—Colofón no existe, carajo.
Pero el tictac de aquel reloj de pie, allá en la penumbra de la sala, noches enteras sin Natalia, le iba probando hasta qué punto Colofón sí existía, y también Consuelo, o Martirio, o lo que sea. Y, tic tac, tic tac, le iba haciendo saber hasta qué punto las altas cunas y fortunas, maravillosa expresión acuñada por los mellizos, eran, por recordar otra de sus expresiones, las más altas cumbres del estrellato, para ambos. Y Carlitos sentía, sí, sentía, más que pensaba o recordaba, todo lo conversado con ellos y el pavor que le tenían a una mirada de arriba abajo. Por eso las muchachas feas, para empezar. Como para ellos las mujeres sólo podían ser ricas o pobres y bonitas o feas, era inmenso el riesgo de recurrir a unas muchachas muy ricas y muy bonitas. Y como ricas, sumamente ricas, tenían que ser siempre, pues que sean feas. Así aceptarán la invitación de dos tipos que van a llegar en un carro viejo. Aunque resulta que ahora, cuando menos lo pensaban, el carro era un carrazo, un tremendo Daimler, carajo, y además sólo para ellos dos y con el chofer uniformado ese, que aunque nos deteste, qué diablos, a Carlitos le dará gusto en todo, porque doña Natalia, la jefa, te lo ha ordenado, Molina, so cojudo. Pero lo genial es que era Carlitos quien iba a llegar en el Ford cupé del 46, porque al pobre no lo habían aceptado en calidad de Carlitos Alegre, sino Sylvester, y ni hablar de que lo vieran llegar con ellos y en un Daimler, los señores Vélez Sarsfield podían sospechar que se trataba del amante de la tal Natalia de Larrea y eso ni hablar.
O sea que hubo que encontrar una solución de emergencia y ésta consistió en que Carlitos, que recién estaba aprendiendo a manejar, llegaría en el carro viejo conducido por el cretino de Molina, y nosotros dos, carajo, se les van a caer los ojos a Susy y a Mary cuando nos vean llegar, haremos nuestro ingreso triunfal al caserón de la avenida San Felipe, con tremendos jardines y pistas de entrada para automóviles, nada menos que solitos y en el Daimler. Por supuesto que lo único con que no contaron los mellizos Céspedes Salinas fue con que las hermanas Vélez Sarsfield también tuvieran un Daimler negro con chofer uniformado, estribos, mil asientos limusines y todo, con que habituadas como estaban a mucho lujo y nada más, encontraran entrañable y sumamente bohemia y
cosmopolitan
la llegada de Carlitos Sylvester en un carro del año del rey pepino, y con que las tres, tan anglo como eran, lo consideraron una suerte de
El amante de lady Chaterley,
con amplios jardines y hasta con un huerto y todo, y además manejando el propio amante, porque Molina sí lo había traído hasta la puerta, claro, pero ahí el hombre como que se murió de vergüenza por aquello de que un chofer de la familia de Larrea y Olavegoya y este carro tan verdecito y tan viejo, oiga usted, joven Carlos, ¿podría bajarme aquí y esperar?, lo cual explica el ingreso de Carlitos al volante del carro bohemio, aventurero y verdecito, un ingreso bastante titubeante y curvilíneo, a decir verdad, pero que las chicas Vélez Sarsfield encontraron digno de un hombre de tan alto vuelo y alcoba que hasta falsos apellidos tenía que usar, y se olvidaron del té a las cinco y de todo porque jamás habían subido a un automóvil tan encantador como el de Carlitos y, además, un Daimler, la verdad, es cosa de choferes uniformados, mientras que este cupé es cosa de pilotos aventureros y
old timers.
