El hombre es un gran faisán en el mundo (8 page)

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Authors: Herta Müller

Tags: #Drama

BOOK: El hombre es un gran faisán en el mundo
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La mujer de Windisch se queda con la boca semiabierta. Levanta la mano. Estira el dedo índice. «Para ti todos son malos», grita, «porque tú mismo eres malo y no estás bien de la cabeza». Y echa a andar por la arena con los talones desollados.

Windisch sigue los talones. Ella se detiene en el mirador, se levanta el delantal y sacude con él la mesa vacía. «Algo habrás hecho mal donde el jardinero», dice. «Cualquiera puede entrar. Todos se preocupan de sus pasaportes, salvo tú, porque eres inteligente y honrado.»

Windisch entra en el vestíbulo. La nevera zumba. «No ha habido corriente toda la mañana», dice la mujer de Windisch. «La nevera se ha descongelado. Si esto sigue así, se pudrirá la carne.»

Sobre la nevera hay un sobre. «La cartera trajo una carta», dice la mujer de Windisch. «Del peletero.»

Windisch lee la carta. «No menciona a Rudi para nada», dice. «Debe de estar de nuevo en el sanatorio.»

La mujer de Windisch mira el patio. «Recuerdos para Amalie. ¿Por qué no le escribe él mismo?»

«Esta es la única frase que le ha escrito», dice Windisch. «Esta que empieza con P. S.» Y deja la carta sobre la nevera.

«¿Qué significa P. S.?», pregunta la mujer de Windisch.

Windisch se encoge de hombros. «Antes significaba pura sangre», dice. «Ahora debe de ser alguna consigna secreta.»

La mujer de Windisch se para en el umbral. «Es lo que pasa cuando los niños van al colegio», suspira.

Windisch sale al patio. El gato está tumbado sobre las piedras, durmiendo. Totalmente cubierto por el sol. Tiene la cara muerta. Y su vientre respira débilmente bajo la piel.

Windisch ve la casa del peletero envuelta en la luz del mediodía. El sol le da un brillo dorado.

El oratorio

«L
a casa del peletero acabará convirtiéndose en un oratorio para los baptistas valacos», le dice el guardián nocturno a Windisch frente al molino. «Esos tipos de los sombreritos son los baptistas. Aúllan cuando rezan. Y sus mujeres gimen cuando entonan cánticos religiosos, como si estuvieran en la cama. Los ojos se les hinchan, como a mi perro.»

El guardián nocturno habla en voz muy baja, aunque fuera de Windisch y el perro no haya nadie en la orilla del estanque. Escruta la noche, por si viniera alguna sombra a mirar y escucharlo. «Todos son hermanos y hermanas», dice. «Se aparean los días de fiesta. Con el primero que encuentran en la oscuridad.»

El guardián nocturno se queda mirando una rata de agua. La rata chilla con voz de niño y desaparece entre los juncos. El perro no oye el susurro del guardián nocturno. Desde la orilla ladra a la rata. «Lo hacen sobre la alfombra del oratorio», dice el guardián nocturno. «Por eso tienen tantos hijos.»

El agua del estanque y el bisbiseo del guardián nocturno producen en la nariz de Windisch un romadizo acre y salado. El asombro y el silencio le abren un agujero en la lengua.

«Esa religión viene de América», dice el guardián nocturno. Windisch respira a través de su romadizo salado. «Del otro lado del charco.»

«El diablo también cruza el charco», añade el guardián nocturno. «Y ésos tienen al diablo en el cuerpo. Mi perro tampoco los aguanta. Les ladra todo el tiempo. Los perros huelen al diablo.»

El agujero en la lengua de Windisch se va llenando lentamente. «El peletero siempre decía que en América los judíos llevan la voz cantante», dice Windisch. «Sí», dice el guardián nocturno, «los judíos corrompen el mundo. Los judíos y las mujeres».

