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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (32 page)

BOOK: El hereje
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—Torozos —dijo.

—Libertad —respondió Cipriano Salcedo.

La puerta se abrió sin ruido, entró y Juan le dio las buenas noches. Juan hablaba en cuchicheos, y, sin levantar la voz, le preguntó si sabía el camino. Cipriano le invitó a quedarse en la puerta puesto que conocía la situación de la capilla, al fondo del angosto pasillo. Mientras caminaba por él, recordó de nuevo las misteriosas palabras de Pedro Cazalla: secretismo y complicidad. Se estremeció.

Doña Leonor y el Doctor Cazalla ya estaban sentados en las sillas, sobre la tarima, tras de la mesa, cubierta con un tapete morado, encarados a los ocho grandes escañiles alineados abajo. El pequeño ventano del fondo tenía un almohadillado sobre la contraventana para impedir que las luces y las palabras trascendieran al exterior. Cipriano saludó a los Cazalla con una inclinación de cabeza. Pedro estaba también allí, en el segundo banco, y le dirigió una mirada cómplice antes de sentarse. Una bujía sobre la mesa del Doctor y otra en un vano de la pared, junto al que Cipriano se había sentado, alumbraban tímidamente la estancia. Entonces advirtió en el hombre que acompañaba a Pedro los rasgos inequívocos de la familia: sin duda era Juan Cazalla, otro hermano del Doctor, y, la mujer sentada a su lado, Juana Silva, su cuñada. Distribuidos por los bancos, distinguió también a Beatriz Cazalla, don Carlos de Seso, doña Francisca de Zúñiga y al joyero Juan García. Preguntó a éste, que era el más próximo, con un hilo de voz, quiénes eran los ocupantes del cuarto banco, a la izquierda de la mesa presidencial. Se trataba del bachiller Herrezuelo, vecino de Toro, Catalina Ortega, hija del fiscal Hernando Díaz, fray Domingo de Rojas y su sobrino Luis. Antes de iniciarse el acto, entró en la capilla una mujer alta, cimbreña, de extraordinaria belleza, embutida en una galera ajustada al talle y un turbante en la parte alta de la cabeza, que levantó un ligero murmullo entre los convocados. El joyero Juan García se volvió a él y le confirmó: doña Ana Enríquez, hija de los marqueses de Alcañices. Minutos antes de aparecer doña Ana se había oído rodar un carruaje que no se detuvo hasta el siguiente cruce. Al parecer, doña Ana Enríquez temía la oscuridad pero, al propio tiempo, se mostraba prudente, no quería facilitar la localización del conventículo. Por último, cerrando la puerta tras sí, entró el servicial Juan Sánchez, con su gran cabeza y su piel arrugada, de papel viejo, que se sentó delante de Cipriano, en la esquina izquierda del primer escañil. Todos miraban expectantes al Doctor y a su madre, en lo alto del estrado, y, una vez que cesaron los cuchicheos, doña Leonor carraspeó y advirtió que se abría el acto con la lectura de un hermoso salmo que sus hermanos de Wittenberg cantaban a diario pero que ellos, por el momento, deberían conformarse con rezarlo. Doña Leonor hablaba con su voz lenta, bien modulada, potente pero reprimida. Cipriano miró a doña Ana, cuyo largo cuello emergía de la galera ornado con un collar de perlas, y la vio reclinar la cabeza y entrelazar devotamente los dedos de las manos.

Cipriano pretendía encontrar en las estrofas del salmo alusiones prohibidas:

Bendecid al Señor en todo momento,

Su alabanza estará siempre en mi boca.

Mi alma se gloria en la alabanza del Señor,

Que lo oigan los miserables y se alegren.

Al iniciar la segunda estrofa, doña Leonor, que seguramente había encontrado fría la primera, acentuó el énfasis, pero el Doctor la golpeó discretamente con el codo y ella bajó el tono:

Alabad conmigo al Señor.

Ensalcemos todos juntos su nombre;

Porque busqué al Señor y me ha respondido,

Me ha librado de todos los temores.

