También ayudó a los pobres. Otorgó dotes a las jóvenes que carecían de recursos; a los que estaban en la cárcel, por razón de deudas, les daba el dinero que necesitaban para ser puestos en libertad; para los viajeros cansados, hizo construir caravasares. No parecía haber causa merecedora de ayuda que su generosidad descuidara, desde construir una gran mezquita en su nombre, a subvencionar trabajos de irrigación en Egipto, o proporcionar asistencia a los pobres de La Meca. Cuando sus detractores la acusaron de tratar de acumular recompensas para el otro mundo, ella solía contestar, con cierta vaguedad pero con edificante tristeza, que sólo Alá el Magnánimo podía saber lo que había en el fondo del corazón de una mujer.
Su fama se extendió por todas partes; y no solamente en el imperio Otomano. También en Europa se hablaba del magnánimo, generoso e inteligente gobernante, cuya continua preocupación era el bienestar de su pueblo.
Naturalmente, había envejecido durante los largos años en los que había ejercido el poder en los asuntos públicos, aunque no de una manera regular. Tenía casi setenta años. Su figura era corpulenta y tenía el pelo gris, una boca hundida y desdentada y una manera de andar desgarbada. Pero sus ojos eran todavía hermosísimos y su piel tenía aún el brillo de años atrás.
Había conservado también su actitud arrogante hacia todos los que la rodeaban. No gobernaba, dominaba. La pequeña esclava griega que no reparó en medios para llegar a la cima del poder desde un mar de mujeres insignificantes como ella, continuó siendo tan suspicaz y temerosa como siempre, disimulando su inseguridad tras una exagerada confianza en sí misma y una inflexible implacabilidad. No poseía esa natural superioridad de los que son gobernantes innatos y lo saben. Ni moderó jamás su hostilidad hacia cualquier mujer que se encontrara en una posición que pudiera suponer una amenaza para ella.
Apenas había subido su nieto al trono cuando se encontró en una situación de mortal rivalidad con Turhan Hadice, la madre del joven Sultán. El primer asunto acerca del cual se enfrentaron fue la educación del Sultán. La verdad es que ninguna de las dos mujeres otorgaba mucha importancia a este asunto y precisamente por ello podrían muy bien haber olvidado sus diferentes maneras de pensar en bien del joven Sultán y del tambaleante imperio. Pero desgraciadamente se parecían demasiado para poder hacerlo: ambas ambicionaban el poder absoluto y no tenían escrúpulos sobre cómo conseguirlo y mantenerlo.
Turhan Hadice, como Sultana Validé, tenía derecho, por costumbre y precedente, a gobernar el harén y tomar parte en los asuntos del imperio. Pero no en balde se llamaba a Kösem la Buyuk Validé, o la Gran Madre. Y como tal no tenía la menor intención de ceder su poder ni de compartirlo con una simple mujer rusa de «dudoso origen».
Esta mortal enemistad siguió su curso natural. Una serie de roces trajeron como consecuencia el que ninguna de las dos mujeres fuera capaz de tolerar la presencia de la otra. Después tuvieron lugar unas cuantas peleas de gato en las que cada una de ellas intentó sacarle los ojos a su enemiga. Y finalmente una y otra se retiraron a sus respectivos aposentos para tramar cómo lograr la perdición de la otra.
El hecho de que sus aposentos estuvieran tan cerca no contribuyó a mejorar la situación. Las dos mujeres no podían evitar encuentros accidentales o impedir el intercambio de murmuraciones maliciosas o actos de abierta hostilidad entre sus sirvientes respectivos.
Un año o dos teniendo que soportar esta desagradable atmósfera dentro del propio harén convencieron a Kösem de que debía deshacerse de su rival a toda costa. Nada le proporcionaría mayor placer que verla desterrada a la muerte en vida del viejo palacio. Para conseguirlo, Kösem estaba dispuesta a sacrificar a su nieto Mahomet IV, el Sultán reinante. Si se pudiera persuadir a los agás de los jenízaros de que depusieran al Sultán en favor de su más joven hermanastro Solimán, ella conseguiría la deseada venganza. Mahomet IV entraría en la jaula o moriría. Turhan Hadice sería desterrada al viejo palacio. La madre de Solimán, Saliha Dilasub, sería la nueva Sultana Validé. Saliha era una persona recatada y modosa que probablemente no se metería en política ni constituiría un obstáculo para la función de Kösem como Reina Regente.
Esto era, por supuesto, lo que Turhan Hadice había temido desde el momento en que su hijo subió al trono. El papel desempeñado por Kösem en la espeluznante muerte del marido de Turhan, el sultán Ibrahim, no era algo que se pudiera olvidar fácilmente. Por añadidura, una mujer como Kösem que se había prestado a la ejecución del único hijo que le quedaba, no iba a resistirse a sacrificar ahora a su nieto.
Teniendo en cuenta la alianza que existía entre Kösem y los jenízaros, era natural que Turhan Hadice buscara la ayuda de los spahis, los enemigos tradicionales de los jenízaros, como ciertamente lo hizo antes de la muerte de su marido. Y esto era lo que temía Kösem.
