Una noche, Eugenia le confesó que estaba embarazada. Contrariamente a lo que le sucedía a su hijo Pedro, mucho más joven y sobre todo libre de responsabilidades de gobierno, don Juan fue presa de un ataque de pánico. Hacía tiempo que traer hijos al mundo había dejado de ser fuente de alegría para él. En seguida pensó en las consecuencias, en el escándalo que dicha noticia podría provocar si se hacía pública, y tuvo miedo de poner en jaque su posición y la de la monarquía entera. Eugenia adivinó que el fruto de sus noches de amor que palpitaba en su vientre acababa de matar el romance. Ambos sabían que su relación era inviable a la larga, lo habían hablado antes. Pero habían preferido ignorarlo, hasta que la tiranía de la naturaleza vino a recordárselo brutalmente.
Juan recordaría toda la vida la noche en que la vio partir. Años después, aún sentía el dolor que le agarrotó el pecho en aquel momento, el desgarro de su corazón. Nunca más volvió a verla. Se hundió en una profunda depresión que los médicos de Lisboa llamaron «alienación de espíritu» y que estuvo a punto de costarle la vida. Pero nunca la olvidó. Asumió personalmente todos sus gastos, desde que ella salió de Portugal para ingresar en el convento de la Santísima Concepción de Cádiz y dar a luz a su hija secreta, hasta su enfermedad reciente en Porto Alegre. Aquellos envíos constantes de dinero eran un secreto sólo compartido entre aquella mujer, su hija, el contable mayor del reino y su majestad… Eran la prueba de su lealtad hacia aquel amor prohibido que había existido como una breve bendición. Con aquello a sus espaldas…, ¿cómo no iba a entender a su hijo?
Don Pedro apareció a mediodía, escoltado por dos guardias, los que habían recibido la orden de convocarle al comedor del palacio para almorzar. Como todas las mañanas, había estallado una violenta tormenta tropical. El rey ya no corría a esconderse a los sótanos del palacio nada más oír los primeros truenos, como le ocurría al principio de su estancia en Brasil. Don Juan había aprendido a apreciar esos chaparrones que refrescaban el ambiente y traían el olor de la selva hasta el interior del palacio. Pedro tenía el pelo alborotado, la ropa sucia y pegada al cuerpo porque venía de la montaña, donde había estado visitando a un personaje singular, el general holandés Dirk van Hogendorp, que vivía solo en su pequeña plantación a los pies del Corcovado. Hogendorp, que había sido durante muchos años gobernador de Holanda en Java, y acabó convirtiéndose en un valioso general de Napoleón, era un poco como el abuelo que Pedro no había tenido. Jugaban a estrategias militares mientras le hablaba de las ideas liberales que habían animado la Revolución francesa y que avanzaban, imparables, por el mundo. Ideas que ponía en práctica, como cuando compró un esclavo que en seguida liberó para convertirlo en empleado, un gesto cargado de significado que trastocó la mentalidad colonial del joven Pedro. Sí, los hombres eran todos iguales y la libertad era el bien más preciado, venía a decirle el holandés. Una lección que nunca olvidaría. Para Pedro, Hogendorp era una ventana abierta al mundo.
Pensaba que su padre le había convocado para reiterarle su enojo de que fuese a visitar al holandés. Le había repetido que no quería que su hijo se convirtiese en un príncipe liberal. Recelaba tanto de las ideas «subversivas» de Pedro que le había apartado de los asuntos de gobierno, por muy insignificantes que fuesen. Amaba a su hijo, pero ni él ni su círculo de cortesanos se fiaban de él. De manera que el joven chocaba con aquella élite inculta, medio analfabeta, disipada, obsesionada en conservar sus privilegios, más aficionada a los fados y a las corridas de toros que a leer o a estudiar.
El almuerzo en palacio era todo un acontecimiento. Asistentes del rey, visitantes, funcionarios reales y sus médicos se juntaban para estar presentes en el comedor, presidido por una mesa oval cubierta con un mantel que lamía el suelo. El protocolo señalaba que todos debían permanecer de pie cuando visitaban a don Juan o los príncipes a la hora del almuerzo. Cuando el cansancio de permanecer de pie durante horas se les hacía insoportable, la etiqueta permitía a los nobles de la corte, algunos distinguidos por sus servicios, otros de edad avanzada, ponerse de rodillas para cambiar de postura.
Esta vez don Juan comió a solas con su hijo, mientras los cortesanos se mantenían lejos de la mesa y susurraban entre ellos. Don Juan agarró el primero de los tres pichones que pensaba engullir. Comía con las manos y empujaba la comida con un poco de pan. Su hijo apenas probaba bocado.
—Pedro, le consta a su majestad que las historias de tu comportamiento…
—Si sólo he estado viendo al general Hogendorp; me ha enseñado sus mapas de estado mayor, me ha contado sus batallas… No hay nada malo en ello.
—No me refiero a eso, hijo mío, aunque sabes que no comulgo con las ideas de Hogendorp… Me refiero a tu comportamiento desaforado de los últimos tiempos; hasta en Europa se han enterado, y eso no está ayudando nada a nuestro gobierno…
—Majestad… —le interrumpió Pedro, y luego se calló como arrepintiéndose de lo que iba a decir.
