—No, señora, se equivoca —tercia una voz.
Es el joven de Delitos Informáticos. El del pendiente.
—¿Cómo se llama? —le pregunto.
—Leo. Leo Carnes. Mi departamento me ha enviado por lo del correo electrónico, pero también por lo que hacía su amiga para ganarse el sustento.
Le doy un repaso de pies a cabeza. El chico me mira impávido. Es un joven bien parecido, de unos veinticuatro o veinticinco años. Con el pelo oscuro y unos ojos de mirada serena.
—¿Y cómo se ganaba la vida? Puesto que según usted estoy equivocada, explíquenoslo.
El joven se corre unos asientos y se instala junto a nosotros, cazando al vuelo la oportunidad de formar parte de nuestro círculo íntimo. Todos quieren formar parte de él.
—Es un poco largo de explicar.
—Tenemos tiempo. Adelante.
El joven asiente con la cabeza y observo en sus ojos una expresión de satisfacción. Lo suyo, lo que le apasiona, son los ordenadores.
—Para comprenderlo, es preciso entender que la pornografía en Internet es una subcultura totalmente distinta de la pornografía del «mundo real». —El joven se instala cómodamente, relajado, dispuesto a darnos una conferencia sobre el tema que domina. Es su momento de gloria, y estoy dispuesta a concedérselo. Eso me da la oportunidad de poner en orden mis pensamientos y aplacar mi estómago. Además de darme algo en que pensar aparte de la pequeña Bonnie, que estuvo tres días viendo el rostro de su madre asesinada.
—Siga.
—Hacia 1978 apareció un invento llamado BBS, o Sistema de Tablón de Anuncios. Su nombre completo era Sistema de Tablón de Anuncios Computerizado. Fueron las primeras redes no gubernamentales y accesibles al público. Bastaba con que uno dispusiera de un módem y de un ordenador para colocar mensajes, compartir archivos y demás. Por supuesto, en esa época prácticamente todos los usuarios eran científicos o chiflados fascinados por la nueva tecnología. Pero lo que hace que sea relevante al caso es que BBS se convirtió en un lugar para colgar fotos pornográficas. Uno podía compartirlas, venderlas o lo que fuera. En aquel entonces no se trataba sólo del Salvaje Oeste, sino que era un territorio inexplorado. No existían controles ni nada parecido. Lo cual era importante para los usuarios de pornografía porque…
—Era gratis y privado —tercia James.
Leo sonríe y asiente con la cabeza.
—¡Exacto! No tenías que entrar disimuladamente en una
sex-shop
y llevarte lo que compraras en una discreta bolsa de papel marrón. Podías cerrar la puerta de tu dormitorio con llave y descargar tus fotos pornográficas sin temor a ser descubierto. Era increíble. Los BBS constituían el único juego pornográfico público que existía, estaban en todas partes, y estaban saturados de pornografía.
»Pero los BBS empezaron a perder importancia a medida que Internet fue evolucionando y comenzaron a aparecer las páginas web, los navegadores, los dominios… En un principio los BBS servían para colgar material pornográfico, que los usuarios tenían que descargar para visionarlo. Ahora existen páginas web que muestran ese material en cuanto te conectas a la Red. ¿Qué ocurrió entonces con la pornografía? —pregunta Leo sonriendo—. Básicamente, dos cosas: unos astutos hombres de negocios (me refiero a tíos con dinero) empezaron a crear unos sitios web para adultos en la Red. Algunos procedían de la industria del audiotexto…
—¿Eso qué es? —le interrumpo.
—Disculpe. Sexo por teléfono. Esos tipos que habían amasado una fortuna con el sexo por teléfono vieron el potencial que ofrecía Internet con respecto a la pornografía. Un material privado, que pagabas para ver y masturbarte, al alcance de todos los tíos. Invirtieron un dineral en adquirir el material pornográfico ya existente. Centenares de miles de imágenes escaneadas y colgadas en páginas webs. Para verlas, tenías que utilizar tu tarjeta de crédito. Y ahí fue donde cambió la situación de la pornografía.
—¿A qué te refieres con que cambió la situación de la pornografía? —pregunta Callie frunciendo el ceño.
—A eso voy. Hasta ese momento, la pornografía consistía en un negocio personal, por así decir. Si vendías vídeos, por ejemplo, conocías todos los entresijos de la industria. Dicho de otro modo, habías visitado los platós, habías visto escenas de sexo interpretadas ante tus ojos, conocías a todo el mundo metido en el tema, quizás incluso habías actuado tú mismo ante la cámara. Siempre ha sido un grupo de gente muy reducido, donde todos se conocían entre sí. Pero al aparecer las páginas web, los primeros tipos que se dedicaron a este negocio representaban una tribu totalmente nueva. Entre ellos y la creación de ese material existía una clara separación. Tenían dinero, y pagaban a los pornógrafos para que les vendieran sus imágenes. Las colgaban en la Red y cobraban para que la gente las viera. ¿Observan la diferencia? Esos tipos no eran unos pornógrafos, al menos en el sentido clásico del término. Eran unos hombres de negocios. Con proyectos de marketing, oficinas, empleados, toda la parafernalia. Ya no constituían un sórdido subestrato de la sociedad. Y obtenían suculentos beneficios. Algunas de esas primeras compañías ganan en la actualidad entre ochenta y cien millones al año.