Ana Enríquez levantó la cabeza, carraspeó y sonrió dulcemente. El Doctor se inclinó hacia su madre y cambió con ella una breve impresión. Doña Leonor seguía el orden del día y él se reservaba, como los divos, el final de la velada. El silencio era total en la sala cuando doña Leonor anticipó que el conventículo iba a versar sobre las reliquias y otras supersticiones y, para iniciarlo, leería alguno de los diálogos de Latancio y Arcidiano del libro de Alfonso de Valdés, "
Diálogos de las cosas acaecidas en Roma
". El texto —dijo— mueve a la hilaridad pero les ruego lo celebren con un poco de discreción dados la hora y el lugar en que nos encontramos. Cipriano miró a Ana Enríquez, su cabeza erguido, el cuello blanco sobresaliendo de la galera granate, su mano derecha, muy cuidada, aferrada al respaldo del escañil delantero. Doña Leonor, antes de empezar la lectura, advirtió que no pocas de estas creencias ridiculas circulaban aún por nuestras iglesias y conventos y se respetaban como artículos de fe. Abrió el libro por donde indicaba la cinta y leyó: "
Latancio
" y, tras una breve pausa, continuó:

Decís muy gran verdad, mas mirad que, no sin causa, Dios ha permitido esto, por los engaños que se hacen con estas reliquias que sacan dinero de los simples, porque hallaréis muchas reliquias que os las mostrarán en dos o tres lugares. Si vais a Dura, en Alemania, os mostrarán la cabeza de santa Ana, madre de Nuestra Señora. Y lo mismo os mostrarán en León, de Francia. Claro es que lo uno o lo otro es mentira si no quieren decir que Nuestra Señora tuvo dos madres o santa Ana dos cabezas. Y siendo mentira ¿no es gran mal que quieran engañar a la gente y quieran tener en veneración un cuerpo muerto que quizá es de algún ahorcado? Cuál tendrían por mayor inconveniente: ¿que no se hallara el cuerpo de santa Ana o que por él se hiciese venerar el cuerpo de alguna mujer de por ahí?

Arcidiano

Mas querría que ni aquél ni otro ninguno pareciese, que no que me hicieran adorar un pecador en lugar de un santo.

Cipriano asentía a las palabras de doña Leonor, bajaba la cabeza afirmativamente ante la ingeniosa respuesta de Arcidiano.

La voz de doña Leonor proseguía:

Latancio

¿No querríais mejor que el cuerpo de santa Ana que, como dicen, está en Dura y en León, enterrasen en una sepultura y nunca se mostrara, que no que con el uno de ellos engañasen tanta gente?

Arcidiano

Sí, por cierto.

Latancio

Pues de esta manera hallaréis infinitas reliquias por el mundo y se perdería muy poco en que no las hubiese. Quisiera Dios que en ello se pusiera remedio. El prepucio de Nuestro Señor yo lo he visto en Roma y en Burgos y también en Nuestra Señora de Auvernia (rumores de risas). Y la cabeza de sant Joan Baptista, en Roma y en Amiens, de Francia (cuchicheos y risas). Doce apóstoles habría si los quisierais contar, y, aunque no fueron más de doce, hallaríamos veinticuatro en diversos lugares del mundo. Los clavos de la cruz escribe Eusebio que fueron tres y el uno lo echó santa Elena en el mar Adriático para amansar la tempestad y el otro hizo fundir un almete para su hijo y del otro hizo un freno para su caballo...

Súbitamente se oyeron pasos y ruido de voces en la calle. Inmediatamente cesaron las risas reprimidas de los congregados, doña Leonor interrumpió la lectura y levantó la cabeza. Reinaba un gran silencio; el auditorio, pendiente de la mesa, no respiraba. El Doctor Cazalla alzó su mano blanca y delgada y ocultó la llama de la bujía. Cipriano hizo otro tanto con la del vano, a su lado. Las voces se aproximaban. Doña Leonor miraba a los presentes uno por uno como queriendo transmitirles seguridad. El grupo parecía haberse detenido ante la casa y, de pronto, sonó una voz potente: "Pensaban ir juntos", dijo la voz. Cipriano no dudó que habían sido descubiertos, que alguien los había delatado. Esperaba crispado el aldabonazo pero éste no se produjo. Se oyó, en cambio, otra palabra, "mercenarios", al pie de la casa. Luego ruido de pasos y de conversaciones entrecruzadas otra vez. Los rostros de los reunidos habían empalidecido y el temor asomaba a sus ojos. Pero, poco a poco, a medida que los pasos y las voces empezaban a alejarse, iba volviéndoles el color, excepto al Doctor que mostraba una lividez transparente, vidriosa. El grupo seguía alejándose y, una vez que las voces se convirtieron en un rumor, el Doctor liberó la luz de la vela y doña Leonor, serena en todo momento, tomó el libro y dijo simplemente: "continuamos". Y reanudó la lectura:

