Inclinada, la mujer va de un lado a otro ante la mesa. El carpintero le mete la mano entre las piernas. La mujer mira la aguja que cuelga. La coge. El hilo se balancea. La mujer deja resbalar su mano por el cuerpo. Cierra los ojos. Abre la boca. El carpintero la lleva a la cama cogida por la muñeca. Tira sus pantalones sobre la silla. El calzoncillo parece un remiendo blanco entre las perneras. La mujer alza los muslos y dobla las rodillas. Su vientre es de pasta. Sus piernas forman una especie de bastidor blanco sobre la sábana.
Encima de la cabecera cuelga una foto en un marco negro. La madre del carpintero apoya su pañuelo de cabeza contra el ala del sombrero de su esposo. En el cristal hay una mancha. Sobre la barbilla de la madre, que sonríe desde la foto. Sonríe ya próxima a la muerte. A un año escaso. Sonríe hacia una habitación situada pared por medio.
La rueda del pozo gira porque la luna es enorme y bebe agua. Porque el viento se enreda entre sus rayos. El saco está húmedo. Cuelga sobre la rueda trasera como un cuerpo dormido. «Como un muerto cuelga detrás de mí este saco», piensa Windisch.
Windisch siente su sexo tieso y contumaz pegado al muslo.
«La madre del carpintero se ha enfriado», piensa Windisch.
E
n plena canícula de agosto, la madre del carpintero bajó una sandía al pozo con el cubo. El pozo hacía olas en torno al cubo. El agua gorgoteaba en torno a la cáscara verde. El agua enfrió la sandía.
La madre del carpintero salió al jardín con el cuchillo grande. El sendero del jardín era una acequia. La lechuga había crecido. Tenía las hojas pegadas por la leche blancuzca que se forma en los cogollos. La madre del carpintero bajó por la acequia con el cuchillo. Allí donde empieza la valla y termina el jardín, florecía una dalia blanca. La dalia le llegaba al hombro. La madre del carpintero se pasó un buen rato oliendo los pétalos blancos. Inhalando el perfume de la dalia. Luego se frotó la frente y miró el patio.
La madre del carpintero cortó la dalia blanca con el cuchillo grande.
«La sandía fue un simple pretexto», dijo el carpintero después del entierro. «La dalia fue su hado fatal.» Y la vecina del carpintero dijo: «La dalia fue una visión».
«Como este verano ha sido tan seco», dijo la mujer del carpintero, «la dalia se llenó de pétalos blancos y enrollados. Floreció hasta alcanzar un tamaño nada común para una dalia. Y como no ha soplado viento este verano, no se deshojó. La dalia ya llevaba tiempo muerta, pero no podía marchitarse».
«Eso no se aguanta», dijo el carpintero, «no hay quien aguante algo así».
Nadie sabe qué hizo la madre del carpintero con la dalia que había cortado. No se la llevó a su casa. Ni la puso en su habitación. Ni la dejó en el jardín.
«Llegó del jardín con el cuchillo grande en la mano», dijo el carpintero. «Había algo de la dalia en sus ojos. El blanco de los ojos se le había secado.»
«Puede ser», dijo el carpintero, «que mientras esperaba la sandía hubiese deshojado la dalia. En su mano, sin dejar caer un solo pétalo a tierra. Como si el jardín fuera una habitación».
«Creo», dijo el carpintero, «que cavó un hoyo en la tierra con el cuchillo grande y enterró ahí la dalia».
La madre del carpintero sacó el cubo del pozo ya al caer la tarde. Llevó la sandía a la mesa de la cocina. Con la punta del cuchillo perforó la cáscara verde. Luego giró el brazo describiendo un círculo con el cuchillo grande y cortó la sandía por la mitad. La sandía crujió. Fue un estertor. Había estado viva en el pozo y sobre la mesa de la cocina, hasta que sus dos mitades se separaron.