Así que tan insistentemente como ésta, acosó a los spahis con cartas y mensajes, quejándose en ellos del asesinato de su esposo Ibrahim, la arrogancia e insolencia de los jenízaros y la poca estima en que tenían a su indiscutible Príncipe y Maestro, su hijo Mahomet IV. Y no dejó nunca de mencionar el hecho de que no solamente ella y su hijo estaban en peligro frente a la rapacidad de los jenízaros. ¿No sabían los spahis que Kösem y los jenízaros estaban tramando el abolir la orden y el nombre de los spahis?
Corrían tiempos difíciles. Las arcas del Tesoro estaban vacías. Los jenízaros y los spahis, que se habían unido temporalmente contra el sultán Ibrahim, estaban otra vez como el perro y el gato. Había rebeliones en Anatolia y otras partes del imperio. Cundía la inflación, se extendía el hambre. Hasta los comerciantes de los bazares declararon una huelga general. Estambul gemía bajo el gobierno opresivo de tres jenízaros agás; Bektach, Kara Chiaus y Celebi Mustafá. Los tres estaban aliados con Kösem.
Como era de esperar, el caos interno afectó a la guerra de Creta, donde las cosas iban tan mal que los venecianos lograron bloquear los Dardanelos. Las cosas llegaron hasta tal punto que, para poder funcionar, el gobierno tuvo que devaluar aún más la moneda y recaudar «impuestos adelantados» para los dos años futuros.
Kösem estaba ahora asediando a los agás de los jenízaros para que depusieran a Mahomet en favor de su hermanastro Solimán. En sus cartas hacía lo imposible por retratar a Solimán como «un joven sano, corpulento y de porte majestuoso, superior con mucho a Mahomet IV, cuya escasa y frágil personalidad le hace inadecuado para ocupar el trono». Les instaba a que llevaran a cabo su plan, conforme al cual ellos y sus tropas entrarían en palacio durante la noche (los partidarios de ella se encargarían de que las puertas estuvieran abiertas), ejecutarían a los seguidores de Turhan Hadice y colocarían a Solimán en el trono. A Mahomet IV se lo envenenaría esa misma noche y no se lo estrangularía, para poder alegar que murió de causas naturales.
Se decidió finalmente que el plan se llevaría a cabo la segunda noche de septiembre.
Se dio una circunstancia afortunada para Turhan Hadice y sus partidarios. En esa hora crítica el Gran Visir era Siyavus Bajá. Si no se le podía considerar como uno de los partidarios de Turhan Hadice, sí era un hombre ecuánime, y leal al Sultán reinante, aunque los agás de los jenízaros nunca perdieron la esperanza de atraérselo a su lado.
En la noche señalada, se le envió a Siyavus Bajá un mensaje pidiéndole que se presentara inmediatamente en la mezquita de los jenízaros. Era un último intento para ganárselo a su bando. Si accedía a sus demandas, todo iría bien, si no, se le daría muerte allí mismo.
A pesar de que eran ya las doce de la noche y de la inusitada naturaleza del mensaje de los jenízaros, Siyavus Bajá decidió acudir. Acompañado de una pequeña escolta, entró en la mezquita. Dentro de ella se encontró frente a frente con miles de jenízaros, con caras de pocos amigos y armados hasta los dientes.
Bektach, el cabecilla de los conspiradores, no se dignó salir a recibirlo en persona a la entrada, como era la costumbre, sino que envió a algunos soldados para que trajeran al Gran Visir a su presencia. Hecho esto, Bektach pasó a presentarle al asombrado Gran Visir una serie de demandas, la primera de las cuales era que se depusiera al Sultán y que se pusiera en el trono, en su lugar, a su hermano Solimán. Por añadidura se debían cambiar las normas de manera que sólo los hijos de los jenízaros fueran educados en la escuela de palacio.
Temiendo por su vida y disimulando sus verdaderos sentimientos, el Gran Visir accedió a todo lo que se le proponía. Ofreció su lealtad y afecto a los jenízaros y juró todo esto sobre el sagrado Corán pidiendo que cayeran sobre su cabeza y las de su familia las más horribles desdichas si alguna vez dejaba de cumplir lo prometido. Al oír esto y confiado en su propio poder, Bektach le permitió al Gran Visir que se retirara, en contra del consejo de los otros conspiradores.
El Gran Visir, una vez recuperada su libertad y acompañado por dos de sus hombres, se dirigió apresuradamente a Topkapi. Allí se encontró con la gran puerta de entrada abierta, en contravención de las normas nocturnas, y ningún centinela a la vista. Cuando sus apremiantes preguntas le revelaron que se había hecho esto por órdenes de Kösem, dio inmediatamente una contraorden.
Una vez cerradas las puertas, se dirigió a los aposentos del Sultán. En el camino se encontró con el Kizlar Agá Solimán, que estaba haciendo la última ronda nocturna del harén. Conociendo la lealtad y el afecto del Kizlar Agá por el joven Sultán, le informó de la situación y juntos se pusieron apresuradamente en camino hacia el aposento de Kösem. Aunque estaba todavía despierta, el chambelán mayor intentó interceptar la entrada a su cuarto. Sin vacilar ni un instante, el Kizlar Agá hundió la daga en el pecho del chambelán, visto lo cual todos los eunucos salieron corriendo.
