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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (14 page)

BOOK: El hereje
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Por su parte, don Bernardo quedó satisfecho de la escena. Hacer llorar a unos ojos que le habían despreciado tanto, comportaba un desquite. A Ignacio, sin embargo, cuando se lo contó, no se lo dijo así se limitó a disfrazar su venganza de virtud: con esta gente no vale de nada apelar al cuarto mandamiento —dijo. Ignacio, recto y temerario, aludió a su frialdad con el pequeño desde que nació y don Bernardo volvió a insistir en que, le gustara o no, Cipriano no era más que un pequeño parricida. Ignacio volvió a repetir que no tentara a Nuestro Señor y añadió algo inquietante y de lo que nunca había hablado: que el hecho de que el pequeño Cipriano hubiera nacido el mismo día que la Reforma luterana no era precisamente un buen presagio.

Las controversias religiosas a que tan aficionados eran sus paisanos, apenas tenían lugar en el mundo de don Bernardo. Ni Dionisio Manrique, en el almacén de la Judería, ni los amigotes de la taberna de Dámaso Garabito, ni los corresponsales del Páramo, ni Petra Gregorio en el muelle nido de amor de la calle Mantería, se prestaban a tan elevadas disquisiciones. Por eso, ahora que su hermano acababa de hacer una alusión a Lutero experimentó una viva necesidad de hablar de él:

—¿Sabes —preguntó— que el padre Gamboa dijo el domingo en San Gregorio que entre Lutero y el Rey habían terminado las componendas?

Ante su hermano mayor, Ignacio se movía mejor tratando de estas cuestiones que de las inherentes a su sobrino y al servicio doméstico. Seguía al día la revuelta de Lutero, se relacionaba con los intelectuales y soldados que regresaban de Alemania, leía toda clase de libros y papeles relativos a la Reforma. Hombre de fe, papista íntegro, su rostro rojo y barbilampiño se acaloraba al abordar estos temas:

—Nos quitan la tierra bajo los pies, Bernardo. Hacen escarnio de lo que consideramos más respetable. Lutero se irritó contra el Papa que encomendó a los dominicos la predicación de las indulgencias pero lo que, en realidad, quería decirnos es que las indulgencias y los sufragios no sirven para nada, ni si me apuras la penitencia. Según él lo único que nos salva es la fe en el sacrificio de Cristo.

Bernardo escuchaba con curiosidad. Le intrigaba aquel mundo inasible en el que daba por sentada la prioridad de su hermano. Dijo:

—El problema de la salvación ha sido siempre el gran problema del hombre.

Ignacio apoyaba los codos en los muslos para aproximarse a su hermano.

—Lutero rehuye la controversia. Destruir es su objetivo, acabar con el Papa a quien ha llamado asno y suplantador de Cristo. Una vez abolido el papado tendría el campo libre para los suyos. El luteranismo es ya un movimiento considerable. El intento de conciliación de Eck ha resultado un fracaso. Lutero no se retracta de nada. Dice que para discutir necesita un Papa mejor informado. León X ha condenado su doctrina y le ha excomulgado y el Emperador ha ratificado en Worms esta condena. Lutero ha escapado a Wartburg y, encerrado en el castillo del Príncipe, no cesa de escribir libros incendiarios que difundirán
la lepra
por Europa.

Don Bernardo Salcedo bebió un trago de vino de Rueda. Las vespertinas visitas a su hermano tenían esta ventaja: obsequiaba a los invitados con los mejores vinos del país. Su bodega y su biblioteca, con quinientos cuarenta y tres volúmenes, eran de las más acreditadas de la villa. Y, además de beber buen vino, lo ofrecía en copas del más fino cristal que Gabriela, su cuñada, conservaba tan impolutas como las ropas de sus atuendos que tanto atraían a Modesta y Minervina. Era, el de don Ignacio, el matrimonio sin hijos mejor asentado y relacionado en la villa vallisoletana. Y aunque don Bernardo se permitía a veces alguna broma a cuenta de la religiosidad de su hermano, y a pesar de ser ocho años más viejo que él, sentía por su persona y opiniones un respeto físico, especulativo y profundo. De ahí que, cada vez que las circunstancias les conducían a enfrentarse, don Bernardo nunca encontraba a mano otra argumentación oportuna que la de la experiencia o la edad. Así ocurrió, por ejemplo, dos meses después de la conversación sobre la Reforma protestante, cuando un don Ignacio Salcedo, fuera de sí, salió a su encuentro y le recibió con una frase retorcida, críptica, cuyo sentido se le escapaba, pero que, a juzgar por sus ademanes y el tono de voz, envolvía una acre censura:

—Valladolid se divierte y Bernardo Salcedo paga. ¿Qué te parece esta frasecita que oigo a diario por todas partes?

Don Bernardo le miró con desconfianza, levemente arrebolado:

—¿Qué te pasa? ¿Estás excitado? ¿Qué demonios quieres decir con eso?

A don Ignacio le había bajado el color y le temblaban las manos y el anillo de casado. Que él recordase nunca sus diferencias habían llegado a tanto:

—Que tu querida te engaña a ti y a la ciudad entera. Todo el mundo está en lenguas a cuenta de esa moza de fortuna.

