gala, que era quien ejercía desde hacía seis años las funciones de sumo sacerdote de la comunidad—. ¿De qué se queja?
—Quiere respeto… —fue la fría respuesta—. Y se queja por tu falta de respeto.
—Yo siempre le he respetado.
—No en esta ocasión. No justamente en el momento en que el destino del Incario pende de un hilo… A mi señor le basta un simple gesto para acabar con todas tus esperanzas.
—Lo sé —admitió con humildad el Inca—. Siempre lo he sabido.
—En ese caso, si lo sabes… ¿por qué razón has ofrecido tantos sacrificios a los míseros dioses de la fertilidad, que en realidad no son más que excremento de alpaca, despreciándole a él?
—Porque nunca imaginé que «Aquel que mueve la tierra» se preocupara por un asunto que atañe únicamente a las mujeres.
—¿Únicamente a las mujeres?… —fingió escandalizarse el astutísimo Tupa-Gala, cuyo rostro, eternamente maquillado en rojo, negro y plata, semejaba una máscara—. Hasta el último pescador del Titicaca está pendiente del nacimiento del futuro Emperador, y tú aseguras que es un tema que tan sólo atañe a las mujeres… —Sacudió la cabeza negativamente—. Estimo que mi señor tiene razones más que sobradas para sentirse ofendido.
—No ha sido mi intención ofenderle —se disculpó casi mordiendo las palabras el Emperador—. Sabido es que Pachacamac es un dios muy poderoso, y en prueba de mi respeto y consideración he hecho construir seis templos en su honor, mientras que a vosotros, sus fieles servidores, siempre os he concedido todo cuanto habéis solicitado.
—¡Eso es muy cierto! —admitió su interlocutor con una leve sonrisa irónica—. No podemos quejarnos, pero admitirás que, en contrapartida, hemos logrado convencer a nuestro señor para que duerma plácidamente durante todos estos años, sin que su ira traiga aparejada la destrucción y la muerte… —Abrió las manos como queriendo demostrar lo evidente—. ¡Pero ahora!… Esta falta de tacto… Este tremendo error, le ha obligado a abandonar su letargo…
El Inca, dueño de las vidas y haciendas de millones de seres humanos, hubiera deseado hacer un gesto a sus guardias para que en un abrir y cerrar de ojos degollaran a aquel descarado intrigante que a todas luces pretendía sacar provecho de tan delicada situación, pero pensó en el hijo que aún estaba por nacer, y se contuvo.
Tupa-Gala era un hombre harto peligroso y lo sabía. Culto, inteligente, ambicioso, muy capaz, y último vástago de una de las familias de más rancio abolengo del Cuzco, hubiera estado llamado a las más altas esferas del poder, que probablemente hubiera sabido ejercer con notable acierto y dedicación, a no ser por el hecho de que, desde el momento mismo en que pronunció sus primeras palabras, resultó evidente que su futuro se encontraba entre los servidores de Pachacamac.
Y es que servir a Pachacamac no estaba considerado ni un castigo ni una deshonra entre unos incas que aceptaban con absoluta naturalidad que existieran hombres y mujeres de tendencias en cierto modo diferentes, pero de igual modo era aquélla una tradición tan firmemente arraigada, que los padres ni siquiera se planteaban otra vía en cuanto advertían los primeros síntomas de que uno de sus hijos se inclinaba por una opción sexual menos frecuente.
No obstante, el Emperador siempre había estado íntimamente convencido de que Tupa-Gala hubiera preferido no haber tenido que ingresar, siendo apenas un tímido adolescente, en la comunidad de los siervos de Pachacamac… —¿Y qué es lo quiere tu señor de mí? —inquirió al fin esforzándose por aparentar una calma y una resignación que estaba muy lejos de sentir.
—Tres nuevos templos.
—Los tendrá.
—Seis rebaños de alpacas y vicuñas.
—Los tendrá.
—Cien sacos de coca.
—Los tendrá.
—Y un gran sacrificio.
—¿Sacrificio? —se alarmó, consciente de que los sacrificios que solía exigir «Aquel que mueve la tierra» nunca resultaban incruentos—. ¿Qué clase de sacrificio?
—Un
capac-cocha
.
—¿Un
capac-cocha
? —se horrorizó el Emperador—. ¿Por qué algo que repugna a los hombres de buena voluntad, y que ya el padre de mi padre se resistía a practicar?
—Porque cuanta mayor es la ofensa, mayor debe ser la reparación, y si grave es el problema, costoso el remedio. Tú pretendes que tu hijo, el futuro Emperador, viva sin sobresaltos en el vientre de su madre hasta el día en que los pequeños dioses de la fertilidad le empujen a la luz. ¡Bien! —Puntualizó Tupa-Gala—. Yo te prometo que Pachacamac dormirá tranquilo hasta ese día, a condición de que le ofrezcas un sacrificio que le satisfaga plenamente.
—¿Y a cuántos niños piensas estrangular?
—A uno solo…
—¿Sólo uno? —se sorprendió el Emperador—. ¿Me das tu palabra?
—¡Uno solo! —fue la helada respuesta—. Sólo uno, pero seré yo quien lo elija, porque tiene que ser alguien muy especial.
L
a voz se corrió muy pronto por la ciudad. A muchos les costaba admitirlo; después de tantos años, y cuando parecía ser ya una ceremonia definitivamente olvidada, se iba a celebrar un
capac-cocha
destinado a conseguir que el heredero del trono naciera sin sobresaltos.
Tan sólo en un detalle parecía tener razón el ladino Tupa-Gala; si importante era lo que se pedía, importante tenía que ser lo que se ofreciera a cambio, y cierto era que nada de tan especial trascendencia como el ansiado alumbramiento de un pequeño Inca había tenido lugar durante los últimos treinta años.
Que los destinos del Imperio se encontraran en peligro por el simple hecho de que no existiera un descendiente directo del dios Sol era algo que jamás se había dado con anterioridad, y muchos de cuantos por convicción moral se habían opuesto frontalmente a un sangriento ritual impropio de pueblos civilizados, acabaron por aceptar que quizá en este caso tan particular convendría hacer una excepción.
No obstante la idea de tener que permitir que un niño muriera para que otro pudiera nacer repugnaba incluso a un buen número de los propios sacerdotes del Templo de Pachacamac, que no acababan de entender las auténticas razones por las que su líder espiritual había llevado las cosas a tales extremos.
Ofrecer el corazón de cinco guanacos, e incluso el de un hermoso cóndor, hubiese bastado, a su entender, para aplacar a un dios que parecía haberse dormido nuevamente, puesto que, en opinión de los ancianos de mayor experiencia, la tierra tardaría en volver a moverse.