Windisch asiente con la cabeza. Piensa en Amalie. «Cada sábado, cuando vuelve a casa, la veo caminar con las puntas de los pies hacia fuera», piensa.

El guardián nocturno se come la tercera manzana verde. El bolsillo de su chaqueta está lleno de manzanas verdes. «Eso de las mujeres en Alemania es verdad», dice Windisch. «El peletero nos lo ha escrito. Lo peor de aquí sigue valiendo mucho más que lo mejor de allí.»

Windisch mira las nubes. «Las mujeres siempre siguen la última moda», dice Windisch. «Ya les gustaría ir desnudas por la calle. Hasta los niños leen revistas con mujeres desnudas en el colegio, ha escrito el peletero.»

El guardián nocturno hurga entre las manzanas verdes de su bolsillo. Escupe un trozo de manzana. «Desde que cayó el diluvio aquel, la fruta se ha llenado de gusanos», dice. El perro lame el trozo escupido. Y se come el gusano.

«Algo va mal desde que empezó el verano», dice Windisch. «Mi mujer tiene que barrer el patio cada día. Las acacias se están secando. En nuestro patio ya no queda ni una. En el de los valacos hay tres, y distan mucho de estar peladas. En nuestro patio, en cambio, caen cada día hojas secas como para vestir diez árboles. Mi mujer no se explica de dónde pueden salir tantas. Nunca hemos tenido tal cantidad de hojas secas en el patio.» «Las trae el viento», dice el guardián nocturno. Windisch cierra la puerta del molino con llave.

«Pero si no hace viento», dice. El guardián nocturno estira los dedos en el aire: «Siempre hace viento, aunque no lo sintamos».

«En Alemania los bosques también se secan a mediados de año», dice Windisch.

«El peletero nos lo ha escrito», añade. Mira el cielo ancho y bajo. «Se han instalado en Stuttgart. Rudi está en otra ciudad. El peletero no ha dicho dónde. Al peletero y su mujer les han asignado una vivienda de protección social con tres habitaciones. Tienen una cocina-comedor y un cuarto de baño con espejos en las paredes.»

El guardián nocturno se ríe. «A su edad a la gente aún le apetece mirarse desnuda en el espejo», dice.

«Unos vecinos ricos les regalaron los muebles», dice Windisch. «Y también un televisor. Junto a ellos vive una señora sola. Es una dama muy remilgada que nunca come carne, escribe el peletero. Se moriría si lo hiciera, le dijo.»

«A ésos les va demasiado bien», dice el guardián nocturno. «Que vengan aquí a Rumania y verás como comen de todo.»

«El peletero tiene un buen sueldo», dice Windisch. «Su mujer hace faenas de limpieza en un asilo de ancianos. La comida allí es buena. Cuando algún anciano celebra su cumpleaños, organizan un baile.»

El guardián nocturno se ríe. «Sería lo ideal para mí», dice. «Buena comida y unas cuantas jovenzuelas.» Muerde el corazón de una manzana. Las pepitas blancas resbalan sobre su chaqueta. «No sé», dice, «no logro decidirme a presentar mi solicitud».

Windisch ve el tiempo detenido en la cara del guardián nocturno. Windisch ve el final en las mejillas del guardián nocturno, lo ve quedarse allí hasta más allá del final.

Windisch mira la hierba. Sus zapatos están blancos de harina. «Una vez dado el primer paso», dice, «lo demás marcha solo».

El guardián nocturno suspira. «Es difícil cuando no se tiene a nadie», dice. «Dura mucho tiempo, y uno envejece, no rejuvenece.»

Windisch pone la mano sobre su pernera. Tiene la mano fría y el muslo caliente. «Aquí todo va de mal en peor», dice. «Nos quitan las gallinas, los huevos. Hasta el maíz nos lo quitan antes de que haya crecido. A ti acabarán quitándote la casa y el corral.»