Don Bernardo pareció despertar de pronto:

—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¡Podría ser tu segundo padre!

—Al primero no le hubiera dicho otra cosa, créeme Bernardo. No somos tú ni yo los que estamos enjuego sino nuestro apellido.

—Y ¿de dónde han salido esos rumores mendaces?

—En Cnancillería no hay rumores, Bernardo. Lo que Cnancillería dice va a misa. ¿Por qué no pruebas de visitar a deshora a esa pelandusca? Únicamente después de haber comprobado lo que te digo me avendría a seguir discutiendo contigo de tan turbio asunto.

Cuando don Bernardo abrió la puerta de la calle tenía ya el convencimiento de que su hermano le estaba diciendo la verdad. Petra Gregorio había jugado con él desde el primer día. Los argumentos se amontonaban. Él estaba lejos de ser un maestro del lance amoroso y ella una discípula aventajada. Eran, simplemente, una puta y un cornudo. Ella no alteró su conducta mientras no llegaron los primeros ducados. Después, el cambio de piso, su ropero, el lujo palaciego del nuevo hogar. ¿Cómo no pensó nunca que su asignación no podía dar para tantos excesos? María de las Casas le había engañado y hasta era posible que su cuerpo estuviera incubando a estas alturas una enfermedad asquerosa. En el portal, a la luz del quinqué, se miró el dorso de las manos, se tocó las mejillas con dedos temblorosos; no había bubas ni durezas. De momento podía estar tranquilo. Apenas hacía dos horas que se había despedido de Petra, pero tomó la calle del Verdugo y se encaminó a su casa. Las depravaciones sexuales de la chica, pensó, no se inventaban ni obedecían a lecciones recientes. La mantenida había tenido un larga experiencia amorosa anterior a su encuentro. La chiquilla que suspiraba una y obra vez a la grupa de
Lucero
la noche que la bajó del Páramo no era una muchacha ingenua sino una consumada actriz. ¿Qué hacer? ¿Cómo la encontraría? ¿Cómo debía reaccionar un caballero ante una burla semejante? He aquí lo que en el instante de introducir la llave en la cerradura desazonaba a don Bernardo. ¿Habrá algún medio de enmendar las torpezas sin riesgo y con dignidad? —se preguntó. Había subido los dos tramos de escalera apresuradamente y ahora jadeaba en el descansillo. Pero —trató de tranquilizarse—¿por qué creer a Ignacio a ojos cerrados? No era cierto que la Cnancillería únicamente emitiera verdades comprobadas. La Cnancillería se equivocaba como todo hijo de vecino y él iba a demostrarlo. Con mano temblorosa abrió la puerta del piso. La luz vacilante de los candiles que llegaba al vestíbulo provenía del dormitorio de atrás. Las servillas de don Bernardo no hacían ruido al avanzar por el pasillo. Le iba alarmando cada vez más el creciente silencio de la casa, pero al asomarse al dormitorio de Petra Gregorio divisó a Miguel Zamora, el letrado, vistiéndose sobre la alfombra, las piernas inseguras al aire. La ropa de la cama estaba revuelta pero Petra no se encontraba allí. Miguel Zamora, con las calzas en la mano, se sobresaltó al verle, se sintió abochornado, en apariencia, más por haber sido sorprendido en paños menores que por su traición:

—¿Qué hace aquí a estas horas vuesa merced?

—¿Para eso te confié mi caballo, grandísimo hijo de puta?

Miguel Zamora intentó meter la pierna por la calza derecha sin resultado. Dijo trastabillando:

—Son dos asuntos que no tienen nada que ver entre sí, Salcedo.

Don Bernardo le agarró firmemente por el jubón recamado y le alzó levemente del suelo. Miguel Zamora de puntillas, con las peludas piernas al aire, ofrecía una imagen grotesca:

—Debería matarle aquí mismo —le dijo don Bernardo aproximando sus labios al extremo de su nariz.

—Petra no es su esposa. No conseguiría la comprensión del tribunal.

—El placer de deshacerle entre mis manos, ése sí lo tendría.

—Sería un acto culpable, Salcedo. La ley no le ampara.

Se hablaban a media voz, a dos dedos de distancia y, cuando don Bernardo le soltó despectivamente, apenas se le oyó musitar: «cochino leguleyo». Luego, ya más claro, al abandonar el dormitorio exclamó:

—Tanto tú como yo somos dos pobres cabrones que no sabemos dónde ocultar los mogotes de nuestros cuernos.

Salió al pasillo en el instante en que Petra Gregorio también lo hacía por la puerta de la cocina. Portaba una gran bandeja de plata con una improvisada comida y taconeaba garbosa por la tarima pero, a la solemne bofetada de don Bernardo, todo salió ruidosamente por los aires menos la Petra Gregorio, que perdió el equilibrio y se vino al suelo.

—Prepara tus trebejos —dijo sucintamente don Bernardo—. Mañana te vuelves al yermo de donde saliste.

