Read El guerrero de Gor Online
Authors: John Norman
—Cuídate de un aguijón de tarn —dijo Tarl el Viejo—. No es juego de niños.
Recogí lentamente la barra, cuidando asirla cerca del cabo y coloqué la correa de cuero alrededor de la muñeca.
Tarl el Viejo abandonó la habitación; evidentemente yo debía seguirlo. Subirnos la escalera de caracol que ascendía por la parte interior de la torre cilíndrica. Después de atravesar varias docenas de pisos llegamos al techo plano del edificio. El viento azotaba la superficie circular y me empujaba hacia el borde. No había ninguna barandilla. Hice fuerza para no ser arrastrado por el viento mientras me interrogaba qué habría de suceder ahora. Cerré los ojos. Tarl el Viejo sacó un silbato de tarn de su túnica y se oyó un silbido penetrante.
Yo nunca había visto un tarn, con excepción de las representaciones gráficas en mi habitación y en libros de texto acerca de la cría, el cuidado y los utensilios propios para el manejo de estas aves. No me habían preparado expresamente para enfrentar esa situación, como lo habría de saber más tarde. Los goreanos creen que la capacidad de dominar un tarn tiene que ser innata. No es posible aprenderlo. Es cosa de la sangre y de la voluntad, del vínculo entre animal y ser humano, una relación entre dos seres que debe darse de manera intuitiva y espontánea. Se supone que un tarn sabe exactamente quién es un jinete y quién no lo es. Se dice que quien no lo es muere en el primer encuentro que tiene con su ave de combate. Por de pronto sentí sólo un poderoso soplo de viento y escuche un ruido jadeante, ensordecedor, como si un gigante hiciera restallar una toalla; luego, estremecido de horror, me acurruqué bajo una gran sombra alada. Un tarn enorme, con garras semejantes a gigantescos ganchos de acero, batiendo salvajemente sus alas en el aire, se mantuvo rígido por encima de nosotros.
—¡Cuidado con las alas! —exclamó Tarl el Viejo.
La advertencia fue obvia; apresuradamente me hice a un lado. Un golpe de esas alas me habría arrojado al vacío.
El animal aterrizó sobre el techo del cilindro y nos contempló con sus negros ojos relucientes.
A pesar de que el tarn, lo mismo que la mayoría de las aves, es sorprendentemente liviano —lo que se debe, en primer término, a sus huesos huecos— es un ave sumamente vigorosa. Mientras que las grandes aves terrestres, como por ejemplo el águila, deben tomar carrera antes de levantar el vuelo, el tarn, con su increíble musculatura, puede ascender con su jinete solamente con un rápido estremecimiento de sus alas enormes. Para ello, también se ve favorecido por la menor fuerza de gravitación de Gor. Los goreanos suelen llamar a estas aves «hermanas del viento».
El plumaje del tarn no es siempre el mismo, y se los cría teniendo también en cuenta su colorido, y no solamente su fuerza e inteligencia. Los tarns negros se utilizan para asaltos nocturnos; los blancos, para campañas militares invernales. Por su parte, los guerreros que desean impresionar y no tratan de pasar camuflados prefieren tarns de variados colores relucientes. El tarn común tiene un plumaje marrón verdoso. Prescindiendo del tamaño, el halcón es el ave terrestre que más se le parece, solo que el tarn tiene una cresta que se asemeja a la del grajo.
Los tarns, malignos por naturaleza, no están por lo general más que medianamente domesticados y, lo mismo que sus diminutos hermanos terrestres, son carnívoros. En más de una ocasión un tarn a llegado a atacar y devorar a su propio jinete o tarnsman. Sólo temen al aguijón de tarn. Son entrenados por hombres pertenecientes a la Casta de los Tarns. Cada vez que un ave joven se escapa o desobedece, es obligada a volver a su percha y se la castiga con el aguijón. Más tarde, por supuesto, las aves son desencadenadas, pero un aro en la pata ha de recordarles este castigo. Generalmente el entrenamiento da resultados positivos, excepto cuando el animal está sumamente agitado o ha estado mucho tiempo sin comer. El tarn se cuenta entre las dos cabalgaduras preferidas del guerrero goreano; la segunda es el tharlarión, una especie de lagarto, utilizado especialmente por los clanes que no saben manejar los tarns. Por lo que yo sabía, nadie en la ciudad de los cilindros poseía un tharlarión, a pesar de que, según decían, eran muy frecuentes en Gor, especialmente en las llanuras, los pantanos y los desiertos.