La luna está enorme. Windisch oye a las ratas zambullirse en el agua. «Siento el viento», dice. «Las articulaciones de las piernas me duelen. Seguro que va a llover.»

El perro se para junto al almiar y ladra. «El viento del valle no trae lluvia», dice el guardián nocturno, «tan sólo nubes y polvo». «Tal vez llegue otra tormenta que arranque de nuevo la fruta de los árboles», dice Windisch.

La luna tiene un velo rojo.

«¿Y Rudi?», pregunta el guardián nocturno.

«Se ha tomado un descanso», dice Windisch. Siente cómo la mentira le arde en las mejillas. «En Alemania lo del vidrio no funciona como aquí. El peletero escribe que nos llevemos nuestra cristalería, nuestra porcelana y las plumas para los cojines. Las cosas de damasco y la ropa interior no, que allí hay toda la que quieras. Las pieles son muy caras. Las pieles y las gafas.»

Windisch mordisquea una brizna de hierba. «Empezar nunca es fácil», dice.

El guardián nocturno se escarba una muela con la punta del dedo. «En todas partes hay que trabajar», dice.

Windisch se ata la brizna de hierba al índice: «Hay una cosa muy dura, nos ha escrito el peletero. Una enfermedad que todos conocemos por la guerra: la nostalgia».

El guardián nocturno sostiene una manzana en la mano. «Yo no sentiría nostalgia», dice. «Después de todo, allí sólo está uno entre alemanes.»

Windisch hace nudos con la brizna de hierba. «Allí hay más extranjeros que aquí, nos ha escrito el peletero. Hay turcos y negros que se multiplican rápidamente», dice.

Windisch se pasa la brizna de hierba entre los dientes. La siente fría. Su encía también es fría. Windisch tiene el cielo en la boca. El viento y el cielo nocturno. La brizna de hierba se desgarra entre sus dientes.

La mariposa de la col

A
malie está de pie ante el espejo. Sus enaguas son rosadas. Bajo el ombligo de Amalie crecen encajes blancos. Windisch ve la piel de la rodilla de Amalie a través de los encajes. La rodilla de Amalie está recubierta de un vello muy fino. Es blanca y redonda. Windisch vuelve a mirar la rodilla de Amalie en el espejo. Ve los agujeros de los encajes fundirse unos con otros.

En el espejo están los ojos de la mujer de Windisch. En los ojos de Windisch, un parpadeo rápido desplaza los encajes hacia las sienes. En el rabillo de su ojo se hincha una vena roja que desgarra los encajes. El ojo de Windisch hace girar el desgarrón en la pupila.

La ventana está abierta. Las hojas del manzano se pegan a los cristales.

Los labios de Windisch arden. Dicen algo. Lo que dicen no es más que un discurso consigo mismo, lanzado a la habitación. Detrás de su propia frente.

«Está hablando solo», dice la mujer de Windisch dirigiéndose al espejo.

Por la ventana de la habitación entra una mariposa de la col. Windisch la sigue con la mirada. Harina y viento es su vuelo.

La mujer de Windisch coge el espejo. Con sus dedos marchitos acomoda los tirantes de las enaguas sobre los hombros de Amalie.

La mariposa de la col revolotea sobre el peine de Amalie. Amalie se lo pasa por el pelo estirando mucho el brazo. Y sopla la mariposa de la col para ahuyentarla con su harina. La mariposa se para en el espejo. Zigzaguea en el cristal, sobre el vientre de Amalie.

La mujer de Windisch pega la punta del dedo al espejo. Aplasta a la mariposa de la col contra el cristal.

Amalie se rocía dos grandes nubes bajo las axilas. Las nubes resbalan por sus brazos hasta las enaguas. Él tubo del spray es negro. En él se lee, escrito con letras de un verde chillón:
Primavera irlandesa
.

