Lo que hasta entonces Meriem había considerado amor, medio erróneamente, ahora se equivocaba por completo, no a medias, considerándolo amor. Bwana y Querida podían haberle aclarado muchas cosas hablándole de las barreras sociales que —ellos lo sabían muy bien— Baynes no ignoraba que iban a interponerse entre Meriem y él, pero se abstuvieron de explicarle nada a la joven, por temor a herirla. Sin embargo, hubiera sido mejor que le infligiesen aquel disgusto de importancia secundaria, ya que le habrían ahorrado a Meriem las desdichas que posteriormente iban a abatirse sobre ella por culpa de su ignorancia.
Mientras Hanson y Baynes cabalgaban hacia el campamento del primero, el inglés mantuvo un silencio taciturno. Hanson intentó entablar una conversación que le permitiera dar con el modo de plantear con naturalidad la propuesta que tenía pensada. Marchaba a una cabeza de distancia de su compañero y en sus labios afloraba una sonrisa cada vez que sus ojos reparaban en el ceño fruncido que ensombrecía el rostro patricio del inglés.
—Más bien rudos con usted, ¿no? —aventuró Hanson por fin; Baynes se volvió para mirarle y Hanson señaló la casa de Bwana con un movimiento de cabeza. Continuó—: Se preocupa mucho de la joven y no quiere que nadie se case con ella y se la lleve, pero al echarle a usted como le ha echado me parece que la perjudica más que la favorece. Tarde o temprano, esa muchacha tendrá que casarse y no creo que encuentre mejor partido que un caballero joven y distinguido como usted.
Baynes siempre se tomaba a mal cualquier intromisión en su vida privada que presentase un plebeyo perteneciente al común de los mortales, pero el comentario final de Hanson le suavizó un tanto y empezó a considerarle persona de buen criterio.
—Es un maldito metomentodo —rezongó el honorable Morison—, pero ya le ajustaré las cuentas. Puede que sea alguien en el África central, pero en Londres yo soy tan importante como él y se va a enterar cuando vaya a Inglaterra.
—Si yo fuese usted —echó leña al fuego Hanson—, no permitiría que ningún hombre me impidiera conseguir la chica que quiero. Esto que quede entre nosotros: le aseguro que ese individuo no me cae nada bien, de modo que si puedo ayudarle en algo, no tiene usted más que avisarme.
—Muy amable por su parte, Hanson —respondió Baynes, animándose un poco—, ¿pero qué puede hacer uno en estos andurriales dejados de la mano de Dios?
—Sé lo que haría yo —dijo Hanson—. Me llevaría conmigo a la chica. Si ella le quiere, le acompañará sin poner pegas.
—Eso es imposible —repuso Baynes—. Es el amo y señor de todo este condenado territorio en un radio de miles y miles de kilómetros. Seguro que nos cogerían.
—No, no ocurriría tal cosa, si fuese yo quien se encargara del asunto —aseguró Hanson—. Llevo diez años cazando y traficando por aquí y conozco la región tan bien como él. Si quiere llevarse consigo a la chica, puedo ayudarle, y le garantizo que llegaremos a la costa sin que nadie nos alcance. Le diré lo que tiene que hacer: escríbale una nota y mi jefe de equipo la pondrá en manos de la muchacha. Cítela para una entrevista de despedida… ella no se negará a acudir. Mientras tanto, podemos trasladar el campamento un poco más al norte y usted puede ponerse de acuerdo con ella y prepararlo todo para una noche determinada. Dígale que yo iré a buscarla, mientras usted espera en el campamento. Es mejor que sea yo quien vaya, puesto que conozco el terreno mejor y puedo moverme por él con más facilidad y rapidez que usted. Usted puede hacerse cargo del safari y dirigirse hacia el norte. Marchará despacio y la muchacha y yo no tardaremos en alcanzarles.
—Pero suponga que ella se niega a acompañarme —sugirió Baynes.
