Pero el muy cabrón volvía a salir de la cama y a ducharse Charlton Heston, y con ese rostro varonil y mayor partía a clases de marabunta, incluso, pero de noche nuevamente regresaba con la estupidez esa de los quince años marcada en el rostro, maldita sea. Natalia se hartaba y todo, y especialmente cuando él se reía de semejante babosada, mi amor, y ella por dentro se picaba tanto que hasta le hería la sensación atroz de que el tiempo para ella corría hacia adelante, hacia los treinta y cinco años de edad, ya, mientras que para él corría hacia atrás, bebé de mierda, yo a éste me lo meto en la cartera y me lo llevo a Europa antes incluso de tener los papeles listos, y después que el cretino de su papi me mande al poder judicial y al ejército enteros, si quiere.
Y fue precisamente una de esas noches en que Carlitos regresó excesivamente quinceañero, cuando ella, picadísima y herida, se inventó casi un viaje a Europa, para dentro de tres días. Era cierto que se trataba de un importantísimo y determinante viaje de negocios que Natalia venía preparando desde hace mucho tiempo, a escondidas de medio mundo, y que pronto iba a tener que hacer, de todos modos, pero aquella inesperada y hasta precipitada decisión de partir con tanta urgencia la tomó sólo porque Carlitos regresó más regresivo que nunca, esa noche, no puede ser, no, si el bebecito mío cualquiera de estos días se me aparece meado y en pañales.
—El viaje es urgente, mi amor, sí. Y se ha precipitado, es cierto. Pero bueno, es sumamente importante para los dos y tengo que hacerlo. No me queda más remedio.
Carlitos le puso una cara de cuarenta y cinco años de tristeza, y le preguntó:
—¿Y cuánto dura el viaje, esta vez?
—Tres semanas, mi amor —le respondió ella, fascinada por la edad perfecta de su amante, y muy triste, a la vez, porque, seguro, si le decía que no viajaba, se le ponía de quince años nuevamente.
—Tres semanas es bien largo, caray…
—Sí, mi amor. Y una cosita, ahora, ¿ya? No te me muevas. Quédate bien paradito ahí, y ni respires, por favor, que voy a traer mi máquina de fotos.
—¿Máquina de fotos? ¿A santo de qué?
—Me voy a gastar rollos enteros en ti, esta noche, amor mío. Y es que, te lo juro, te acaba de salir una perfecta cara de cuarenta y cinco años.
—Te vas, y tan feliz, mira tú. Mientras que yo, la verdad, no entiendo nada, Natalia. ¿Y a qué santo tanta foto en un momento como éste, se puede saber?
—Cada loco con su tema, mi amor. Y como te muevas, te mato.
Natalia partió aterrada, partió arrepentidísima, y partió sumamente preocupada. Pero qué podía hacer ya. Había adelantado sus citas en Londres, París, y Roma, había forzado las agendas de muchísimas personas, había cambiado los días y horas de tantas citas de trabajo, de consultas con abogados, notarios y cónsules del Perú, de almuerzos y comidas de negocios y de amistad. Ya no podía alterarlo todo nuevamente, sin que creyeran que se estaba volviendo loca. Y la pobre sí que se estaba volviendo loca con lo de la misa por el año de la muerte de doña Isabel, la abuela de Carlitos, porque la verdad es que el tipo regresó con una impresionante cara de trece años, rayana ya en la insolencia, el desafío, en la tomadura de pelo, maldito imberbe, míralo tú hasta con el bozo ese incipiente, se diría, me provoca decirle a Julia que, en vez de hojas de afeitar nuevas, le ponga en el baño un lápiz con borrador, o es que estoy perdiendo el control de la situación y me está faltando la cordura necesaria para enfrentarme a todo lo que me espera en el corto y mediano plazo. Natalia se descubrió tomándose un tranquilizante tras otro y hasta descolgó el teléfono para marcar el número de Olga Henstridge y desahogarse hablando un buen rato con ella, preguntándole por ejemplo si lo suyo no sería como lo de Juana la Loca y lo de Carlitos como lo de Felipe el Hermoso, tremendo desgraciado, cochino infiel, que no supo atesorar a esa mujer superior, condenada a amar y a no reinar… Pero justo en ese momento entró Carlitos y, al ver las maletas de Natalia a medio hacer sobre la camota, le salió de muy adentro aquella tristeza de cuarenta y cinco años de edad que ya ella había inmortalizado con su Kodak. Y a Natalia le salió paralelamente la mujer que amaba a Carlitos, cualquiera que fuera la edad motivada por las circunstancias, la mujer segura de su amor, confiada en su belleza y en la transparencia total que guiaba cada pensamiento, cada sentimiento y hasta el más mínimo acto de su maravilloso amante.
