Carlitos Alegre se decide a aparecer por la fiesta que su distinguida familia da en el jardín de la casa, donde se siente inmediatamente atraído por Natalia de Larrea, una bella y acaudalada mujer que es el centro de atención de las miradas masculinas. Los celos que despierta el aparatoso baile de Carlitos y Natalia desencadenan una delirante pelea de la que se zafan los dos amantes, que se van a vivir a la casa de campo de ella. Sin embargo, el idilio entre el chico y la aristócrata ha escandalizado tanto a sus familiares y amigos, que el padre de él llega a demandar a Natalia por corrupción de menores. Esto les obliga a adoptar nuevas estrategias para poner a salvo su pasión, que tampoco es ajena al aprendizaje vital del muchacho y a la vida cosmopolita a la que está acostumbrada la mujer.
Con este relato, a ratos hilarante, a ratos tierno, Alfredo Bryce Echenique consigue deslumbrarnos primero y conmovernos a continuación, gracias a su capacidad para describir los estados de ánimo y para reproducir los guiños de un grupo social y de una época. La pluma irreverente y tierna a la vez, y el desatado sentido del humor de Alfredo Bryce Echenique convierten esta historia inolvidable en un hito de la literatura actual.
Alfredo Bryce Echenique
El huerto de mi amada
ePUB v1.0
lamirona28.03.13
Alfredo Bryce Echenique, 2002.
Editor original: lamirona (v1.0)
ePub base v2.1
Para Anita Chávez Montoya, estos tientos y quebrantos, y éste mi amor; y para sus hijas Daniela, Manuela y Alejandra, con todo el cariño del «Geladito Dedo Tronchado».
También a Fabiola y Tavo de la Puente, o cómo los afectos de la infancia y adolescencia se recuperan conversando con buen vino y hermoso jardín, excelentes memoria e intención, y agudo sentido del humor y de la amistad.
Y mil gracias, queridos Julia Roca y Carlos Álvarez, pues bien saben que sin su generosa ayuda y paciencia no habrían sido posibles, este año, como tantos ya, en nuestra Gran Isla, ni el autor, ni su computadora, ni mucho menos su libro. Y gracias también por los refugios, Irene y Yovanka Vaccari, refugiadas esmeradas, Luis Serra Majem, tan hermoso y valioso reencuentro isleño, desde aquella adolescencia menorquina, y Cecilia y Humberto Palma, por la casa de Punta Corrientes y los recuerdos de toda una vida...
Si pasas por la vera del huerto de mi amada,
al expandir tu vista hacia el fondo verás
un florestal que pone tonos primaverales
en la quietud amable que los arbustos dan.
Felipe Pinglo,
El huerto de mi amada.
Voilá done le beau miracle de votre civilization! De l'amour vous avez fait une affaire ordinaire.
Barnave
Souvenir ridicule et touchant: le premier salón où a dix-huit ans l'on a paru seul et sans appuil le regard d'une femme suffisait pour m'intimider. Plus je voulais plaire, plus je devenais gauche. Je me faisais de tout les idees les plus fausses; ou je me livrais sans motif, ou je voyais dans un homme un ennemi parce qu'il m'avait regardé d'un air grave. Mais alors, au milieu des affreux malheurs de ma timidité, qu'un beaujour était beau!
Kant
Le besoin d'anxieté […] Le besoin de jouer formait tout le secret du caractere de cette princesse aimable; de là ses brouilles et ses raccomodemments avec ses frères dès l'age de seize ans.Or, que peut jouer une jeune fille? Ce qu'elle a de plus précieux: sa réputation, la consideration de toute une vie.
Mémoires du duc d'Angouléme
O how this spring of love resembleth
The uncertain glory on an April day;
Which now shows all the beauty of the sun
And by, an by a cloud takes all away!
Shakespeare
Plus de détails, plus de détails, disait-il à son fils,
Il n'y a d 'originalité et de vérité que dans le détails.
Stendhal
La duchesse se jeta au cou de Fabrice, et tomba dans un évanouissement qui dura une heure et donna des craintes d'abord pour sa vie, et ensuite pour sa raison.
