En medio de toda esta inmundicia Jaja estaba a salvo, con tal de que no se aventurara a salir del
mahalle
. Una cosa era cierta: no había jenízaro, spahi u oficial del gobierno que se atreviera a mostrar su rostro en el
mahalle
. El temor de ser mancillado, junto con el temor del feroz matonismo de los curtidores, era el secreto de la relativa seguridad del
mahalle
.
No obstante no les faltaba a los curtidores amor por su Sultán. Jaja estaba asombrado al constatar que tenían más patriotismo que el soldado común o el ciudadano ordinario. La persona del Sultán estaba tan cerca de su corazón que en tiempo de guerra, le explicaron a Jaja, se contaban entre los primeros voluntarios para la lucha contra los infieles y los traidores.
De todas formas, la Confraternidad tenía su propio y singular código de honor. Estaba siempre dispuesta a dar asilo a asesinos, ladrones, esclavos fugitivos, transgresores y a todos los que habían caído en desgracia del Sultán, por la razón que fuera. A cambio y como acto de expiación, aquellos a quienes se les daba asilo debían trabajar en los montones de excremento de perro (usado de manera regular en el oficio de la curtiduría) por un período de tiempo relacionado con el delito cometido. Solamente después de haber cumplido su «período de expiación» eran aceptados en la Confraternidad.
A Jaja, por alguna razón desconocida, no se le había pedido aún expiar sus delitos.
Los pocos habitantes del
mahalle
que no eran homosexuales reconocidos, eran, no obstante, solteros. Vivían quince o veinte por habitación en casas de madera de dos pisos. Estas casas no tenían escaleras interiores, así que se accedía a los cuartos de arriba mediante trampillas abiertas en los techos de los cuartos de abajo.
Las pocas mujeres que vivían en el
mahalle
eran, viejas prostitutas que llevaban ya muchos años en la profesión. Compartían las habitaciones con los hombres. Algunas estaban tan hinchadas que tenían gran dificultad en pasar por las trampillas, mientras que otras eran increíblemente flacas, con pechos secos y cuerpos enfermos. No obstante, a ninguna de ellas les faltaban pretendientes. La que estaba en el cuarto de Jaja compartía el lecho con varios hombres la mayoría de las noches, y sus risotadas vulgares y aguardentosas no dejaban dormir a Jaja.
Tanto los hombres como las mujeres fumaban hachis.
Fue Lale quien organizó la huida de Jaja de Topkapi. La tercera noche que pasó en el almacén de harina, el pinche del cocinero del hospital lo había llevado a la Puerta Funeraria, donde un miembro de la Confraternidad de los Curtidores lo estaba esperando. Lale estaba también allí. Era un lugar desierto. Como era natural, su asociación con la enfermedad y la muerte mantenía a la gente alejada de él.
Jaja y Lale se abrazaron, cada uno de ellos dándose cuenta con pena de que, probablemente, no se volverían a ver. La noche era oscura como boca de lobo. No podían verse los rostros, ni podían hablar de la emoción. Pero al abrazarse, los sollozos sacudieron el inmenso cuerpo de Lale, que decía una y otra vez: «¡Oh, hijo mío, hijo mío!». Jaja, por su parte, se sentía abrumado por el dolor del remordimiento. Esos años que había pasado tratando de progresar en la vida y cultivando la amistad de los que ocupaban puestos elevados, habían sido los años en que había descuidado cruelmente a Lale. El distanciamiento que había empezado con la reticencia de Lale, se había hecho mayor conforme Jaja continuaba subiendo de categoría en el harén. No tenían nada que decirse el uno al otro. Lale dejó de preguntarle a Jaja cómo iban las cosas y Jaja dejó de contarle a Lale el más reciente cotilleo; cada uno de ellos se daba cuenta de que Jaja, por así decir, se había pasado al campo enemigo.
Jaja dormía ahora hasta muy tarde todas las mañanas, o, mejor dicho, se quedaba en la cama. El ruido que hacían los curtidores, cuando se levantaban al rayar el alba, lo despertaba invariablemente, pero trataba de no abrir los ojos hasta que todos se habían ido a trabajar. Aun entonces permanecía en una especie de duermevela en la que los acontecimientos de su vida pasada flotaban por delante de sus ojos. Se sentía letárgico y se habría quedado en la cama todo el día si la mujer cuya obligación era enrollar y recoger los colchones antes de barrer las habitaciones se lo hubiera permitido. Se llamaba Rabia, una puta de mediana edad y tipo flaco, con cara de hambre y una pelambrera rala teñida con
henna
, cuya extraña manera de mirarle hacía a Jaja sentirse incómodo.
Una noche en que no había pegado un ojo, cayó en un sueño profundo a la llegada del alba. Cuando volvió a abrir los ojos, vio que el sol estaba ya alto en el cielo. Todos los curtidores se habían ido a su trabajo y le sorprendió ver a Rabia echada en el colchón al lado del suyo y mirándole de forma intensa. Medio dormido, le preguntó qué quería. En lugar de contestarle, le miró de manera significativa y pasándole su áspera mano por el brazo, le dijo:
—¡Qué piel tan suave tienes!