... del otro hizo un freno para su caballo —repitió—; y ahora hay uno en Roma, y otro en Milán, y otro en Colonia, y otro en París, y otro en León, y otros infinitos (volvieron las risas más animadas). Pues del palo de la Cruz dígoos de verdad que si todo lo que dicen que hay della fuese cierto, bastaría para cargar de leña una carreta. Dientes que mudaba Nuestro Señor cuando era niño pasan de quinientos los que hoy se muestran solamente en Francia. Pues leche de Nuestra Señora, cabellos de la Magdalena, muelas de sant Cristóbal, no tienen cuento. Y más allá de la incertidumbre que en esto hay, es una vergüenza muy grande ver lo que en algunas partes dan a entender a la gente. El otro día, en un monasterio muy antiguo, me mostraron las tablas de las reliquias que tenían y vi entre otras cosas que decía: «Un pedazo del torrente de Cedrón». Pregunté si era del agua o de las piedras de aquel arroyo y dijéronme que no me burlara de las reliquias. Había otro capítulo que decía: «De la tierra donde apareció el ángel a los pastores». Y no les osé preguntar qué entendían por aquello. Si os quisiera decir otras cosas más ridiculas e impías que suelen decir que tienen, como del ala del ángel sant Gabriel, de la sombra del bordón del señor Santiago, de las plumas del Espíritu Santo, del jubón de la Trinidad y otras infinitas cosas a éstas semejantes, sería para haceros morir de risa. Solamente os diré que pocos días ha que en una iglesia colegial me mostraron una costilla de sant Salvador. Si hubo otro Salvador, sino Jesucristo y si él dejó acá alguna costilla o no, véanlo ellos.

Arcidiano

Eso, como decís, a la verdad, es más de reír que de llorar.

Los últimos párrafos habían iluminado el rostro de doña Leonor con su sonrisa dentona. Cerró el libro y observó a los asistentes con evidente regocijo, en tanto, el Doctor, que apenas si había recuperado el color, retiró un poco la escribanía y cruzó los brazos sobre la mesa como solía hacer en el pulpito en los momentos cruciales. En la sala se habían producido algunas toses y carraspeos, aprovechando la pausa, pero al observar los preparativos del Doctor, se hizo de nuevo el silencio. La voz de Cazalla, entera y empañada como en los sermones, resultaba más asequible y confidencial que en la iglesia. Aludió al famoso diálogo de Latancio y Arcidiano, parte del cual acababan de escuchar, y dijo que era de por sí tan expresivo y jocoso, que casi sobraba todo comentario. Pero atraído, como siempre, por la sistemática y el orden dijo que, aprovechando la circunstancia de la lectura, iba a decir dos palabras sobre el tema que traían entre manos: las reliquias.

El auditorio se había distraído un poco, se miraban unos a otros, se saludaban inclinando las cabezas. Cipriano advirtió que don Carlos de Seso se volvía con frecuencia hacia Ana Enríquez. Y que el bachiller Herrezuelo tenía como una cicatriz que tiraba de su labio superior, imprimiéndole una mueca permanente que no se sabía si era de alborozo o de repugnancia.