Carlitos Alegre, que nunca se fijaba en nada, sintió de pronto algo muy fuerte y sobrecogedor, algo incontenible y explosivo, y sintió más todavía, tan violento como inexplicable, aunque agradabilísimo todo, eso sí, cuando aquella cálida noche de verano regresó a su casa y notó preparativos de fiesta, allá afuera, en la terraza y en el jardín. Hacía un par de semanas que preparaba todos los días su examen de ingreso a la universidad, en los altos de una muy vieja casona de húmeda y polvorienta fachada, amarillenta, sucia y de quincha la vetusta y demolible casona aquella situada en la calle de la Amargura y en que vivían doña María Salinas, viuda de Céspedes, puntualísima empleada del Correo Central, y los tres hijos —dos varones, que son mellizos, ah, y la mujercita también, claro, la mujercita…— que había tenido con su difunto marido, César Céspedes, un esforzado y talentoso dermatólogo chiclayano que empezaba a abrirse camino en la Lima de los cuarenta y ya andaba soñando con construirse un chalet en San Isidro y todo, con su consultorio al frente, también, por supuesto, y aprendan de su padre, muchachos, que este ascenso profesional y social me lo estoy ganando solo, solito y empezando de cero, ¿me entienden?, cuando la muerte lo sorprendió, o lo malogró —como dijo alguien en el concurrido y retórico entierro de Puerto Eten, Chiclayo, su terruño—, obligando a su viuda a abandonar su condición de satisfecha y esperanzada ama de casa, para entregarse en cuerpo y alma a la buena educación de sus hijos, a rematar, casi, la casita propia de entonces, en Jesús María, y a convertirse en una muy resignada y eficiente funcionaria estatal y en la ojerosa y muy correcta inquilina de los altos de aquella cada día más demolible casona de la ya venida a menos calle de la Amargura, ni siquiera en la vieja Lima histórica de Pizarro, nada, ni eso, siquiera, sino en la vejancona, donde, sin embargo, conservaba su residencia de notable balcón limeño el presidente don Manuel Prado Ugarteche —entonces en su segundo mandato—, claro que porque Prado vivía en París y así cualquiera, salvo cuando gobernaba el Perú, y porque antigüedad es clase, también, para qué, argumento éste que, aunque sin llegar entenderlo a fondo ni compartirlo tampoco a fondo, esgrimían a menudo Arturo y Raúl Céspedes, los hijos mellizos del fallecido dermatólogo chiclayano, ante quien osara mirar la vetusta y desangelada casota y verla tal cual era, o sea, sin comprensión ni simpatía y de quincha, o sin compasión ni amplitud de criterio e inmunda, y más bien sí con una pizca de burla silenciosa y una mala leche que gritaban su nombre. Una miradita bastaba, y una miradita más una sonrisita eran ya todo un exceso, aunque se daban, también, qué horror, esta Lima, pobres Arturo y Raúl, susceptibles hasta decir basta en estos temas de ir a más y venir a menos.