Kösem se quedó enormemente sorprendida al verlos llegar, ya que estaba esperando a los jenízaros que, según lo acordado, la iban a llevar a un refugio seguro, antes de deshacerse de sus enemigos. Por eso, al oír a los hombres a la puerta de su aposento, lo primero que pensó fue que habían llegado ya los jenízaros. Pero cuando se dio cuenta de la verdadera situación, el susto fue aún mayor. Con ojos de loca, tuvo que dejar que la arrestaran. Esta victoria se Iogró con tanta rapidez y silencio que el resto del harén continuó profundamente dormido.
Ahora había llegado el momento de despertar al Sultán y a su madre.
Al entrar en la cámara donde dormían el Sultán y su madre, alertaron primero a las damas de la guardia y les dieron instrucciones de despertar a la madre del Sultán, pero sin alarmarla. Fracasaron en esto último, aunque empezaron por frotarle suavemente los pies hasta que abrió los ojos. En cuanto oyó que el Kizlar Agá quería hablar urgentemente con ella, tuvo la sensación de que la situación era de extremo peligro y se dejó llevar por el pánico. Saltó de la cama con un grito de angustia, se dirigió corriendo hacia la cama de su hijo, lo cogió en los brazos y exclamó: «¡Oh, hijo mío! No hay duda de que a ti y a mí nos espera la muerte».
El muchacho estaba tan aterrado que se arrojó a los pies del Kizlar Agá, sollozando: «¡Oh, Lala! ¡Sálvame! ¡Sálvame!».
Le resultó difícil al Kizlar Agá alzar en sus brazos al niño y tranquilizarlo, mientras que el Gran Visir se ocupaba de la histérica madre.
No había amanecido todavía. El grupo entero decidió encaminar sus pasos hacia el Salón del Trono y esperar allí hasta que rayara el alba. Así lo hicieron, con antorchas en las manos, aumentando su número con todos los guardias y oficiales que encontraron a su paso. Se enviaron mensajeros al patio tercero para que llamaran a las armas a los seiscientos estudiantes que vivían allí, mientras que los bustanches y los alabarderos, que ascendían a varios centenares, eran también movilizados.
Después de haber sentado al Sultán en su trono, el Kizlar Agá se dirigió a los que estaban presentes, con estas palabras:
«El que come el pan del Sultán debe dedicarse al servicio del Sultán. Permitimos que los traidores se deshicieran del sultán Ibrahim y ahora quieren quitarnos de las manos a su hijo. Vosotros, que sois los principales servidores de su Majestad, debéis prestarle vuestra ayuda incondicional».
Al oír estas palabras, el Portador de la Espada del Sultán replicó: «Gran Señor, ¡no os inquietéis! Mañana, Dios mediante, yacerán a vuestros pies las cabezas de vuestros enemigos».
Todos los presentes prestaron el juramento de lealtad y se trajeron papel y pluma para escribir la primera orden del Sultán. Era la orden de que se ejecutara al agá de los guardias de palacio, que, en contravención de las normas, había dejado las puertas abiertas toda la noche.
Mientras que se hacían los necesarios esfuerzos para armar a todo el mundo en palacio, el Gran Visir mandó órdenes a todos los bajas y gobernadores de acudir inmediatamente a palacio con todas las fuerzas que pudieran reclutar. Debían de traerse también con ellos todos los armamentos y provisiones que pudieran transportar, en anticipación de un asedio que podía resultar prolongado.
Llegaron barcos, galeras, barcas y lanchas desde Pera y Galata, todos ellos cargados de armas y municiones. De Escudar, en el lado de Asia, vinieron muchos spahis. Pronto los cuatro patios del harén y las calles adyacentes se llenaron de hombres armados.
Cuando amaneció y los rebeldes jenízaros vieron todo este movimiento, decidieron que ellos también debían reclutar un ejército adicional de entre los albanos y griegos que estaban en Estambul, con promesas de dinero y privilegios.
Todo el mundo parecía preparado para una larga guerra civil.
En palacio todos se unieron con gran fervor a la oración de la mañana. Poco después de esto, un numeroso grupo de alabarderos y pajes sitiaron el Salón del Trono pidiendo la muerte de Kösem. A un chambelán que intentó impedirles el paso se le acusó de ser enemigo del Sultán y de todos los musulmanes. Se abalanzaron sobre él con un hacha y lo despedazaron en presencia del Sultán, un acto que llenó de terror el corazón de todos los presentes y no solamente el de los seguidores secretos de Kösem.
De hecho, ni el Mufti ni algunos de los visires parecían tener prisa en dictar sentencia contra Kösem. Confiaban en poder encontrar una manera de salvarle la vida y proteger, al mismo tiempo, al joven Sultán. No eran partidarios de la ley de la calle.