—Entonces concierta usted otra cita, la de la despedida definitiva —expuso Hanson—, a la que iré yo en su lugar y me traeré a la muchacha de una manera o de otra. No tendrá más remedio que venir, cosa que luego no lamentará, al comprobar que tampoco era tan malo como todo eso… especialmente después de vivir con usted un par de meses, que es el tiempo que tardaremos en llegar a la costa.
Una sorprendida e indignada protesta ascendió a los labios de Baynes, pero no la pronunció porque, casi de modo simultáneo, comprendió que era prácticamente la misma maniobra que había proyectado él. En boca de aquel traficante sin escrúpulos sonaba bestial y criminal, lo que no era obstáculo para que el joven inglés comprendiese que, con la ayuda de Hanson y su conocimiento de la región, las posibilidades de éxito eran infinitamente mayores que si la empresa la tratara de llevar a cabo el honorable Morison en solitario, por su cuenta y riesgo. De modo que asintió con gesto sombrío.
El resto del camino hasta el campamento septentrional de Hanson lo efectuaron en silencio, sumidos ambos hombres en sus propios pensamientos, la mayoría de los cuales distaban mucho de ser halagadores o leales para el otro. Cuando el trayecto los llevaba a través del bosque, el ruido de sus pasos llegó a oídos de otro caminante de la selva. «El matador» había decidido volver al lugar donde había visto a la muchacha blanca subir a los árboles y desplazarse por las ramas con una soltura y agilidad hijas de larga práctica. El recuerdo de aquella joven encerraba algo inexplicable que le impulsaba de modo irresistible a dirigirse a ella. Deseaba verla a la luz del día, contemplar sus facciones y el color de sus ojos y de su pelo. Tenía la impresión de que su parecido con su perdida Meriem debía de ser muy grande y, sin embargo, se daba perfecta cuenta de que eso no era posible. La fugaz ojeada que le lanzó a la luz de la luna, cuando la joven saltó del lomo del caballo a las ramas del árbol por debajo del cual pasaba, le mostró una muchacha de aproximadamente la misma estatura que Meriem, aunque de formas femeninas más desarrolladas y redondeadas.
Korak avanzaba perezosamente hacia el punto donde había visto a la chica cuando sus agudos oídos percibieron los rumores de unos jinetes que se aproximaban. Se movió sigilosamente entre el follaje hasta situarse en un lugar desde el que pudo ver claramente a los dos hombres. Reconoció instantáneamente al más joven. Era el que había visto abrazar a la muchacha, a la claridad de la luna, segundos antes de que Numa desencadenara su ataque. No conocía al otro, aunque su porte y su figura tenían algo que a Korak le resultaba familiar y que le dejó un poco perplejo.
El muchacho mono pensó que para encontrar de nuevo a la chica lo mejor sería no perder de vista al joven inglés, por lo que se situó detrás de la pareja y los siguió hasta el campamento de Hanson. El honorable Morison redactó allí una breve nota, que Hanson entregó a uno de sus servidores, el cual partió de inmediato hacia el sur.
Korak permaneció en las inmediaciones del campamento, mientras sometía al inglés a estrecha vigilancia. Había medio esperado encontrar a la joven en el punto de destino de los dos jinetes, por lo que se sintió un poco decepcionado al comprobar que en el campamento no se materializaba rastro alguno de ella.
Baynes estaba nerviosísimo y se paseaba inquieto de un lado a otro, bajo los árboles, cuando debía estar descansando para encontrarse en forma a la hora de emprender la huida prevista. Tendido en su hamaca, Hanson fumaba tranquilamente. Apenas hablaban. Por encima de ellos, Korak se estiró en una rama, entre el denso follaje. Así transcurrió el resto de la tarde. Korak empezó a tener hambre y sed. Dudaba de que alguno de los dos hombres abandonase el campamento antes de que amaneciese el nuevo día, de modo que se retiró, pero hacia el sur, porque aquella le parecía la dirección más probable en que pudiera encontrarse la muchacha.