Al día siguiente, Dionisio Manrique le organizó una entrevista con María de las Casas,
la Ponedora
, en el almacén:

—Me prometiste una virgen y me endosaste una puta. ¿Qué te parece el trueque?

María de las Casas se arrodilló. Pretendió en vano besarle el borde de la cuera:

—Tan engañada ha sido vuesa merced como yo misma. Se lo juro por mis muertos.

Le miraba implorante desde el suelo pero don Bernardo no se ablandó; estaba demasiado resentido:

—Escúchame, María de las Casas —advirtió—. Si el día de mañana, y Dios no lo quiera, me agarro una sífilis por tu culpa, mandaría apalearte hasta reventar y luego te metería en la cárcel hasta que te pudras. Tengo un hermano en Cnancillería, no lo olvides. Puedes marcharte.

V

La joven Minervina, sin saberlo, se mostraba conforme con el Sínodo de Alcalá de Henares de 1480 y consideraba que la catequesis y la escuela eran una misma cosa. Su madre, en Santovenia, veinte años antes, entendía, asimismo, que valía tanto aprender a leer y escribir como adoctrinarse. A ello colaboró el bondadoso párroco don Nicasio Celemín que cada día, a las once de la mañana, hacía sonar la campana en el pueblo con una intención ambigua que cada vecino interpretaba a su manera: ya tocan para la escuela, decían unos, mientras otros, más píos, al escuchar los tañidos, daban obra explicación: don Nicasio está llamando a la doctrina, aviva; son las segundas. En cualquier caso, los vecinos de Santovenia, a principios de siglo, identificaban instrucción y adoctrinamiento y de ahí salió una generación, de la que formaba parte Minervina, para la que hablar con Dios y aprender eran la misma cosa. Tan arraigada tenía esta identidad la muchacha que, antes de que Cipriano cumpliera siete años, ya dedicaba una hora de la mañana a la formación religiosa del pequeño. En principio, el niño aceptó la novedad como un pasatiempo. Encerrados en la buhardilla donde Cipriano dormía, ante la mesita que se extendía bajo la claraboya, Minervina le aleccionaba. Lo primero fue enseñarle a signarse y santiguarse, signos religiosos que a Minervina se le atragantaron veinte años atrás pero que para Cipriano no representaron ninguna dificultad:

—Haces así y así y con los dedos marcas los palos de la cruz ¿te das cuenta?

—Sí, los palos de la cruz —decía el niño sonriendo.

Cipriano interpretaba perfectamente el significado del signo y cuando la chica le decía que la cruz de la frente servía para ahuyentar los malos pensamientos, la de la boca para evitar las malas palabras y la del pecho para aventar los malos deseos, lo comprendía aunque no diferenciaba aún los malos pensamientos, las malas palabras y las malas acciones de los buenos. Tras los signos del cristiano, Minervina, siguiendo las normas de don Nicasio Celemín, que colocó el primer día una gran lápida en un paño de la iglesia que decía «Cartilla para mostrar a leer a los moços», le fue enseñando las oraciones: Padre Nuestro, Ave María, Credo y Salve. La chica las cantaba con él una y otra vez y así el niño las memorizaba con facilidad sorprendente. A veces el pequeño la interrumpía:

—Ya estoy cansado, Mina. Vamos a jugar un poco a los soldados.

Pero ella forzaba su voluntad:

—Hay que hacerlo aunque no nos guste, mi tesoro. Sin la oración nadie se salva y Minervina se irá a los infiernos si no te ayuda a salvarte a ti.

Repetía las muletillas de don Nicasio Celemín pero estaba completamente segura en ese momento de que si Cipriano no aprendía a orar por su culpa, el niño y ella irían a pudrirse entre las llamas del infierno. Era una mezcla deseo—temor lo que la movía: ir al cielo, el compendio de todos los bienes, era el objetivo, mientras el infierno representaba para ella, y de paso para el niño, la pena eterna, la suma de todos los males, un peligro que había que evitar.

—Y si no rezo ¿me voy a los infiernos, Mina?

—Entiéndeme. Tienes que aprender a distinguir lo bueno de lo malo y, una vez que lo sepas, tú eres libre para hacer lo que te plazca.

El niño repetía canturreando las frases que pronunciaba Minervina, la obedecía porque sabía que era por su bien, que le estaba salvando, que estaba haciendo por él lo máximo que una persona podía hacer por otra. Sin embargo una mañana, Cipriano, tan abstraído estaba con sus juegos, que no hubo manera de contrariarle:

—Luego, Mina. Ahora no quiero rezar.

Esa noche tardó en dormirse. Cuando al fin lo consiguió, a altas horas de la madrugada, se le apareció, flotando sobre el cielo, entre nubes, la figura de Dios Padre. Era una imagen que había visto antes en alguna parte, tal vez en algún libro, pero la de ahora tenía exactamente la fisonomía de don Bernardo: rostro lleno, barba y pelo fuertes y lisos y una mirada helada y heridora que se cruzó un instante con la suya. Cipriano cerró los ojos, se achicó, quiso desaparecer del mundo, pero Nuestro Señor le prendió por una oreja y le dijo:

—¿Vas a decirme, caballerete, por qué no quieres rezar?

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