—Qué mala pata, Carlitos, esta coincidencia de mi partida y la misa por tu abuela.
—Ya pasará, Natalia. Tú haz tu viaje tranquila, que yo, ya sabes, voy a estar ocupadísimo entre mis clases y los nuevos planes sociales de los mellizos. El padrón de contribuyentes importantes lo tienen ya completito y…
—Pobres diablos. Si supieran que en este país nadie paga sus impuestos.
—La lista, según ellos, es una
sabia,
sí, ésa es la palabra que emplean, una
sabia
mezcla de contante y sonante y apellidos
lustrosos.
Tal cual.
—Ya me lo contarás todo al regreso, soberbio alcahuete.
—Me distraigo, Natalia, la verdad. Y, aunque ya te lo he contado, ese desayuno después de la misa con mis padres y hermanas…
—Ven aquí, mi amor…
—Marisol y Cristi son una joya de hermanas, que sólo enfurecen cuando les tocas el tema de los mellizos y sus anteojos negros para penas obligatorias en entierros significativos. Le han tomado verdadera tirria a los mellizos, ellas, que sin embargo tienen tanto sentido del humor.
—Igual que tu mami a mí, claro que por otras razones. Parece que también a mí me agarró tirria ya para siempre, Antonella.
—Tiene algo muy fuerte contra ti, sí…
—Pero lo realmente extraño es la aparente pasividad de tu padre.
—Le tiene pavor al escándalo, eso es todo. Al menos eso deduzco yo, por las cosas que me dice y la manera en que se comporta conmigo. Como que me presenta breves informes del estado de cosas y punto. Pero después me trata bien, aunque al mismo tiempo me suelta frases que parecen dirigidas a otra persona. Dirigidas a cualquiera, menos a mí. Aunque de pronto te dice que es deber de un padre mantener a su hijo informado acerca de determinados asuntos. Y añade que él sigue muy atentamente la evolución legal del caso, por supuesto. Pero, después, le mete incluso su requintada al mayordomo por no haber pensado en la mermelada preferida del niño, sí, del niño Carlitos, que cómo no iba a estar con sus padres un día como éste, oiga usted, cómo no va a estar en la misa de aniversario por mi madre, Víctor, y, a ver, dígale usted a Miguel que se dé un saltito al chino de la esquina y vea si encuentra esa mermelada. ¿O no la compramos siempre en esa bodega? En fin, Natalia, que papá, como siempre, está en todo, pero al mismo tiempo crea esa especie de territorio de nadie, entre él y yo.
—Y te parte el alma, por supuesto.
—No puedo negarlo, Natalia. Me parte el alma, sí. ¿Y contigo, cómo van las cosas?
—Atascadas, y con una gran desconfianza mutua, pero entre abogados sumamente discretos, por ambas partes, porque es verdad que tu papá le tiene verdadero pavor a un escándalo. Y no sólo por el escándalo en sí, y toda la chismografía que desataría, sino porque está convencido de que puede resultarle muy perjudicial para su clínica, y para toda la gente que depende de él, en un momento, además, en que se está planteando ampliarla e incluso abrir algunas nuevas filiales en determinadas zonas de Argentina, Bolivia y Ecuador, para estimular la investigación del Mal de Chagas, entre otras enfermedades. Esto me lo han asegurado mis propios abogados, y los suyos no lo niegan, aunque prefieren hacernos creer que tu padre es un hombre muy moderno, abierto y tolerante, que logra ponerse en tu pellejo y prefiere esperar que las cosas finalmente se arreglen solas, con el transcurso del tiempo. O sea que tú, Carlitos Alegre, regreses a casita con el rabo entre las piernas y convertido en la última y más actualizada versión de la parábola del hijo pródigo. Así están las cosas, mi amor, aunque ello no impide que a la policía la tengan vigilándonos día y noche, lo cual prueba que tu papá también teme que su hijito sea todo menos el hijo pródigo, y que le salga respondón si él se lanza a un ataque frontal contra ti y contra mí. Hoy, por ejemplo, nuestros vigilantes deben de andar particularmente saltones pensando que te voy a meter en mi equipaje. Y, hablando de equipajes, tengo que acabar con todo esto, mi amor. ¿Me ayudas a hacerlo todo pésimamente mal?