—Eres el príncipe heredero, no te puedes comportar como un mozo de la calle.
—Lo sé, majestad…
Pedro bajó la vista y añadió:
—Pero es que, es que me he casado…
Al rey se le atragantó un muslo de pichón, y un camarero empezó a darle palmadas en la espalda hasta que se recuperó. Estaba rojo y tenía las venas de las sienes hinchadas.
—¿Cómo dices?
Pedro le contó que se había casado en la corte congoleña, según un ritual africano, en la playa, rodeado de individuos tan simpáticos y divertidos que parecían sacados de un cuento de fantasía. En Río, don Juan no era el único monarca ni la suya la única corte. Desde hacía años, existía una corte carnavalesca, africana, tolerada por las autoridades coloniales, con un rey negro, elegido por africanos emancipados y esclavos, y que usaba toda la parafernalia de la realeza europea: togas, coronas, un trono y cetros. Don Juan siempre le había tratado con el mayor decoro y la máxima cortesía, como correspondía a un rey, aunque fuese de pacotilla. No había festival o celebración pública a la que el rey negro no estuviese invitado. Los amigos de don Pedro —con el Chalaza a la cabeza—, ante su desesperación, le habían organizado esa «boda» a cuya legitimidad Pedro, en su ingenuidad, se aferraba ahora. El rey se relajó y sonrió.
—Puedes permitirte todas las bodas de ese tipo que quieras… Lo grave es lo otro…
—¿Qué es lo otro?
—Lo del embarazo.
Se hizo un silencio. Le hubiera gustado decirle que le entendía, que sabía por lo que estaba pasando, pero no podía. Un rey es rey antes que padre.
—Sí, eso es lo grave, y es lo que obliga a su majestad a tomar cartas en el asunto —continuó diciendo el monarca—. Tienes que ser consciente de quién eres, hijo mío, de la enorme responsabilidad que tienes sobre tus espaldas.
—Pero si es su majestad quien no me deja hacer nada.
—Aún eres demasiado joven e impetuoso para ocuparte de asuntos públicos, hijo mío. Ya te llegará el día.
—¿Y si ya no quiero?…
Su padre le interrumpió y adoptó un semblante serio:
—Da igual que tú no quieras. Dios lo ha querido así. Su voluntad es más importante que la tuya, o que la de cualquiera de nosotros, mortales, incluyendo la de su majestad. Y tú lo sabes. Su majestad se ha dedicado en cuerpo y alma a mantener el Imperio unido para salvar a nuestro pueblo, nuestra esencia. No es fácil ser el más pequeño entre los grandes, sobrevivir a la codicia de los más poderosos cuando no puedes enfrentarte a ellos porque eres demasiado débil. Pero lo estamos consiguiendo, hijo mío querido…
No pudo reprimir un eructo. Se limpió la comisura de los labios con la servilleta bordada antes de continuar:
—Mira a nuestro alrededor, mira la patria de tu madre: Venezuela se ha separado de España en el 11, Argentina en el 16, dentro de nada le tocará el turno al virreinato del Perú… Es una hecatombe, hijo mío. Para evitarnos ese destino, nosotros debemos mantenernos unidos… Por eso tu boda es tan importante, porque servirá para continuar consolidando lo que hemos ganado, para que tú luego continúes esta sagrada tarea. Eso espera Dios de ti. Eso espera su majestad. No les falles.
Don Juan utilizaba un lenguaje afectuoso, pero a la vez firme. Pedro bajó la vista para evitar la mirada fija de su padre. Después de un silencio, el monarca dijo lentamente, recalcando cada palabra:
—Pedro, el Imperio somos nosotros. Será tuyo algún día.
El muchacho le escuchaba, serio y cabizbajo.
—Si tú has nacido en el seno de esta familia, es porque el Todopoderoso te ha ofrecido este destino. No lo desaproveches. Hay un solo Dios, tienes un solo padre. Hay muchas mujeres en el mundo. Estoy seguro de que la que te hemos escogido, después de enormes gastos y esfuerzos, te gustará mucho. Te hará mejor persona, reforzará el Imperio.
—¿Y mi hijo? —se atrevió a preguntar tímidamente Pedro.
—Su majestad pondrá todos los medios necesarios para que no le falte de nada, ni a él ni a «tu mujer», como la llamas. Lo hablaré con tu madre. Le ofreceremos una buena suma de dinero para que críe a su hijo lejos de aquí.
—¡No! —gritó Pedro—. ¿Por qué yo no puedo ver a mi hijo y conocerle?
Se hizo un silencio. El monarca lanzó un profundo suspiro. Miraba a su hijo con compasión:
—Porque eres el heredero, hijo de mi alma, y como tal, te toca someterte a los intereses del trono y de los pueblos que más tarde gobernarás. Me entiendes, ¿verdad?
—Pero…
Su padre volvió a interrumpirle, y ante la intensidad de su mirada, Pedro volvió a bajar la vista.