Tarl el Viejo había subido a su tarn, utilizando la escala de cinco escalones que cuelga del lado izquierdo de la silla de montar y que es recogida durante el vuelo. Con un ancho cinturón color púrpura se sujetó a la silla. Me arrojó un pequeño objeto, que casi se me cae de la mano. Era un silbato que emitía un sonido que sólo haría reaccionar a un tarn determinado: la cabalgadura que me estaba destinada. Después del episodio con la brújula enloquecida en las montañas de New Hampshire nunca me había sentido tan atemorizado, pero esta vez llegué a dominar mi temor. Si tenía que morir, nada podía hacer para impedirlo.
Hice sonar el silbato y se oyó un sonido agudo, que se diferenciaba netamente del silbido de Tarl.
Momentos después surgió un ser fantástico de la nada, quizá procedente de un resalto que se encontraba más abajo, un segundo tarn enorme, más grande que el primero, un ave negra reluciente, que voló una vez alrededor del cilindro y luego vino en dirección hacia mí. Aterrizó a pocos metros de distancia, y sus garras golpearon la piedra. Estaban fortalecidas por bordes de acero: era un tarn de combate. El ave alzó al cielo su pico encorvado y lanzó un chillido, al tiempo que sacudía sus alas. La poderosa cabeza giró hacía mí, sus ojos redondos me observaban. Enseguida abrió el pico, eché un rápido vistazo a su lengua delgada y cortante, tan larga como un brazo, y el monstruo se arrojó sobre mí, tratando de golpearme con su tremendo pico, entonces escuché los gritos aterrorizados de Tarl el Viejo:
—¡El aguijón! ¡El aguijón!
Para protegerme, alcé rápidamente el brazo derecho; al hacerlo, el aguijón de tarn, que colgaba de la correa de cuero, describió una amplia curva. Lo agarré, lo usé como arma y golpeé con él el pico devorador que quería atraparme, como si yo fuera un simple comestible sobre el plato chato del techo cilíndrico. El tarn atacó dos veces y dos veces lo rechacé. Luego retiró la cabeza y abrió el pico, con el propósito de volver a atacar. En ese momento conecté el aguijón de tarn y le asesté un fuerte golpe. Las chispas saltaban como una cascada reluciente y retumbó un grito de rabia y dolor, mientras el animal aleteaba y se ponía fuera de mi alcance con un salto repentino, que casi me arrojó a las profundidades. Me apoyé sobre manos y rodillas y traté de volver a enderezarme. El tarn volaba alrededor del cilindro, profiriendo gritos penetrantes; finalmente se alejó.
Sin reflexionar un instante, toqué el silbato. Al oír ese sonido estridente, el ave gigante pareció estremecerse en el aire, comenzó a girar, fue perdiendo altura y luego volvió a ascender. En su pecho se desataba la lucha entre su naturaleza salvaje, la llamada de las montañas lejanas y del aire libre, y el entrenamiento a que había sido sometida en su juventud.
Con un violento grito de rabia regresó finalmente al cilindro. Recogí la breve escala, que colgaba de la silla de montar, trepé por ella, me acomodé en la silla y me ajusté el ancho cinturón púrpura que habría de protegerme de una caída.
Al tarn se le conduce mediante una correa de cuero colocada alrededor del cuello, al que generalmente se hallan sujetas otras seis correas de cuero, que confluyen en un aro metálico en la parte anterior de la silla de montar. Las riendas se hallan teñidas de diferentes colores y terminan en aros diferentes, muy distanciados entre sí en el collar colocado en el cuello del ave. Para determinar el rumbo, se tira de la rienda cuyo extremo señala con mayor aproximación la dirección deseada. Cuando, por ejemplo, se desea perder altura o aterrizar, se utiliza la cuarta rienda, que termina inmediatamente delante del cuello del tarn. Para ponerse en movimiento, se tira de la primera rienda, que ejerce una presión sobre el aro en la parte posterior del cuello del ave.