El mismo argumento de la antigüedad y la clase era utilizado por los mellizos, convertidos ya en 1957 en dos ambiciosos egresados del colegio La Salle, exactos el uno al otro por dentro y por fuera, aunque sin entenderlo ellos tampoco en este caso, por supuesto, cuando de la honra de su menor hermana Consuelo se trataba, ya que se es gente decente y bien si se vive en San Isidro o Miraflores, pero no por ello se tiene que ser gente mal, o de mal vivir, lo cual es peor, ni mucho menos indecente, carajo, si se vive en Amargura. Y aunque los conceptos no tenían absolutamente nada que ver los unos con los otros, cuando los hermanos Arturo y Raúl Céspedes se referían a su hermana, ni feíta ni bonita, ni inteligente ni no, y así todo, una vaina, una real vaina, nuestra hermana Consuelo, inmediatamente se les hacía un pandemónium de San Isidros y Miraflores y Amarguras, de gente bien y mal y hasta pésimo, de lo que es ser decente e indecente, o pobre pero honrado, esa mierda, y sólo lograban escapar de tan tremendo laberinto mediante el menos adecuado de los usos de esto de la antigüedad es clase, que, por lo demás, sólo a ellos dos les quitaba el sueño, maldita sea, porque los mellizos Céspedes eran, lo sabemos, puntillosos hasta decir basta en cuestiones de honor, frágil clase media aspirante, suspirante, desesperante,
to be or not to be,
qué dirán, mamá empleaducha de Correos, y a-nuestra-santa-madre-carajo-la-sentaremos-en-un-trono, como le requetecorresponde, no bien, si bien, si bien antes… Bueno, pero ay de aquel que diga que no…
Carlitos Alegre, en todo caso, jamás se fijó absolutamente en nada, ni siquiera en la calle de la Amargura o en la casona de ese amarillo demolible, o en el balcón del palacete Prado, muchísimo menos en lo de la antigüedad y la clase, y a Consuelo ni siquiera la veía, lo cual sí que les jodía a los hermanos Céspedes, pero eso les pasa por interesados y tan trepadores y a su edad. Y Carlitos Alegre no se fijaba nunca en nada, ni siquiera en que había nacido en una acaudalada y piadosa familia de padres a hijos dermatólogos de gran prestigio, y mucho menos en que su ferviente y rotundo catolicismo lo convertía en una persona totalmente inmune a los prejuicios de aquella Lima de los años cincuenta en que había egresado del colegio Markham y se preparaba gustosamente para ingresar a la universidad y seguir la misma carrera en la que su padre y su abuelo paterno habían alcanzado un reconocimiento que iba más allá de nuestras fronteras, mientras que su abuelo materno, dermatólogo también, había alcanzado una reputación que llegaba más acá de nuestras fronteras, ya que era italiano, profesor en los Estados Unidos, premio Nobel de Medicina, y sus progresos en el tratamiento de la lepra eran sencillamente extraordinarios, reconocidos en el mundo entero y parte de Lima, la horrible ciudad adonde había llegado por primera vez precisamente para visitar el horror del Leprosorio de Guía, que, la verdad, lo espantó casi hasta hacerlo perder el norte.
Carlitos Alegre jamás se fijó absolutamente en nada, ni siquiera en que tenía dos preciosas hermanas menores, Cristi y Marisol, de dieciséis y catorce años, respectivamente, tan preciosas como su madre, Antonella, nacida y educada en Boloña, y que intentó enseñarle italiano pero sabe Dios cómo él terminó aprendiendo latín. De puro beato, seguramente. Y así, también, Carlitos Alegre ni siquiera se fijaba en que sus adorables hermanas eran el clarísimo objeto del deseo social de Arturo y Raúl Céspedes. Y de ahí al altar, por supuesto, y, entonces sí, de frente a la clínica privada del sabio y prestigioso dermatólogo Roberto Alegre Jr., como nadie sino ellos llamaban al padre de Carlitos. Los mellizos y almas gemelas Céspedes habrían llegado por fin a San Isidro y Miraflores y Ancón, el cielo, como quien dice, y también parece que Los Cóndores se dibujaba ya en su horizonte, porque últimamente empezaba a sonarles cada día más a San Isidro-Miraflores-Ancón, en las páginas sociales de los más prestigiosos diarios capitalinos.
Y tan no se fijaba ni se fijó nunca en nada, san Carlitos Alegre, como lo llamaban sus compañeros de colegio, que aceptó sin titubear la invitación que le hicieron por teléfono dos muchachos, de apellido Céspedes, a los que no conocía ni en pelea de perros. Lo llamaron poco antes del verano, mientras él preparaba, rosario en mano y como penetrado por un gozoso misterio, sus exámenes finales en el colegio Markham, no le dijeron ni en qué colegio estudiaban y Carlitos seguro que hasta hoy no lo sabe, y lo invitaron a prepararse juntos para el examen de ingreso a la universidad. Lima entera se habría dado cuenta de la segunda intención que había en aquella invitación, de lo interesada que era la propuesta de los hermanos Céspedes, pero, bueno, Carlitos Alegre, como quien ve llover, y feliz, además, porque él siempre lo encontraba todo sumamente divertido, sumamente entretenido y meridiano.