En el jardín contiguo a la casa, Meriem paseaba pensativa a la luz de la luna. Aún estaba resentida por la, en su opinión, injusta manera en que Bwana había tratado al honorable Morison Baynes. Bwana y Querida deseaban ahorrar a Meriem la mortificación y el disgusto que representaba el verdadero significado de la propuesta de Baynes y, por lo tanto, no le habían dado ninguna explicación. Sabían, cosa que Meriem ignoraba, que el hombre no tenía la menor intención de casarse con ella. De ser así, habría acudido directamente a Bwana, sabedor de que éste no hubiera puesto objeción alguna al enlace, si realmente Meriem estaba enamorada de él.
La muchacha los quería y les estaba muy agradecida por todo lo que hicieron por ella, pero en el rincón más profundo de su corazón latía el salvaje amor por la libertad que años de absoluta independencia en la jungla habían insertado en su ser como parte integrante del mismo. Ahora, por primera vez desde que vivía con ellos, Meriem se sintió prisionera en la casa de Bwana y Querida.
La muchacha paseaba por el recinto del jardín como una tigresa enjaulada. En una ocasión se detuvo en la cerca exterior y ladeó la cabeza, mientras escuchaba atentamente. ¿Qué era lo que había oído? ¿Rumor de pasos de unos pies descalzos que andaban al otro lado del seto del jardín? Aguzó el oído. El rumor no se repitió. Meriem reanudó su intranquilo paseo. Llegó al fondo inferior del jardín, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos hasta el extremo superior. Sobre el césped, cerca de los arbustos que ocultaban la cerca, a la claridad de la luna, había un sobre blanco que no estaba allí momentos antes, cuando dio media vuelta para descender hasta el otro extremo del jardín.
Meriem se detuvo en seco, volvió a aguzar el oído y olfateó el aire…, más que nunca como una tigresa: alerta, preparada. Al otro lado de los arbustos, un mensajero negro se mantenía agazapado, mientras escudriñaba a través del follaje. Vio a la muchacha avanzar un paso hacia la carta. La había visto. El mensajero se levantó y, protegido por la sombra de los arbustos que crecían a lo largo del corral, no tardó en perderse de vista.
El adiestrado oído de Meriem percibió todos los movimientos del hombre. No hizo el menor intento de averiguar la identidad del negro. Ya había dado por supuesto que se trataría de un mensajero del honorable Morison. Se agachó para recoger el sobre. Lo rasgó y, a la brillante claridad de la luna, no tuvo dificultad en leer su contenido. Era, como había adivinado, una nota de Baynes. Decía:
«No puedo irme sin volver a verte. Ven al claro a primera hora de la mañana y nos despediremos como es debido. Acude sola».
Añadía algo más: palabras que aceleraron los latidos del corazón de Meriem y tiñeron sus mejillas con un rubor de felicidad.
Vio a la muchacha avanzar un paso hacia la carta.
Aún estaba oscuro cuando el honorable Morison Baynes se puso en camino hacia el lugar de la cita. Insistió en que le acompañara un guía, alegando que no estaba seguro de llegar al claro sin extraviarse. En realidad, lo que ocurría era que recorrer a solas aquel trayecto en medio de la oscuridad, antes de que saliera el sol, resultaba demasiado para sus arrestos y quería que alguien le acompañase. En consecuencia, un negro le precedía a pie. Por detrás y por encima de él iba Korak, al que habían despertado los ruidos del campamento.
Habían dado las nueve poco antes de que Baynes detuviese su montura en el calvero. Meriem aún no había llegado. El indígena se había tendido a descansar. Baynes continuó en la silla. Korak se estiró encima de una alta rama desde la que podía observar sin ser visto a los que se encontraban en el suelo.
Transcurrió una hora. Baynes empezó a dar muestras de nerviosismo. Korak ya había supuesto que el joven inglés acudía allí para entrevistarse con otra persona y no tenía la menor duda acerca de la identidad de la misma. «El matador» se sintió muy satisfecho, convencido de que no iba a tardar mucho en volver a ver a la ágil muchacha que con tanta intensidad le recordaba a Meriem.