También se utiliza, ocasionalmente, el aguijón de tarn para conducir al animal; en este caso se toca ligeramente al ave en la dirección opuesta a la que se desea tomar, la que, al retroceder ante la barra eléctrica, seguirá adecuadamente. Este método, sin embargo, no es muy adecuado, ya que la reacción ocurre de una manera exclusivamente instintiva.
Tiré de la primera rienda y sentí, con espanto y alegría a la vez, los fuertes aletazos del ave. Fui violentamente arrojado hacia atrás, pero el cinturón me sostuvo. Durante un instante dejé de respirar; me aferré atemorizado al aro de la silla mientras mi mano sostenía la primera rienda. El tarn continuaba ascendiendo, y fui perdiendo de vista la ciudad de los cilindros. Nunca había experimentado algo similar, y si jamás anteriormente me había sentido semejante a un dios, por cierto que lo experimenté en ese primer momento. Miré hacia abajo y distinguí a Tarl el Viejo sobre su cabalgadura, que trataba de alcanzarme.
—¡Hola, pequeño! —gritó—. ¿Acaso pretendes llegar hasta las lunas de Gor?
De repente me sentí mareado. A mis pies las colinas y llanuras de Gor parecían un paisaje compuesto de manchas borrosas; casi creí distinguir la curva del mundo, pero debió haber sido una ilusión de los sentidos.
Antes de perder el conocimiento, tiré de la cuarta rienda y el tarn empezó a descender como un halcón que cae sobre su presa, con una rapidez que terminó por hacerme perder el aliento. Dejé las riendas sueltas, lo que es la señal de un vuelo constante en línea recta. El gran tarn aleteó, y empezó a volar más lentamente. Tarl el Viejo, que parecía muy contento, conducía su tarn cerca del mío. Desde él, me señaló la ciudad, que ahora se hallaba a bastantes kilómetros debajo de nosotros.
—¡Una carrera! —exclamé.
—¡De acuerdo! —respondió a gritos. Hizo girar a su tarn y se alejó volando. Me sentí fastidiado. Él era tan hábil en su trato con el animal, que enseguida se adelantaba y resultaba imposible alcanzarlo. Finalmente también yo logré hacer girar al animal y traté de aguijonearlo. Se me ocurrió que estas aves habrían sido entrenadas para reaccionar ante la voz humana. Entonces vociferé en goreano y en inglés:
—¡Har-ta! ¡Har-ta! ¡Más rápido! ¡Más rápido!
El tarn pareció percibir lo que yo quería. Observé en él un cambio notable. Estiró la cabeza hacia adelante; las alas de repente batían el aire como látigos, los ojos relampagueaban y cada músculo y cada hueso parecían irradiar una fuerza inusitada. Fue un vuelo vertiginoso. Al cabo de un instante apenas nos adelantamos al sorprendido Tarl, y pocos momentos después aterrizamos sobre el gran cilindro, del que habíamos partido minutos antes.
—¡Por las barbas de los Reyes Sacerdotes! —tronó Tarl el Viejo, mientras hacía aterrizar a su ave— ¡Este tarn es increíble!
Los tarns, dejados en libertad, volvieron por propio impulso a sus corrales, y Tarl el Viejo y yo descendimos a nuestras habitaciones. Tarl casi no cabía en sí de orgullo.
—¡Qué tarn! —exclamó—. Yo te llevaba un pasang de ventaja y sin embargo me has ganado. —El pasang es una unidad de distancia en Gor, que aproximadamente equivale a un kilómetro. —¡Este tarn está hecho a tu medida!
—Yo pensé que quería matarme —dije—. Casi tengo la impresión de que los criadores de tarns no domestican suficientemente a sus animales.