—Puedes amar como un hombre, Pedro —le dijo casi en voz baja—. Pero te tienes que casar como un príncipe.
Don Juan se secó la boca con una servilleta. Se había zampado sus pichones y se levantó para efectuar el lavado de sus reales manos. Fiel al ritual, Pedro le sujetó una bacinilla de plata mientras un ayudante, a falta de su hermano Miguel, le vertía agua en las manos. Don Juan añadió con voz grave:
—A menos, hijo… A menos que quieras perderlo todo. A ti te toca decidir entre el impulso del amor o el deber. Los Braganza siempre hemos escogido el deber. Su majestad espera lo mismo de ti. Para que puedas mantener la unidad de un gran imperio. Recuérdalo siempre, hijo mío querido: la unidad de la patria. Para eso estamos los reyes.
Muy a su pesar, don Juan le había dejado caer la amenaza velada de desheredarlo. Ya se encargarían otros de hacer ver a Pedro el detalle de lo que se arriesgaba a perder: rango, prebendas, dinero, privilegios… En resumidas cuentas: su identidad. Pero don Juan tenía la esperanza de que su hijo recapacitara pronto y que la sangre no llegara al río.
Cuando Pedro volvió al cuartito que había detrás del taller de carpintería, estaba muy alterado. Pocas veces había oído a su padre hablarle de ese modo, ni dedicarle tanto tiempo, aunque sus palabras, que había entendido perfectamente, no le habían convencido. Lo único que le guiaba era su instinto, que le arrastraba irremediablemente hacia los brazos de Noémie, con una fuerza arrolladora.
Se la encontró tumbada en la cama, llorando. Estaba asustada. Durante su ausencia, unos guardias reales habían aparecido para decirle que tenían que vaciar el taller, por orden de la reina.
—Por favor, no me abandones ahora… —le suplicó la joven entre sollozos.
—No lo haré, te lo juro —le contestó él.
—No me abandones nunca…
—Nunca.
La abrazó, le acarició la curvatura de la tripa y luego se acercó a darle un beso en el ombligo. Se quedó largo rato apoyando el rostro sobre su vientre, dando vueltas a las palabras de su padre, y pensando en aquel hijo cuyos movimientos imperceptibles ya podía sentir. Le hacía ilusión eso de ser padre. Deber, Imperio, unidad, voluntad divina…, para él, eran sólo palabras sin mucho sentido. ¿Qué peso tenían frente al sentimiento de plenitud que la relación con Noémie y su próxima paternidad le proporcionaban? Bien poco. Se rebelaba contra la idea de que no tuviese derecho a conocer el amor, como el común de los hombres, por el hecho de ser heredero de la corona. Él, que se había criado sin el calor del afecto de sus padres…, ¿tampoco tenía derecho a compensarlo con el afecto de una mujer? Le parecía injusto. Hasta entonces se había considerado un gran privilegiado; ahora empezaba a cuestionárselo. Fuera caía una tromba de agua, cuyo ruido acabó ahogando los sollozos de la bailarina.
13
La obstinada negativa de los amantes a romper su unión creó un ambiente enrarecido en la corte. Para el rey, para Carlota Joaquina y para los ministros —cada día más nerviosos— Pedro se había convertido en una piedra en el zapato. En un obstáculo inesperado y correoso porque no mostraba signos de dar su brazo a torcer. ¿Qué podía esperarse de un chico tan mal criado?, decían las malas lenguas. El muchacho notó la antipatía que suscitaba entre miembros del gobierno durante la misa de funeral por su abuela. A la salida, nadie se le acercó para compartir con él una noticia o un comentario. Notaba que le miraban de reojo, como si le acusasen de no cumplir su función. No le gustaba sentir el ostracismo de la corte. La mirada que intercambió con su padre dejaba pocas dudas sobre el estado de ánimo de su majestad. Y eso le afectaba porque le quería. Cuando volvió a San Cristóbal, el taller de ebanistería estaba cerrado con grandes planchas de madera clavadas en la puerta y las ventanas. No había ni rastro de Noémie.
—Vinieron los guardias reales, señor, sacaron todo lo que había dentro y se llevaron a su mujer… —le dijo el carpintero amigo.
Pedro se puso rojo de ira. Dijo cosas terribles, llamó zorra a su madre a voz en grito. El buen hombre se quedó pasmado. Nunca le había visto en ese estado de desesperación y descontrol.
—¿Adónde se la han llevado?
—No me lo dijeron, señor… Se fueron para la ciudad.
Habían dejado a Noémie en casa de su madre, en el apartamento que había encima del estudio de baile. Vencida y humillada, con un embarazo de cinco meses y un futuro incierto, temblaba de miedo al subir la escalera. Recordaba las advertencias de su madre y tenía miedo de volver a casa. Pero madame Thierry le abrió la puerta y, para su gran sorpresa, la estrechó entre sus brazos. A la joven le pareció una bienvenida demasiado efusiva. Se esperaba un severo reproche, hasta una paliza, pero no que la recibiese como si volviese de gira. Su madre le aseguró que la había perdonado.