Jaja se levantó de un salto como si lo hubiera mordido una serpiente, mientras Rabia soltaba una grosera y consternada carcajada. Después de este incidente no volvieron a dirigirse la palabra, a no ser que fuera inevitable.
Pero ella no dejó de clavar en él miradas provocativas cuando quiera que se encontraban, ni cejó en sus esfuerzos de ganárselo, mediante diversos regalos de comida. Una mañana Jaja encontró un gran trozo de halva cerca de su colchón, otros días era Baklava o un jarro lleno de
ayran
o un plato de fruta. Sin consultárselo, empezó a lavarle la ropa. Jaja se encontraba siempre su ropa limpia y cuidadosamente doblada en su alacena.
El mar de Mármara no estaba lejos del
mahalle
de los curtidores. Algunas noches, cuando no podía conciliar el sueño, se levantaba sigilosamente y, sorteando los colchones de los dormidos curtidores, salía de la casa y caminaba medio kilómetro hasta llegar a la orilla del mar. Allí se sentaba de cara al mar abierto, dejando que sus tibias olas le lamieran los pies y su suave brisa le abanicara el rostro. En algún sitio, al otro lado de esta inmensa extensión de agua, pasados otros países y otros mares, se hallaba la África negra. Por mucho que lo intentara, no podía imaginarse su vida allí: ese país de tribus en perpetua guerra, donde el sol quema la tierra con sus rayos abrasadores durante todo el año, donde el espíritu de un hombre muerto se esconde detrás de cada árbol, donde batallones de feroces hormigas negras reducen, en el espacio de unos minutos, un cadáver aún caliente a un montón de huesos secos, un país de hambruna endémica, de eternas enfermedades y de comercio de esclavos.
En estas excursiones trataba de no pensar en Humasha; porque el pensar en ella le hacía estremecerse, como se estremece uno ante la revelación de una gran maldad. No obstante, en otra parte de su ser, sabía muy bien que no era ni más ni menos mala que cualquier otra persona en palacio y que su conducta formaba parte de ese eterno juego de mantenerse vivo y flotar en la superficie. Humasha, a punto de convertirse en la esposa oficial del Padisha, quería simplemente no dejar rastros y, al hacerlo, no le importaba un bledo a quién hería. Jaja se daba cuenta ahora de que, hasta su propio descuido de Lale, había sido también parte de ese orden del universo.
Pero había cosas cuyo mero recuerdo le causaba dolor; actos que él personalmente inició y para los que no había justificación. Por ejemplo, la manera en que había hecho uso de Hafsa. Si era una de ésas a las que se había arrestado y torturado, él sería el único culpable. Le producía irritación el haberse olvidado de preguntarle a Lale por ella, aunque pensaba con frecuencia en la muchacha cuando estuvo escondido en el almacén de harina. La manera en que Lale le había salvado a él la vida no era parte del orden del universo, como no lo era la manera en que Vardar Mustafá Bajá defendió el honor de Perihan. Estos pensamientos lo entristecían profundamente.
Al fin llegó un mensajero al
mahalle
con noticias de palacio. Como Jaja, era también un eunuco negro, pero joven y desenvuelto, con cara de bebé: el tipo de eunuco que parece siempre muy joven, aunque llegue a los noventa años. Jaja se lo llevó a un callejón apartado para poder hablar libremente, sin ser oídos.
—Algunos amigos tuyos me han enviado para que te diga que tu barco zarpa pasado mañana —dijo el mensajero, como si estuviera repitiendo algo que había aprendido de memoria—. Mañana, al salir la luna, un marinero llamado Massoud vendrá a buscarte para llevarte al barco. Debes tener mucho cuidado de que nadie se entere de que te vas mañana. ¡El Sultán tiene espías por todas partes!
Jaja pensó en la goleta
Fátima
.
No tenía ninguna comida que ofrecerle al mensajero, ni tenía tampoco dinero que darle, pero era su última oportunidad de enterarse de noticias de palacio.
—Siento mucho, amigo, no tener nada que darte —se excusó Jaja—. Dime, por favor, ¿cómo van las cosas en palacio?
El mensajero miró a Jaja con mal disimulada envidia y le dijo:
—¿Para qué quieres saber cosas de palacio? ¡Considérate afortunado de que vas a marcharte! En estos momentos las cosas van cada vez peor allí. Hace unos días el Sultán decretó que se debía ahogar a todas las Cariyes… Y así lo hicieron… Murieron cientos de ellas… Algunas después de haber sido cruelmente torturadas. Se metió a cada una de las muchachas en un saco lastrado con piedras; después, en grupos de diez, las llevaron al mar de Mármara en un barco y las tiraron por la borda.
—Así que Humasha ha logrado al fin llevar a cabo su terrible venganza —murmuró Jaja entre dientes.
El mensajero, que oyó sólo la palabra «venganza», manifestó en el acto que estaba de acuerdo.