—¡Caray! —exclama Callie. Leo asiente con la cabeza.
—Quizá les parezca un hecho sin relevancia, pero si uno profundiza en la historia de la pornografía comprueba que fue un cambio paradigmático. Para ser sincero, la mayoría de las personas que se dedicaban a la pornografía a principios de la década de los ochenta eran de los setenta. Hablamos de un montón de drogas, sexo promiscuo, todos los tópicos habidos y por haber. Pero la mayoría de los nuevos tipos que montaron un negocio de pornografía en Internet no se dedicaban al cambio de parejas ni a esnifar cocaína mientras les hacían una mamada, ni nada por el estilo. La gran mayoría nunca había pisado un plató de películas porno. Eran hombres de negocios bien trajeados, que ganaban millones con esa novedad. Empezaron a darle cierto aire respetable, en la medida en que la pornografía puede ser respetable.
—Ha dicho que ocurrieron dos cosas. ¿Cuál fue la otra?
—Mientras esos hombres de negocios creaban sus imperios, se produjo otra «revolución de adultos». A un nivel más elemental. En lugar de las páginas web con imágenes de estrellas del porno profesionales, hicieron entrada en escena mujeres o parejas que creaban páginas web centradas en ellos mismos y sus aventuras sexuales cotidianas. Esas personas no pretendían ganarse la vida con la pornografía, sino que lo hacían por diversión. Lo que les atraía era el exhibicionismo. Lo denominaron «porno amateur».
Callie pone los ojos en blanco.
—No somos unos ingenuos, cielo. Creo que la mayoría de nosotros sabemos lo que es el porno amateur. «La chica de al lado», parejas liberadas, bla-bla-bla.
—Por supuesto, disculpe. No pretendo largarles una conferencia. La demanda de ese tipo de pornografía resultó ser tan grande como la de la pornografía profesional. Hasta el punto de que la mayoría de esas mujeres y esas parejas no podían seguir haciéndolo gratuitamente, como un hobby. Los costes de mantenimiento de sus páginas web eran prohibitivos. De modo que empezaron a cobrar también por el acceso. Algunos de los que comenzaron pronto ganaron millones. Pero lo más relevante, la clave que es preciso tener en cuenta, es que esa gente no pertenecía a la industria de la pornografía. No conocían a nadie en el sector de las películas para adultos. No aparecían en las revistas, ni en las películas en las librerías para adultos. Eran personas que no lo hacían por dinero sino porque se divertían haciéndolo.
»Al margen de que a ustedes o a mí nos parezca una actividad sana, lo cierto es que generó un nuevo segmento demográfico en la industria de la pornografía. Participaba todo tipo de personas, madres y padres, miembros de las APA, que tenían una vida secreta al tiempo que ganaban dinero a espuertas mostrándose desnudos al mundo. —Leo se vuelve hacia mí y dice—: Cuando dije que estaba equivocada me refería a que he visto la página web de su amiga. Practicaba un porno blando, no hacía el amor con nadie. Se masturbaba, utilizaba juguetes sexuales y esas cosas. Cobraba por mostrar esos vídeos, lo cual no me parece necesariamente edificante, pero no era una prostituta. —Leo hace una breve pausa tratando de hallar las palabras adecuadas—. No sé si esto la ayudará, cuando piense en ello, pero…
Le miro con una sonrisa cansina. Cierro los ojos.
—Es demasiado para asimilarlo de golpe, Leo. No estoy segura de lo que pienso sobre ello. Pero, sí, puede ayudarme.
En mi mente bullen multitud de pensamientos. Pienso en Annie posando desnuda como una modelo profesional. Me pregunto qué secretos oculta la gente. Ella siempre fue muy guapa, siempre fue un poco rebelde. No me sorprendería que ocultara ciertos secretos sexuales. Pero esto… Esto me desconcierta. En parte porque no entiendo mi ambivalencia con respecto al tema.
De pronto se cuela subrepticiamente una imagen en mi imaginación. Matt y yo tenemos veintiséis años. Nuestra vida sexual ese año sólo cabe calificarla de espectacular. No había ninguna zona de nuestra casa que no hubiéramos bautizado. No existía postura alguna que no hubiéramos probado. Mi colección de lencería había aumentado de forma increíble. Pero lo mejor de todo era que nada de eso era premeditado. Matt y yo no tratábamos de «aderezar nuestra vida sexual», la cual no necesitaba de ningún aderezo especial. Estábamos locos el uno por el otro, hacíamos el amor con apasionado abandono.