La madre del carpintero abrió los ojos, pero como los tenía igual de secos que la dalia, no se le abrieron mucho. El zumo goteaba de la hoja del cuchillo. Sus ojos pequeños y llenos de odio miraron la pulpa roja. Las pepitas negras se encabalgaban unas sobre otras como los dientes de un peine.
La madre del carpintero no cortó la sandía en rodajas. Puso las dos mitades delante de ella, y con la punta del cuchillo fue horadando la pulpa roja. «En mi vida había visto tanta avidez en un par de ojos», dijo el carpintero.
El líquido rojo empezó a gotear en la mesa de la cocina. Le goteaba a ella por las comisuras de los labios. Las gotas le chorreaban por los codos. El líquido rojo de la sandía se fue pegando al suelo.
«Mi madre nunca había tenido los dientes tan blancos y fríos», dijo el carpintero. «Mientras comía me dijo: "No me mires así, no me mires la boca". Y escupía las pepitas negras sobre la mesa.»
«Yo desvié la mirada. No me fui de la cocina. La sandía me daba miedo», dijo el carpintero. «Luego miré por la ventana. Por la calle pasó un desconocido. Caminaba deprisa, hablando consigo mismo. Detrás de mí, oía a mi madre perforar la pulpa con el cuchillo. La oía masticar. Y deglutir. "Mamá", le dije sin mirarla, "deja ya de comer".»
La madre del carpintero levantó la mano. «Empezó a gritar y yo la miré porque gritaba muy fuerte», dijo el carpintero. «Me amenazó con el cuchillo. "Esto no es un verano y tú no eres un hombre", chilló. "Siento una presión en la frente. Me arden las tripas. Este verano despide el fuego de todos los años. Sólo la sandía me refresca".»
E
l empedrado es desigual y estrecho. La lechuza ulula detrás de los árboles. Anda buscando un tejado. Las casas, blancas, están veteadas de cal.
Windisch siente su sexo contumaz bajo el ombligo. El viento golpea la madera. Está cosiendo. El viento está cosiendo un saco en la tierra.
Windisch oye la voz de su mujer que dice: «Monstruo». Cada noche, cuando él se vuelve y le lanza su aliento en la cama, ella le dice: «Monstruo». Hace dos años que su vientre no tiene útero. «El médico lo ha prohibido», dice ella, «y no me dejaré romper la vejiga sólo por darte gusto».
Al oírla, Windisch siente la cólera fría de su mujer entre su cara y la de ella. Su mujer lo coge por el hombro. A veces tarda un rato en encontrárselo. Cuando se lo encuentra, le dice a Windisch al oído, en medio de la oscuridad: «Ya podrías ser abuelo. No está el horno para bollos».
Una noche del verano anterior volvía Windisch a casa con dos sacos de harina. Llamó a una ventana. El alcalde lo iluminó con su linterna a través de la cortina. «¿Por qué llamas tanto?», le preguntó. «Deja la harina en el patio. El portón está abierto.» Su voz sonaba dormida. Era una noche tempestuosa. Un rayo cayó entre la hierba, frente a la ventana. El alcalde apagó la linterna. Su voz se despertó y habló más alto. «Cinco cargas más, Windisch», dijo, «y el dinero en Año Nuevo. Y para Pascua tendrás tu pasaporte». Se oyó un trueno y el alcalde miró el cristal de la ventana. «Deja la harina bajo el tejado», dijo, «está lloviendo».
«Con ésta son ya doce cargas y diez mil lei», piensa Windisch, «y la Pascua pasó hace ya tiempo». Había dejado de llamar a la ventana hacía rato. Abre el portón. Windisch apoya el saco contra su barriga y lo deja en el patio. Aunque no está lloviendo, deja el saco bajo el tejado.
La bicicleta se ha aligerado. Windisch avanza muy pegado a ella, empujándola. Cuando la bicicleta rueda sobre la hierba, Windisch no oye sus pasos.
Aquella noche tempestuosa todas las ventanas estaban oscuras. Windisch se quedó un rato en el largo pasillo. Un rayo desgarró la tierra. Un trueno hundió el patio en la grieta. La mujer de Windisch no oyó la llave girar en la cerradura.