Y fue así como los mellizos, que en ningún momento fueron despreciados ni nada, ni mucho menos mirados de forma alguna, tuvieron que resignarse ante ese triunfo absoluto de Carlitos Sylvester y sufrirse frases suyas del tipo: Miren, Arturo y Raúl, yo creo que una primera lección, o conclusión, esta tarde, podría ser que a una multimillonaria se le impresiona con un auto viejo, de la misma manera en que a una chica pobre la haces feliz con un Daimler, por ejemplo, y todo esto mientras el té de las cinco continuaba enfriándose a las siete y empezaba a anochecer y continuaban las tres parejas todas apretujadas en el cupé seductor conducido con más riesgo y aventura que nunca por un Carlitos Sylvester que las tres encontraban realmente encantador y con esas asociaciones de ideas tan locas y tan divertidas.
Hechos mierda, los mellizos se sintieron siempre más mirados que nunca, y desde el cielo mismo hasta el mismísimo infierno, aunque la verdad es que nadie ahí los miró mal ni nada, o tal vez el asunto sea que precisamente los miraron demasiado poco, o a lo mejor nada, y que además los pobres jamás llegaron a entrar en la casa estilo tudor más tudor e inmensa de todo Lima, un súper sueño para ellos, porque ya vimos que, no bien llegó Carlitos con su cupé y su terrible fama de alcoba que camina, oculta además bajo el entrañable nombre de Carlos Sylvester, las tres hermanas sólo tuvieron ojos y oídos para él y su automóvil bohemio y romántico, y ya sólo quisieron subirse al cupé y partir a la aventura, y ahí continuaban todavía a las nueve en punto de la noche con los pobres mellizos reducidos ahora a la nada existencial, aunque con Molina siguiéndolos, o persiguiéndolos, más bien, y siempre en el Daimler, tal vez sólo por cumplir con las órdenes de doña Natalia, pero seguro que, además, por qué no, para darse el gustazo de ser el único ahí esa tarde noche, que se la pasó todo el tiempo en actitud de arriba abajo, de automóvil a automóvil y tan sólo telepáticamente, por supuesto, y también, cómo no, referida exclusivamente a los hermanos de la calle de la Amargura y a la porquería esa verde que ellos llaman bólido, habráse visto cosa igual, sólo a un par de cretinos como los Céspedes Salinas se les ocurre llamarle bólido a semejante vejestorio, ja, ja, ja, ja…
Pero todavía hubo baile de disfraces y concurso de equitación con las tres hermanas Vélez Sarsfield, el Daimler y Molina, los mellizos Céspedes Salinas, sus locas ambiciones y atroces aterrizajes, y Carlitos Sylvester al volante del cupé del 46 y con sus infinitas oportunidades de acción y contemplación del mundo en que vivimos, o, mejor dicho, del mundo en que vivo desde que Arturo y Raúl se entregaron en cuerpo y alma a abrirse camino en el verdadero valle de lágrimas que resultó ser para ellos la alta cuna y la fortuna y esa cumbre del estrellato por la cual iban al mismo tiempo a cuatro patas y como en el juego de la gallina ciega, aunque siempre en el papel de la gallina los pobres mellizos, claro, tan presumidos de sí mismos en un comienzo, tan a mí me dicen Duque, el uno, tan el hombre cuanto más parecido al oso más hermoso, el otro, y tan al pobre Carlitos le tocará ser siempre la gallina ciega y a Molina un esclavo de mierda más, o qué se ha creído el muy cretino.