—Encantado, je, je…
—Y no se te vaya a pasar lo de tu clase de francés, mi amor, ¿eh? Molina sabe perfectamente dónde es.
En efecto, esa misma tarde, de regreso del aeropuerto, Carlitos tenía que empezar sus clases de francés para irse a Francia menor de edad con Natalia y con aquellos documentos que sí, que sí progresan, Carlitos, tanto en Lima como en Francia progresan y justo ahora en París tengo una cita clave, por lo de tus documentos, precisamente, sí, aunque tú, por favor, ni una sola palabra a nadie, ¿me oyes, mi amor? O sea que un poco dramático el asunto aquel de la lengua de Molière, Corneille y Racine, para el pobre Carlitos, pero a Natalia le habían recomendado a la señorita solterona y muy bonita y sumamente culta y fina, Herminia Melon, sin acento en la «o», porque su apellido era de origen francés y este idioma lo hablaba como si ella misma lo hubiera inventado. La señorita Melon, cuyos padres eran peruanos y fueron muy ricos, aunque antes que nada fueron siempre muy huraños, se había graduado en montones de cosas en la Sorbona, antes de que la fortuna familiar menguara y terminaran viviendo, ellos y ella, en un chalecito ya bien al final de la avenida Pedro de Osma, prácticamente en el límite entre Barranco y Chorrillos, o sea, que no tan lejos del huerto, para que Carlitos pudiera asistir cómodamente a sus clases vespertinas, tres veces por semana, de regreso de la Escuela de San Fernando. Además, Molina lo llevaba, Molina lo traía, y Molina lo esperaba, feliz nuevamente, porque los mellizos Céspedes Salinas no tardaban en entrar en acción y, con doña Natalia ausente, también él no tardaba en entrar en contemplación, siempre en calidad de testigo cruelmente satisfecho de todos los errores tácticos y estratégicos que iban llevando a los ases de la calle de la Amargura de amarga en amarga derrota.
Atardeció brutalmente en Lima, no bien despegó el avión en que viajaba Natalia, y sabe Dios cuántos años de tristeza tendría Carlitos en el rostro cuando llegó al chalecito desgarrador de la señorita solterona Herminia Melon, sin un mísero acento en la «o», siquiera. Porque así de negativo había quedado Carlitos tras la partida de Natalia y, por más esfuerzos que hizo el pobre Molina por sacarle siquiera una palabra, el joven Carlitos simple y llanamente no estaba por la labor de vivir, aquella tarde. Demasiado repentina, la partida de Natalia, y demasiado corto el beso de despedida en el aeropuerto, cuando él en realidad se había lanzado sobre ella con la intención de quedarse de alguna manera con el calor de su deslumbrante belleza, y con el olor, el gusto y el tacto, de habitarse de ella, de robarle su fuego divino, sólo por estas tres semanas, mi amor, salpicándome con el brillo de tus ojos y esa cosita que también te brilla siempre en la húmeda carnosidad de los labios, de quedarme con algo ondulado en las manos, introduciéndolas ambas con tan intensa ternura entre tus cabellos crespos que hasta se me moldeen las palmas, al menos, aunque de ser posible también los dedos, Natalia, mujer de mi corazón, que fue cuando ella le dio casi un empellón, le dijo que no soportaba un instante más la mirada de esos tipos que nos han venido siguiendo todo el camino, y se metió casi corriendo a la sala de embarque. Desde ahí le mandó un inmenso beso volado y le dibujó con los labios que lo adoraba, bien lentamente, tres veces, pero, aunque él le respondió con un adiós medio tonto y algo risueño, todo su impulso vital continuaba fluyendo hacia el momento anterior, hacia el cuerpo de Natalia, hacia sus labios, sus ojos, sus muslos, sus cabellos, hacia su nombre completo y así otra y otra vez, vertiginosa, profundamente, incontenible, brutal.
Después regresó tristísimo, Carlitos, y proyectando su pena sobre todo el camino del aeropuerto a Barranco, mientras el pobre Molina luchaba por comunicarse con él. Inútil. Y hasta se asustó el chofer, en una de ésas, porque él nunca le había visto esa mirada al joven Carlitos, y jamás le he visto ese temblor en las piernas y manos, pero si son convulsiones, casi, maldita sea… Casi… Y ahora que habían llegado al chalecito de la profesora de francés, ¿qué hacer? A lo mejor el joven no está para clases de nada, hoy, pasado mañana, tal vez, yo creo que lo podríamos dejar para pasado mañana…
—¿Quiere que sigamos hasta el huerto, señor Carlitos? —le preguntó Molina, serio, preocupado, asustado.