Windisch se detuvo en el vestíbulo. El trueno había caído tan lejos del pueblo, detrás de los jardines, que un frío silencio llenó la noche. Windisch tenía las pupilas de los ojos frías. Y la sensación de que la noche iba a romperse y una claridad cegadora iluminaría el pueblo. Windisch estaba en el vestíbulo y sabía que de no haber entrado en la casa, habría visto en todas partes, a través de los jardines, el angosto final de todas las cosas y su propio final.
Windisch oyó detrás de la puerta el jadeo obstinado y regular de su mujer. Como una máquina de coser.
Windisch abrió bruscamente la puerta. Encendió la luz. Las piernas de su mujer yacían sobre la sábana como los batientes de una ventana abierta. Temblaban bajo la luz. La mujer de Windisch abrió mucho los ojos. Su mirada no estaba cegada por la luz. Era simplemente fija.
Windisch se agachó. Se desató los zapatos. Por debajo del brazo miró los muslos de su mujer. La vio sacarse un dedo viscoso del pelo. No sabía dónde poner la mano con ese dedo. Y la puso sobre su vientre desnudo.
Windisch se miró los zapatos y dijo: «¿Conque ésas tenemos, eh? ¿Conque la vejiga, eh, señora?». La mujer de Windisch se llevó a la cara la mano del dedo viscoso. Estiró ambas piernas hacia los pies de la cama y las apretó una contra otra hasta que Windisch sólo pudo ver una pierna y las plantas de ambos pies.
La mujer de Windisch volvió la cara a la pared y rompió a llorar ruidosamente. Lloró largo rato con la voz de sus años mozos. Lloró breve y suavemente con la voz de su edad. Gimió tres veces con la voz de otra mujer. Luego enmudeció.
Windisch apagó la luz. Se deslizó en la cama caliente. Sintió el flujo de su mujer, como si ésta hubiera vaciado su vientre en la cama.
Windisch oyó cómo el sueño la iba hundiendo más y más bajo ese flujo. Sólo su aliento ronroneaba. Una respiración cansina y vacía. Y alejada de todas las cosas. Su aliento ronroneaba como si estuviera al final de todas las cosas, al borde de su propio final.
Aquella noche durmió tan lejos que ningún sueño pudo encontrarla.
D
etrás del manzano cuelgan las ventanas del peletero, totalmente iluminadas. «Ese ya tiene su pasaporte», piensa Windisch. La luz relumbra en las ventanas, tras los cristales desnudos. El peletero lo ha vendido todo. Las habitaciones están vacías. «Han vendido hasta las cortinas», dice Windisch para sus adentros.
El peletero está apoyado contra la estufa de azulejos. En el suelo hay varios platos blancos. Los cubiertos están en el alféizar de la ventana. Del pomo de la puerta cuelga el abrigo negro del peletero. Su mujer se inclina sobre las maletas al pasar. Windisch le ve las manos. Proyectan sombras sobre las paredes vacías. Se alargan y se doblan. Sus brazos ondulan como ramas sobre el agua. El peletero está contando dinero. Cuando acaba, mete el fajo de billetes en los tubos de la estufa de azulejos.
El armario es un rectángulo blanco, las camas son marcos blancos. Las paredes son, en medio, manchas negras. El suelo está torcido. El suelo se levanta. Trepa hasta lo alto de la pared. Se detiene ante la puerta. El peletero cuenta un segundo fajo de billetes. El suelo va a taparlo. La mujer del peletero sopla el polvo de la gorra de piel gris. El suelo va a levantarla hasta el techo. Junto a la estufa de azulejos, el reloj de pared ha dejado una mancha blanca y alargada. Junto a la estufa de azulejos el tiempo está suspendido. Windisch cierra los ojos. «El tiempo se ha acabado», piensa Windisch. Oye un tictac en la mancha blanca del reloj y ve una esfera de manchas negras. No tiene manecillas el tiempo. Sólo las manchas negras giran. Se persiguen. Se empujan fuera de aquella mancha blanca. Caen a lo largo de la pared. Ellas son el suelo. Las manchas negras son el suelo en la otra habitación.
