El hombre sombra (2 page)

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Authors: Cody McFadyen

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: El hombre sombra
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—Mi esposa murió en la India. Una semana antes de emprender el viaje para venir a América. Llévese los cigarrillos y ya me los pagará otro día.

Me quedé mirándole unos instantes. Luego tomé la cajetilla y salí rápidamente de la tienda, antes de que las lágrimas me rodaran por las mejillas. Sujetando la cajetilla de tabaco con firmeza, eché a correr llorando a lágrima viva y no me detuve hasta llegar a casa.

La tienda queda un tanto lejos de donde vivo, pero cuando quiero fumar siempre compro los cigarrillos allí.

Me incorporo y sonrío un poco al ver el paquete de tabaco en la mesilla de noche. Al encender un cigarrillo pienso en el dueño de la tienda. Supongo que siento cierto cariño por ese hombre, en la medida que uno siente cariño por un extraño que te muestra amabilidad justo en el momento en que la necesitas. Es un cariño profundo, una punzada en el corazón, y sé que aunque nunca averigüe su nombre, le recordaré hasta el día que me muera.

Doy una calada profunda, saboreando el cigarrillo, observando su maravillosa punta de color cereza que reluce en la oscuridad de mi dormitorio. Pienso que esto es lo insidioso del maldito tabaco. No la adicción a la nicotina, aunque no deja de ser grave, sino el hecho de que asocies un cigarrillo con un determinado momento y lugar. En los amaneceres junto a una humeante taza de café, o en las noches solitarias en una casa llena de fantasmas. Sé que debería volver a dejar de fumar, antes de que el tabaco me atrape de nuevo, pero también sé que no lo haré. En estos momentos es lo único que tengo, el recordatorio de un gesto amable, reconfortante, y una fuente de fortaleza.

Exhalo el humo y observo las volutas, sacudidas por pequeñas corrientes de aire, que flotan y desaparecen en el aire. Como la vida misma. La vida es humo, lisa y llanamente, por más que tratemos de convencernos de lo contrario. Basta una ráfaga de aire para que desaparezcamos flotando, dejando tan sólo el aroma de nuestra presencia en forma de recuerdos.

De pronto me pongo a toser, riendo al pensar en esas correlaciones. Estoy fumando, la vida es humo, y yo me llamo Smoky. Smoky Barrett. Es mi nombre auténtico, me lo pusieron porque a mi madre le parecía que «sonaba elegante». Eso hace que rompa a reír en la oscuridad, en mi casa desierta, y mientras me río a solas pienso (como en otras ocasiones) que debo estar loca.

Lo cual me da que pensar durante las próximas tres o cuatro horas. Me refiero al hecho de estar loca. A fin de cuentas, mañana es el día.

El día en que decidiré si vuelvo a trabajar para el FBI o vengo a casa, me meto el cañón de una pistola en la boca y me vuelo la tapa de los sesos.

2


¿S
IGUE teniendo esos tres sueños?

Ésta es una de las razones por las que confío en el psiquiatra que me han asignado. No es aficionado a los juegos psicológicos, a andarse con rodeos o a tratar de sorprenderme y manipularme. Va directamente al meollo del asunto, un ataque directo. Por más que protesto y me resisto a sus intentos de curarme, le respeto.

Se llama Peter Hillstead, y no tiene nada que ver con los estereotipos freudianos. Mide un metro ochenta, tiene el pelo oscuro, un rostro armonioso como el de un modelo y un cuerpo que en cuanto lo conocí hizo que disparara mi imaginación. Lo que más me llamó la atención fueron sus ojos, de un azul eléctrico que jamás había visto en un hombre moreno.