Yo siempre fui la más atrevida de los dos en el terreno sexual. Matt era más conservador y tranquilo. Pero como dice el refrán: en aguas tranquilas, demonios se agitan. Él no vacilaba en seguirme hacia territorios tenebrosos. Se ponía a aullar como un lobo en una noche de luna llena, al igual que yo. Era una de las cosas que más amaba en él. Era un hombre maravilloso, un buenazo. Pero podía cambiar de registro cuando el momento lo exigía, mostrándose rudo, tenebroso y un poco peligroso. Siempre fue mi héroe. Pero cuando yo quería que se comportara un poco como un villano, se apresuraba a complacerme.
Matt y yo formábamos una pareja moderna. De vez en cuando veíamos películas porno juntos. Yo era la que le inducía en ocasiones a meternos en las páginas web para adultos. Utilizando siempre su alias. Aunque yo era el Gran Hermano, me obsesionaba que alguien pudiera averiguarlo. No quería empañar la imagen del FBI. De modo que utilizábamos el alias de Matt para visionar los vídeos porno. Yo le tomaba el pelo, diciendo que era el más pervertido de los dos.
Teníamos también una cámara digital. Una noche durante ese año, mientras él estaba en la tienda, tuve un impulso. Me quité la ropa y tomé unas fotos de mí misma desnuda del cuello para abajo. Con el corazón latiéndome con fuerza, riéndome como una loca, envié las fotos a una página web que coleccionaba esas imágenes. Cuando Matt regresó a casa ya me había vestido y presentaba un aspecto de lo más recatado.
Transcurrió una semana y yo ya había olvidado el incidente. Estaba atascada en un caso. Aparte de Matt, comer, dormir y practicar el sexo, no pensaba en otra cosa. Un día llegué tarde a casa, rendida, sin apenas fuerzas para subir al dormitorio. Él estaba allí, tendido en la cama, con las manos enlazadas en la nuca y mostrando una expresión muy rara.
—¿Hay algo que quieras decirme? —preguntó.
Me detuve, perpleja, devanándome los sesos en busca de una explicación.
—No, ¿por qué lo preguntas?
—Sígueme. —Se levantó de la cama, pasó junto a mí y se dirigió hacia el despacho que teníamos en casa. Yo le seguí, intrigada. Matt se sentó ante la mesa donde teníamos instalado nuestro ordenador y movió el ratón para hacer que desapareciera el salvapantallas.
Lo que vi hizo que me sonrojara hasta el extremo de temer que mi rostro se abrasara. Era una página web en la que aparecían mis fotos, expuestas a la vista de cualquiera. Matt se volvió hacia mí esbozando una pequeña sonrisa.
—Las han remitido por correo electrónico. Por lo visto están encantados con las fotos que les enviaste.
Me puse a tartamudear, sonrojándome más y más al darme cuenta de que me estaba poniendo cachonda.
—Creo que no debes volver a hacerlo, Smoky, aunque aparezcas sólo del cuello para abajo. No me parece inteligente. De hecho, es una estupidez. Si alguien lo descubriera, te echarían en el acto.
Yo le miré con las mejillas ardiendo y asentí con la cabeza.
—Sí, tienes razón. No volveré a hacerlo. Pero…
Matt arqueó las cejas en un gesto que siempre me había parecido muy sexy.
—¿Pero…?
—Pero en estos momentos… me apetece follar contigo.
Empecé a desnudarme a toda velocidad, él hizo otro tanto y terminamos aullando como lobos en una noche de luna llena. Lo último que me dijo antes de que nos durmiéramos esa noche me pareció tan cómico, tan propio de él, que aún hace que se me encoja el corazón cuando lo recuerdo. Matt sonrió con los ojos entrecerrados.
—¿Qué? —pregunté.
—Éste no es el FBI de los tiempos de mi padre.
Yo me eché a reír y él también. Hicimos de nuevo el amor y nos dormimos abrazados.
No critico las excursiones inofensivas que hacen las personas adultas, al margen de la postura que sostenga el FBI. Veo el fin de la vida. Es absurdo molestarse porque alguien enseñe las tetas. Pero eso no tiene nada que ver con crear una página web y cobrar a la gente para que me vea introduciéndome todo tipo de objetos entre las piernas. Me pregunto si Annie disfrutaba haciéndolo, o si sólo lo hacía por dinero. Al recordar a mi amiga, deduzco que se trataba principalmente de dinero. Ella siempre había ido por libre, un Ícaro en versión femenina que al volar se aproximó excesivamente al sol.
Aparto esos pensamientos y me centro de nuevo en el momento presente. Durante unos instantes me pregunto si he perdido el tiempo, si voy a convertirme en una de esas personas traumatizadas que se detienen a mitad de una frase y fijan la vista en el infinito. Noto que James me está observando. Curiosamente, de pronto irrumpe en mi mente su imagen —precisamente la de James— contemplando esas fotografías en la página web, lo cual me provoca un pequeño e irracional ataque de paranoia. Dios, en ese caso no tendría más remedio que suicidarme.
—Parece que conoce a fondo el tema, Leo. Necesitamos que analice el ordenador, por lo que confío en que sea un genio de la informática.