Rudi está arrodillado en el suelo de la habitación vacía. Ante él hay largas filas y círculos de objetos de vidrio policromado. Junto a Rudi está la maleta vacía. De la pared cuelga un cuadro que no es tal. El marco es de cristal verde. En su interior hay un vidrio opalino con ondas rojas.
La lechuza vuela sobre los jardines. Su grito es agudo. Su vuelo, rasante. Y lleno de noche. «Un gato», piensa Windisch, «un gato que vuela».
Rudi sostiene una cuchara de vidrio azul ante uno de sus ojos. El blanco del ojo aumenta. Su pupila es una esfera húmeda y brillante en la cuchara. El suelo anega de colores los bordes de la habitación. El tiempo hace olas desde la habitación contigua. Las manchas negras flotan a la deriva. La bombilla parpadea. La luz se ha desgarrado. Las dos ventanas se aproximan nadando hasta fundirse. Los dos pisos empujan las paredes ante ellos. Windisch se sostiene la cabeza con la mano. En su cabeza late el pulso. En su muñeca late la sien. Los pisos se levantan. Se aproximan. Se tocan. Vuelven a caer a lo largo de su fina hendidura. Se volverán pesados y la tierra se abrirá. El vidrio arderá, será una úlcera temblorosa en la maleta.
Windisch abre la boca. Las siente crecer por su cara, esas manchas negras.
R
udi es ingeniero. Trabajó tres años en una fábrica de vidrio situada en las montañas.
En el curso de esos tres años, el peletero visitó una sola vez a su hijo. «Voy a pasarme una semana con Rudi en las montañas», le dijo a Windisch.
Regresó a los tres días. Con las mejillas encendidas por el aire de las montañas y los ojos agotados por el insomnio. «No podía dormir allí arriba», dijo el peletero. «No pegaba ojo. De noche sentía las montañas en la cabeza.»
«Dondequiera que mires», dijo, «ves montañas. En el camino a las montañas hay túneles. Que también son montañas. Negras como la noche. El tren pasa por esos túneles. La montaña entera retumba dentro del tren. Sientes un zumbido en los oídos y una presión en la cabeza. A ratos es noche cerrada, a ratos, un día brillante», dijo el peletero, «y eso en continua alternancia. Algo insoportable. Todos van sentados y ni se molestan en mirar por la ventana. Cuando hay luz, leen libros. Y tratan de que los libros no se les resbalen de las rodillas. Yo tenía que tratar de no rozarlos con el codo. Cuando oscurece, dejan los libros abiertos. Yo era todo oídos; sí, en los túneles prestaba oídos a ver si cerraban los libros. Y no oía nada. Cuando volvía la luz, miraba primero los libros y después sus ojos. Los libros seguían abiertos, y sus ojos estaban cerrados. La gente abría los ojos después que yo. Así como lo oyes, Windisch», dijo el peletero, «me sentía orgulloso de abrir siempre los ojos antes que ellos. Calculaba cuándo iba a acabar el túnel. Y eso lo aprendí en Rusia», añadió el peletero apoyando la frente en su mano. «Nunca he vivido tantas noches retumbantes ni tantos días resplandecientes. De noche, en mi cama, seguía oyendo los túneles. Retumbaban. Sí, retumbaban como las vagonetas de carga en los Urales.»
El peletero meció la cabeza. La cara se le iluminó. Miró la mesa por encima del hombro. Miró a ver si su mujer escuchaba. Luego dijo en un susurro: «Sólo mujeres, Windisch, así como lo oyes, allí sólo hay mujeres. ¡Y cómo caminan! Y siegan más aprisa que los hombres». El peletero se rió: «Lástima que sean valacas», dijo. «En la cama son buenas, pero no saben cocinar como nuestras mujeres.»