Pese a su aspecto de astro de la pantalla, no creo que con ese hombre se produzca la transferencia. Cuando estás con él, no piensas en el sexo. Piensas sólo en ti. El doctor Hillstead es una de esas raras personas que se preocupan sinceramente por sus pacientes, y cuando estás con él no lo dudas ni por un momento. Cuando hablas con él nunca tienes la sensación de que está pensando en otra cosa. Te escucha con atención. Hace que te sientas como si fueras lo único importante en su reducido despacho. Eso es lo que impide que me enamore de mi macizo terapeuta. Cuando estoy con él, no le miro como a un hombre, sino como algo infinitamente más valioso: un espejo del alma.

—Los tres de costumbre.

—¿Cuál tuvo anoche?

Me rebullo en la silla, turbada. Sé que el doctor Hillstead se ha dado cuenta y me pregunto qué interpretación le da. Siempre estoy calculando y sopesando las cosas. No puedo evitarlo.

—El sueño en el que Matt me besa.

El doctor Hillstead asiente con la cabeza.

—¿Logró dormirse de nuevo después del sueño?

—No. —Le miro sin añadir nada, mientras él espera que prosiga. Hoy no tengo ganas de cooperar.

El doctor Hillstead me observa con el mentón apoyado en la mano. Parece como si estuviera reflexionando, como si se hallara en una encrucijada. Sabiendo que sea cual sea el camino que elija será un camino sin retorno. Transcurre casi un minuto hasta que el doctor Hillstead se reclina en la silla y suspira al tiempo que se pellizca el caballete de la nariz.

—No sé si sabe, Smoky, que entre mis colegas no gozo de mucha simpatía.

Eso me sorprende, tanto el hecho en sí como el que me lo haya dicho.

—Pues no, no lo sabía.

El doctor Hillstead sonríe.

—Es cierto. Sostengo unos criterios un tanto controvertidos sobre mi profesión, principalmente que creo que no poseemos una solución científica para los problemas de la mente.

¿Cómo se supone que debo reaccionar ante eso? ¡Mi terapeuta me confiesa que la profesión que ha elegido no ofrece una solución para los problemas mentales! No es un comentario que inspire una gran confianza.

—Comprendo que a sus colegas no les haga gracia.

Es la mejor respuesta que se me ocurre a bote pronto.

—No me malinterprete. No pretendo decir que mi profesión no ofrezca ninguna solución para los problemas mentales.

Ésa es otra de las razones por las que confío en mi terapeuta. Es muy perspicaz, hasta el punto de la clarividencia. Lo cual no me inquieta. Entiendo que todo buen interrogador posee ese don. El de imaginar lo que la otra persona piensa en respuesta a lo que uno dice.

—No. Lo que quiero decir es que la ciencia es la ciencia. Es exacta. La ley de la gravedad significa que cuando dejas caer un objeto éste cae indefectiblemente. La esencia de la ciencia es la invariabilidad.

Después de pensar en ello, asiento con la cabeza.

—Dicho esto, ¿qué es lo que ofrece mi profesión? —pregunta el doctor Hillstead con un ademán ambiguo—. ¿Cómo enfocamos los problemas mentales? No es una ciencia. Al menos, aún no. Todavía no hemos llegado a dos más dos. De haberlo hecho, yo podría solventar todos los casos que se me presentan. Sabría que ante un caso de depresión debería hacer A, B, C, y que siempre daría resultado. Existirían unas leyes inmutables, y eso sería ciencia. —El doctor Hillstead esboza una sonrisa irónica, un tanto triste—. Pero no puedo solucionar todos los casos. Ni siquiera la mitad. —Tras guardar silencio unos instantes, mueve la cabeza—. Mi profesión no es una ciencia. Es una colección de cosas que uno puede intentar, la mayoría de las cuales han funcionado en más de una ocasión, y puesto que han funcionado en más de una ocasión, merece la pena volver a intentarlas. Pero es todo. He manifestado este criterio en público, por lo que… no gozo de mucha popularidad entre mis colegas.

Reflexiono sobre lo que el doctor Hillstead acaba de decir mientras éste aguarda.