—Estás equivocado —exclamó Tarl el Viejo—. El entrenamiento es excelente. El espíritu del tarn no debe ser quebrantado, por lo menos en el caso del tarn de combate. Está domesticado hasta tal punto que depende de la fuerza de su amo si el animal lo devora o le obedece. Tú llegarás a conocer al tuvo y él a ti. En el cielo, los dos seréis uno solo: el tarn, el cuerpo, y tú, su voluntad. Vivirás con él un armisticio continuo. Si eres débil o indefenso, te mata. Pero mientras te mantengas fuerte y te afirmes como su amo, te acata y te respeta —calló un instante—. No estábamos seguros de ti, tu padre y yo, pero hoy sé con certeza a qué atenerme. Has dominado un tarn, un tarn de combate. Por tus venas debe de correr la sangre de tu padre, que fue una vez Ubar, líder guerrero de Ko-ro-ba, la ciudad de los cilindros, y que ahora es su administrador.
Me sentí sorprendido, pues no sabía que mi padre había sido jefe supremo de esta ciudad y que ahora se desempeñaba como su más alto funcionario civil.
De repente algo interrumpió nuestra conversación. Delante de nuestras ventanas se oyó un aleteo; Tarl el Viejo se arrojó sobre mí y me echó al suelo. En el mismo instante el pivote de hierro de una ballesta entró silbando a través de una de las estrechas ventanas, golpeó la pared detrás de la pata de mi silla y giró por la habitación. De un vistazo logré distinguir el casco negro de un tarnsman, que ya volvía a alejarse. Se oyeron gritos, pasos apresurados. Corrí a la ventana y vi cómo numerosos pivotes de ballesta trataban de alcanzar al agresor, que ya se encontraba a casi un pasang de distancia.
—Un miembro de la Casta de los Asesinos —dijo Tarl el Viejo—, Marlenus, que bien quisiera ser Ubar de todo Gor sabe de tu existencia.
—¿Quién es Marlenus? —pregunté; me temblaba la voz.
—Mañana lo sabrás —respondió Tarl el Viejo—. Y mañana te dirán también por qué te han traído a Gor.
—¿Por qué no puedo saberlo ahora?
—Porque el día de mañana tarda poco en llegar —me respondió.
Lo miré fijamente:
—¿Y esta noche? —pregunté.
—Esta noche —dijo— nos emborracharemos.
A la mañana siguiente desperté sobre la estera de dormir, en un rincón de mi habitación. Sentía frío. Tenía un terrible dolor de cabeza y la impresión de que innumerables puntas de lanza me atravesaban el cerebro. Me incorporé con dificultad, me levanté, fui a tropezones hasta la palangana que se encontraba sobre la mesa y me salpiqué el rostro con agua.
No recordaba muy bien qué había ocurrido la noche anterior. Tarl el Viejo y yo habíamos paseado por la ciudad visitando una taberna tras otra, y todavía recordaba que yo había avanzado cantando y trastabillando por estrechos puentes sin barandillas. Tarl el Viejo también había bebido demasiado del jugo fermentado de granos; se llamaba Pagar-Sa-Tarna, deleite de la hija de la vida. Pero solía llamárselo simplemente «Paga». No tenía la menor intención de volver a probar ese brebaje.
Recordé asimismo a las muchachas de la última taberna, magníficas figuras en sedosos vestidos de baile, esclavas criadas para el entretenimiento, para la pasión, como si se tratara de animales. Si era cierto que existían seres esclavos o libres de nacimiento, como sostenía Tarl el Viejo, estas muchachas eran esclavas de nacimiento. Era imposible imaginarlas de otra manera, pero también ellas debían de sentir un doloroso despertar, debían esforzarse en levantarse, en asearse. En particular, recordaba a una muchacha, su cuerpo, delgado como una vara, su pelo negro enmarañado sobre los hombros oscuros, las campanillas en los tobillos, el leve tañido tras las cortinas en la alcoba. De pronto se me ocurrió pensar que hubiera deseado poseer a esa muchacha por más tiempo que esa única hora por la que había pagado. Desterré el pensamiento de mi cabeza dolorida y, precisamente cuando me estaba abotonando la túnica, Tarl el Viejo entró en la habitación.