La mujer de Windisch cuelga un vestido rojo en el respaldo de la silla. Bajo el asiento pone unas sandalias blancas de tacón alto y correas delgadas. Amalie abre su bolso. Con la punta del dedo se aplica sombreado de ojos sobre los párpados. «No demasiado chillón», dice la mujer de Windisch, «que si no la gente empieza a hablar». Su oreja está en el espejo. Es grande y gris. Los párpados de Amalie son de un azul pálido. «Basta», dice la mujer de Windisch. El rímel de Amalie es de hollín. Amalie acerca la cara al espejo hasta casi rozarlo. Sus ojos abiertos son de vidrio.

Del bolso de Amalie cae una tira de papel de estaño sobre la alfombra. Está llena de verruguillas blancas y redondas. «¿Y eso qué es?», pregunta la mujer de Windisch. Amalie se agacha y guarda la tira en su bolso. «La píldora», dice. Y gira el lápiz de labios hasta sacarlo de su envoltura negra.

La mujer de Windisch mete sus pómulos en el espejo. «¿Para qué necesitas píldoras?», le pregunta, «si no estás enferma».

Amalie se mete el vestido rojo por la cabeza. Su frente ya asoma por el cuello blanco. Con los ojos aún bajo el vestido, dice: «Las tomo por si acaso».

Windisch se lleva las manos a las sienes. Sale de la habitación. Se sienta en el mirador, junto a la mesa vacía. La habitación está oscura. Hay un agujero de sombra en la pared. El sol crepita en los árboles. Sólo el espejo reluce. En el espejo está la boca roja de Amalie.

Frente a la casa del peletero pasan unas mujeres viejas y bajitas. La sombra de los pañuelos negros sobre sus cabezas las precede. La sombra entrará en la iglesia antes que las mujeres viejas y bajitas.

Amalie taconea sobre el empedrado con sus sandalias blancas. En la mano lleva la solicitud, doblada en cuatro como una cartera blanca. El vestido rojo baila en sus pantorrillas. La primavera irlandesa embalsama el patio. El vestido de Amalie es más oscuro bajo el manzano que al sol.

Windisch ve cómo Amalie separa las puntas de los pies al caminar.

Un mechón del pelo de Amalie vuela sobre el portón de la calle, que se cierra de golpe.

La misa cantada

L
a mujer de Windisch está en el patio, de pie tras las uvas negras. «¿No vas a la misa cantada?», pregunta. Las uvas le crecen de los ojos. Las hojas verdes, de la barbilla.

«No saldré de casa», dice Windisch, «no quiero que la gente me diga: le ha tocado el turno a tu hija».

Windisch apoya los codos sobre la mesa. Sus manos son pesadas. Windisch apoya la cara sobre sus manos pesadas. El mirador no crece. Están en pleno día. Por un instante, el mirador cae sobre un lugar donde nunca había estado. Windisch siente el golpe. Entre sus costillas cuelga una piedra.

Windisch cierra los ojos. Siente sus ojos en las manos. Sus ojos sin rostro.

Con los ojos desnudos y la piedra entre las costillas, Windisch dice en voz alta: «El hombre es un gran faisán en el mundo». Lo que Windisch oye no es su voz. Siente su boca desnuda. Las paredes han hablado.

Bola de fuego

L
os cerdos manchados del vecino duermen entre las zanahorias silvestres. Las mujeres negras salen de la iglesia. El sol resplandece. Las levanta sobre la acera en sus pequeños zapatos negros. Tienen las manos desmadejadas de tanto desgranar rosarios. Su mirada aún sigue transfigurada por la oración.

Por sobre el tejado del peletero, la campana de la iglesia anuncia la mitad del día. El sol es el gran reloj sobre las campanadas del mediodía. La misa cantada ha terminado. El cielo quema.

Detrás de las viejecillas la acera está vacía. Windisch contempla la hilera de casas. Ve el extremo de la calle. «Amalie ya debería estar llegando», piensa. Entre la hierba hay unos cuantos gansos. Son blancos como las sandalias de Amalie.

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