—Creo que lo entiendo —digo—. En algunos sectores del FBI la imagen tiene más importancia que los resultados. Supongo que debe ocurrir lo mismo con los psiquiatras a los que usted no les cae bien.

El doctor Hillstead sonríe de nuevo con gesto un tanto cansino.

—Ha vuelto a dar en el clavo con su admirable pragmatismo, Smoky. Al menos, en cuestiones que no se refieren a usted.

Ese comentario me hiere. Es una de las técnicas favoritas del doctor Hillstead, utilizar una conversación normal a modo de tapadera para los misiles psicológicos que te lanza con toda naturalidad. Como el pequeño Scud que acaba de dispararme: tiene usted una mente muy perspicaz, Smoky, me había dicho el doctor Hillstead, pero no la utiliza para resolver sus problemas. ¡Ay! La verdad duele.

—Pero aquí me tiene, a pesar de lo que los demás opinen sobre mí. Soy uno de los terapeutas en quien más confían a la hora de resolver los problemas psicológicos de los agentes del FBI. ¿A qué cree usted que se debe?

El doctor Hillstead me observa de nuevo, esperando una respuesta. Sé que tiene un propósito muy concreto; nunca habla por hablar. De modo que pienso en lo que ha dicho.

—Yo diría que se debe a que es un excelente terapeuta. La excelencia siempre cuenta más que la imagen, al menos en mi profesión.

El doctor esboza de nuevo una media sonrisa.

—Tiene razón. Obtengo resultados. Lo cual no es algo de lo que me ufane ni por lo que me dé palmaditas en la espalda cada noche antes de acostarme. Pero es cierto.

Dicho con el tono sencillo y nada arrogante de un magnífico profesional. Lo entiendo. Esto no se refiere a la modestia. En una situación táctica, cuando preguntas a alguien si sabe utilizar una pistola, quieres que te responda con sinceridad. Si no tiene remota idea, tienes que saberlo, y esa persona quiere que lo sepas, porque una bala es capaz de matar a un mentiroso con la misma rapidez que a un hombre sincero. En última instancia, tienes que conocer los puntos fuertes y débiles de tu gente. Asiento con la cabeza, y el doctor Hillstead prosigue.

—Eso es lo más importante en cualquier organización militar. Obtener resultados. ¿Le extraña que considere el FBI como una organización militar?

—No. Es una guerra.

—¿Sabe cuál es el problema principal de una organización militar?

Empiezo a aburrirme y a ponerme nerviosa.

—No.

El doctor Hillstead me mira con gesto de reproche.

—Piense antes de responder, Smoky. No menosprecie mis preguntas.

Después de la regañina, obedezco. Respondo pausadamente.

—Supongo que… el personal.

—Bingo —dice el doctor apuntándome con el dedo—. ¿Por qué?

Se me ocurre la respuesta enseguida, como solía pasarme cuando trataba de resolver un caso, cuando me ponía a reflexionar en serio.

—Debido a lo que vemos.

—Sí. Eso forma parte del tema. Yo lo llamo «ver, hacer, perder». Lo que uno ve, lo que uno hace y lo que uno pierde. Es un triunvirato —dice el doctor Hillstead contando las tres cosas con los dedos—. Los policías y demás integrantes de las fuerzas de seguridad ven las peores cosas que un ser humano es capaz de cometer. Hacen cosas que ningún ser humano debería hacer, desde manipular cadáveres descompuestos, en algunos casos, a matar a otra persona. Pierden cosas, ya se trate de algo intangible, como la inocencia y el optimismo, o de algo real, como un compañero o… un hijo.

El doctor me mira con una expresión que no alcanzo a comprender.

—Ahí es donde entro yo. Estoy aquí debido a este problema. Y al mismo tiempo este problema me impide realizar mi trabajo tal como debería.