Por su parte la familia Cazalla se había relajado. La palabra de la madre encerraba para algunos mayor atractivo que la del Doctor y varios de ellos habían reído en corto durante la lectura del coloquio de Latancio y Arcidiano. El Doctor inició así un breve comentario al texto. Volvió a mencionar el humor cáustico de Valdés y advirtió que el culto a las reliquias respondía de ordinario a invenciones urdidas sobre Cristo o los santos que, como diría Lutero, «hacían reír al diablo». A lo largo de unos minutos intentó demostrar que las reliquias eran algo innecesario y no sólo inútil sino nocivo para la Iglesia y que deberíamos esforzarnos para desarraigar ese culto pueril de nuestras costumbres religiosas. Y con esa habilidad congénita del Doctor para enhebrar dos hilos en la misma aguja terminó hablando del problema de las indulgencias, tan frecuente en su oratoria, para decir que las indulgencias, para vivos y para muertos, se producían inevitablemente con el dinero de por medio y concluyó afirmando que estos negocios no sólo carecían de valor escriturístico sino que era evidente la falacia a que daban lugar.

Sus últimas palabras cayeron ya sobre un auditorio fatigado. Cipriano seguía con atención el desarrollo de los actos, pero se azoró cuando doña Leonor, una vez terminado el parlamento del Doctor, le sonrió desde el estrado y le dio la bienvenida en alta voz. Se trata de un hombre generoso y devoto, dijo, cuya colaboración nos será de gran utilidad. Todos volvieron la cabeza hacia él y asintieron, y doña Ana Enríquez dijo entonces que a la buena nueva de la incorporación del señor Salcedo al grupo debía añadir otra: el hecho de que dos personas muy ligadas a la Corona, de gran influencia política, estaban en contacto con uno de los hermanos y no tardarían mucho en unirse a ellos. Pedro Cazalla, visiblemente disgustado con estos optimismos fuera de lugar, replicó que era preciso actuar con prudencia y cautela, que la prisa no era buena consejera y que si en principio era provechoso incorporar a la secta personas influyentes, no debían olvidar el riesgo que semejantes adhesiones comportaba. Doña Catalina Ortega, por su parte, afirmó saber de buena tinta que la cifra de luteranos en España sobrepasaba los seis mil y que, por los mentideros de la Corte, circulaba la especie de que la princesa María y el mismísimo Rey de Bohemia simpatizaban con ellos. Una boca contagiaba a otra y Juana de Silva, la esposa de Juan Cazalla, de natural retraído, dijo entonces que el propio Rey de España veía con simpatía el movimiento reformista pero los compromisos de la Corte no le permitían exteriorizarlo. La euforia, como solía ocurrir en todos los conventículos, se iba extendiendo y, para tratar de reducir los hechos a la escueta realidad de cada día, el bachiller Herrezuelo tomó la palabra e hizo ver que todas estas victorias quiméricas eran propias de situaciones clandestinas como la que estaban viviendo y no conducían a nada práctico, salvo a crear falsas ilusiones que luego desmoralizarían al grupo al venirse abajo. El Doctor apoyó con calor las manifestaciones del bachiller Herrezuelo y anunció que iban a proceder a celebrar la eucaristía, el momento culminante de la reunión. Fervorosamente, sin revestirse, utilizando una gran copa de cristal y una bandeja de plata, con la audiencia arrodillada, don Agustín Cazalla consagró el pan y el vino y los distribuyó luego entre los asistentes que desfilaron ante él. Uno a uno regresaban a sus bancos con recogimiento y el Doctor terminó la ceremonia dando de comulgar a su madre en el estrado. Tras la acción de gracias, el Doctor, puesto en pie, les tomó juramento sobre la Biblia de que nunca revelarían a nadie el secreto de los conventículos y no delatarían a un hermano ni en tiempos de persecución. Tras el enérgico «juramos» con que respondieron los reunidos, la asamblea se disolvió y alrededor de la tarima se congregaron algunos circunstantes, comentando a media voz los últimos acontecimientos. Durante unos minutos Cipriano Salcedo constituyó la principal atracción, estrechando manos y recibiendo parabienes. El diligente Juan Sánchez, con su rostro de papel viejo, organizaba la evacuación discreta del piso formando parejas que abandonaban la casa cada dos minutos. Tras la salida de la primera pareja, regresó a la capilla y anunció la novedad:

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