En fin, que cada noche más, entre las tinieblas del huerto y la ausencia de Natalia, reproducida con cruel perfección por el tictac eterno de un reloj de pie, Carlitos le rendía cuenta paso a paso de la manera tan increíble en que los mellizos concebían su vida como una verdadera batalla y consideraban a la ciudad de Lima como un frente de guerra en el cual amanecían todas las mañanas con nuevos bríos, sí, mi amor, créeme que así es, mi Natalia, todos los días como que vuelven al combate, este par de locos, y mejor armados, mejor informados y hasta mejor pertrechados, diría yo, mi amor, porque del Daimler ya prácticamente se apropiaron para siempre, verás cuando vuelvas, pero resulta que su diario Waterloo cada día es como más Waterloo, diría yo, porque realmente los tipos no cesan de ir por lana y de volver trasquiladísimos, si vieras tú a Molina, el tipo hasta conversa y se sonríe como nunca con lo feliz que anda de corresponsal de guerra o enviado especial o qué sé yo, mi amor. Y bueno, sí, tenías razón, las chicas Vélez Sarsfield no son nada bonitas, pero el verdadero problema no está ahí, sino en que son unas muchachas sencillísimas y que hasta se diría que ni cuenta se dan de que son tan ricas y tan
very british,
y, claro, no reaccionan nunca como tales y eso los tiene a los pobres mellizos con el mundo patas arriba porque ellos quieren que sean así, pero resulta que son asá, y quieren que reaccionen así, también, pero resulta que nuevamente reaccionan todo lo contrario, ¿y sabes qué, mi amor?, pues que los tipos a veces como que te dan mucha pena, otras como que te dan mucha risa, pero, aunque esto te suene muy poco cristiano, también hay otras veces en que, vistos en conjunto, te dan un poquito de asco… Gracias a Dios, eso sí, la dermatología les interesa mucho, claro que por su proyección social [sic], y sin duda por ello no descuidamos el estudio diario.
Pero el baile de disfraces de aquel carnaval de 1957, en casa de Maricuchita Ibáñez Santibáñez, fue ya demasiado Waterloo para los mellizos, aunque también ellos, cual Napoleones criollos, probarían suerte nuevamente en el arte de la derrota atroz y definitiva. Y es que los pobres Arturo y Raúl estaban más fascinados por la idea que se hacían de las hermanas Vélez Sarsfield que por las tres feuconas pero simpatiquísimas hermanas de carne y hueso. Por supuesto que fue Carlitos quien tuvo que mover cielo y tierra para conseguirles invitaciones, lo cual obligó también a Susy, Mary y Melanie a mover cielo y tierra para conseguirle una invitación a Charles Sylvester, su gran amigo de infancia en Londres, que acababa de llegar a Lima, se alojaba en casa de unos primos de apellidos Céspedes Salinas, que nosotras tampoco conocemos ni en pelea de perros, no, pero bueno, nos encantaría que los invitaras también con Charles Sylvester, sobre todo por lo del alojamiento y eso, sí, por favor…
—¿Que cómo son? Pues yo diría que medio cholazos y huachafones y como que vivieran en un Daimler o se pasaran la vida limpiándolo, Maricuchita, y además uno de ellos insiste en que le digan Duque y el otro Oso, que le queda perfecto, te lo juro, y hasta miedo te da el tipo, pero mira, a Charles Sylvester lo queremos atender lo mejor posible, y al fin y al cabo la tuya es una fiesta de disfraces, o sea que lo menos que van a traer los mellizos ésos es un buen par de antifaces.
—¿Tres invitaciones, entonces?