Me siento tan perpleja como curiosa. Le miro, una señal de que prosiga, y el doctor suspira. Es un suspiro que contiene su propio «ver, hacer, perder», y pienso en las otras personas que se sientan frente a esta mesa, en esta silla. En las otras desgracias que escucha el doctor Hillstead, que se lleva a casa cuando deja la consulta.

Le miro tratando de imaginar esa escena. El doctor Hillstead en su casa. Conozco los datos esenciales, porque he hecho algunas indagaciones sobre él. No se ha casado nunca, vive en una casa de dos plantas y cinco habitaciones en Pasadena. Conduce un sedán deportivo Audi. Le gusta la velocidad, lo cual revela algo de su personalidad. Pero eso son meros datos. No te dicen lo que ocurre cuando el doctor entra en su casa y cierra la puerta tras él. ¿Es el típico soltero que cena algo sencillo que calienta en el microondas? ¿O se prepara un suculento chuletón y bebe una copa de vino tinto sentado solo a una mesa impecablemente puesta, mientras suena una música de fondo de Vivaldi? O quizás al llegar a casa se desnuda, se calza unos zapatos de tacón y se pone a limpiar la casa en cueros mostrando sus peludas piernas.

Ese pensamiento me divierte y me regocijo en mi fuero interno. Hoy en día me divierten pocas cosas. Luego me concentro de nuevo en lo que me dice el doctor Hillstead.

—En un mundo normal, una persona que ha pasado por lo que usted ha pasado jamás regresaría, Smoky. Si usted fuera una persona corriente con una profesión corriente, no querría saber nada sobre pistolas, asesinos y cadáveres. Pero mi deber es tratar de ayudarla a regresar a eso. Es lo que esperan de mí. Que ayude a la gente a resolver sus trastornos psíquicos y los envíe de nuevo a la guerra. Aunque suene melodramático, es la verdad.

El doctor Hillstead se inclina hacia delante e intuyo que estamos a punto de llegar al meollo del asunto.

—¿Sabe por qué estoy dispuesto a esforzarme en conseguir eso? ¿Sabiendo que quizá la envíe de nuevo a lo que la lastimó en un principio? —El doctor hace una pausa—. Porque eso es lo que desea el noventa y nueve por ciento de mis pacientes.

El doctor Hillstead se pellizca de nuevo el caballete de la nariz al tiempo que menea la cabeza.

—Los hombres y las mujeres que vienen a visitarme, mentalmente trastornados, desean curarse para volver a la batalla. Y lo cierto es que la mayoría de las veces, al margen de sus motivaciones, lo que necesitan es justamente eso. ¿Sabe lo que les ocurre a quienes no lo consiguen? A veces logran superarlo. En muchos casos se convierten en alcohólicos. Y algunos se suicidan.

El doctor me mira al decir la última frase, y por unos momentos me pongo nerviosa, preguntándome si es capaz de adivinar mis pensamientos. No sé adónde quiere ir a parar. Hace que me sienta desconcertada, un tanto insegura y muy incómoda. Lo cual me irrita. Cuando me siento incómoda reacciono de modo típicamente irlandés, por mi lado materno: me cabreo y culpo de ello a la otra persona.

El doctor Hillstead alarga la mano hacia el lado izquierdo de su mesa y toma una gruesa carpeta en la que yo no había reparado. La coloca ante sí y la abre. La miro achicando los ojos y me sorprende ver mi nombre en la etiqueta.

—Éste es su expediente personal, Smoky. Lo tengo desde hace unos días y lo he leído varias veces. —El doctor pasa las páginas del expediente mientras lee en voz alta—: Smoky Barrett, nacida en 1968. Mujer. Licenciada en criminología. Ingresó en el FBI en 1990. Graduada con matrícula de honor por Quantico. Intervino en el caso del Ángel Negro en Virginia en 1991 como ayudante administrativa. —El doctor Hillstead alza los ojos y me mira—. Pero no se limitó a permanecer en un segundo plano, ¿no es así?

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