—Sí, sí, cuando el Sultán está encolerizado, su venganza es terrible —replicó el mensajero sentenciosamente, silbando entre dientes para acentuar la enormidad de la cólera del Sultán.
Jaja sintió en el corazón una repentina punzada de dolor. Pasó por su mente el pensamiento de que tal vez Hafsa fuera una de las torturadas antes de ser ahogada.
—¿Y dices que ahogaron a todas las Cariyes? —preguntó.
—¡Sí, a todas ellas! Sus aposentos están ahora vacíos. He oído decir que el Kizlar Agá ha mandado ya agentes a Georgia y Armenia para que traigan sustitutas.
—Había una Cariye llamada Hafsa. Solía trabajar como camarera en los aposentos del Sultán. ¿Sabes si se la torturó también?
—No la conozco, pero no me sorprendería si así fue. Me dijeron que a esas muchachas se les reservaron castigos especialmente severos. Al fin y al cabo, eran las peores. Su posición les daba privilegios de los que podían fácilmente abusar. Y, naturalmente, sabían cómo funcionaba todo. Estoy seguro de que hacían todos los juegos de manos que les apetecían. Pues bien, ahora han recibido a manos llenas lo que se merecían. ¡Y no podrás por menos de estar de acuerdo conmigo! ¡Nuestro Padisha no podía en modo alguno permitirles que convirtieran su harén en una casa de putas!
Jaja se encontraba tan mal que miró a su alrededor a ver si había algo en donde sentarse, pero no lo encontró. Se tambaleó.
—Veo que no te encuentras bien. ¿Podrás hacer el viaje en barco? —preguntó el mensajero bruscamente.
—¡No, no, estoy bien! Sentí como un mareo hace un momento, pero ya estoy bien. ¡Continúa, por favor! ¿Tienes algo más que contarme?
—¿Sabes que los submarinistas en Estambul se niegan a tirarse al agua en el lugar donde se ha ahogado a las muchachas? Dicen que el fondo del mar está cubierto de sacos, que cada uno de ellos contiene el cuerpo de una de las jóvenes y que los sacos se mantienen erectos y se mueven con la corriente.
Era evidente que el mensajero estaba disfrutando al relatar todos los truculentos detalles, y Jaja levantó la mano para que se callara.
—¡Ya está bien, por la gloria de Alá! Dime ahora, ¿cómo está mi señor y maestro Lale?
El mensajero miró a Jaja, totalmente sorprendido y a continuación soltó una larga y estruendosa carcajada, dándose una palmada en el muslo.
—Tiene gracia el que preguntes eso… Ja, ja, ja!… ¿Es que no lo has oído decir? Bueno, tal vez no lo hayas oído. ¿Cómo lo vas a poder oír metido aquí, en este agujero? Ja, ja, ja!… Murió después de haber sido torturado. No pudieron conseguir que el hombre-elefante les dijera dónde estabas tú escondido. Bien sabe Alá que si yo hubiera estado en el lugar de Lale, les habría contado todo a la primera falaka. No hay nada peor en esta vida que el que lo torturen a uno. Y ¿para qué?
A Jaja le pareció que el cuerpo se le vaciaba de sangre, de esperanza, de la vida misma. Clavó los ojos en el estúpido eunuco que estaba de pie frente a él y, por primera vez en su vida, sintió el deseo de estrangular a un ser humano. Con una voz que temblaba de cólera, le dijo:
—¡Por el nombre de Alá, vete ahora mismo, muchacho, vete! ¡Que no tengas nunca que lamentar tu vida miserable!
A la mañana siguiente, después de que los curtidores se hubieran ido a trabajar, Rabia vino a enrollar los colchones y ponerlos en los armarios de la pared, antes de barrer los cuartos. Encontró a Jaja ya muerto. Se había colgado de una viga en el techo. Llorando amargamente y dándose golpes en el pecho, salió corriendo a la calle gritando: «¿Por qué, por qué?».
UNOS MESES DESPUÉS
Lo que tenía indignado al Gran Visir Ahmed Bajá era que los cuatro agás de los jenízaros, Kara Murat, Musslihaddin, Bektach y Kara Chiaus, no solamente se negaran a pagar el impuesto sobre la marta cibelina y el impuesto sobre el ámbar gris, sino que su mera existencia se interpusiera entre él y el poder absoluto. Por consiguiente decidió asesinarlos.
El complot que ideó era muy sencillo. Invitaría a los tres a la ceremonia nupcial de su hijo Baki, que tenía doce años, con Kamenkash Kara Mustafá, la hija del difunto Gran Visir, que tenía ocho, y les daría muerte allí.
La boda tuvo lugar a primeros de agosto, en un jardín cerca de Topkapi y, después de ella, hubo tres días de festejos desenfrenados. Durante el día, los invitados se atiborraban de manjares exóticos y exquisitos, y por la noche se celebraban, para entretenerlos, representaciones del teatro de sombras, danzas del vientre y espectáculos de magia.
Los agás de los jenízaros no tuvieron más remedio que asistir. Pero al estar en territorio enemigo, tomaron la precaución de rodearse, en todo momento, de un destacamento de sus propias tropas.