—Qué le vamos a hacer, Maricuchita, por favor. Tres invitaciones, sí, y si quieres les pido a los Céspedes que vengan con máscaras…
Pero el gran baile de disfraces de Maricuchita Ibáñez Santibáñez fue tremenda desilusión para los mellizos Céspedes Salinas, y nada menos que por culpa de las hermanas Vélez Sarsfield, que llegaron igual de pecosas que siempre, igual de pelirrojas, con sus eternas colas de caballo, y sin nada que resplandeciera en todo Lima, ni siquiera ahí en el distrito de Miraflores, sin nada que brillara como el oro o relumbrara como un diamante. La casa del baile sí que estaba a la altura, y fue el propio Molina, tan comunicativo últimamente, el encargado de comentarle a Carlitos que se fijara en sus compañeros de estudios y Amargura, mírelos, joven, como que se han achatado ante tremenda fachada y ante el patio este de ingreso, y a quién se le ocurre, con el calorazo que hace, ponerse una máscara de oso y tremenda piel negra, oiga usted, y el otro disfrazado de Gran Duque de las Cruzadas, según él, que le he preguntado y dice que fue entonces cuando nacieron las grandes órdenes de caballería y los títulos como el suyo, ese amigo suyo va a empapar en sudor a cuanta chica saque a bailar y ojalá que use harto desodorante…
—Molina, por favor, je, je…
—Y usted no olvide que acaba de llegar de Londres y que se llama Charles, además de todo. Y, por favor, eso sí, no se quite ese antifaz ni un solo segundo. Va usted muerto si se lo quita y se dan cuenta de que es nada menos que el amante de la
lady
esa no sé cuántos, como la llaman las señoritas Vélez…
Pues las señoritas Vélez Sarsfield, nada menos, estaban llegando en ese preciso instante, también en un Daimler negro, y también con un chofer uniformado, por supuesto que de verano, de muy fina lanilla de un gris muy claro, y con esa preciosa gorra que entró en rápida competencia con la de Molina, que, aunque no iba ni de oso ni de duque de mierda ni nada, sino súper veraniego, como debe ser en esta época del año, por si acaso le pegó su tremenda mirada rubia Albión al del otro Daimler, y es que la gorra del otro chofer era mejor que la suya y esta misma noche le mando pedir a la señora Natalia una gorra parisina para empleado elegante y fiel, y talla sesenta y cuatro, usted por favor se encarga de eso, joven Charles Sylvester, pero, cancho, qué les pasa a sus amigos los mellizos, que andan como anonadados con la llegada de sus amigas, fíjese usted, joven Charles.
Era cierto. Toda la gran ilusión, toda la inmensa esperanza de los mellizos Gran Duque de las Cruzadas y Oso desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, como si la inmensa y muy iluminada fachada del caserón que tenían ante ellos se les hubiera venido encima y los hubiera aniquilado. Los mellizos habían soñado con tres princesas de cuentos de hadas, con antifaces de oro y toda una retórica de joyas, sin duda alguna, pero en cambio las hermanas llevaban un sencillo disfraz de muchachas parisinas y existencialistas, de simples boinas, de faldas hasta el suelo, de largas camisas de hombre y zapatillas de torero, todo negro. Las tres vestían con una sencillez casi fuera de tono, y que, de no ser porque con o sin antifaz siempre serían ellas y sus tres largas y pelirrojas colas de caballo, los demás asistentes al baile podían encontrar hasta ridícula, aunque gracias a Dios que aquí todo el mundo sabe que son multimillonarias, pensaban penosamente los pobres Gran Duque y Oso invernales. Y es que, una vez más, para su pueril frivolidad, un baile era también un campo de batalla. Los mellizos habían soñado con que las hermanas Vélez Sarsfield dejaran boquiabierto al mundo entero con joyas y disfraces de princesas de cuento de hadas, para debutar ellos en calidad de príncipes consortes, sin duda alguna gracias al toquecillo enamorado de unas varitas mágicas de dieciocho kilates, y ahora esta singular muestra de sencillez e independencia resultaba profundamente dolorosa para unos maniqueos arribistas a los que, anonadados como andaban, incluso les costó trabajo seguir el ejemplo del joven Charles Sylvester y tomar del brazo a sus parejas para ingresar a los salones importantísimos de aquella residencia inalcanzable para ellos, por más que algún día también se la fueran a pagar con creces a su madre, carajo, y por más que en aquellos jardines iluminados y decorados carnavalescamente nadie los fuera a reconocer vestidos así, de Gran Duque de las Cruzadas, uno, y de hermoso Oso, el otro, y acompañados por las carcajadas de Melanie y Carlitos Alegre, porque, además, a la alcoba que camina oculta bajo un seudónimo se le acababa de venir a la mente una de sus locas asociaciones, esta vez nada menos que entre el calorazo de aquella noche de carnaval y los disfraces de los mellizos…