A los oídos de Korak llegó el rumor de un caballo que se acercaba. ¡Era la chica! Casi estaba ya en el claro antes de que Baynes se percatase de su llegada. El inglés alzó la cabeza en el preciso instante en que la vegetación se abrió para dar paso a la cabeza y las patas delanteras del caballo y Meriem apareció a la vista. Baynes espoleó su montura para salir al encuentro de la joven. Desde la altura en que se encontraba, Korak forzó los ojos al máximo para examinar a la joven y maldijo mentalmente al condenado sombrero de ala ancha que ocultaba las facciones de la muchacha. Korak vio que el inglés tomaba las manos de la recién llegada y oprimía a ésta contra su pecho. Vio que el rostro del hombre quedaba oculto momentáneamente bajo la misma ala ancha que tapaba el de la chica. Imaginó el encuentro de los labios de ambos y un pinchazo de dolor y dulce recuerdo se combinaron para impulsarle a cerrar los ojos en ese acto involuntario con que intentamos apartar de la imaginación reflexiones angustiosas.
Cuando volvió a mirar, se habían separado y conversaban en tono impulsivo. Korak comprendió que el hombre apremiaba a la chica a que hiciera algo. Resultaba asimismo evidente que la muchacha se resistía. Algunos de sus ademanes y el modo en que alzaba la cabeza y la movía a un lado, así como la forma en que levantaba la barbilla, recordaron a Korak todavía con más fuerza a su perdida Meriem. La conversación tocó a su fin y el hombre abrazó de nuevo a la chica para darle un beso de despedida. Ella volvió grupas y cabalgó hacia el punto por donde había llegado. El hombre se quedó mirándola, inmóvil sobre la silla. En la linde de la selva, la muchacha se volvió y agitó el brazo a guisa de despedida.
—¡Esta noche! —gritó.
Echó la cabeza hacia atrás al lanzar las palabras a través de la distancia que los separaba y por primera vez su rostro quedó claramente a la vista de los ojos del «matador», encaramado en el árbol. Korak dio un respingo como si una flecha le hubiese atravesado el corazón. Empezó a temblar como una hoja. Cerró los ojos y apretó las palmas de la mano contra los párpados. Luego los abrió de nuevo, pero la joven ya no estaba allí… Sólo la leve agitación del follaje indicaba el lugar por donde había desaparecido. ¡Era imposible! ¡No podía ser cierto! Y, sin embargo, había visto a Meriem con sus propios ojos: un poco mayor, con la figura un poco más rellena a causa de la inminente madurez… También se apreciaban ciertos cambios sutiles. Más hermosa que nunca, pero seguía siendo su pequeña Meriem. Sí, la había vuelto a ver viva, había visto a su Meriem en carne y hueso. ¡Vivía! ¡No había muerto! La había visto, había visto a su Meriem… «¡en brazos de otro hombre!» y aquel hombre se encontraba en aquel momento debajo de él, a su alcance. Korak, «el matador», acarició su fuerte venablo. Jugueteó con la cuerda de hierba que colgaba de su cinto. Palmeó el cuchillo de caza que llevaba pegado a la cadera. El hombre que estaba abajo llamó a su soñoliento guía, golpeó con las riendas el cuello de su montura y se alejó hacia el norte. Korak, «el matador», continuó sentado en la enramada. Le colgaban inertes las manos a los costados. Se había olvidado momentáneamente de sus armas y de lo que pretendió hacer. Korak meditaba. Había percibido un cambio sutil en Meriem. Cuando la vio por última vez era su pequeña tarmangani medio desnuda… salvaje y tosca. Entonces no le había parecido tosca, pero ahora, los cambios que había experimentado le indicaban que lo era, aunque no más tosca que él… Él sí que seguía siendo tosco.