—Muchas gracias, Molina, pero aquí me quedo. ¿Y quiere que le diga una cosa?
—Dígame, joven…
—Dentro de tres semanas, cuando doña Natalia esté de vuelta, yo ya sabré hablar francés a la perfección.
—¿No le parece muy poco tiempo?
—¿Quiere que apostemos?
—No, señor, nada de apuestas. De muchacho, mi mamá siempre me dijo que discutiera, y mucho, pero que nunca apostara.
Lo que Molina vio, instantes después, fue algo realmente increíble, aunque tratándose del joven Carlitos… Tratándose de él… Bien. Carlitos tocaba un timbre. Transcurría un breve momento y se iluminaba un farolito del pequeño chalet barranquino, a la derecha de la puerta de entrada, humildilla pero correcta y limpia y con su jazmín en flor intentando cubrirla. Al otro farolito, sin duda, se le había quemado el foco, o a lo mejor era cuestión de ahorro. Carlitos ni cuenta se daba y seguía apretando el timbre con toda su alma, apoyadísimo en él, y de cuerpo entero, como si en eso se le estuviera yendo la vida. Se abría la puerta y le sonreía una señorita bien bonita y bien fina, para qué, y eso que tirando ya a los cincuenta. Carlitos continuaba tocando el timbre y la señorita se lo hacía notar, con cierta dificultad.
—Dígamelo usted en francés, señorita Herminia —le sonrió, por fin, Carlitos, sí, porque Molina lo oyó todo clarito.
—
La sonnette…
—
La sonnette
suena precioso —opinó Carlitos, y su brazo derecho pasó del timbre al cuello de la señorita profesora, mientras el izquierdo la tomaba por el talle.
No le ofrecieron resistencia y fue un beso interminable, que, parece ser, sólo parece ser, además, porque Carlitos jamás hizo mención alguna de aquel asunto tan extraño, era tan sólo una prolongación de algo que había empezado ya en el aeropuerto, inconteniblemente, impostergablemente, y que, aunque él mismo lo ignorara, tenía que continuar aquí en Barranco, salvo que hubiera continuado con Molina, claro, en el trayecto desde el aeropuerto, y entonces por supuesto que ya habría sido cosa de locos y a lo mejor hasta se estrellan y se matan. Ahora, sin embargo, el chofer ni siquiera sospechaba todo lo que estaba ocurriendo, ante su muy atenta mirada y sus oídos de cazador al acecho. La señorita Herminia Melon, en cambio, era un dechado de ternura e inteligencia y poseía además aquella exquisita sensibilidad. Estaba enterada de que el nuevo alumno regresaba del aeropuerto, de despedirse de un ser querido, pero de nada más, porque ella era tan huraña como sus padres y, de Lima, sólo sabía que quedaba muy lejos de París. En fin, que por más que le contaran muchas cosas y le chismeara más de una alumna, lo suyo era enseñar el idioma francés y punto, aunque de este chico que la estaba asfixiando, aparte de tener anotado el nombre y apellidos, sus horarios de clases, los honorarios, etcétera, algo más le parecía recordar, ahora… Pero no, puesto que era de ella misma de quien se estaba acordando, de golpe, la señorita Herminia Melon, al cabo de tantos y tantos años, y por ello sin duda alzó de pronto sus brazos y, aunque tarde y bastante mal, pero delicioso, a su antigua manera, empezó también a besar a Carlitos, o a devolverle su beso, al menos, primero, aunque ya después se empinó un poquito para devolverle su beso un poquito mejor, y al final terminó volcándose totalmente en los brazos del gran amor de su vida, cuando éste partió a la guerra, en un tren, nunca jamás volvió, y ella optó por ser lo que era hasta el día de hoy, en que este chico tan simpático se me ha aparecido con el tiempo perdido casi completo, porque hasta el aroma es el mismo, mira tú, qué delicia, y son las siete, y aquel tren también partió oscuro y a las siete, anocheciendo ya… Un buen rato de aroma después, la señorita Herminia Melon, que jamás se arrepentiría de nada, estaba sentada en un sofá de terciopelo azul bastante gastado, hasta el cual se había llevado a Carlitos Alegre, poquito a poco, para terminar aquel beso tan prolongado, ahí, cada uno con su propia pena y con su propia emoción a cuestas, cada uno en lo suyo y cada uno por su lado, en fin, aunque se diría que, también, en cierta medida, bastante satisfechos, en medio de tanto silencio y oscuridad, y ella, además, con aroma incluido.